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Viaje a la Alcarria - Cela, VII DEL TAJO AL ARROYO DE LA SOLEDAD

VII DEL TAJO AL ARROYO DE LA SOLEDAD

El viajero se levanta a las seis. Está amaneciendo. El viajero ha descansado bien, ha dormido toda la noche de un tirón. Se lava, se viste, dobla su manta, se echa el morral al hombro y sale. Martín, que se ha despertado, le saluda:

—Buenos días.

—Buenos días, ¿qué tal se ha descansado?

—Bien, ¿y usted?

—Bien también, ¿no se levanta?

—Pues no, todavía no, ¡como voy en bicicleta!

—Claro.

A la puerta está Quico, con la mula, esperando al viajero. Quico es un muchacho fuerte, muy lavado y muy peinado, que lleva una camisa limpia, una camisa inmaculada. La madre de Quico se ha levantado a preparar al hijo y a hacer el desayuno al viajero.

La mula de Quico se llama Jardinera, y es castaña, joven, no muy grande; parece una mula de buena clase.

El viajero y su compañía cruzan el Tajo y se meten por un sendero de cabras que sube al montecillo de la Dehesa. Quico le explica al viajero que, según dicen, el monasterio de Óvila se lo llevaron los americanos piedra a piedra, antes de la guerra civil.

En el monte de la Dehesa la vegetación es dura, balsámica, una vegetación de espinos, de romero, de espliego, de salvia, de mejorana, de retamas, de aliagas, de matapollos, de cantueso, de jaras, de chaparros y de tomillos; una vegetación que casi no se ve, pero que marea respirarla. No hace todavía calor aunque el día se anuncia bueno. El aire es transparente. El Tajo, que de cerca es un río turbio y feo, desde lejos parece bonito, muy elegante. Viene haciendo curvas y se ve desde muy lejos, siempre rodeado de árboles. La leprosería aparece a su orilla en primer término. La forman varios pabellones grandes y alguna que otra casa más pequeña. Quico le explica al viajero lo que van viendo: esto es esto, esto es aquello, esto es lo de más allá. Después sonríe para decir, con la mirada triste:

—Pobre gente, ¿verdad?

—Sí...

—Poca suerte han tenido éstos, ¿verdad?

—Sí...

A los pies del viajero, del lado de acá del río, va la carretera de Azañón y de Peralveche y del Recuenco.

—Por ahí también se va a Viana y a La Puerta y a los baños de Mantiel.

—Y por aquí.

—Sí, por aquí, también. Por aquí hay un atajo que lleva todo derecho hasta Viana.

El viajero quiere aprovechar la fresca, y el que la mula lleva su morral, y camino seguido, sin pararse o parándose muy poco, sólo unos instantes, de tarde en tarde, para mirar el paisaje.

Marchando por la Entrepeña el viajero ve una hermosa decoración, una decoración teatral de grandes piedras abruptas y peladas y de árboles muertos, partidos por el rayo. Una rapiña vuela con su gazapo entre las garras. Un lagarto inmenso, un lagarto verde, amarillo y rojo, sale huyendo desde los mismos pies del viajero.

Al salir al terreno llamado de la Fuente de la Calinda, aparecen erizadas, violentas, las Tetas de Viana.

El viajero se siente poeta y tira de lápiz.

Por las Tetas de Viana,

el mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana.

Silba un jilguero en la rama

de la zarza. Se quedó,

de pie sobre la solana,

una liebre casquivana

viendo la estampa pagana

del mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana

en mi reló.

Su verso se lo dedicó a una moza, ya no tan moza, andariega y silvestre, con la que tuvo amores; unos amores que tampoco viene a cuento traerlos aquí:

A la arriera

garrida,

una extranjera

en la vida,

Valvanera

consentida

por un marido capón.

La Fuente de la Calinda es un monte bajo y pedregoso, con mucha caza. Una bandada de perdices levanta el vuelo, raso, torpón, de pájaro poco fogueado, a poco pasos del grupo.

Quico y el viajero hacen el primer alto, echan un trago, fuman un pitillo y charlan.

—Aquí mataron una vez a uno.

El viajero piensa que el sitio está bien elegido, realmente es un sitio muy apropiado.

—¿Sí?

—Sí, señor. Primero le tiraron con postas y después lo dieron lo menos veinte navajazos.

—¡Pues lo debieron dejar bueno!

—Sí, señor, lo dejaron muerto. El muerto era uno de Sotoca.

—¿Y el que lo mató?

—Eso no se sabe, ¡cualquiera lo sabe!

Un nido de avispas zumba en el hueco de un árbol.

—Al muerto le llevaron los cuartos y le cortaron las orejas.

—No está mal.

—Pues no sé, según cómo se mire. Antes era costumbre, según dicen.

—¿Y ahora?

—No, yo creo que ahora pasan ya menos cosas.

Tras la Fuente de la Calinda se caminan los montes de las Acacias, unos cerrillos bajos que van a dar al llano del Olivar Hueco. A las faldas de las Tetas de Viana hay unos prados de yerba tierna, verde, rodeados de zarzas y de espinos.

—El atajo sigue todo por aquí, por la izquierda. Para subir a las Tetas hay que salirse del atajo. La de allá tiene una escalera de madera hasta arriba de todo; durante la guerra fue un observatorio. ¿Quiere usted que subamos?

—No, no, por aquí vamos bien.

Las dos Tetas son casi exactamente iguales vistas desde el norte, quizás la de poniente sea algo más alta. Tienen forma de cucurucho cortado antes de la punta y terminan, cada una, en una mesa de bordes rocosos y cortados a pico que deben ser difíciles de escalar.

Al llegar a la vertiente, el viajero se encuentra ante una vista hermosa al principio y un poco desolada, más allá.

Del atajo empiezan a salir caminos, algunos casi borrados. La mula anda con cuidado, con mucha atención, y a su pisada ruedan, a veces, las piedras. A mitad de la ladera, bajando, está la fuente del Pilón. Al viajero le hubiera gustado refrescarse un poco. El calor aprieta ya y Quico y el viajero van sudando gordos goterones por la cabeza.

—¿Nos lavamos un poco?

—Espere usted, ahí abajo está la fuente de San Juan, que es mejor.

Poco después aparece, escondida entre unos árboles, en un recodo del sendero, la fuente de San Juan. El viajero se refresca, desnudo de medio cuerpo y después se pone al sol a secar. Quico se ha mojado los brazos y la frente.

—El agua es muy traidora; a veces coge uno lo que no tiene.

Las Tetas, desde el sur, son mucho más feas, aparecen desgarbadas, deformes, como torcidas.

La mula, descargada del equipaje, muerde los helechos de la fuente. Pasan muy altas unas avutardas, un grupo de seis o siete. Croan las ranas, y las lagartijas, que asoman, extrañadas, por los huecos de las piedras, miran un momento y huyen veloces después.

Bajando por un barranco llega el viajero a Viana de Mondéjar, un pueblo color amarillo recostado sobre un monte romo, casi negro.

El viajero no entra en Viana, se queda a las puertas, comiendo con Quico a la sombra de un grupito de álamos escuálidos que hay a la orilla del Solana, un riachuelo casi sin agua que viene arrastrando su miseria desde la sierra de Umbría Seca.

