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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (48)

Los desposeídos (48)

Pero eso sólo funciona cuando la gente piensa que está peleando por algo propio, el hogar, o alguna idea —había dicho el viejo. Shevek había renunciado a la discusión. Ahora la continuaba, en la oscuridad creciente del sótano, entre las pilas de cajones de productos químicos no rotulados. Le explicaba a Atro que ahora comprendía por qué el ejercito estaba organizado de ese modo. Era sin duda un tipo de organización ineludible. Ninguna organización racional hubiera servido en este caso. Shevek no había comprendido hasta ahora que la finalidad era permitir que unos hombres provistos de ametralladoras matasen a hombres y mujeres inermes, fácilmente y en grandes cantidades, cuando les ordenaban hacerlo. Pero no comprendía aún qué relación tenía todo esto con el coraje, o la hombría, o la aptitud.

De tanto en tanto le hablaba a su compañero, a medida que la oscuridad crecía. El hombre, que ahora yacía con los ojos abiertos, se había quejado en un par de ocasiones, un gemido paciente que conmovió a Shevek. Durante los primeros momentos de pánico, en medio de la multitud que se precipitaba al Directorio, el hombre había tratado de mantenerse en pie, seguir adelante, al principio corriendo, y luego caminando hacia la Ciudad Vieja; con la mano debajo del gabán, apretada contra el costado, había hecho todo lo posible por avanzar, por no retrasar a Shevek. La segunda vez que el hombre se quejó, Shevek le tomó la mano sana, murmurando:

—No, no. Calla, hermano —sólo porque no soportaba oír el dolor del hombre y no poder hacer nada. El hombre pensó sin duda que le pedía que callara por miedo a que la policía los descubriera en el sótano, pues asintió débilmente y apretó los labios.

Los dos hombres resistieron tres noches en el depósito. Durante todo ese tiempo hubo refriegas esporádicas en el distrito, y el ejército continuó asediando aquella manzana de la Avenida Mesee. Los combatientes nunca se acercaban al edificio, fuertemente armado, de modo que los hombres escondidos en el depósito no podían salir sin rendirse. En una ocasión, cuando su compañero estaba despierto, Shevek le preguntó:

—Si saliéramos a la vista de la policía, ¿qué harían con nosotros?

El hombre sonrió y musitó:

—Nos ametrallarían.

Como durante horas se habían oído ráfagas de ametralladora cercanas y distantes, y alguna que otra explosión, y el zumbido de los helicópteros no había cesado, la opinión del hombre parecía bien fundada. Menos claro era el motivo de la sonrisa.

Murió aquella noche a causa de la hemorragia, mientras los dos dormían lado a lado para calentarse en el colchón que Shevek había improvisado con la paja de los cajones. Ya estaba rígido cuando Shevek despertó, se sentó, y escuchó el silencio del gran sótano lóbrego y de la calle desierta y de la ciudad toda, un silencio de muerte.

Capítulo 10

La mayor parte de las líneas férreas del Sudoeste corrían sobre terraplenes a una yarda o más por encima de la llanura. Un balasto elevado estaba menos expuesto a las polvaredas, y permitía que los viajeros vieran el amplio panorama desolado.

El Sudoeste era la única de las ocho regiones de Anarres que no contaba con importantes extensiones de agua. En el verano el deshielo polar alimentaba las marismas del lejano sur; hacia el ecuador sólo había lagos alcalinos poco profundos en vastas cuencas de sal. No había montañas; cada centenar de kilómetros una cadena de colinas corría de sur a norte, áridas, resquebrajadas, carcomidas, en riscos y puntas. Unas estrías de violeta y de rojo manchaban las colinas, y en las caras de los riscos crecía en empinadas verticales de verde-gris el musgo de las rocas, una planta que soportaba cualquier extremo de calor o frío, de sequía y de viento, y que se extendía sobre las vetas de la piedra arenisca como un tapiz cuadriculado. No había en el paisaje otro color que el pardo, un pardo blancuzco en los lugares en que la arena cubría a medias las cuencas de sal. En el cielo, por encima de las llanuras, se desplazaban raras nubes de tormenta. Nunca traían lluvia, sólo sombras. El terraplén y los rieles centelleantes corrían hasta perderse de vista por detrás del furgón, y también por delante, siempre en línea recta.

