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Tirano Banderas (Graded Reader), Capítulo 5. En el penal

Capítulo 5. En el penal

El Fuerte de Santa Mónica era la prisión para los revolucionarios.

Contaban las leyendas de época española que dentro había aguas

venenosas, mazmorras con cadenas y aparatos de tortura. Todas las

tardes fusilaban a varios revolucionarios sin juicio, por orden secreta

del tirano.

Nachito y el estudiante entran por la puerta del penal entre los

soldados. Los recibe el Alcaide, el Coronel Irineo Castañón. Tiene

una pata de palo que suena mucho cuando pasea por la cárcel. Es uno

de los más crueles asesinos de la tiranía:

—¡Tenemos aquí a gente educada! —les dice con gesto de burla.

Nachito se ríe de la broma e intenta explicarse:

—Ha habido un error, mi Coronelito.

—A mí no me importa. Lo cuentan en el juicio. Por ahora no los

encerramos, pueden pasear por el fuerte.

Un soldado mulato los acompaña al patio de las murallas. El

fuerte estaba delante del océano y podían oír el ruido de las olas. En

el cielo volaban los buitres. Nachito, suspirando, leía en los muros las

inscripciones de los presos. El estudiante liaba un cigarro. Algunos

presos solitarios paseaban. Un viejo estaba sentado al borde de las

almenas, cosiendo una manta. Nachito y el estudiante se acercan y se asoman a mirar el mar con la luz de la mañana. Ven que las

olas balancean muchos cadáveres con los vientres inflados. Nachito

se asusta y da un salto hacia atrás. El viejo que cosía la manta les dice:

—¡Los tiburones ya se aburren de tanta carne revolucionaria, y el

maldito Banderas no tiene suficiente!

—¿Son náufragos? —pregunta Nachito.

El viejo de la manta lo mira con desprecio:

—Son los compañeros que han fusilado.

—¿No se les entierra? —dice el estudiante.

—¡Qué va! Se los tiraba al mar. Ahora tienen que enterrar a los

que estamos esperando nuestro turno.

—¿Está condenado a muerte, mi viejo?

—La fiera de Banderas no conoce otra sentencia. ¡Yo no tengo

miedo! ¡Abajo el Tirano!

Algunos prisioneros, gritando, suben hasta las almenas. El Doctor

Alfredo Sánchez Ocaña, famoso líder revolucionario, hace un

discurso de homenaje a los héroes de la libertad. Los soldados les dan

empujones con los fusiles y los obligan a marcharse de allí. Una barca

estaba recogiendo los cadáveres. Contaron siete. Nachito grita:

—¡Estoy perdido! ¡Voy a morir inocente! ¡Me condenan las

apariencias!

Y el viejo le contesta, con cara de burla:

—¿No eres revolucionario? Vas a tener una muerte de hombre

honrado y no lo mereces.

—¡Habla muy bien el Doctor Sánchez Ocaña! ¡Me gustan sus

ideas! —dice el estudiante, con triste pasión.

Y el viejo de la manta comenta lentamente:

—No hace falta venir a la cárcel para saberlo. Usted tampoco es

revolucionario.

—Y me arrepiento. Si no muero y salgo de aquí, voy a luchar

contra el tirano —declara el joven.

El calabozo número tres era una gran sala de altas ventanas con rejas.

Olía muy mal, a alcohol, sudor y tabaco. Colgaban de las paredes, a

uno y otro lado, las hamacas de los presos. El Alcaide había juntado

a los presos políticos con los condenados por robar, engañar, asesinar.

La luz polvorienta y alta de las rejas caía por los sucios muros.

Iluminaba las caras preocupadas y tristes de los encarcelados. El

Doctor Sánchez Ocaña, estaba haciendo otra vez un discurso contra

la tiranía. Un preso leía tendido en su hamaca un libro que trataba

de fugas famosas. Don Roque Cepeda le preguntó desde la hamaca

vecina:

—Lee usted con mucho interés. ¿Sueña con fugarse?

—¡Sí, para fastidiar al Coronelito Pata de Palo! —Cierra el libro

con un suspiro—: No hay que pensarlo. Seguro a usted y a mí nos

fusilan esta tarde.