Sin agua va el arroyo,

sin casta el toro,

sin sombra crece el chopo

color de oro.

Bajo las Tetas duermen,

cada mañana,

las casas de Viana,

color de plomo.

Después de comer, el viajero, que ha vuelto al terreno llano, despide a Quico y a su mula Jardinera, se echa a la sombra y se tapa los ojos con el sombrero. Poco más tarde está profundamente dormido, con un sueño suave, fresco, confortador.

Cuando se despierta se incorpora, se estira un poco, carga con su morral y sigue para adelante. Ha debido pasar bastante tiempo porque Quico y su mula Jardinera están ya al otro lado de las Tetas, no se les ve por lado alguno.

Una mujer lava en silencio, con la cabeza al aire bajo un sol de justicia. Es el mediodía. El silencio es completo, no se oye más que el ligero rumor del Solana con un incesante croar sirviéndole de fondo.

Hasta La Puerta el camino va siempre a orilla, o casi a orilla, del arroyo; algunas veces se aparta un poco y entonces, entre el arroyo y el camino aparecen las huertas. Para entrar en el pueblo se cruza un puente de piedra, pequeño, gracioso. El Solana pasa por debajo y se cuela después entre dos grandes grupos de rocas en forma de sierra o, mejor aún, de cresta de gallo. El porqué del nombre del pueblo está claro.

La trucha en el regato

y el gallo en el tejado.

Arde en la primavera

de color de cristal,

la antigua carbonera

de carbón vegetal.

El viajero entra en el pueblo y busca la posada. En la posada no hay nada que comer. Pregunta en algunas casas del pueblo y en todas le responden lo mismo. El viajero, que ya venía algo cansado, se acaba de rendir subiendo y bajando por el pueblo. El alcalde le dice que un pan sí podrá darle.

—Somos pobres, usted lo puede ver, pero nadie que ha pasado por La Puerta se ha ido sin un pan. ¿En la posada le han dicho que no hay nada?

—Sí, señor.

—Es que ya no es posada, ¿sabe usted? A veces tienen a alguien, pero ya no es posada.

El alcalde y el viajero van al ayuntamiento, una cuadra desmantelada con una pequeña oficina en un rincón. Los hombres del pueblo están reunidos en el ayuntamiento, sentados en el suelo o recostados sobre la desportillada pared. Cuando llega el alcalde se levantan y se descubren; cuando el alcalde se sienta, ellos se sientan también y se cubren de nuevo. Cuando alguno habla, habla de pie, llevándose la mano a la gorra.

El alcalde es un hombre de unos cuarenta años, fuerte y ancho de espaldas. Los vecinos de La Puerta viven del carbón vegetal y de cultivar las huertas; hay también algo de pesca. El viajero observa que casi todos tienen los ojos azules. En la región los llaman pantorrilludos:

Los de la Puerta,

pantorrilludos,

siete pares de medías

llevan algunos.

El viajero, mientras los de La Puerta hablan de sus cosas, piensa que lo mejor será descansar unas horas y marcharse a otro lado. Cuando acaban, el viajero habla con el alcalde.

—El caso es que Budia queda algo largo.

—No importa. Yo pagaría un carro, si alguien quiere llevarme.

El viajero vuelve a la posada, a dormir algunas horas, si puede. El alcalde quedó en mandarle el carro hacia las seis o siete de la tarde, cuando empiezan a volver del campo.

El viajero se mete en la cocina. Su morral está casi exhausto: quedan en él un huevo duro y dos naranjas. La mujer de la posada le ofrece unos trozos de carne de cabra cocida y un vaso de leche, también de cabra. El viajero piensa en las fiebres de Malta y en aquello de que más cornadas da el hambre y come todo lo que le da la dueña; la carne es dura y seca, casi inmasticable, y la leche tiene un sabor áspero, montaraz, dulzón. Rodean al viajero, mientras come, un grupo de tres o cuatro perros flacos, entristecidos, y otros tantos gatos huraños, de mirar salvaje, que no se acercan, que bufan constantemente y se muerden unos a otros. En un rincón de la cocina se ve una tinilla de barro, para hacer lejía. Macizos cucharones y pucheros de cobre adornan las paredes. En un ángulo se ve el anuncio de una pana sobre los colores nacionales y un ¡Viva España! Agachada ante el hogar, una mujer joven, bellísima, con una niña ya mayorcita en brazos, prepara su comida. La niña se llama Rosita.

La mujer de la posada se ha sentado en una banqueta baja, de madera, y habla con el viajero.

—¿Es usted viajante?

—No, señora.

—¿Es usted cómico, como se suele decir?

El viajero hace unos visajes con la cara y las dos mujeres empiezan a reírse. Sigue un poco más y las mujeres se ríen ya a carcajadas, dándose palmadas en los muslos y diciendo: “¡Pare, pare!” El viajero se levantó y dio dos volatines por encima de la artesa, haciéndose el cojo. Las mujeres están ya rojas, congestionadas, muertas de risa. Al viajero también le dio la risa cuando estaba en cuclillas encima del banco, rascándose la cabeza como un mono. La niña Rosita se echó a llorar. Los gatos huyeron despavoridos y los perros ladraban desde el zaguán.

—Pues no, señora, tampoco soy cómico.

—Pues podría usted ganarse muy bien la vida haciendo esas caras.

—Sí, puede ser.

El viajero termina de comer y se echa a dormir la siesta en una habitación inmensa, destartalada, en una cama con cinco colchones de paja y grande como una plaza de toros. En la alcoba hay seis o siete baúles de lata de colores, alzados del suelo con unos tacos y cubiertos con colchas rameadas, color naranja y azul. Hay también una mesa de camilla en cueros, dos espejos con marco dorado y multitud de cromos de anuncio y de fotos de un barbudo teniente de la guerra de Cuba. Los cromos son muy variados: un sultán de turbante blanco con uña esmeralda en medio, anuncia una marca de café; una gitanaza morena y de ojos profundos y soñadores, unos abonos de superfosfato; una palomita volando sobre los tejados de una ciudad, una tienda de comestibles de la capital: “Productos finos del Reino y Ultramar”. Redondea la decoración un mapa de Europa, de tiempos del Imperio Austro-Húngaro, con las banderitas de todas las naciones pintadas al borde y las de España y Francia en el centro formando pendant sobre una orla que dice: “Liberté, Egalité, Fraternité”, y sobre un lema qué reza: “Visitez le Maroc”.

El viajero se descalza apoyándose en un sillón frailuno que parece un trono. A su lado hay un aguamanil flaco como una araña, con la palangana llena de largos, olorosos, sedosos pelos de mujer. A poco de fijarse, el viajero descubre que el sillón frailuno lo usan de sillón de barbería. En un papel rayado, clavado con cuatro chinches a la pared, el viajero lee un aviso escrito en tinta y con letra muy cuidada: “Barbería de La Puerta. Precio por cada servicio. Afeitado, 0,75. Corte, pelo raso, 0,75. Ídem para atrás o raya, 1,00. Ídem a la parisién, 1,50. Servicio de brillantina, 0,25. Fricción colonia, 0,50. Señoras, corte de pelo, 1,00. La Puerta, 1.° de enero de 1945. El Oficial, Pablo Balcón. Servicio permanente de barbería de 11 mañana a 11 de la noche. Día en semana, jueves”.