—Con el Sudoeste no se puede hacer nada —dijo el conductor—, nada más que atravesarlo.

El hombre que lo acompañaba no contestó, pues se había quedado dormido. La cabeza se le sacudía junto con las vibraciones del motor. Las manos, endurecidas por el trabajo y ennegrecidas por la escarcha, descansaban flojas sobre los muslos; el rostro somnoliento era demacrado y triste. Había subido en Montaña de Cobre, y como no había otros pasajeros el conductor le había pedido que viajara con él en la cabina. Se había dormido inmediatamente. De vez en cuando el conductor le echaba una mirada decepcionada pero de simpatía. En los últimos años había visto tanta gente extenuada que le parecía la condición normal.

El hombre despenó al final de la tarde, y luego de contemplar un rato el desierto, preguntó:

—¿Siempre haces solo este viaje?

—Los últimos tres, cuatro años.

—¿Nunca has tenido una avería por aquí?

—Un par de veces. Llevo comida y agua en abundancia en la gaveta. A propósito, ¿tienes hambre?

—Todavía no.

—En un día o algo así me mandan desde Soledades el equipo de averías.

—¿Es ésa la población más cercana?

—Aja. Mil millas desde Minas Sedep a Soledades. El trayecto más largo entre dos ciudades en todo este mundo. He estado haciéndolo durante once años.

—¿No estás cansado?

—No. Me gustan los trabajos independientes.

El pasajero asintió, sin hablar.

—Y es algo seguro. Me gusta la rutina; puedes imaginarlo. Quince días de camino, quince libres con la compañera en Nueva Esperanza. Año va, año viene; sequía, hambruna, cualquier cosa. No cambia nada, aquí siempre es sequía. Me gusta el viajecito. Saca el agua, ¿quieres? El enfriador está atrás, debajo de la gaveta.

El pasajero trajo la botella, y cada uno bebió un largo sorbo. El agua tenía un sabor indefinido, alcalino, pero estaba fresca.

—¡Ah, qué buena! —exclamó con gratitud el pasajero. Apañó la botella, y sentándose de nuevo en el asiento de delante, se desperezó, tocando el techo con las manos—. Así que eres un hombre acompañado— dijo.

La simplicidad con que lo dijo le cayó bien al conductor, quien respondió:

—Dieciocho años.

—Como si empezaras.

—¡Diantre, estoy de acuerdo con eso! Y eso es lo que algunos no ven. Pero tal como yo lo entiendo, si copulas bastante con una y otra hasta los veinte, es entonces cuando le sacas mejor provecho, y descubres también que es siempre más o menos lo mismo. ¡Y algo bueno, además! Pero aun así, la diferencia no está en copular; está en la otra persona. Y dieciocho años es como si empezaras cuando descubres esa diferencia. Al menos, si es una mujer lo que estás tratando de entender. A una mujer puede no durarle tanto el misterio de un hombre, aunque quizá representen una comedia... Como quiera que sea, ése es el gusto de la cosa. Los misterios y las comedias y todo lo demás. La variedad. La variedad no se obtiene sólo yendo de un lado a otro. Anduve por todo Anarres, de joven.

Por todas las Divisiones, manejando y cargando. He conocido hasta un centenar de chicas en las distintas ciudades. Terminó por aburrirme. Volví aquí, y hago este viajecito cada tres décadas, año va, año viene, a través del mismo desierto, donde no puedes distinguir una duna de arena de la otra y todo es igual a lo largo de mil quinientas millas para cualquier lado que mires, y vuelvo a casa a la misma compañera... y no me he aburrido ni una sola vez. No es ir de un lado a otro lo que te mantiene vivo. Es tener tu propio tiempo. Trabajar con el tiempo, no contra él.

—Así es —dijo el pasajero.

—¿Dónde está la compañera?

—En el Noreste. Cuatro años, ahora.

—Eso es demasiado —dijo el conductor—. Tendrían que haberos mandado juntos.

—No donde yo estuve.

