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La familia de Pascual Duarte - Cela, III

III

A Rosario le armaron un tingladillo con un cajón no muy hondo, en cuyos fondos esparramaron una almohada entera de borra, y allí la tuvieron, orilla a la cama de mi madre, envuelta en tiras de algodón y tan tapada que muchas veces me daba por pensar que acabarían por ahogarla. No sé por qué, hasta entonces, se me había ocurrido imaginar a los niños pequeños blancos como la leche, pero de lo que sí me acuerdo es de la mala impresión que me dio mi hermanilla cuando la vi pegajosa y colorada como un cangrejo cocido; tenía una pelusa rala por la cabeza, como la de los estorninos o la de los pichones en el nido, que andando los meses hubo de perder, y las manitas agarrotadas y tan claras que mismo daba grima el verlas. Cuando a los tres o cuatro días de nacer le desenrollaron las tiras por ver de limpiarla un poco, pude fijarme bien en cómo era y casi puedo decir que no me diera tanta repugnancia como la primera vez: la color le había clareado, los ojitos —que aún no abría— parecían como querer mover los párpados, y ya las manos me daban la impresión de haber ablandado. La limpió bien limpiada con agua de romero la señora Engracia, que otra cosa pudiera ser que no, pero asistenta de los desgraciados sí lo era; la envolvió de nuevo en las tiras que libraron menos pringadas; echó a un lado, por lavarlas, aquellas otras que salieron peor tratadas, y dejó a la criatura tan satisfecha, que tantas horas seguidas hubo de dormir, que nadie —por el silencio de mi casa— hubiera dado a pensar que habíamos estado de parto. Mi padre se sentaba en el suelo, a la vera del cajón, y mirando para la hija se le pasaban las horas, con una cara de enamorado como decía la señora Engracia, que a mí casi me hacía olvidar su verdadero sistema. Después se levantaba, se iba a dar una vuelta por el pueblo, y cuando menos lo pensábamos, a la hora a que menos costumbre teníamos de verlo venir allí lo teníamos, otra vez al lado del cajón, con la cara blanda y la mirada tan humilde que cualquiera que lo hubiera visto, de no conocerlo, se hubiera creído ante el mismísimo san Roque.

Rosario se nos crió siempre debilucha y esmirriada —¡poca vida podía sacar de los vacíos pechos de mi madre!— y sus primeros tiempos fueron tan difíciles que en más de una ocasión estuvo a pique de marcharse. Mi padre andaba desazonado viendo que la criatura no prosperaba, y como lo resolvía todo echándose más vino por el gaznate, nos tocó pasar a mi madre y a mí por una temporada que tan mala llegó a ser que echábamos de menos el tiempo pasado, que tan duro nos parecía cuando no lo habíamos conocido peor. ¡Misterios de la manera de ser de los mortales que tanto aborrecen de lo que tienen para después echarlo de menos! Mi madre, que había quedado aún más baja de salud que antes de parir, apañaba unas tundas soberanas, y a mí, que no le resultaba nada fácil cogerme, me arreaba unas punteras al desgaire cuando me tropezaba, que vez hubo de levantarme la sangre del trasero (con perdón), o de dejarme el costillar tan señalado como si me lo hubiera tocado con el hierro de marcar.

Poco a poco la niña se fue reponiendo y cobrando fuerzas con unas sopas de vino tinto que a mi madre la recetaron, y como era de natural despierto, y el tiempo no pasaba en balde, si bien tardó algo más de lo corriente en aprender a andar, rompió a hablar de muy tierna con tal facilidad y tal soltura que a todos nos tenía como embobados con sus gracias.