El viajero se sube a la cama de un salto, se tapa y pronto se duerme. Antes se ha fijado en el suelo de piedra, en las gruesas vigas de castaño del techo y en la sólida, claveteada puerta de madera.

A las seis el viajero se levanta, se lava en el zaguán, en un cubo profundo, de agua muy fresca, que le sacó la dueña de la posada, se viste y sale. Ante el portal están el alcalde y el hombre con el carro de mula que le ha buscado. El alcalde de La Puerta está en todo, no se le escapa detalle, es un alcalde ejemplar; él y el de Pastrana, al que el viajero conocerá días más tarde, son los dos mejores alcaldes de la Alcarria.

El viajero, antes de echar el morral en el carro, apalabra el viaje.

—Un poco caro me parece.

El hombre del carro había pedido cien pesetas.

—Piense usted que tendré que dormir en Budia; a la hora que llegaremos no me podré poner en camino para la vuelta. No quiero venir rodando.

—¡Aun así!

El alcalde interviene y el hombre va bajando hasta sesenta pesetas.

De La Puerta sale el viajero por la vega del Acorbaíllo. Va reclinado, casi echado en el carro, guareciéndose del sol bajo una manta que le sirve de toldo y le da un calor asfixiante. El viajero va hablando con el del carro, que va sentado y con las piernas fuera. El mulo es un mulo de labranza; se ve que no está acostumbrado al carro, que no le tiene afición, y se mete en la cuneta en cuanto el hombre se descuida y tira coces al aire cuando le arrean con la tralla.

—En Budia encontrará usted de todo; todos estos pueblos son muy pobres; aquí no hay más que para los que estamos, y no crea usted que sobra. Budia es un pueblo muy rico; allí el que más y el que menos maneja sus cuartos.

—¿Y Cereceda?

—Como nosotros; Cereceda es también muy pobre. Queda detrás de esos montes.

El camino va, desde la salida de La Puerta, con el Solana a la izquierda; a la altura de Cereceda, que queda detrás de la Peña del Tornero, se cruza un puentecillo y el río sigue paralelo hasta que cae en el Tajo, dejando a Mantiel al sur, a una legua de Cereceda, otra de Chillaron del Rey y dos de Alique y de Hontanillas, todo por sendas de herradura. El viajero, que va caminando por el hocino del Solana, no ve ninguno de estos pueblos. Mientras echa un pitillo con el del carro, se entera de que a los de Cereceda les llaman pantorrilludos, igual que a los de La Puerta; a los de Mantiel, miserables y rascapieles; a los de Chillaron, tinosos; a los de Alique, tramposos, y a los de Hontanillas, gamellones, porque, para no ensuciar el plato, comen en el gamellón del puerco.

Al viajero se le ocurre pensar que, con el morral vacío, lo más prudente es no subir los montes en busca de estos pueblos.

—¿Y a los de Budia?

—Pues esos no tienen nombre; a esos les decimos budieros.

Al borde del camino se ven zarzales, matas de espino y flores de cornicabra. Por el sur aparece ahora el monte Aleja y por el norte el terreno llamado de la Nava. Poco después se cruza el Tajo y se camina a su orilla durante media hora. Al cabo de este tiempo sale de la carretera un ramal que va a Durón y a Budia y que llega, más arriba, hasta Brihuega e incluso sale, más arriba todavía, a la carretera general de Zaragoza. Siguiendo la orilla del Tajo va el camino de Sacedón, con un ramal a Pareja, a orillas del arroyo Empolveda.

El viajero se ha bajado del carro para estirar las piernas un poco. Al pasar por Durón, que queda a la izquierda, un poco desviado, empieza a oscurecer.

Por el monte Trascastillo

llega un hombre hasta Durón.

Lleva ya mucho camino

entre espalda y corazón.

Camina como un suspiro,

le loquea la razón.

Dice llamarse Camilo

y ser su pueblo Padrón.

Al hombro lleva el hatillo

y a remolque, la ilusión.

Por el monte Trascastillo

llega un hombre hasta Durón.

En la carretera hay un pequeño grupo de casas. A sus puertas descansan unos hombres, unas mujeres y una nube de niños. Por el paso del Tirador —una garganta estrecha y escurrida entre los montes Trascastillo, a la izquierda, y Castillo de Maraña, a la derecha— sorprenden la marcha del viajero cuatro o cinco chispas, muy seguidas, que alumbran los montes y chascan en los oídos como látigos. Retumba la tronera y, mientras pasa una fortísima bocanada de aire caliente, el viajero y el carretero tienen que sujetar el carro para que no se vuelque. El mulo, que se llama Morico, se espanta, relincha, tira coces, sin ton ni son, y recula. El hombre lo contiene a palos y a insultos. Empieza a llover torrencialmente y los dos hombres se guarecen bajo el carro, que han metido en la cuneta, y se arrebujan en las mantas.

Cuando escampa un poco es ya la noche cerrada. El cielo está despejado y sin una nube. El mulo está empapado, brillante a la luz de la luna, como si lo hubieran untado con aceite. Está también tranquilo, reposado, recién refrescado.

El viajero no llega a Budia hasta la medianoche. Entra en la plaza y lo miran como un bicho raro. Budia es un pueblo donde la gente no se acuesta pronto, donde los mozos se meten en las tabernas a jugar al dominó, sin preocuparse de la hora.

El viajero entra en la posada con el hombre del mulo detrás. El viajero ha invitado a cenar a su acompañante, pero su acompañante rehusa.

—No se moleste; ya he traído.

El hombre lleva el mulo a la cuadra, le da un cubo de agua y un brazado de pienso, saca la merienda del fardelejo, se la come y se tumba en el zaguán, envuelto en la manta mojada, a esperar que amanezca.

El viajero, en la posada, tiene poco éxito.

—¿Puedo cenar?

—No hay nada, ¡como no compre usted algo!

El viajero piensa que a aquellas horas, poca cosa va a encontrar.

—Bueno. Tratare de buscar huevos y leche.

La posadera lo mira de arriba abajo. El viajero debe inspirarle poca confianza, porque le dice:

—Pues yo no se lo puedo hacer; esto ya no es posada.

El viajero se marcha con el rabo entre piernas, cariacontecido; va pensando en el alcalde de Cork. A la puerta tropieza con Martín, el viajante del que se hizo amigo en Trillo.

—Pensé que caería usted por aquí, pero ya me parecía tarde.

—Pues aquí estoy. Oiga, ¿conoce usted a alguien que pudiera arreglarme una cena, aunque no sea muy buena?

—No se ocupe de eso, véngase conmigo.

Martín, que es un hombre que sirve para todo, lleva al viajero a una taberna, habla con la tabernera y regresa con una sonrisa de triunfador.

—Ya está. Yo le acompañaré mientras cena.