—¿Dónde?

—Codo, y después Valle Grande.

—Supe lo de Valle Grande. —El conductor miró al pasajero con el respeto con que se mira a un sobreviviente. Vio la tez reseca y curtida del hombre, como carcomida hasta el hueso por la lluvia y el viento, la misma que había visto en otros sobrevivientes de los años de hambruna en La Polvareda—. Fue un error intentar que esas refinerías continuaran trabajando.

—Necesitábamos los fosfatos.

—Pero dicen que cuando el tren de víveres fue atacado en Portal, las refinerías seguían funcionando, y la gente se moría de hambre en sus puestos. Se alejaban unos pasos, se acostaban en el suelo y se morían. ¿Era así?

El hombre asintió, en silencio. El conductor no preguntó más, pero al cabo de un rato dijo:

—No sé qué haría yo si alguna vez atacaran mi tren.

—¿Nunca te pasó?

—No. Es que no llevo víveres; un furgón, a lo sumo, para Alto Sedep. Este es un tren minero. Pero si me dieran un tren de víveres, y me detuvieran, ¿qué haría? ¿Atropellarlos y llevar los víveres a destino? Pero demonios, ¿cómo vas a atropellar a niños, a viejos? Está mal que lo hagan, pero ¿los matarás por eso? ¡No sé!

Los rieles rectos y brillantes corrían bajo las ruedas. En el oeste las nubes proyectaban sobre la llanura grandes espejismos temblorosos, los espectros de sueños de lagos que se habían secado diez millones de años atrás.

—Un síndico, un hombre que conocí durante años, hizo eso precisamente, al norte de aquí, en el 66. Trataron de sacarle un furgón de granos. Retrocedió con la máquina, y mató a un par de hombres antes de que despejaran los rieles, eran como gusanos en el pescado podrido, espesos, decía. Hay ochocientas personas esperando ese furgón de grano, decía, y ¿cuántos de ellos morirán si no les llega? Más de un par, muchos más. Así que parece que hizo bien. Pero, ¡maldición! Yo no puedo sumar o restar de ese modo. No sé si está bien contar personas como se cuentan números. Pero entonces, ¿qué haces? ¿A quiénes matas?

—El segundo año que estuve en Codo, donde era coordinador de Trabajo, el sindicato redujo las raciones. La gente que trabajaba seis horas recibía raciones completas, apenas suficientes para esa clase de trabajo. Los que trabajaban media jornada recibían tres cuartos de ración. Si estaban enfermos o demasiado débiles para trabajar, les daban medía ración. Una media ración no alcanzaba para que se curasen, aunque los mantenía vivos. Pero no volvían al trabajo. Yo era el encargado de poner a la gente a media ración, gente que ya estaba enferma. Yo trabajaba todo el día, ocho, diez horas algunas veces, trabajo burocrático, de modo que obtenía raciones completas: las ganaba. Las ganaba confeccionando las listas de los que pasarían hambre. —Los ojos claros del hombre miraban adelante, la luz seca—. Como tú dijiste, tenía que contar a la gente.

—¿Renunciaste?

—Sí, renuncié. Fui a Valle Grande. Pero algún otro se encargó de las listas en las refinerías de Codo. Siempre hay alguien dispuesto a hacer listas.

—Ves, eso es lo que está mal —dijo el conductor mirando el fuego con el ceño fruncido. Tenía una cara y un cráneo morenos y desnudos, no le quedaba vello ni pelo entre los pómulos y el occipital, aunque no podía tener más de cuarenta y cinco. Era una cara fuerte, dura e inocente—. Eso es lo que está espantosamente mal. Tenían que haber clausurado las refinerías. No se le puede pedir a un hombre que haga una cosa así. ¿No somos odonianos acaso? Un hombre puede perder los estribos, de acuerdo. Eso es lo que le pasaba a la gente que atacaba los trenes. Tenían hambre, los niños tenían hambre, hacía demasiado tiempo que estaban hambrientos, y allí había comida y no era para ti, perdías los estribos y atacabas. Lo mismo con el amigo, esa gente le estaba destrozando el tren, perdió los estribos y retrocedió. No le importó nada.