Pasó ese tiempo en que los chiquillos están siempre igual. Rosario creció, llegó a ser casi una mocita, y en cuanto reparamos en ella dimos a observar que era más avisada que un lagarto, y como en mi familia nunca nos diera a nadie por hacer uso de los sesos para el objeto con que nos fueron dados, pronto la niña se hizo la reina de la casa y nos hacía andar a todos más derechos que varas. Si el bien hubiera sido su natural instinto, grandes cosas hubiera podido hacer, pero como Dios se conoce que no quiso que ninguno de nosotros nos distinguiésemos por las buenas inclinaciones, encarriló su discurrir hacia otros menesteres y pronto nos fue dado el conocer que si bien no era tonta, más hubiera valido que lo fuese; servía para todo y para nada bueno: robaba con igual gracia y donaire que una gitana vieja, se aficionó a la bebida de bien joven, servía de alcahueta para los devaneos de la vieja, y como nadie se ocupó de enderezarla —y de aplicar al bien tan claro discurrir— fue de mal en peor hasta que un día, teniendo la muchacha catorce años, arrambló con lo poco de valor que en nuestra choza había, y se marchó a Trujillo, a casa de la Elvira. El efecto que su marcha produjo en mi casa ya se puede figurar usted cuál fue; mi padre culpaba a mi madre, mi madre culpaba a mi padre... En lo que más se notó la falta de Rosario fue en las escandaleras de mi padre, porque si antes, cuando ella estaba, procuraba armarlas fuera de su presencia, ahora, al faltar, y al no estar ella nunca delante, cualquiera hora y lugar le parecía bueno para organizarlas. Es curioso pensar que mi padre, que a bruto y cabezón ganaban muy pocos, era a ella la única persona que escuchaba; bastaba una mirada de Rosario para calmar sus iras, y en más de una ocasión buenos golpes se ahorraron con su sola presencia. ¡Quién iba a suponer que a aquel hombrón lo había de dominar una tierna criatura!

En Trujillo tiró hasta cinco meses, pasados los cuales unas fiebres la devolvieron, medio muerta, a casa, donde estuvo encamada cerca de un año porque las fiebres, que eran de orden maligna, la tuvieron tan cerca del sepulcro que por oficio de mi padre —que borracho y pendenciero sí seria, pero cristiano viejo y de la mejor ley también lo era— llegó a estar sacramentada y preparada por si había de hacer el último viaje. La enfermedad tuvo, como todas, sus alternativas, y a los días en que parecía como revivir sucedían las noches en que todos estábamos en que se nos quedaba; el humor de mis padres era como sombrío, y de aquel triste tiempo sólo guardo como recuerdo de paz el de los meses que pasaron sin que sonaran golpes entre aquellas paredes, ¡tan apurado andaba el par de viejos!... Las vecinas echaban todas su cuarto a espadas por recetarla yerbas, pero como la que mayor fe nos daba era la señora Engracia, a ella hubimos de recurrir y a sus consejos, por ver de sanarla; complicada fue, bien lo sabe Dios, la curación que la mandó, pero como se le hizo poniendo todos los cinco sentidos bien debió de probarla, porque aunque despacio, se la veía que le volvía la salud. Como ya dice el refrán, yerba mala nunca muere, y sin que yo quiera decir con esto que Rosario fuera mala (si bien tampoco pondría una mano en el fuego por sostener que fuera buena), lo cierto es que después de tomados los cocimientos que la señora Engracia dijera, sólo hubo que esperar a que pasase el tiempo para que recobrase la salud, y con ella su prestancia y lozanía.

No bien se puso buena, y cuando la alegría volvía otra vez a casa de mis padres, que en lo único que estaban acordes era en su preocupación por la hija, volvió a hacer el pirata la muy zorra, a llenarse la talega con, los ahorros del pobre y sin más reverencias, y como a la francesa, volvió a levantar el vuelo y a marcharse, esta vez camino de Almendralejo, donde paró en casa de Nieves la Madrileña; cierto es, o por tal lo tengo, que aun al más ruin alguna fibra de bueno siempre le queda, porque Rosario no nos echó del todo en el olvido y alguna vez —por nuestro santo o por las navidades— nos tiraba con algún chaleco, que aunque nos venía justo y recibido como faja por vientre satisfecho, su mérito tenía porque ella, aunque con más relumbrón por aquello de que había que vestir el oficio, tampoco debía nadar en la abundancia. En Almendralejo hubo de conocer al hombre que había de labrarle la ruina; no la de la honra, que bien arruinada debía andar ya por entonces, sino la del bolsillo, que una vez perdida aquélla, era por la única que tenía que mirar. Llamábase el tal sujeto Paco López, por mal nombre el Estirao, y de él me es forzoso reconocer que era guapo mozo, aunque no con un mirar muy decidido, porque por tener un ojo de vidrio en el sitio dónde Dios sabrá en qué hazaña perdiera el de carne, su mirada tenia una desorientación que perdía al más plantado; era alto, medio rubiales, juncal y andaba tan derechito que no se equivocó por cierto quien le llamó por vez primera el Estirao; no tenía mejor oficio que su cara porque, como las mujeres tan memas son que lo mantenían, el hombre prefería no trabajar, cosa que si me parece mal, no sé si será porque yo nunca tuve ocasión de hacer. Según cuentan, en tiempos anduviera de novillero por las plazas andaluzas; yo no sé si creerlo porque no me parecía hombre valiente más que con las mujeres, pero como éstas, y mi hermana entre ellas, se lo creían a pies juntillas, él se daba la gran vida, porque ya sabe usted lo mucho que dan en valorar las mujeres a los toreros. En una ocasión, andando yo a la perdiz bordeando la finca de Los Jarales —de don Jesús— me tropecé con él, que por tomar el aire se había ido de Almendralejo medio millar de pasos por el monte; iba muy bien vestidito con su terno café, con su visera y con un mimbre en la mano. Nos saludamos y el muy ladino, como viera que no le preguntaba por mi hermana, quería tirarme de la lengua por ver de colocarme las frasecitas; yo resistía y él debió de notar que me achicaba porque sin más ni más y como quien no quiere la cosa, cuando ya teníamos mano sobre mano para marcharnos, me soltó:

—¿Y la Rosario?

—Tú sabrás...

—¿Yo?

—¡Hombre! ¡Si no lo sabes tú!

—¿Y por qué he de saberlo?

Lo decía tan serio que cualquiera diría que no había mentido en su vida; me molestaba hablar con él de la Rosario, ya ve usted lo que son las cosas.

El hombre daba golpecitos con la vara sobre las matas de tomillo.

—Pues sí, ¡para que lo sepas!, ¡está bien! ¿No lo querías saber?

—¡Mira, Estirao! ¡Mira, Estirao! ¡Que soy muy hombre y que no me ando por las palabras! ¡No me tientes!...

¡No me tientes!...

—¿Pero qué te he de tentar, si no tienes dónde? ¿Pero qué quieres saber de la Rosario? ¿Qué tiene que ver contigo la Rosario? ¿Que es tu hermana? Bueno ¿y qué? También es mi novia, si vamos a eso.

A mí me ganaba por la palabra, pero si hubiéramos acabado por llegar a las manos le juro a usted por mis muertos que lo mataba antes de que me tocase un pelo. Yo me quise enfriar porque me conocía la carácter y porque de hombre a hombre no está bien reñir con una escopeta en la mano cuando el otro no la tiene.

—Mira, Estirao, ¡más, vale que nos callemos! ¿Que es tu novia? Bueno, ¡pues que lo sea! ¿Y a mí qué?

El Estirao se reía; parecía como si quisiera pelea.

—¿Sabes lo que te digo?

—¡Qué!

—Que si tú fueses el novio de mi hermana, te hubiera matado.

Bien sabe Dios que el callarme aquel día me costó la salud; pero no quería darle, no sé por qué habrá sido. Me resultaba extraño que me hablaran así; en el pueblo nadie se hubiera atrevido a decirme la mitad.

—Y que si te tropiezo otro día rondándome, te mato en la plaza por la feria.

—¡Mucha chulería es esa!

—¡A pinchazos!

—¡Mira, Estirao!... ¡Mira, Estirao!...

Aquel día se me clavó una espina en un costado que todavía la tengo clavada.

Por qué no la arranqué en aquel momento es cosa que aún hoy no sé. Andando el tiempo, de otra temporada que, por reparar otras fiebres, vino a pasar mi hermana con nosotros, me contó el fin de aquellas palabras: cuando el Estirao llegó aquella noche a casa de la Nieves a ver a la Rosario, la llamó aparte.

—¿Sabes que tienes un hermano que ni es hombre ni es nada?

—...

—¿Y que se achanta como los conejos en cuanto oyen voces? Mi hermana salió por defenderme, pero de poco le valió; el hombre había ganado. Me había ganado a mí que fue la única pelea que perdí por no irme a mi terreno.

—Mira, paloma; vamos a hablar de otra cosa. ¿Qué hay?

—Ocho pesetas.

—¿Nada más?

—Nada más. ¿Qué quieres? ¡Los tiempos están malos...!

