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El Lazarillo de Tormes (Graded Reader), 5. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar con un buldero

5. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar con un buldero

El quinto amo que tuve la suerte de encontrar era un buldero. Era el hombre más desenvuelto y desvergonzado que he conocido en mi vida. Tenía mucha capacidad para vender las bulas porque se inventaba mil métodos y maneras.

Cuando llegábamos a los lugares donde había que vender la bula, lo primero que hacía era regalar a los clérigos algunas cosillas de poco valor. Por ejemplo una lechuga, un par de limones o naranjas, un melocotón, un par de peras. Así los tenía contentos y ellos animaban a sus fieles a comprar la bula.

Cuando le daban las gracias, se informaba de los conocimientos de cada uno. Si sabían mucho, no hablaba ni una palabra en latín, para no equivocarse. Hablaba en un castellano muy correcto y cuidadoso con mucha desenvoltura. Si, por el contrario, sabía que los clérigos no tenían muchos estudios, hablaba durante dos horas en latín. En realidad no era latín, sino algo que parecía latín.

Cuando no le compraban las bulas por las buenas, se las hacía comprar por las malas. Para conseguir esto hacía todo tipo de engaños al pueblo. Como sería muy largo contarlos todos, le contaré uno muy breve y gracioso, como ejemplo de su talento.

En un lugar al norte de Toledo había predicado dos o tres días. Pero nadie le había comprado ni una bula, ni tenían intención de comprarla. Estaba muy enfadado con todo aquello. Pensaba en qué hacer y decidió invitar a la gente del pueblo al día siguiente a escucharle por última vez antes de marcharse.

Esa noche, después de cenar, mi amo y el alguacil que nos acompañaba se jugaron la bebida. Acabaron discutiendo por culpa del juego y se insultaron. Él llamo ladrón al alguacil. Entonces éste dijo que mi amo era un mentiroso. Mi amo vio una lanza cerca de la puerta y la cogió. Entonces el aguacil sacó su espada. Querían matarse. Todos gritamos y acudieron los huéspedes y los vecinos para separarlos. La casa se llenó de gente que llegó al oír el ruido. Así que vieron que no podían enfrentarse con las armas y siguieron insultándose. El alguacil, entre otras cosas, acusó a mi amo de vender bulas falsas.

Finalmente los del pueblo consiguieron separarlos y se llevaron al alguacil a otra parte. Mi amo se quedó muy enfadado. Cuando todos se marcharon, nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente, mi amo se fue a la iglesia. Allí llamó a la gente a misa para despedirse. El pueblo se reunió y murmuraban que el alguacil había dicho durante la pelea que las bulas eran falsas. La gente del pueblo no tenía ganas de comprar la bula y después de oír al alguacil todavía menos.

Mi señor amo empezó a hablar y a animar a la gente a comprar la bula. Cuando estaba en la mejor parte de su sermón, entró el alguacil. Desde la puerta de la iglesia, en voz alta y con mucha calma comenzó a decir:

—Buenas gentes, escuchadme. Yo vine a este pueblo con este mentiroso. Me pidió ayuda para vender las bulas y me prometió la mitad de la ganancia. Ahora estoy arrepentido de lo que he hecho. Os digo claramente que las bulas que vende son falsas. No le creáis y no las compréis. Además os comunico que yo no tengo nada que ver con ellas y dejo mi oficio de alguacil desde este momento. Si algún día se castiga a este hombre por mentiroso, vosotros sois testigos de que yo no estoy con él. Yo os he contado la verdad.

Así terminó. Y algunos hombres honrados quisieron echar al alguacil fuera de la iglesia, para evitar el escándalo. Pero mi amo se lo impidió y dejó terminar al alguacil.

Cuando éste por fin se calló, mi amo dijo así:

—Señor Dios, tú que lo ves todo y que puedes hacer todas las cosas y sabes la verdad. Me están acusando injustamente. Yo perdono al alguacil y pido tu perdón. No sabe lo que dice ni lo que hace. Pero seguramente algunos de los que estaban aquí pensaban comprar esta santa bula. Después de creer las mentiras de ese hombre, no lo van a hacer. El alguacil no quiere que estos hombres y mujeres tengan el gran bien de la bula. No perdones este deshonor, te lo suplico. Señor, haz aquí el siguiente milagro: si ese hombre dice la verdad y yo soy un mentiroso, ¡mándame al infierno! Haz que me coma la tierra. Pero si yo digo la verdad, ¡castígale a él!

Cuando mi señor terminó de decir estas palabras el alguacil se cayó al suelo. Se dio un golpe tan fuerte en el suelo que se escuchó en toda la iglesia. Entonces empezó a gritar y a moverse por el suelo dándose muchos golpes.