Los desposeídos (48)

Pero eso sólo funciona cuando la gente piensa que está peleando por algo propio, el hogar, o alguna idea —había dicho el viejo. Shevek había renunciado a la discusión. Ahora la continuaba, en la oscuridad creciente del sótano, entre las pilas de cajones de productos químicos no rotulados. Le explicaba a Atro que ahora comprendía por qué el ejercito estaba organizado de ese modo. Era sin duda un tipo de organización ineludible. Ninguna organización racional hubiera servido en este caso. Shevek no había comprendido hasta ahora que la finalidad era permitir que unos hombres provistos de ametralladoras matasen a hombres y mujeres inermes, fácilmente y en grandes cantidades, cuando les ordenaban hacerlo. Pero no comprendía aún qué relación tenía todo esto con el coraje, o la hombría, o la aptitud.

De tanto en tanto le hablaba a su compañero, a medida que la oscuridad crecía. El hombre, que ahora yacía con los ojos abiertos, se había quejado en un par de ocasiones, un gemido paciente que conmovió a Shevek. Durante los primeros momentos de pánico, en medio de la multitud que se precipitaba al Directorio, el hombre había tratado de mantenerse en pie, seguir adelante, al principio corriendo, y luego caminando hacia la Ciudad Vieja; con la mano debajo del gabán, apretada contra el costado, había hecho todo lo posible por avanzar, por no retrasar a Shevek. La segunda vez que el hombre se quejó, Shevek le tomó la mano sana, murmurando:

—No, no. Calla, hermano —sólo porque no soportaba oír el dolor del hombre y no poder hacer nada. El hombre pensó sin duda que le pedía que callara por miedo a que la policía los descubriera en el sótano, pues asintió débilmente y apretó los labios.

Los dos hombres resistieron tres noches en el depósito. Durante todo ese tiempo hubo refriegas esporádicas en el distrito, y el ejército continuó asediando aquella manzana de la Avenida Mesee. Los combatientes nunca se acercaban al edificio, fuertemente armado, de modo que los hombres escondidos en el depósito no podían salir sin rendirse. En una ocasión, cuando su compañero estaba despierto, Shevek le preguntó:

—Si saliéramos a la vista de la policía, ¿qué harían con nosotros?

El hombre sonrió y musitó:

—Nos ametrallarían.

Como durante horas se habían oído ráfagas de ametralladora cercanas y distantes, y alguna que otra explosión, y el zumbido de los helicópteros no había cesado, la opinión del hombre parecía bien fundada. Menos claro era el motivo de la sonrisa.

Murió aquella noche a causa de la hemorragia, mientras los dos dormían lado a lado para calentarse en el colchón que Shevek había improvisado con la paja de los cajones. Ya estaba rígido cuando Shevek despertó, se sentó, y escuchó el silencio del gran sótano lóbrego y de la calle desierta y de la ciudad toda, un silencio de muerte.

Capítulo 10

La mayor parte de las líneas férreas del Sudoeste corrían sobre terraplenes a una yarda o más por encima de la llanura. Un balasto elevado estaba menos expuesto a las polvaredas, y permitía que los viajeros vieran el amplio panorama desolado.

El Sudoeste era la única de las ocho regiones de Anarres que no contaba con importantes extensiones de agua. En el verano el deshielo polar alimentaba las marismas del lejano sur; hacia el ecuador sólo había lagos alcalinos poco profundos en vastas cuencas de sal. No había montañas; cada centenar de kilómetros una cadena de colinas corría de sur a norte, áridas, resquebrajadas, carcomidas, en riscos y puntas. Unas estrías de violeta y de rojo manchaban las colinas, y en las caras de los riscos crecía en empinadas verticales de verde-gris el musgo de las rocas, una planta que soportaba cualquier extremo de calor o frío, de sequía y de viento, y que se extendía sobre las vetas de la piedra arenisca como un tapiz cuadriculado. No había en el paisaje otro color que el pardo, un pardo blancuzco en los lugares en que la arena cubría a medias las cuencas de sal. En el cielo, por encima de las llanuras, se desplazaban raras nubes de tormenta. Nunca traían lluvia, sólo sombras. El terraplén y los rieles centelleantes corrían hasta perderse de vista por detrás del furgón, y también por delante, siempre en línea recta.