El Estirao le cruzó la cara con la varita de mimbre hasta que se hartó.

Después...

—¿Sabes que tienes un hermano que ni es hombre ni es nada?

Mi hermana me pidió por su salud que me quedase en el pueblo. La espina del costado estaba como removida. Por qué no la arranqué en aquel momento es cosa que aún hoy no sé...

III III III III

A Rosario le armaron un tingladillo con un cajón no muy hondo, en cuyos fondos esparramaron una almohada entera de borra, y allí la tuvieron, orilla a la cama de mi madre, envuelta en tiras de algodón y tan tapada que muchas veces me daba por pensar que acabarían por ahogarla. Sie stellten für Rosario einen kleinen Schuppen zusammen mit einer flachen Schublade, auf deren Böden sie ein ganzes flauschiges Kissen ausbreiteten, und da hatten sie es auf der Bettkante meiner Mutter, in Baumwollstreifen gewickelt und so bedeckt, dass ich viele Male gab auf, zu denken, dass sie sie am Ende ertränken würden. No sé por qué, hasta entonces, se me había ocurrido imaginar a los niños pequeños blancos como la leche, pero de lo que sí me acuerdo es de la mala impresión que me dio mi hermanilla cuando la vi pegajosa y colorada como un cangrejo cocido; tenía una pelusa rala por la cabeza, como la de los estorninos o la de los pichones en el nido, que andando los meses hubo de perder, y las manitas agarrotadas y tan claras que mismo daba grima el verlas. Cuando a los tres o cuatro días de nacer le desenrollaron las tiras por ver de limpiarla un poco, pude fijarme bien en cómo era y casi puedo decir que no me diera tanta repugnancia como la primera vez: la color le había clareado, los ojitos —que aún no abría— parecían como querer mover los párpados, y ya las manos me daban la impresión de haber ablandado. La limpió bien limpiada con agua de romero la señora Engracia, que otra cosa pudiera ser que no, pero asistenta de los desgraciados sí lo era; la envolvió de nuevo en las tiras que libraron menos pringadas; echó a un lado, por lavarlas, aquellas otras que salieron peor tratadas, y dejó a la criatura tan satisfecha, que tantas horas seguidas hubo de dormir, que nadie —por el silencio de mi casa— hubiera dado a pensar que habíamos estado de parto. Mrs. Engracia reinigte es gut mit Rosmarinwasser, was konnte es anderes sein, als nicht, aber das unglückliche Dienstmädchen war es; er wickelte es wieder in die Streifen, die am wenigsten schmutzig wurden; Sie legte die anderen, die weniger behandelt wurden, beiseite, um sie zu waschen, und ließ das Kind so zufrieden zurück, dass es so viele Stunden hintereinander schlafen musste, dass niemand - wegen der Stille meines Hauses - geführt hätte uns zu denken, dass wir in Arbeit gewesen waren. Mi padre se sentaba en el suelo, a la vera del cajón, y mirando para la hija se le pasaban las horas, con una cara de enamorado como decía la señora Engracia, que a mí casi me hacía olvidar su verdadero sistema. Después se levantaba, se iba a dar una vuelta por el pueblo, y cuando menos lo pensábamos, a la hora a que menos costumbre teníamos de verlo venir allí lo teníamos, otra vez al lado del cajón, con la cara blanda y la mirada tan humilde que cualquiera que lo hubiera visto, de no conocerlo, se hubiera creído ante el mismísimo san Roque.

Rosario se nos crió siempre debilucha y esmirriada —¡poca vida podía sacar de los vacíos pechos de mi madre!— y sus primeros tiempos fueron tan difíciles que en más de una ocasión estuvo a pique de marcharse. Mi padre andaba desazonado viendo que la criatura no prosperaba, y como lo resolvía todo echándose más vino por el gaznate, nos tocó pasar a mi madre y a mí por una temporada que tan mala llegó a ser que echábamos de menos el tiempo pasado, que tan duro nos parecía cuando no lo habíamos conocido peor. ¡Misterios de la manera de ser de los mortales que tanto aborrecen de lo que tienen para después echarlo de menos! Mi madre, que había quedado aún más baja de salud que antes de parir, apañaba unas tundas soberanas, y a mí, que no le resultaba nada fácil cogerme, me arreaba unas punteras al desgaire cuando me tropezaba, que vez hubo de levantarme la sangre del trasero (con perdón), o de dejarme el costillar tan señalado como si me lo hubiera tocado con el hierro de marcar. My mother, whose health was even poorer than before she gave birth, used to give me some really hard tundas, and I, who was not easy for her to catch me, she used to give me a few toe-taps when I stumbled, which once raised the blood from my ass (excuse me), or left my ribs as marked as if I had touched them with a branding iron.