En tanto se prepara la mesa, Martín, que en Trillo se ha enterado de más cosas de las que se figuraba el viajero, explica a un pollo con corbata de lacito quién es el recién llegado. El pollo escucha con atención y hace gestos de asentimiento con la cabeza; después se vuelve al viajero y le dice:

—Ya sé yo lo que va a hacer usted, ¡ese libro, forrado de azul, que lleva un escudo y que es donde vienen todos los alcaldes y todos los comerciantes de la provincia! ¡Pues no es ninguna tontada, se lo aseguro!

El viajero agradece las amables frases del pollo con una sonrisa.

Después de cenar, el viajero invita a una copita a Martín. Martín toma anís y el viajero coñac.

Regresan a la posada y, a la puerta, Martín le dice:

—Usted callado, ¿eh?

—Entendido.

Martín habla con la posadera y la posadera mira para el viajero. Después sale, vuelve al rato y dice:

—Ya tiene usted la cama. Ésta le dirá.

Ya en la cama, el viajero no puede creer en tanta felicidad. Se fuma un pitillo, apaga la luz, da una vuelta y cierra los ojos para dormir.

Martín, desde la cama de al lado, estaba diciendo:

—Y si llega usted al Campo de Criptana pregunte por el Herrerillo, dígale usted que va de parte mía, de parte de Martín el del gobierno militar de Madrid; él ya sabe.

La habitación está herméticamente cerrada, como una caja, sin ventilación alguna, sin un tragaluz siquiera, y el viajero no se despierta hasta las diez. Martín ya no está en la cama, pero regresa al poco rato.

—He venido por aquí de vez en cuando, a ver si se había despertado usted. Yo he andado por ahí realizando mis pequeñas operaciones mercantiles. ¡Hay que saber espabilarse!

Martín toma aire para continuar.

—Qué, ¿se ha descansado?

—Pues, hombre, sí. Estoy nuevo. Anoche estaba ya un poco harto.

—Bueno, para qué acordarse, ¡eso ya pasó!

Martín, sin duda alguna, es un estoico.

El viajero sale a la calle con Martín y recorre el pueblo. La plaza parece la de un pueblo moro; la fachada del ayuntamiento está enjalbegada y tiene una galería con unos arcos graciosos en la parte alta. Entran en la plaza ocho o diez mulas trotando, sin aparejo alguno, conducidas por un mozo de blusa negra y larga tralla; beben, durante largo rato, en el pilón y después se revuelcan sobre el polvo, con las cuatro patas al aire. Un hombre viejo está sentado al sol, bajo los soportales.

Budia es un pueblo grande, con casas antiguas, con un pasado probablemente esplendoroso. Las calles tienen nombres nobles, sonoros —calle Real, calle de Boteros, calle de la Estepa, calle del Hastial, calle del Bronce, de la Lechuga, del Hospital—, y en ellas los viejos palacios moribundos arrastran con cierta dignidad sus piedras de escudo, sus macizos portalones, sus inmensas, tristes ventanas cerradas.

El viajero se acerca a casa del médico, a hacerle una visita. El médico vive en la plaza, en una casa de dos plantas, limpia, ordenada, con buenos muebles, con grabados franceses por las paredes. El médico de Budia es el padre de un amigo del viajero. En el vestíbulo de la casa hay un piano. Una criada de luto, joven aún, le abre la puerta.

—Voy a llamar al señor; él se alegrará de que le traiga noticias del señorito Alfredo.

El médico no se hace esperar. Se llama don Severino y es un viejo simpático, hablador, jovial; lleva al viajero adentro y le convida a galletas y a jerez; galletas, una lata honda, eterna; jerez, una botella.

—Si se acaba, ya pediremos más.

El médico y el viajero hablan del pueblo. El médico tiene publicado un libro que se titula: Datos para el estudio médico-topográfico de la villa de Budia, por Don Severino Domínguez Alonso, médico titular de la misma. El libro está impreso en Guadalajara, en 1907, en el Establecimiento Tipográfico de Antero Concha, plaza de San Esteban (Correos), número 2.

El viajero hojea el libro y en él se entera que Budia está acostada sobre el cerro de Cuesta Cabeza y que los dos montes llamados de Propios se utilizan para pastos y leña. Budia es pueblo con mucha agua, aunque no tanta como Cifuentes. El agua de la fuente de la Tobilla se usa para combatir las afecciones del estómago; para beber, la de la fuente Nueva, y la del arroyo de la Soledad para cocer las legumbres. La del Cuerno, aunque es la mejor, se emplea para regar los sembrados porque es de difícil canalización, costaría mucho dinero.

Don Severino ofrece buen tabaco habano al viajero.

—El estómago es el barómetro del orden.

—Claro.

—Antes, los jornaleros salían una vez al año y volvían bien nutridos y con cien pesetas cada uno. Entonces —añade don Severino con el gesto añorante— comían como ingleses.

El viajero está encantado; el jerez, las galletas y el tabaco le han sentado muy bien.

—Aquí los indígenas toman el aguardiente en ayunas; dicen que es bueno para matar las lombrices.

Por la abierta ventana del comedor se cuela un gato negro, grande, de pelo reluciente.

—El café lo suelen usar como medicamento.

El viajero, sentado a la mesa de don Severino, se hubiera estado toda la vida.

—Por aquí hay más de setecientas especies aromáticas diferentes; esa es quizá la causa de la calidad de la miel.

—Claro...

Al viajero le invade un sopor peligroso. En la mecedora del médico de Budia se está demasiado bien. Hacia el mediodía sale de nuevo a la calle, con ánimo de echarse al campo en seguida. El sol cae de plano sobre la plaza; no se ve más que alguna sombra pequeña debajo de los aleros de los tejados. Una vieja hace punto al sol, sentada en una silla baja, mientras un chiquillo muy pequeño juega con la tierra, a su lado.

Un anciano se rasca

la panza al sol.

El alcalde y el vino

van de camino.

Una mula se come

la tierna flor.

Al alcalde, un vecino

le llama albino.

Un can hambriento huele

la buena olor.

Un fraile teatino

y don Severino.

Cruje el pan en el horno

para el señor.

Se cae el palomino

desde un balcón.

Pasa por la plaza un mendigo adolescente, tonto, a quien falta un ojo. Camina rígido, hierático, con lentitud, y va rodeado por dos docenas de muchachos que lo miran en silencio. El tonto tiene una descalabradura, aún sangrante, en la cabeza, y un aire de una profunda tristeza, de una inusitada tristeza en todo su ademán. Anda arrastrando los pies, apoyado sobre un bastón de cayado, con el espinazo doblado y el pecho hundido. Con una voz chillona, cascada, estremecedora, el tonto canta:

Jesús de mi vida,

Jesús de mi amor,

ábreme la herida de tu corazón.

Una mujer con un niño a cuestas se ha asomado a un portal.

—¡Lástima no reventases, perro!


VII DEL TAJO AL ARROYO DE LA SOLEDAD VII VOM TAJO ZUM SOLEDAD-BACH VII FROM THE TAJO TO THE SOLEDAD STREAM VII DU TAJO AU RUISSEAU SOLEDAD

El viajero se levanta a las seis. Está amaneciendo. El viajero ha descansado bien, ha dormido toda la noche de un tirón. Se lava, se viste, dobla su manta, se echa el morral al hombro y sale. Martín, que se ha despertado, le saluda:

—Buenos días.