—Con el Sudoeste no se puede hacer nada —dijo el conductor—, nada más que atravesarlo.

El hombre que lo acompañaba no contestó, pues se había quedado dormido. La cabeza se le sacudía junto con las vibraciones del motor. Las manos, endurecidas por el trabajo y ennegrecidas por la escarcha, descansaban flojas sobre los muslos; el rostro somnoliento era demacrado y triste. Había subido en Montaña de Cobre, y como no había otros pasajeros el conductor le había pedido que viajara con él en la cabina. Se había dormido inmediatamente. De vez en cuando el conductor le echaba una mirada decepcionada pero de simpatía. En los últimos años había visto tanta gente extenuada que le parecía la condición normal.

El hombre despenó al final de la tarde, y luego de contemplar un rato el desierto, preguntó:

—¿Siempre haces solo este viaje?

—Los últimos tres, cuatro años.

—¿Nunca has tenido una avería por aquí?

—Un par de veces. Llevo comida y agua en abundancia en la gaveta. A propósito, ¿tienes hambre?

—Todavía no.

—En un día o algo así me mandan desde Soledades el equipo de averías.

—¿Es ésa la población más cercana?

—Aja. Mil millas desde Minas Sedep a Soledades. El trayecto más largo entre dos ciudades en todo este mundo. He estado haciéndolo durante once años.

—¿No estás cansado?

—No. Me gustan los trabajos independientes.

El pasajero asintió, sin hablar.

—Y es algo seguro. Me gusta la rutina; puedes imaginarlo. Quince días de camino, quince libres con la compañera en Nueva Esperanza. Año va, año viene; sequía, hambruna, cualquier cosa. No cambia nada, aquí siempre es sequía. Me gusta el viajecito. Saca el agua, ¿quieres? El enfriador está atrás, debajo de la gaveta.

El pasajero trajo la botella, y cada uno bebió un largo sorbo. El agua tenía un sabor indefinido, alcalino, pero estaba fresca.

—¡Ah, qué buena! —exclamó con gratitud el pasajero. Apañó la botella, y sentándose de nuevo en el asiento de delante, se desperezó, tocando el techo con las manos—. Así que eres un hombre acompañado— dijo.

La simplicidad con que lo dijo le cayó bien al conductor, quien respondió:

—Dieciocho años.

—Como si empezaras.

—¡Diantre, estoy de acuerdo con eso! Y eso es lo que algunos no ven. Pero tal como yo lo entiendo, si copulas bastante con una y otra hasta los veinte, es entonces cuando le sacas mejor provecho, y descubres también que es siempre más o menos lo mismo. ¡Y algo bueno, además! Pero aun así, la diferencia no está en copular; está en la otra persona. Y dieciocho años es como si empezaras cuando descubres esa diferencia. Al menos, si es una mujer lo que estás tratando de entender. A una mujer puede no durarle tanto el misterio de un hombre, aunque quizá representen una comedia... Como quiera que sea, ése es el gusto de la cosa. Los misterios y las comedias y todo lo demás. La variedad. La variedad no se obtiene sólo yendo de un lado a otro. Anduve por todo Anarres, de joven.

Por todas las Divisiones, manejando y cargando. He conocido hasta un centenar de chicas en las distintas ciudades. Terminó por aburrirme. Volví aquí, y hago este viajecito cada tres décadas, año va, año viene, a través del mismo desierto, donde no puedes distinguir una duna de arena de la otra y todo es igual a lo largo de mil quinientas millas para cualquier lado que mires, y vuelvo a casa a la misma compañera... y no me he aburrido ni una sola vez. No es ir de un lado a otro lo que te mantiene vivo. Es tener tu propio tiempo. Trabajar con el tiempo, no contra él.

—Así es —dijo el pasajero.

—¿Dónde está la compañera?

—En el Noreste. Cuatro años, ahora.

—Eso es demasiado —dijo el conductor—. Tendrían que haberos mandado juntos.

—No donde yo estuve.