Don Roque niega con la cabeza:

—No, yo debo ver el triunfo de la revolución. Después no me

importa morir. Ese es mi destino y el destino siempre se cumple.

Don Roque era muy religioso y creía en la salvación de los

hombres. Tenía fe en el futuro. El preso le dice:

—Somos muy distintos. Usted espera que una fuerza desconocida

le abra las rejas. Yo hago planes para fugarme y trabajo en ello sin

confiar en el destino.

—Los revolucionarios debe luchar también con su espíritu. Y

confiar que el cielo les puede ayudar —contesta Don Roque.

—Yo no tengo espíritu religioso. Para mí todo acaba con la muerte,

hoy fusilados o mañana de otra forma.

—La revolución tiene sentido para salvar a los hombres. No solo

su carne, también su espíritu. Tienen que salvarse en la vida eterna.

—Don Roque, usted vuela muy alto, y yo camino por el suelo. La

religión no tiene nada que ver con nuestras luchas políticas.

—La idea más importante de la revolución, la salvación del indio,

es un sentimiento cristiano. Todos los hombres somos iguales porque

somos hijos de Dios.

—Don Roque, somos muy buenos amigos, pero no nos

entendemos. Libertad, Igualdad, Fraternidad, eran las grandes ideas

de la Revolución Francesa. ¿No defendían en esa época el ateísmo?

—Eran profundamente religiosos, pero no lo sabían.

—Vale ya, Don Roque, voy a acabar rezando. Mejor seguir leyendo.

Buenas tardes.

En una esquina, bajo la luz de una reja, juegan a las cartas ocho o diez

prisioneros. Apuestan a adivinar la carta que salía. Chucho el Roto

tira los naipes. Es un hombre muy alto y fuerte, famoso por muchos

crímenes. Ha robado caballos, ha asaltado diligencias, ha matado por

amor y celos. Tiene las manos delgadas, la mejilla con la cicatriz de una

cuchillada y le faltan tres dientes. En el juego apostaban por la misma

carta peones y doctores, guerrilleros y profesores. Nachito Veguillas

estaba presente. Aún no jugaba, pero miraba y tocaba la plata en el

bolsillo. Al final tiene un impulso y pone unos soles en la manta.

—Van diez soles por el pendejo monarca.

—La apuesta es doble —le avisa el Roto. Nachito dice que sí con la

cabeza. Sale el rey de bastos. Nachito, ilusionado con la ganancia, cobra

y sigue apostando. Elige cartas que siempre salen y gana una y otra vez.

El preso que está a su lado le mira asombrado. Nachito le dice:

—En nuestra desgraciada situación, ganar o perder es igual. Nos

espera la muerte.

—Todavía estamos vivos y la plata es muy importante. Jugamos

para no pensar en nuestro destino —le contesta el otro.

—¿Su sentencia también es de muerte, hermano?

—¡No se sabe!

—Me da usted esperanzas. Voy a seguir apostando —dice Nachito

y vuelve a ganar. Entonces el otro le propone:

—¿Jugamos juntos? Yo le doy el dinero y usted apuesta.

—De acuerdo. Vamos con la sota.

—¿Le gusta esa carta?

—Es mi manera de jugar. Antes he jugado la carta que me gustaba

y ahora le toca al siete, que no me dice nada.

El Roto barajaba lentamente y cuando elegía una carta, la tenía

un momento con la mano en alto antes de enseñarla. Salió el siete.

Nachito cobra y le dice a su compañero de cárcel:

—¿Ve que salen?

—¡Parece adivinarlas usted! ¡Nunca mi vida he visto tanta suerte!

—Vamos con el caballo.

—Mejor parar. Podemos perderlo todo.

—No, no, seguimos hasta perder.

Nachito quería perder. Seguía jugando porque tenía miedo.

Pensaba que la suerte en las cartas significaba mala suerte en la vida,

y que lo iban a fusilar. Quería perder para salvar la vida, pero sigue

ganando una y otra vez.