Poco a poco la niña se fue reponiendo y cobrando fuerzas con unas sopas de vino tinto que a mi madre la recetaron, y como era de natural despierto, y el tiempo no pasaba en balde, si bien tardó algo más de lo corriente en aprender a andar, rompió a hablar de muy tierna con tal facilidad y tal soltura que a todos nos tenía como embobados con sus gracias.

Pasó ese tiempo en que los chiquillos están siempre igual. Rosario creció, llegó a ser casi una mocita, y en cuanto reparamos en ella dimos a observar que era más avisada que un lagarto, y como en mi familia nunca nos diera a nadie por hacer uso de los sesos para el objeto con que nos fueron dados, pronto la niña se hizo la reina de la casa y nos hacía andar a todos más derechos que varas. Rosario wuchs auf, sie wurde fast ein Mädchen, und sobald wir sie bemerkten, bemerkten wir, dass sie wacher war als eine Eidechse, und da sie uns in meiner Familie nie jemanden gab, der ihr Gehirn für das Objekt benutzte, mit dem sie gegeben wurden Für uns war das Mädchen bald die Königin des Hauses und ließ uns alle aufrechter gehen als Ruten. Si el bien hubiera sido su natural instinto, grandes cosas hubiera podido hacer, pero como Dios se conoce que no quiso que ninguno de nosotros nos distinguiésemos por las buenas inclinaciones, encarriló su discurrir hacia otros menesteres y pronto nos fue dado el conocer que si bien no era tonta, más hubiera valido que lo fuese; servía para todo y para nada bueno: robaba con igual gracia y donaire que una gitana vieja, se aficionó a la bebida de bien joven, servía de alcahueta para los devaneos de la vieja, y como nadie se ocupó de enderezarla —y de aplicar al bien tan claro discurrir— fue de mal en peor hasta que un día, teniendo la muchacha catorce años, arrambló con lo poco de valor que en nuestra choza había, y se marchó a Trujillo, a casa de la Elvira. Wenn das Gute sein natürlicher Instinkt gewesen wäre, hätte er Großes tun können, aber da Gott weiß, dass er nicht wollte, dass sich jemand von uns durch gute Neigungen auszeichnet, richtete er seine Rede auf andere Aufgaben, und bald wurde uns das klar Obwohl sie nicht dumm war, wäre es besser gewesen, wenn sie es gewesen wäre; sie war zu allem gut und nicht gut: sie stahl mit der gleichen Anmut und dem gleichen Charme wie eine alte Zigeunerin, sie fing an zu trinken, als sie noch sehr jung war, sie diente als Zuhälterin für die Tändelei der alten Frau, und da machte sich niemand die Mühe, sich zu richten sie heraus – und um die so klare Argumentation anzuwenden – es wurde immer schlimmer, bis sie eines Tages, als das Mädchen vierzehn Jahre alt war, das wenige Wertvolle, das in unserer Hütte war, wegschnappte und nach Trujillo ging, zu Elvira Haus. El efecto que su marcha produjo en mi casa ya se puede figurar usted cuál fue; mi padre culpaba a mi madre, mi madre culpaba a mi padre... En lo que más se notó la falta de Rosario fue en las escandaleras de mi padre, porque si antes, cuando ella estaba, procuraba armarlas fuera de su presencia, ahora, al faltar, y al no estar ella nunca delante, cualquiera hora y lugar le parecía bueno para organizarlas. Es curioso pensar que mi padre, que a bruto y cabezón ganaban muy pocos, era a ella la única persona que escuchaba; bastaba una mirada de Rosario para calmar sus iras, y en más de una ocasión buenos golpes se ahorraron con su sola presencia. ¡Quién iba a suponer que a aquel hombrón lo había de dominar una tierna criatura!