El ruido de las voces de la gente era tan grande que no podían oírse entre ellos. Algunos tenían miedo y decían: «¡Que Dios le ayude!».

Otros en cambio: «Se lo merece, por decir mentiras».

Finalmente, algunas personas que estaban allí se acercaron a él y le cogieron los brazos y las piernas. Había más de quince hombres encima de él. Pero tardaron un buen rato en sujetarle porque él lanzaba manotazos y patadas a todos.

Algunos buenos hombres le suplicaron a mi amo ayuda para aquel pobre hombre que se estaba muriendo. Le pidieron que no pensara en las cosas pasadas ni en todas las cosas malas que había dicho. Ahora ya sabían quien decía la verdad. Mi amo los miró y miró al alguacil. Miró a toda la gente que estaba en la iglesia y muy lentamente les dijo:

—Buena gente, Dios nos enseña que hay que perdonar los pecados. Así que podemos pedirle su perdón para este hombre. Vamos a suplicarle todos juntos.

Todos se arrodillaron y rezaron. Mi amo le dijo a Nuestro Señor que no quería la muerte del pecador. Después le puso la bula sobre la cabeza y, poco a poco, el aguacil comenzó a sentirse mejor y a recuperarse. Cuando estuvo bien, pidió perdón a mi señor. Confesó haber mentido porque estaba enfadado.

Mi amo le perdonó e hicieron las paces. Todo el mundo en aquel lugar compró la bula: marido, mujer, hijos, hijas, mozos, mozas...

La noticia de lo sucedido llegó a todos los pueblos vecinos. Cuando llegábamos a ellos, no era necesario ir a la iglesia ni hablar a la gente. Todo el mundo acudía a la posada a comprar la bula. Fuimos a diez o doce pueblos de los alrededores y mi amo vendió otras mil bulas sin tener que predicar.

Cuando representaron el engaño, confieso que también me lo creí. Me asusté mucho, como los demás. Pero después vi que mi amo y el alguacil se reían y comprendí el engaño. Todo lo había pensado mi inteligente amo. Aunque yo era joven, me hizo mucha gracia y pensé: «¡Seguramente se hacen muchos engaños de este tipo entre la gente inocente!».

Estuve con mi quinto amo alrededor de cuatro meses durante los que también pasé muchas penas.


5. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar con un buldero 5. Er erzählt, wie Lazarus mit einer Planierraupe zu arbeiten begann 5. Tells how Lazaro began working with a bulldozer. 5. Він розповідає, як Лазар почав працювати з бульдозером

El quinto amo que tuve la suerte de encontrar era un buldero. Era el hombre más desenvuelto y desvergonzado que he conocido en mi vida. Tenía mucha capacidad para vender las bulas porque se inventaba mil métodos y maneras.

Cuando llegábamos a los lugares donde había que vender la bula, lo primero que hacía era regalar a los clérigos algunas cosillas de poco valor. Por ejemplo una lechuga, un par de limones o naranjas, un melocotón, un par de peras. Así los tenía contentos y ellos animaban a sus fieles a comprar la bula.

Cuando le daban las gracias, se informaba de los conocimientos de cada uno. Si sabían mucho, no hablaba ni una palabra en latín, para no equivocarse. Hablaba en un castellano muy correcto y cuidadoso con mucha desenvoltura. Si, por el contrario, sabía que los clérigos no tenían muchos estudios, hablaba durante dos horas en latín. En realidad no era latín, sino algo que parecía latín.

Cuando no le compraban las bulas por las buenas, se las hacía comprar por las malas. Para conseguir esto hacía todo tipo de engaños al pueblo. Como sería muy largo contarlos todos, le contaré uno muy breve y gracioso, como ejemplo de su talento.

En un lugar al norte de Toledo había predicado dos o tres días. Pero nadie le había comprado ni una bula, ni tenían intención de comprarla. Estaba muy enfadado con todo aquello. Pensaba en qué hacer y decidió invitar a la gente del pueblo al día siguiente a escucharle por última vez antes de marcharse.

Esa noche, después de cenar, mi amo y el alguacil que nos acompañaba se jugaron la bebida. Acabaron discutiendo por culpa del juego y se insultaron. Él llamo ladrón al alguacil. Entonces éste dijo que mi amo era un mentiroso. Mi amo vio una lanza cerca de la puerta y la cogió. Entonces el aguacil sacó su espada. Querían matarse. Todos gritamos y acudieron los huéspedes y los vecinos para separarlos. La casa se llenó de gente que llegó al oír el ruido. Así que vieron que no podían enfrentarse con las armas y siguieron insultándose. El alguacil, entre otras cosas, acusó a mi amo de vender bulas falsas.