Al otro lado del calabozo, algunos prisioneros escuchan el relato de

un soldado indio tuerto. Habla con voz tranquila, sentado en el suelo,

y contaba la última derrota de las tropas revolucionarias

—Yo iba con el grupo de Doroteo Rojas. Una vida perra, sin soltar

el fusil, siempre mojados. Y el día más negro fue el siete de julio: íbamos

cruzando un pantano cuando los federales empezaron a disparar. No

los veíamos porque estaban escondidos detrás de unos árboles. Con gran

esfuerzo salimos de aquel pantano gracias a Dios y pasamos todo el día

caminando. De noche llegamos a un ranchito quemado, y corrimos para

allá. Otra vez nos dispararon los enemigos. Aquí caía una bala y allá caía

otra. Los federales tenían ganas de matarnos y solo se oían las balas y los

gritos de los heridos. El compañero que estaba junto a mí se movía para

un lado y para otro. Le dije que era peor. Luego le dieron en la cabeza

y allí se quedó mirando las estrellas. Y fuimos al amanecer a una sierra,

donde no había ni agua ni maíz, ni nada que comer.

El Doctor Atle, famoso líder revolucionario, lleva encarcelado

muchos meses. Era un hombre joven, con la frente pálida, el pelo

largo. Escuchaba con mucha atención el relato y escribía en un

cuaderno. Luego le pregunta su nombre y su lugar de nacimiento:

—Me llamo Indalecio Santana. Nací en un rancho y allí trabajé desde

niño como peón. Cuando estalló la bola revolucionaria, desertamos

todos los peones de las minas de un traidor gachupín, y nos fuimos con

Doroteo.

En el palacio de Santos Banderas, están afeitando al tirano. El Mayor

del Valle le cuenta los últimos arrestos.

—Ha detenido a nuestro Licenciadito Veguillas. Mayor del Valle,

merece usted una condecoración.

El Mayor nunca sabe si el general dice las cosas en broma o en

serio. Le tiene miedo, igual que todos. Antes de entrar ha tomado

cuatro copas de aguardiente para atreverse a hablar. Bandera no

dice nada más. Pide con un gesto al criado que siga con el afeitado.

Don Cruz, el criado, es un negro ya viejo, con el pelo rizado gris.

Nació como esclavo, y tiene la mirada húmeda y triste de los perros

castigados.

—¿Cómo están las navajas, mi jefecito?

—Me hacen daño. No están bien afiladas.

—Mi jefecito, hace mucho que no va a la guerra y tiene la piel muy

delicada.

Banderas le habla otra vez al Mayor:

—Siento la huida del Coronel de la Gándara. ¡He perdido un amigo!

Iba a indultarle y nuestro Licenciadito ha estropeado el asunto.

Mayor del Valle, quiero interrogar a ese soplón. ¿Y el estudiante por

qué razón está preso?

—Puede haber ayudado a escapar al Coronel —dice el Mayor del

Valle.

—¿Tiene contactos con los revolucionarios? Hay que pedir informes

a la policía, Mayor. Teniente Morcillo, le ordeno capturar al Coronel

Domiciano de la Gándara. Hay que darse prisa. Si no capturamos al

Coronelito hoy, mañana lo tenemos con el ejército rebelde. Teniente

Valdivia, vamos a recibir a las personas que quieren verme.

Entra Doña Rosita Pintado, la madre del estudiante y se tira a los

pies del Tirano.

—¡Generalito, no es justicia arrestar a mi chamaco!

—Arriba, Doña Rosita, este palacio no es un teatro. ¿Cómo fue

ese arresto?

—El Mayor del Valle venía siguiendo a un fugado.

—¿Y por qué eligió el Coronel de la Gándara su casa, Doña Rosita?

—¡Sin razón, mi Generalito! Entró de la calle y salió por la ventana

sin decir nada. Es el destino.

—Pues esperemos el destino del niño. Si es inocente, nada le va a

pasar. Lo veremos en el juicio. Mi señora Doña Rosita, un gusto verla.

Nos vamos al penal.

El tirano y sus ayudantes iban a la cárcel. Por las calles, los indios

lo saludaban inclinando la cabeza. Banderas pensaba que parecían

humildes, pero eran unos rebeldes y que tenía que vigilarlos bien.

Cuando pasa por el Casino español, salieron todos los gachupines a

aplaudirle. Ya en el fuerte, le recibe el Coronel Irineo Castañón

—¿Qué calabozo ocupa Don Roque Cepeda?

—El número tres.

—¿Han tratado bien a ese señor tan noble y a sus compañeros?