—Buenos días, ¿qué tal se ha descansado?

—Bien, ¿y usted?

—Bien también, ¿no se levanta?

—Pues no, todavía no, ¡como voy en bicicleta!

—Claro.

A la puerta está Quico, con la mula, esperando al viajero. Quico es un muchacho fuerte, muy lavado y muy peinado, que lleva una camisa limpia, una camisa inmaculada. La madre de Quico se ha levantado a preparar al hijo y a hacer el desayuno al viajero.

La mula de Quico se llama Jardinera, y es castaña, joven, no muy grande; parece una mula de buena clase.

El viajero y su compañía cruzan el Tajo y se meten por un sendero de cabras que sube al montecillo de la Dehesa. Quico le explica al viajero que, según dicen, el monasterio de Óvila se lo llevaron los americanos piedra a piedra, antes de la guerra civil.

En el monte de la Dehesa la vegetación es dura, balsámica, una vegetación de espinos, de romero, de espliego, de salvia, de mejorana, de retamas, de aliagas, de matapollos, de cantueso, de jaras, de chaparros y de tomillos; una vegetación que casi no se ve, pero que marea respirarla. No hace todavía calor aunque el día se anuncia bueno. El aire es transparente. El Tajo, que de cerca es un río turbio y feo, desde lejos parece bonito, muy elegante. Viene haciendo curvas y se ve desde muy lejos, siempre rodeado de árboles. La leprosería aparece a su orilla en primer término. La forman varios pabellones grandes y alguna que otra casa más pequeña. Quico le explica al viajero lo que van viendo: esto es esto, esto es aquello, esto es lo de más allá. Después sonríe para decir, con la mirada triste:

—Pobre gente, ¿verdad?

—Sí...

—Poca suerte han tenido éstos, ¿verdad?

—Sí...

A los pies del viajero, del lado de acá del río, va la carretera de Azañón y de Peralveche y del Recuenco.

—Por ahí también se va a Viana y a La Puerta y a los baños de Mantiel.

—Y por aquí.

—Sí, por aquí, también. Por aquí hay un atajo que lleva todo derecho hasta Viana.

El viajero quiere aprovechar la fresca, y el que la mula lleva su morral, y camino seguido, sin pararse o parándose muy poco, sólo unos instantes, de tarde en tarde, para mirar el paisaje.

Marchando por la Entrepeña el viajero ve una hermosa decoración, una decoración teatral de grandes piedras abruptas y peladas y de árboles muertos, partidos por el rayo. Una rapiña vuela con su gazapo entre las garras. Un lagarto inmenso, un lagarto verde, amarillo y rojo, sale huyendo desde los mismos pies del viajero.

Al salir al terreno llamado de la Fuente de la Calinda, aparecen erizadas, violentas, las Tetas de Viana.

El viajero se siente poeta y tira de lápiz.

Por las Tetas de Viana,

el mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana.

Silba un jilguero en la rama

de la zarza. Se quedó,

de pie sobre la solana,

una liebre casquivana

viendo la estampa pagana

del mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana

en mi reló.

Su verso se lo dedicó a una moza, ya no tan moza, andariega y silvestre, con la que tuvo amores; unos amores que tampoco viene a cuento traerlos aquí:

A la arriera

garrida,

una extranjera

en la vida,

Valvanera

consentida

por un marido capón.

La Fuente de la Calinda es un monte bajo y pedregoso, con mucha caza. Una bandada de perdices levanta el vuelo, raso, torpón, de pájaro poco fogueado, a poco pasos del grupo.

Quico y el viajero hacen el primer alto, echan un trago, fuman un pitillo y charlan.

—Aquí mataron una vez a uno.

El viajero piensa que el sitio está bien elegido, realmente es un sitio muy apropiado.

—¿Sí?

—Sí, señor. Primero le tiraron con postas y después lo dieron lo menos veinte navajazos.

—¡Pues lo debieron dejar bueno!

—Sí, señor, lo dejaron muerto. El muerto era uno de Sotoca.

—¿Y el que lo mató?

—Eso no se sabe, ¡cualquiera lo sabe!

Un nido de avispas zumba en el hueco de un árbol.

—Al muerto le llevaron los cuartos y le cortaron las orejas.

—No está mal.

—Pues no sé, según cómo se mire. Antes era costumbre, según dicen.

—¿Y ahora?

—No, yo creo que ahora pasan ya menos cosas.

Tras la Fuente de la Calinda se caminan los montes de las Acacias, unos cerrillos bajos que van a dar al llano del Olivar Hueco. A las faldas de las Tetas de Viana hay unos prados de yerba tierna, verde, rodeados de zarzas y de espinos.

—El atajo sigue todo por aquí, por la izquierda. Para subir a las Tetas hay que salirse del atajo. La de allá tiene una escalera de madera hasta arriba de todo; durante la guerra fue un observatorio. ¿Quiere usted que subamos?

—No, no, por aquí vamos bien.

Las dos Tetas son casi exactamente iguales vistas desde el norte, quizás la de poniente sea algo más alta. Tienen forma de cucurucho cortado antes de la punta y terminan, cada una, en una mesa de bordes rocosos y cortados a pico que deben ser difíciles de escalar.

Al llegar a la vertiente, el viajero se encuentra ante una vista hermosa al principio y un poco desolada, más allá.

Del atajo empiezan a salir caminos, algunos casi borrados. La mula anda con cuidado, con mucha atención, y a su pisada ruedan, a veces, las piedras. A mitad de la ladera, bajando, está la fuente del Pilón. Al viajero le hubiera gustado refrescarse un poco. El calor aprieta ya y Quico y el viajero van sudando gordos goterones por la cabeza.

—¿Nos lavamos un poco?

—Espere usted, ahí abajo está la fuente de San Juan, que es mejor.

Poco después aparece, escondida entre unos árboles, en un recodo del sendero, la fuente de San Juan. El viajero se refresca, desnudo de medio cuerpo y después se pone al sol a secar. Quico se ha mojado los brazos y la frente.

—El agua es muy traidora; a veces coge uno lo que no tiene.

Las Tetas, desde el sur, son mucho más feas, aparecen desgarbadas, deformes, como torcidas.

La mula, descargada del equipaje, muerde los helechos de la fuente. Pasan muy altas unas avutardas, un grupo de seis o siete. Croan las ranas, y las lagartijas, que asoman, extrañadas, por los huecos de las piedras, miran un momento y huyen veloces después.

Bajando por un barranco llega el viajero a Viana de Mondéjar, un pueblo color amarillo recostado sobre un monte romo, casi negro.

El viajero no entra en Viana, se queda a las puertas, comiendo con Quico a la sombra de un grupito de álamos escuálidos que hay a la orilla del Solana, un riachuelo casi sin agua que viene arrastrando su miseria desde la sierra de Umbría Seca.

Sin agua va el arroyo,

sin casta el toro,

sin sombra crece el chopo

color de oro.