En Trujillo tiró hasta cinco meses, pasados los cuales unas fiebres la devolvieron, medio muerta, a casa, donde estuvo encamada cerca de un año porque las fiebres, que eran de orden maligna, la tuvieron tan cerca del sepulcro que por oficio de mi padre —que borracho y pendenciero sí seria, pero cristiano viejo y de la mejor ley también lo era— llegó a estar sacramentada y preparada por si había de hacer el último viaje. In Trujillo verbrachte sie bis zu fünf Monate, danach brachten einige Fieber sie halbtot nach Hause, wo sie fast ein Jahr lang bettlägerig war, weil das Fieber, das bösartiger Art war, sie so nah am Grab hielt, dass bei meinem Vater Büro – dass er betrunken und streitsüchtig sein würde, aber er war auch ein alter Christ und von bestem Gesetz – er kam, um das Sakrament zu bekommen und sich vorzubereiten, falls er die letzte Reise machen musste. La enfermedad tuvo, como todas, sus alternativas, y a los días en que parecía como revivir sucedían las noches en que todos estábamos en que se nos quedaba; el humor de mis padres era como sombrío, y de aquel triste tiempo sólo guardo como recuerdo de paz el de los meses que pasaron sin que sonaran golpes entre aquellas paredes, ¡tan apurado andaba el par de viejos!... Las vecinas echaban todas su cuarto a espadas por recetarla yerbas, pero como la que mayor fe nos daba era la señora Engracia, a ella hubimos de recurrir y a sus consejos, por ver de sanarla; complicada fue, bien lo sabe Dios, la curación que la mandó, pero como se le hizo poniendo todos los cinco sentidos bien debió de probarla, porque aunque despacio, se la veía que le volvía la salud. Como ya dice el refrán, yerba mala nunca muere, y sin que yo quiera decir con esto que Rosario fuera mala (si bien tampoco pondría una mano en el fuego por sostener que fuera buena), lo cierto es que después de tomados los cocimientos que la señora Engracia dijera, sólo hubo que esperar a que pasase el tiempo para que recobrase la salud, y con ella su prestancia y lozanía.

No bien se puso buena, y cuando la alegría volvía otra vez a casa de mis padres, que en lo único que estaban acordes era en su preocupación por la hija, volvió a hacer el pirata la muy zorra, a llenarse la talega con, los ahorros del pobre y sin más reverencias, y como a la francesa, volvió a levantar el vuelo y a marcharse, esta vez camino de Almendralejo, donde paró en casa de Nieves la Madrileña; cierto es, o por tal lo tengo, que aun al más ruin alguna fibra de bueno siempre le queda, porque Rosario no nos echó del todo en el olvido y alguna vez —por nuestro santo o por las navidades— nos tiraba con algún chaleco, que aunque nos venía justo y recibido como faja por vientre satisfecho, su mérito tenía porque ella, aunque con más relumbrón por aquello de que había que vestir el oficio, tampoco debía nadar en la abundancia. En Almendralejo hubo de conocer al hombre que había de labrarle la ruina; no la de la honra, que bien arruinada debía andar ya por entonces, sino la del bolsillo, que una vez perdida aquélla, era por la única que tenía que mirar. Llamábase el tal sujeto Paco López, por mal nombre el Estirao, y de él me es forzoso reconocer que era guapo mozo, aunque no con un mirar muy decidido, porque por tener un ojo de vidrio en el sitio dónde Dios sabrá en qué hazaña perdiera el de carne, su mirada tenia una desorientación que perdía al más plantado; era alto, medio rubiales, juncal y andaba tan derechito que no se equivocó por cierto quien le llamó por vez primera el Estirao; no tenía mejor oficio que su cara porque, como las mujeres tan memas son que lo mantenían, el hombre prefería no trabajar, cosa que si me parece mal, no sé si será porque yo nunca tuve ocasión de hacer. Según cuentan, en tiempos anduviera de novillero por las plazas andaluzas; yo no sé si creerlo porque no me parecía hombre valiente más que con las mujeres, pero como éstas, y mi hermana entre ellas, se lo creían a pies juntillas, él se daba la gran vida, porque ya sabe usted lo mucho que dan en valorar las mujeres a los toreros. En una ocasión, andando yo a la perdiz bordeando la finca de Los Jarales —de don Jesús— me tropecé con él, que por tomar el aire se había ido de Almendralejo medio millar de pasos por el monte; iba muy bien vestidito con su terno café, con su visera y con un mimbre en la mano. Nos saludamos y el muy ladino, como viera que no le preguntaba por mi hermana, quería tirarme de la lengua por ver de colocarme las frasecitas; yo resistía y él debió de notar que me achicaba porque sin más ni más y como quien no quiere la cosa, cuando ya teníamos mano sobre mano para marcharnos, me soltó: We greeted each other and the very crafty one, as he saw that I did not ask him about my sister, wanted to pull my tongue to see how to put the little phrases; I resisted and he must have noticed that I was shrinking because just like that, when we already had hand on hand to leave, he let me go:

—¿Y la Rosario?

—Tú sabrás... -You will know...

—¿Yo?

—¡Hombre! ¡Si no lo sabes tú!

—¿Y por qué he de saberlo?

Lo decía tan serio que cualquiera diría que no había mentido en su vida; me molestaba hablar con él de la Rosario, ya ve usted lo que son las cosas. He was so serious that anyone would say that he had never lied in his life; it bothered me to talk to him about the Rosary, you see how things are.

El hombre daba golpecitos con la vara sobre las matas de tomillo. The man tapped his stick on the thyme bushes.

—Pues sí, ¡para que lo sepas!, ¡está bien! ¿No lo querías saber?

—¡Mira, Estirao! ¡Mira, Estirao! ¡Que soy muy hombre y que no me ando por las palabras! ¡No me tientes!...

¡No me tientes!...

—¿Pero qué te he de tentar, si no tienes dónde? ¿Pero qué quieres saber de la Rosario? ¿Qué tiene que ver contigo la Rosario? ¿Que es tu hermana? Bueno ¿y qué? También es mi novia, si vamos a eso.

A mí me ganaba por la palabra, pero si hubiéramos acabado por llegar a las manos le juro a usted por mis muertos que lo mataba antes de que me tocase un pelo. Yo me quise enfriar porque me conocía la carácter y porque de hombre a hombre no está bien reñir con una escopeta en la mano cuando el otro no la tiene.

—Mira, Estirao, ¡más, vale que nos callemos! ¿Que es tu novia? Bueno, ¡pues que lo sea! ¿Y a mí qué?

El Estirao se reía; parecía como si quisiera pelea.

—¿Sabes lo que te digo?

—¡Qué!

—Que si tú fueses el novio de mi hermana, te hubiera matado.

Bien sabe Dios que el callarme aquel día me costó la salud; pero no quería darle, no sé por qué habrá sido. Me resultaba extraño que me hablaran así; en el pueblo nadie se hubiera atrevido a decirme la mitad.

—Y que si te tropiezo otro día rondándome, te mato en la plaza por la feria.

—¡Mucha chulería es esa!

—¡A pinchazos!

—¡Mira, Estirao!... ¡Mira, Estirao!...

**Aquel día se me clavó una espina en un costado que todavía la tengo clavada.

Por qué no la arranqué en aquel momento es cosa que aún hoy no sé. Andando el tiempo, de otra temporada que, por reparar otras fiebres, vino a pasar mi hermana con nosotros, me contó el fin de aquellas palabras: cuando el Estirao llegó aquella noche a casa de la Nieves a ver a la Rosario, la llamó aparte. As time went by, during another season that my sister came to spend with us to repair other fevers, she told me the end of those words: when El Estirao arrived that night at Nieves' house to see Rosario, he called her aside.

—¿Sabes que tienes un hermano que ni es hombre ni es nada?

—...

—¿Y que se achanta como los conejos en cuanto oyen voces? Mi hermana salió por defenderme, pero de poco le valió; el hombre había ganado. Me había ganado a mí que fue la única pelea que perdí por no irme a mi terreno.

—Mira, paloma; vamos a hablar de otra cosa. ¿Qué hay?

—Ocho pesetas.

—¿Nada más?

—Nada más. ¿Qué quieres? ¡Los tiempos están malos...!

El Estirao le cruzó la cara con la varita de mimbre hasta que se hartó.

Después...

—¿Sabes que tienes un hermano que ni es hombre ni es nada?

Mi hermana me pidió por su salud que me quedase en el pueblo. La espina del costado estaba como removida. Por qué no la arranqué en aquel momento es cosa que aún hoy no sé...