Son adversarios políticos, pero merecen respeto. La fuerza de las

leyes solo es para los rebeldes armados. Vamos a ver al candidato para

presidente de la República. Coronel Castañón, detrás de usted.

El Coronel Irineo marcaba el paso. ¡Tac! ¡Tac! Por los pasillos

resonaba el ritmo de su pata de palo: ¡Tac! ¡Tac!

—¡Calabozo número tres!

Tirano Banderas, en la puerta, saluda quitándose el sombrero y

busca a Don Roque Cepeda. Todos los presos lo están mirando en

silencio. Por fin lo encuentra y empieza a hablar con él:

—Mi Señor Don Roque, me he enterado de su arresto. Lo siento

mucho. No sabía nada. Le respeto como adversario político y rival en

las elecciones, pero dentro de las leyes. Solo los aventureros rebeldes

están fuera de la ley. Contra ellos cae toda la furia de mis soldados. No

contra usted que es un patriota. Quiero hablar un día con usted sobre

su idea de dar derechos a los indígenas. Ahora solo quiero presentarle

mis excusas por el error policial.

Don Roque Cepeda sonríe y responde:

—Señor General, le digo lo que pienso. Parece usted la Serpiente

del Génesis, antes de engañar a Adán y Eva.

Tirano Banderas no mueve un músculo de la cara:

—Mi Señor Don Roque, lamento que me insulte. Quería darle la

mano, pero usted no me cree sincero, adiós.

De una hamaca sale el Licenciado Veguillas y llama al general.

—Mi Generalito, estoy aquí por equivocación.

Bandera le pega un patada y Veguillas cae rodando hasta la puerta

del calabozo.

—Licenciadito. Va a venir usted conmigo. Tenemos que hablar

ahora, porque luego ya no podemos. Seguro que el juez le condena a

muerte. Licenciadito, ¿por qué ha sido tan pendejo? ¿Quién le llevó a

contar las órdenes presidenciales? ¿Qué cómplices tiene? Su conducta

es intolerable.


Capítulo 5. En el penal Kapitel 5: Im Gefängnis Chapter 5. In the prison Chapitre 5 : En prison 5장: 감옥에서 5 skyrius. Kalėjime Глава 5. В тюрьме Розділ 5. У в'язниці 第5章 监狱里

El Fuerte de Santa Mónica era la prisión para los revolucionarios.

Contaban las leyendas de época española que dentro había aguas

venenosas, mazmorras con cadenas y aparatos de tortura. Todas las

tardes fusilaban a varios revolucionarios sin juicio, por orden secreta

del tirano.

Nachito y el estudiante entran por la puerta del penal entre los

soldados. Los recibe el Alcaide, el Coronel Irineo Castañón. Tiene

una pata de palo que suena mucho cuando pasea por la cárcel. Es uno

de los más crueles asesinos de la tiranía:

—¡Tenemos aquí a gente educada! —les dice con gesto de burla.

Nachito se ríe de la broma e intenta explicarse:

—Ha habido un error, mi Coronelito.

—A mí no me importa. Lo cuentan en el juicio. Por ahora no los

encerramos, pueden pasear por el fuerte.

Un soldado mulato los acompaña al patio de las murallas. El

fuerte estaba delante del océano y podían oír el ruido de las olas. En

el cielo volaban los buitres. Nachito, suspirando, leía en los muros las

inscripciones de los presos. El estudiante liaba un cigarro. Algunos

presos solitarios paseaban. Un viejo estaba sentado al borde de las

almenas, cosiendo una manta. Nachito y el estudiante se acercan y se asoman a mirar el mar con la luz de la mañana. Ven que las

olas balancean muchos cadáveres con los vientres inflados. Nachito

se asusta y da un salto hacia atrás. El viejo que cosía la manta les dice:

—¡Los tiburones ya se aburren de tanta carne revolucionaria, y el

maldito Banderas no tiene suficiente!

—¿Son náufragos? —pregunta Nachito.

El viejo de la manta lo mira con desprecio:

—Son los compañeros que han fusilado.

—¿No se les entierra? —dice el estudiante.

—¡Qué va! Se los tiraba al mar. Ahora tienen que enterrar a los

que estamos esperando nuestro turno.