Bajo las Tetas duermen,

cada mañana,

las casas de Viana,

color de plomo.

Después de comer, el viajero, que ha vuelto al terreno llano, despide a Quico y a su mula Jardinera, se echa a la sombra y se tapa los ojos con el sombrero. Poco más tarde está profundamente dormido, con un sueño suave, fresco, confortador.

Cuando se despierta se incorpora, se estira un poco, carga con su morral y sigue para adelante. Ha debido pasar bastante tiempo porque Quico y su mula Jardinera están ya al otro lado de las Tetas, no se les ve por lado alguno.

Una mujer lava en silencio, con la cabeza al aire bajo un sol de justicia. Es el mediodía. El silencio es completo, no se oye más que el ligero rumor del Solana con un incesante croar sirviéndole de fondo.

Hasta La Puerta el camino va siempre a orilla, o casi a orilla, del arroyo; algunas veces se aparta un poco y entonces, entre el arroyo y el camino aparecen las huertas. Para entrar en el pueblo se cruza un puente de piedra, pequeño, gracioso. El Solana pasa por debajo y se cuela después entre dos grandes grupos de rocas en forma de sierra o, mejor aún, de cresta de gallo. El porqué del nombre del pueblo está claro.

La trucha en el regato

y el gallo en el tejado.

Arde en la primavera

de color de cristal,

la antigua carbonera

de carbón vegetal.

El viajero entra en el pueblo y busca la posada. En la posada no hay nada que comer. Pregunta en algunas casas del pueblo y en todas le responden lo mismo. El viajero, que ya venía algo cansado, se acaba de rendir subiendo y bajando por el pueblo. El alcalde le dice que un pan sí podrá darle.

—Somos pobres, usted lo puede ver, pero nadie que ha pasado por La Puerta se ha ido sin un pan. ¿En la posada le han dicho que no hay nada?

—Sí, señor.

—Es que ya no es posada, ¿sabe usted? A veces tienen a alguien, pero ya no es posada.

El alcalde y el viajero van al ayuntamiento, una cuadra desmantelada con una pequeña oficina en un rincón. Los hombres del pueblo están reunidos en el ayuntamiento, sentados en el suelo o recostados sobre la desportillada pared. Cuando llega el alcalde se levantan y se descubren; cuando el alcalde se sienta, ellos se sientan también y se cubren de nuevo. Cuando alguno habla, habla de pie, llevándose la mano a la gorra.

El alcalde es un hombre de unos cuarenta años, fuerte y ancho de espaldas. Los vecinos de La Puerta viven del carbón vegetal y de cultivar las huertas; hay también algo de pesca. El viajero observa que casi todos tienen los ojos azules. En la región los llaman pantorrilludos:

Los de la Puerta,

pantorrilludos,

siete pares de medías

llevan algunos.

El viajero, mientras los de La Puerta hablan de sus cosas, piensa que lo mejor será descansar unas horas y marcharse a otro lado. Cuando acaban, el viajero habla con el alcalde.

—El caso es que Budia queda algo largo.

—No importa. Yo pagaría un carro, si alguien quiere llevarme.

El viajero vuelve a la posada, a dormir algunas horas, si puede. El alcalde quedó en mandarle el carro hacia las seis o siete de la tarde, cuando empiezan a volver del campo.

El viajero se mete en la cocina. Su morral está casi exhausto: quedan en él un huevo duro y dos naranjas. La mujer de la posada le ofrece unos trozos de carne de cabra cocida y un vaso de leche, también de cabra. El viajero piensa en las fiebres de Malta y en aquello de que más cornadas da el hambre y come todo lo que le da la dueña; la carne es dura y seca, casi inmasticable, y la leche tiene un sabor áspero, montaraz, dulzón. The traveler thinks of the fevers of Malta and the fact that hunger gives more gores and eats whatever the owner gives him; the meat is hard and dry, almost unpalatable, and the milk has a rough, wild, sweet taste. Rodean al viajero, mientras come, un grupo de tres o cuatro perros flacos, entristecidos, y otros tantos gatos huraños, de mirar salvaje, que no se acercan, que bufan constantemente y se muerden unos a otros. En un rincón de la cocina se ve una tinilla de barro, para hacer lejía. Macizos cucharones y pucheros de cobre adornan las paredes. En un ángulo se ve el anuncio de una pana sobre los colores nacionales y un ¡Viva España! Agachada ante el hogar, una mujer joven, bellísima, con una niña ya mayorcita en brazos, prepara su comida. La niña se llama Rosita.

La mujer de la posada se ha sentado en una banqueta baja, de madera, y habla con el viajero.

—¿Es usted viajante?

—No, señora.

—¿Es usted cómico, como se suele decir? -Are you a comedian, as they say?

El viajero hace unos visajes con la cara y las dos mujeres empiezan a reírse. Sigue un poco más y las mujeres se ríen ya a carcajadas, dándose palmadas en los muslos y diciendo: “¡Pare, pare!” El viajero se levantó y dio dos volatines por encima de la artesa, haciéndose el cojo. Las mujeres están ya rojas, congestionadas, muertas de risa. Al viajero también le dio la risa cuando estaba en cuclillas encima del banco, rascándose la cabeza como un mono. La niña Rosita se echó a llorar. Los gatos huyeron despavoridos y los perros ladraban desde el zaguán.

—Pues no, señora, tampoco soy cómico.

—Pues podría usted ganarse muy bien la vida haciendo esas caras.

—Sí, puede ser.

El viajero termina de comer y se echa a dormir la siesta en una habitación inmensa, destartalada, en una cama con cinco colchones de paja y grande como una plaza de toros. En la alcoba hay seis o siete baúles de lata de colores, alzados del suelo con unos tacos y cubiertos con colchas rameadas, color naranja y azul. Hay también una mesa de camilla en cueros, dos espejos con marco dorado y multitud de cromos de anuncio y de fotos de un barbudo teniente de la guerra de Cuba. Los cromos son muy variados: un sultán de turbante blanco con uña esmeralda en medio, anuncia una marca de café; una gitanaza morena y de ojos profundos y soñadores, unos abonos de superfosfato; una palomita volando sobre los tejados de una ciudad, una tienda de comestibles de la capital: “Productos finos del Reino y Ultramar”. Redondea la decoración un mapa de Europa, de tiempos del Imperio Austro-Húngaro, con las banderitas de todas las naciones pintadas al borde y las de España y Francia en el centro formando pendant sobre una orla que dice: “Liberté, Egalité, Fraternité”, y sobre un lema qué reza: “Visitez le Maroc”.

El viajero se descalza apoyándose en un sillón frailuno que parece un trono. A su lado hay un aguamanil flaco como una araña, con la palangana llena de largos, olorosos, sedosos pelos de mujer. A poco de fijarse, el viajero descubre que el sillón frailuno lo usan de sillón de barbería. En un papel rayado, clavado con cuatro chinches a la pared, el viajero lee un aviso escrito en tinta y con letra muy cuidada: “Barbería de La Puerta. Precio por cada servicio. Afeitado, 0,75. Corte, pelo raso, 0,75. Ídem para atrás o raya, 1,00. Ídem a la parisién, 1,50. Servicio de brillantina, 0,25. Fricción colonia, 0,50. Señoras, corte de pelo, 1,00. La Puerta, 1.° de enero de 1945. El Oficial, Pablo Balcón. Servicio permanente de barbería de 11 mañana a 11 de la noche. Día en semana, jueves”.