—¿Dónde?

—Codo, y después Valle Grande.

—Supe lo de Valle Grande. —El conductor miró al pasajero con el respeto con que se mira a un sobreviviente. Vio la tez reseca y curtida del hombre, como carcomida hasta el hueso por la lluvia y el viento, la misma que había visto en otros sobrevivientes de los años de hambruna en La Polvareda—. Fue un error intentar que esas refinerías continuaran trabajando.

—Necesitábamos los fosfatos.

—Pero dicen que cuando el tren de víveres fue atacado en Portal, las refinerías seguían funcionando, y la gente se moría de hambre en sus puestos. Se alejaban unos pasos, se acostaban en el suelo y se morían. ¿Era así?

El hombre asintió, en silencio. El conductor no preguntó más, pero al cabo de un rato dijo:

—No sé qué haría yo si alguna vez atacaran mi tren.

—¿Nunca te pasó?

—No. Es que no llevo víveres; un furgón, a lo sumo, para Alto Sedep. Este es un tren minero. Pero si me dieran un tren de víveres, y me detuvieran, ¿qué haría? ¿Atropellarlos y llevar los víveres a destino? Pero demonios, ¿cómo vas a atropellar a niños, a viejos? Está mal que lo hagan, pero ¿los matarás por eso? ¡No sé!

Los rieles rectos y brillantes corrían bajo las ruedas. En el oeste las nubes proyectaban sobre la llanura grandes espejismos temblorosos, los espectros de sueños de lagos que se habían secado diez millones de años atrás.

—Un síndico, un hombre que conocí durante años, hizo eso precisamente, al norte de aquí, en el 66. Trataron de sacarle un furgón de granos. Retrocedió con la máquina, y mató a un par de hombres antes de que despejaran los rieles, eran como gusanos en el pescado podrido, espesos, decía. Hay ochocientas personas esperando ese furgón de grano, decía, y ¿cuántos de ellos morirán si no les llega? Más de un par, muchos más. Así que parece que hizo bien. Pero, ¡maldición! Yo no puedo sumar o restar de ese modo. No sé si está bien contar personas como se cuentan números. Pero entonces, ¿qué haces? ¿A quiénes matas?

—El segundo año que estuve en Codo, donde era coordinador de Trabajo, el sindicato redujo las raciones. La gente que trabajaba seis horas recibía raciones completas, apenas suficientes para esa clase de trabajo. Los que trabajaban media jornada recibían tres cuartos de ración. Si estaban enfermos o demasiado débiles para trabajar, les daban medía ración. Una media ración no alcanzaba para que se curasen, aunque los mantenía vivos. Pero no volvían al trabajo. Yo era el encargado de poner a la gente a media ración, gente que ya estaba enferma. Yo trabajaba todo el día, ocho, diez horas algunas veces, trabajo burocrático, de modo que obtenía raciones completas: las ganaba. Las ganaba confeccionando las listas de los que pasarían hambre. —Los ojos claros del hombre miraban adelante, la luz seca—. Como tú dijiste, tenía que contar a la gente.

—¿Renunciaste?

—Sí, renuncié. Fui a Valle Grande. Pero algún otro se encargó de las listas en las refinerías de Codo. Siempre hay alguien dispuesto a hacer listas.

—Ves, eso es lo que está mal —dijo el conductor mirando el fuego con el ceño fruncido. Tenía una cara y un cráneo morenos y desnudos, no le quedaba vello ni pelo entre los pómulos y el occipital, aunque no podía tener más de cuarenta y cinco. Era una cara fuerte, dura e inocente—. Eso es lo que está espantosamente mal. Tenían que haber clausurado las refinerías. No se le puede pedir a un hombre que haga una cosa así. ¿No somos odonianos acaso? Un hombre puede perder los estribos, de acuerdo. Eso es lo que le pasaba a la gente que atacaba los trenes. Tenían hambre, los niños tenían hambre, hacía demasiado tiempo que estaban hambrientos, y allí había comida y no era para ti, perdías los estribos y atacabas. Lo mismo con el amigo, esa gente le estaba destrozando el tren, perdió los estribos y retrocedió. No le importó nada.