—¿Está condenado a muerte, mi viejo?

—La fiera de Banderas no conoce otra sentencia. ¡Yo no tengo

miedo! ¡Abajo el Tirano!

Algunos prisioneros, gritando, suben hasta las almenas. El Doctor

Alfredo Sánchez Ocaña, famoso líder revolucionario, hace un

discurso de homenaje a los héroes de la libertad. Los soldados les dan

empujones con los fusiles y los obligan a marcharse de allí. Una barca

estaba recogiendo los cadáveres. Contaron siete. Nachito grita:

—¡Estoy perdido! ¡Voy a morir inocente! ¡Me condenan las

apariencias!

Y el viejo le contesta, con cara de burla:

—¿No eres revolucionario? Vas a tener una muerte de hombre

honrado y no lo mereces.

—¡Habla muy bien el Doctor Sánchez Ocaña! ¡Me gustan sus

ideas! —dice el estudiante, con triste pasión.

Y el viejo de la manta comenta lentamente:

—No hace falta venir a la cárcel para saberlo. Usted tampoco es

revolucionario.

—Y me arrepiento. Si no muero y salgo de aquí, voy a luchar

contra el tirano —declara el joven.

El calabozo número tres era una gran sala de altas ventanas con rejas.

Olía muy mal, a alcohol, sudor y tabaco. Colgaban de las paredes, a

uno y otro lado, las hamacas de los presos. El Alcaide había juntado

a los presos políticos con los condenados por robar, engañar, asesinar.

La luz polvorienta y alta de las rejas caía por los sucios muros.

Iluminaba las caras preocupadas y tristes de los encarcelados. El

Doctor Sánchez Ocaña, estaba haciendo otra vez un discurso contra

la tiranía. Un preso leía tendido en su hamaca un libro que trataba

de fugas famosas. Don Roque Cepeda le preguntó desde la hamaca

vecina:

—Lee usted con mucho interés. ¿Sueña con fugarse?

—¡Sí, para fastidiar al Coronelito Pata de Palo! —Cierra el libro

con un suspiro—: No hay que pensarlo. Seguro a usted y a mí nos

fusilan esta tarde.

Don Roque niega con la cabeza:

—No, yo debo ver el triunfo de la revolución. Después no me

importa morir. Ese es mi destino y el destino siempre se cumple.

Don Roque era muy religioso y creía en la salvación de los

hombres. Tenía fe en el futuro. El preso le dice:

—Somos muy distintos. Usted espera que una fuerza desconocida

le abra las rejas. Yo hago planes para fugarme y trabajo en ello sin

confiar en el destino.

—Los revolucionarios debe luchar también con su espíritu. Y

confiar que el cielo les puede ayudar —contesta Don Roque.

—Yo no tengo espíritu religioso. Para mí todo acaba con la muerte,

hoy fusilados o mañana de otra forma.

—La revolución tiene sentido para salvar a los hombres. No solo

su carne, también su espíritu. Tienen que salvarse en la vida eterna.

—Don Roque, usted vuela muy alto, y yo camino por el suelo. La

religión no tiene nada que ver con nuestras luchas políticas.

—La idea más importante de la revolución, la salvación del indio,

es un sentimiento cristiano. Todos los hombres somos iguales porque

somos hijos de Dios.

—Don Roque, somos muy buenos amigos, pero no nos

entendemos. Libertad, Igualdad, Fraternidad, eran las grandes ideas

de la Revolución Francesa. ¿No defendían en esa época el ateísmo?

—Eran profundamente religiosos, pero no lo sabían.

—Vale ya, Don Roque, voy a acabar rezando. Mejor seguir leyendo.

Buenas tardes.

En una esquina, bajo la luz de una reja, juegan a las cartas ocho o diez

prisioneros. Apuestan a adivinar la carta que salía. Chucho el Roto

tira los naipes. Es un hombre muy alto y fuerte, famoso por muchos

crímenes. Ha robado caballos, ha asaltado diligencias, ha matado por

amor y celos. Tiene las manos delgadas, la mejilla con la cicatriz de una

cuchillada y le faltan tres dientes. En el juego apostaban por la misma

carta peones y doctores, guerrilleros y profesores. Nachito Veguillas

estaba presente. Aún no jugaba, pero miraba y tocaba la plata en el

bolsillo. Al final tiene un impulso y pone unos soles en la manta.