El viajero se sube a la cama de un salto, se tapa y pronto se duerme. Antes se ha fijado en el suelo de piedra, en las gruesas vigas de castaño del techo y en la sólida, claveteada puerta de madera.

A las seis el viajero se levanta, se lava en el zaguán, en un cubo profundo, de agua muy fresca, que le sacó la dueña de la posada, se viste y sale. Ante el portal están el alcalde y el hombre con el carro de mula que le ha buscado. El alcalde de La Puerta está en todo, no se le escapa detalle, es un alcalde ejemplar; él y el de Pastrana, al que el viajero conocerá días más tarde, son los dos mejores alcaldes de la Alcarria.

El viajero, antes de echar el morral en el carro, apalabra el viaje.

—Un poco caro me parece.

El hombre del carro había pedido cien pesetas.

—Piense usted que tendré que dormir en Budia; a la hora que llegaremos no me podré poner en camino para la vuelta. No quiero venir rodando.

—¡Aun así!

El alcalde interviene y el hombre va bajando hasta sesenta pesetas.

De La Puerta sale el viajero por la vega del Acorbaíllo. Va reclinado, casi echado en el carro, guareciéndose del sol bajo una manta que le sirve de toldo y le da un calor asfixiante. El viajero va hablando con el del carro, que va sentado y con las piernas fuera. El mulo es un mulo de labranza; se ve que no está acostumbrado al carro, que no le tiene afición, y se mete en la cuneta en cuanto el hombre se descuida y tira coces al aire cuando le arrean con la tralla.

—En Budia encontrará usted de todo; todos estos pueblos son muy pobres; aquí no hay más que para los que estamos, y no crea usted que sobra. Budia es un pueblo muy rico; allí el que más y el que menos maneja sus cuartos.

—¿Y Cereceda?

—Como nosotros; Cereceda es también muy pobre. Queda detrás de esos montes.

El camino va, desde la salida de La Puerta, con el Solana a la izquierda; a la altura de Cereceda, que queda detrás de la Peña del Tornero, se cruza un puentecillo y el río sigue paralelo hasta que cae en el Tajo, dejando a Mantiel al sur, a una legua de Cereceda, otra de Chillaron del Rey y dos de Alique y de Hontanillas, todo por sendas de herradura. El viajero, que va caminando por el hocino del Solana, no ve ninguno de estos pueblos. Mientras echa un pitillo con el del carro, se entera de que a los de Cereceda les llaman pantorrilludos, igual que a los de La Puerta; a los de Mantiel, miserables y rascapieles; a los de Chillaron, tinosos; a los de Alique, tramposos, y a los de Hontanillas, gamellones, porque, para no ensuciar el plato, comen en el gamellón del puerco. While he smokes a cigarette with the cart driver, he learns that the people of Cereceda are called pantorrilludos, the same as those of La Puerta; those of Mantiel, miserables and rascapieles; those of Chillaron, tinosos; those of Alique, tramposos, and those of Hontanillas, gamellones, because, in order not to dirty their plate, they eat in the pig's gamellón.

Al viajero se le ocurre pensar que, con el morral vacío, lo más prudente es no subir los montes en busca de estos pueblos.

—¿Y a los de Budia?

—Pues esos no tienen nombre; a esos les decimos budieros.

Al borde del camino se ven zarzales, matas de espino y flores de cornicabra. Por el sur aparece ahora el monte Aleja y por el norte el terreno llamado de la Nava. Poco después se cruza el Tajo y se camina a su orilla durante media hora. Al cabo de este tiempo sale de la carretera un ramal que va a Durón y a Budia y que llega, más arriba, hasta Brihuega e incluso sale, más arriba todavía, a la carretera general de Zaragoza. Siguiendo la orilla del Tajo va el camino de Sacedón, con un ramal a Pareja, a orillas del arroyo Empolveda.

El viajero se ha bajado del carro para estirar las piernas un poco. Al pasar por Durón, que queda a la izquierda, un poco desviado, empieza a oscurecer.

Por el monte Trascastillo

llega un hombre hasta Durón.

Lleva ya mucho camino

entre espalda y corazón.

Camina como un suspiro,

le loquea la razón.

Dice llamarse Camilo

y ser su pueblo Padrón.

Al hombro lleva el hatillo

y a remolque, la ilusión.

Por el monte Trascastillo

llega un hombre hasta Durón.

En la carretera hay un pequeño grupo de casas. A sus puertas descansan unos hombres, unas mujeres y una nube de niños. Por el paso del Tirador —una garganta estrecha y escurrida entre los montes Trascastillo, a la izquierda, y Castillo de Maraña, a la derecha— sorprenden la marcha del viajero cuatro o cinco chispas, muy seguidas, que alumbran los montes y chascan en los oídos como látigos. Retumba la tronera y, mientras pasa una fortísima bocanada de aire caliente, el viajero y el carretero tienen que sujetar el carro para que no se vuelque. El mulo, que se llama Morico, se espanta, relincha, tira coces, sin ton ni son, y recula. El hombre lo contiene a palos y a insultos. Empieza a llover torrencialmente y los dos hombres se guarecen bajo el carro, que han metido en la cuneta, y se arrebujan en las mantas.

Cuando escampa un poco es ya la noche cerrada. El cielo está despejado y sin una nube. El mulo está empapado, brillante a la luz de la luna, como si lo hubieran untado con aceite. Está también tranquilo, reposado, recién refrescado.

El viajero no llega a Budia hasta la medianoche. Entra en la plaza y lo miran como un bicho raro. Budia es un pueblo donde la gente no se acuesta pronto, donde los mozos se meten en las tabernas a jugar al dominó, sin preocuparse de la hora.

El viajero entra en la posada con el hombre del mulo detrás. El viajero ha invitado a cenar a su acompañante, pero su acompañante rehusa.

—No se moleste; ya he traído.

El hombre lleva el mulo a la cuadra, le da un cubo de agua y un brazado de pienso, saca la merienda del fardelejo, se la come y se tumba en el zaguán, envuelto en la manta mojada, a esperar que amanezca.

El viajero, en la posada, tiene poco éxito.

—¿Puedo cenar?

—No hay nada, ¡como no compre usted algo!

El viajero piensa que a aquellas horas, poca cosa va a encontrar.

—Bueno. Tratare de buscar huevos y leche.

La posadera lo mira de arriba abajo. El viajero debe inspirarle poca confianza, porque le dice:

—Pues yo no se lo puedo hacer; esto ya no es posada.

El viajero se marcha con el rabo entre piernas, cariacontecido; va pensando en el alcalde de Cork. A la puerta tropieza con Martín, el viajante del que se hizo amigo en Trillo.

—Pensé que caería usted por aquí, pero ya me parecía tarde.

—Pues aquí estoy. Oiga, ¿conoce usted a alguien que pudiera arreglarme una cena, aunque no sea muy buena?