Finalmente los del pueblo consiguieron separarlos y se llevaron al alguacil a otra parte. Mi amo se quedó muy enfadado. Cuando todos se marcharon, nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente, mi amo se fue a la iglesia. Allí llamó a la gente a misa para despedirse. El pueblo se reunió y murmuraban que el alguacil había dicho durante la pelea que las bulas eran falsas. La gente del pueblo no tenía ganas de comprar la bula y después de oír al alguacil todavía menos.

Mi señor amo empezó a hablar y a animar a la gente a comprar la bula. Cuando estaba en la mejor parte de su sermón, entró el alguacil. Desde la puerta de la iglesia, en voz alta y con mucha calma comenzó a decir:

—Buenas gentes, escuchadme. Yo vine a este pueblo con este mentiroso. Me pidió ayuda para vender las bulas y me prometió la mitad de la ganancia. Ahora estoy arrepentido de lo que he hecho. Os digo claramente que las bulas que vende son falsas. No le creáis y no las compréis. Además os comunico que yo no tengo nada que ver con ellas y dejo mi oficio de alguacil desde este momento. Si algún día se castiga a este hombre por mentiroso, vosotros sois testigos de que yo no estoy con él. Yo os he contado la verdad.

Así terminó. Y algunos hombres honrados quisieron echar al alguacil fuera de la iglesia, para evitar el escándalo. Pero mi amo se lo impidió y dejó terminar al alguacil.

Cuando éste por fin se calló, mi amo dijo así:

—Señor Dios, tú que lo ves todo y que puedes hacer todas las cosas y sabes la verdad. Me están acusando injustamente. Yo perdono al alguacil y pido tu perdón. No sabe lo que dice ni lo que hace. Pero seguramente algunos de los que estaban aquí pensaban comprar esta santa bula. Después de creer las mentiras de ese hombre, no lo van a hacer. El alguacil no quiere que estos hombres y mujeres tengan el gran bien de la bula. No perdones este deshonor, te lo suplico. Señor, haz aquí el siguiente milagro: si ese hombre dice la verdad y yo soy un mentiroso, ¡mándame al infierno! Haz que me coma la tierra. Pero si yo digo la verdad, ¡castígale a él!

Cuando mi señor terminó de decir estas palabras el alguacil se cayó al suelo. Se dio un golpe tan fuerte en el suelo que se escuchó en toda la iglesia. Entonces empezó a gritar y a moverse por el suelo dándose muchos golpes.

El ruido de las voces de la gente era tan grande que no podían oírse entre ellos. Algunos tenían miedo y decían: «¡Que Dios le ayude!».

Otros en cambio: «Se lo merece, por decir mentiras».

Finalmente, algunas personas que estaban allí se acercaron a él y le cogieron los brazos y las piernas. Había más de quince hombres encima de él. Pero tardaron un buen rato en sujetarle porque él lanzaba manotazos y patadas a todos.

Algunos buenos hombres le suplicaron a mi amo ayuda para aquel pobre hombre que se estaba muriendo. Le pidieron que no pensara en las cosas pasadas ni en todas las cosas malas que había dicho. Ahora ya sabían quien decía la verdad. Mi amo los miró y miró al alguacil. Miró a toda la gente que estaba en la iglesia y muy lentamente les dijo:

—Buena gente, Dios nos enseña que hay que perdonar los pecados. Así que podemos pedirle su perdón para este hombre. Vamos a suplicarle todos juntos.

Todos se arrodillaron y rezaron. Mi amo le dijo a Nuestro Señor que no quería la muerte del pecador. Después le puso la bula sobre la cabeza y, poco a poco, el aguacil comenzó a sentirse mejor y a recuperarse. Cuando estuvo bien, pidió perdón a mi señor. Confesó haber mentido porque estaba enfadado.

Mi amo le perdonó e hicieron las paces. Todo el mundo en aquel lugar compró la bula: marido, mujer, hijos, hijas, mozos, mozas...

La noticia de lo sucedido llegó a todos los pueblos vecinos. Cuando llegábamos a ellos, no era necesario ir a la iglesia ni hablar a la gente. Todo el mundo acudía a la posada a comprar la bula. Fuimos a diez o doce pueblos de los alrededores y mi amo vendió otras mil bulas sin tener que predicar.

Cuando representaron el engaño, confieso que también me lo creí. Me asusté mucho, como los demás. Pero después vi que mi amo y el alguacil se reían y comprendí el engaño. Todo lo había pensado mi inteligente amo. Aunque yo era joven, me hizo mucha gracia y pensé: «¡Seguramente se hacen muchos engaños de este tipo entre la gente inocente!».

Estuve con mi quinto amo alrededor de cuatro meses durante los que también pasé muchas penas.