—Van diez soles por el pendejo monarca.

—La apuesta es doble —le avisa el Roto. Nachito dice que sí con la

cabeza. Sale el rey de bastos. Nachito, ilusionado con la ganancia, cobra

y sigue apostando. Elige cartas que siempre salen y gana una y otra vez.

El preso que está a su lado le mira asombrado. Nachito le dice:

—En nuestra desgraciada situación, ganar o perder es igual. Nos

espera la muerte.

—Todavía estamos vivos y la plata es muy importante. Jugamos

para no pensar en nuestro destino —le contesta el otro.

—¿Su sentencia también es de muerte, hermano?

—¡No se sabe!

—Me da usted esperanzas. Voy a seguir apostando —dice Nachito

y vuelve a ganar. Entonces el otro le propone:

—¿Jugamos juntos? Yo le doy el dinero y usted apuesta.

—De acuerdo. Vamos con la sota.

—¿Le gusta esa carta?

—Es mi manera de jugar. Antes he jugado la carta que me gustaba

y ahora le toca al siete, que no me dice nada.

El Roto barajaba lentamente y cuando elegía una carta, la tenía

un momento con la mano en alto antes de enseñarla. Salió el siete.

Nachito cobra y le dice a su compañero de cárcel:

—¿Ve que salen?

—¡Parece adivinarlas usted! ¡Nunca mi vida he visto tanta suerte!

—Vamos con el caballo.

—Mejor parar. Podemos perderlo todo.

—No, no, seguimos hasta perder.

Nachito quería perder. Seguía jugando porque tenía miedo.

Pensaba que la suerte en las cartas significaba mala suerte en la vida,

y que lo iban a fusilar. Quería perder para salvar la vida, pero sigue

ganando una y otra vez.

Al otro lado del calabozo, algunos prisioneros escuchan el relato de

un soldado indio tuerto. Habla con voz tranquila, sentado en el suelo,

y contaba la última derrota de las tropas revolucionarias

—Yo iba con el grupo de Doroteo Rojas. Una vida perra, sin soltar

el fusil, siempre mojados. Y el día más negro fue el siete de julio: íbamos

cruzando un pantano cuando los federales empezaron a disparar. No

los veíamos porque estaban escondidos detrás de unos árboles. Con gran

esfuerzo salimos de aquel pantano gracias a Dios y pasamos todo el día

caminando. De noche llegamos a un ranchito quemado, y corrimos para

allá. Otra vez nos dispararon los enemigos. Aquí caía una bala y allá caía

otra. Los federales tenían ganas de matarnos y solo se oían las balas y los

gritos de los heridos. El compañero que estaba junto a mí se movía para

un lado y para otro. Le dije que era peor. Luego le dieron en la cabeza

y allí se quedó mirando las estrellas. Y fuimos al amanecer a una sierra,

donde no había ni agua ni maíz, ni nada que comer.

El Doctor Atle, famoso líder revolucionario, lleva encarcelado

muchos meses. Era un hombre joven, con la frente pálida, el pelo

largo. Escuchaba con mucha atención el relato y escribía en un

cuaderno. Luego le pregunta su nombre y su lugar de nacimiento:

—Me llamo Indalecio Santana. Nací en un rancho y allí trabajé desde

niño como peón. Cuando estalló la bola revolucionaria, desertamos

todos los peones de las minas de un traidor gachupín, y nos fuimos con

Doroteo.

En el palacio de Santos Banderas, están afeitando al tirano. El Mayor

del Valle le cuenta los últimos arrestos.

—Ha detenido a nuestro Licenciadito Veguillas. Mayor del Valle,

merece usted una condecoración.

El Mayor nunca sabe si el general dice las cosas en broma o en

serio. Le tiene miedo, igual que todos. Antes de entrar ha tomado

cuatro copas de aguardiente para atreverse a hablar. Bandera no

dice nada más. Pide con un gesto al criado que siga con el afeitado.

Don Cruz, el criado, es un negro ya viejo, con el pelo rizado gris.

Nació como esclavo, y tiene la mirada húmeda y triste de los perros

castigados.