—No se ocupe de eso, véngase conmigo.

Martín, que es un hombre que sirve para todo, lleva al viajero a una taberna, habla con la tabernera y regresa con una sonrisa de triunfador.

—Ya está. Yo le acompañaré mientras cena.

En tanto se prepara la mesa, Martín, que en Trillo se ha enterado de más cosas de las que se figuraba el viajero, explica a un pollo con corbata de lacito quién es el recién llegado. El pollo escucha con atención y hace gestos de asentimiento con la cabeza; después se vuelve al viajero y le dice:

—Ya sé yo lo que va a hacer usted, ¡ese libro, forrado de azul, que lleva un escudo y que es donde vienen todos los alcaldes y todos los comerciantes de la provincia! ¡Pues no es ninguna tontada, se lo aseguro!

El viajero agradece las amables frases del pollo con una sonrisa.

Después de cenar, el viajero invita a una copita a Martín. Martín toma anís y el viajero coñac.

Regresan a la posada y, a la puerta, Martín le dice:

—Usted callado, ¿eh?

—Entendido.

Martín habla con la posadera y la posadera mira para el viajero. Después sale, vuelve al rato y dice:

—Ya tiene usted la cama. Ésta le dirá.

Ya en la cama, el viajero no puede creer en tanta felicidad. Se fuma un pitillo, apaga la luz, da una vuelta y cierra los ojos para dormir.

Martín, desde la cama de al lado, estaba diciendo:

—Y si llega usted al Campo de Criptana pregunte por el Herrerillo, dígale usted que va de parte mía, de parte de Martín el del gobierno militar de Madrid; él ya sabe.

La habitación está herméticamente cerrada, como una caja, sin ventilación alguna, sin un tragaluz siquiera, y el viajero no se despierta hasta las diez. Martín ya no está en la cama, pero regresa al poco rato.

—He venido por aquí de vez en cuando, a ver si se había despertado usted. Yo he andado por ahí realizando mis pequeñas operaciones mercantiles. ¡Hay que saber espabilarse!

Martín toma aire para continuar.

—Qué, ¿se ha descansado?

—Pues, hombre, sí. Estoy nuevo. Anoche estaba ya un poco harto.

—Bueno, para qué acordarse, ¡eso ya pasó!

Martín, sin duda alguna, es un estoico.

El viajero sale a la calle con Martín y recorre el pueblo. La plaza parece la de un pueblo moro; la fachada del ayuntamiento está enjalbegada y tiene una galería con unos arcos graciosos en la parte alta. Entran en la plaza ocho o diez mulas trotando, sin aparejo alguno, conducidas por un mozo de blusa negra y larga tralla; beben, durante largo rato, en el pilón y después se revuelcan sobre el polvo, con las cuatro patas al aire. Un hombre viejo está sentado al sol, bajo los soportales.

Budia es un pueblo grande, con casas antiguas, con un pasado probablemente esplendoroso. Las calles tienen nombres nobles, sonoros —calle Real, calle de Boteros, calle de la Estepa, calle del Hastial, calle del Bronce, de la Lechuga, del Hospital—, y en ellas los viejos palacios moribundos arrastran con cierta dignidad sus piedras de escudo, sus macizos portalones, sus inmensas, tristes ventanas cerradas.

El viajero se acerca a casa del médico, a hacerle una visita. El médico vive en la plaza, en una casa de dos plantas, limpia, ordenada, con buenos muebles, con grabados franceses por las paredes. El médico de Budia es el padre de un amigo del viajero. En el vestíbulo de la casa hay un piano. Una criada de luto, joven aún, le abre la puerta.

—Voy a llamar al señor; él se alegrará de que le traiga noticias del señorito Alfredo.

El médico no se hace esperar. Se llama don Severino y es un viejo simpático, hablador, jovial; lleva al viajero adentro y le convida a galletas y a jerez; galletas, una lata honda, eterna; jerez, una botella.

—Si se acaba, ya pediremos más.

El médico y el viajero hablan del pueblo. El médico tiene publicado un libro que se titula: Datos para el estudio médico-topográfico de la villa de Budia, por Don Severino Domínguez Alonso, médico titular de la misma. El libro está impreso en Guadalajara, en 1907, en el Establecimiento Tipográfico de Antero Concha, plaza de San Esteban (Correos), número 2.

El viajero hojea el libro y en él se entera que Budia está acostada sobre el cerro de Cuesta Cabeza y que los dos montes llamados de Propios se utilizan para pastos y leña. Budia es pueblo con mucha agua, aunque no tanta como Cifuentes. El agua de la fuente de la Tobilla se usa para combatir las afecciones del estómago; para beber, la de la fuente Nueva, y la del arroyo de la Soledad para cocer las legumbres. La del Cuerno, aunque es la mejor, se emplea para regar los sembrados porque es de difícil canalización, costaría mucho dinero.

Don Severino ofrece buen tabaco habano al viajero.

—El estómago es el barómetro del orden.

—Claro.

—Antes, los jornaleros salían una vez al año y volvían bien nutridos y con cien pesetas cada uno. Entonces —añade don Severino con el gesto añorante— comían como ingleses.

El viajero está encantado; el jerez, las galletas y el tabaco le han sentado muy bien.

—Aquí los indígenas toman el aguardiente en ayunas; dicen que es bueno para matar las lombrices.

Por la abierta ventana del comedor se cuela un gato negro, grande, de pelo reluciente.

—El café lo suelen usar como medicamento.

El viajero, sentado a la mesa de don Severino, se hubiera estado toda la vida.

—Por aquí hay más de setecientas especies aromáticas diferentes; esa es quizá la causa de la calidad de la miel.

—Claro...

Al viajero le invade un sopor peligroso. En la mecedora del médico de Budia se está demasiado bien. Hacia el mediodía sale de nuevo a la calle, con ánimo de echarse al campo en seguida. El sol cae de plano sobre la plaza; no se ve más que alguna sombra pequeña debajo de los aleros de los tejados. Una vieja hace punto al sol, sentada en una silla baja, mientras un chiquillo muy pequeño juega con la tierra, a su lado.

Un anciano se rasca

la panza al sol.

El alcalde y el vino

van de camino.

Una mula se come

la tierna flor.

Al alcalde, un vecino

le llama albino.

Un can hambriento huele

la buena olor.

Un fraile teatino

y don Severino.

Cruje el pan en el horno

para el señor.

Se cae el palomino

desde un balcón.

Pasa por la plaza un mendigo adolescente, tonto, a quien falta un ojo. Camina rígido, hierático, con lentitud, y va rodeado por dos docenas de muchachos que lo miran en silencio. El tonto tiene una descalabradura, aún sangrante, en la cabeza, y un aire de una profunda tristeza, de una inusitada tristeza en todo su ademán. Anda arrastrando los pies, apoyado sobre un bastón de cayado, con el espinazo doblado y el pecho hundido. Con una voz chillona, cascada, estremecedora, el tonto canta:

Jesús de mi vida,

Jesús de mi amor,

ábreme la herida de tu corazón.

Una mujer con un niño a cuestas se ha asomado a un portal.

—¡Lástima no reventases, perro!