—¿Cómo están las navajas, mi jefecito?

—Me hacen daño. No están bien afiladas.

—Mi jefecito, hace mucho que no va a la guerra y tiene la piel muy

delicada.

Banderas le habla otra vez al Mayor:

—Siento la huida del Coronel de la Gándara. ¡He perdido un amigo!

Iba a indultarle y nuestro Licenciadito ha estropeado el asunto.

Mayor del Valle, quiero interrogar a ese soplón. ¿Y el estudiante por

qué razón está preso?

—Puede haber ayudado a escapar al Coronel —dice el Mayor del

Valle.

—¿Tiene contactos con los revolucionarios? Hay que pedir informes

a la policía, Mayor. Teniente Morcillo, le ordeno capturar al Coronel

Domiciano de la Gándara. Hay que darse prisa. Si no capturamos al

Coronelito hoy, mañana lo tenemos con el ejército rebelde. Teniente

Valdivia, vamos a recibir a las personas que quieren verme.

Entra Doña Rosita Pintado, la madre del estudiante y se tira a los

pies del Tirano.

—¡Generalito, no es justicia arrestar a mi chamaco!

—Arriba, Doña Rosita, este palacio no es un teatro. ¿Cómo fue

ese arresto?

—El Mayor del Valle venía siguiendo a un fugado.

—¿Y por qué eligió el Coronel de la Gándara su casa, Doña Rosita?

—¡Sin razón, mi Generalito! Entró de la calle y salió por la ventana

sin decir nada. Es el destino.

—Pues esperemos el destino del niño. Si es inocente, nada le va a

pasar. Lo veremos en el juicio. Mi señora Doña Rosita, un gusto verla.

Nos vamos al penal.

El tirano y sus ayudantes iban a la cárcel. Por las calles, los indios

lo saludaban inclinando la cabeza. Banderas pensaba que parecían

humildes, pero eran unos rebeldes y que tenía que vigilarlos bien.

Cuando pasa por el Casino español, salieron todos los gachupines a

aplaudirle. Ya en el fuerte, le recibe el Coronel Irineo Castañón

—¿Qué calabozo ocupa Don Roque Cepeda?

—El número tres.

—¿Han tratado bien a ese señor tan noble y a sus compañeros?

Son adversarios políticos, pero merecen respeto. La fuerza de las

leyes solo es para los rebeldes armados. Vamos a ver al candidato para

presidente de la República. Coronel Castañón, detrás de usted.

El Coronel Irineo marcaba el paso. ¡Tac! ¡Tac! Por los pasillos

resonaba el ritmo de su pata de palo: ¡Tac! ¡Tac!

—¡Calabozo número tres!

Tirano Banderas, en la puerta, saluda quitándose el sombrero y

busca a Don Roque Cepeda. Todos los presos lo están mirando en

silencio. Por fin lo encuentra y empieza a hablar con él:

—Mi Señor Don Roque, me he enterado de su arresto. Lo siento

mucho. No sabía nada. Le respeto como adversario político y rival en

las elecciones, pero dentro de las leyes. Solo los aventureros rebeldes

están fuera de la ley. Contra ellos cae toda la furia de mis soldados. No

contra usted que es un patriota. Quiero hablar un día con usted sobre

su idea de dar derechos a los indígenas. Ahora solo quiero presentarle

mis excusas por el error policial.

Don Roque Cepeda sonríe y responde:

—Señor General, le digo lo que pienso. Parece usted la Serpiente

del Génesis, antes de engañar a Adán y Eva.

Tirano Banderas no mueve un músculo de la cara:

—Mi Señor Don Roque, lamento que me insulte. Quería darle la

mano, pero usted no me cree sincero, adiós.

De una hamaca sale el Licenciado Veguillas y llama al general.

—Mi Generalito, estoy aquí por equivocación.

Bandera le pega un patada y Veguillas cae rodando hasta la puerta

del calabozo.

—Licenciadito. Va a venir usted conmigo. Tenemos que hablar

ahora, porque luego ya no podemos. Seguro que el juez le condena a

muerte. Licenciadito, ¿por qué ha sido tan pendejo? ¿Quién le llevó a

contar las órdenes presidenciales? ¿Qué cómplices tiene? Su conducta

es intolerable.