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El Lazarillo de Tormes (Graded Reader), 3. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar para un escudero

3. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar para un escudero

Así pues, me vi obligado a ser fuerte y me fui a la ciudad de Toledo. Allí, poco a poco, y con la ayuda de la gente buena, al cabo de quince días se me cerró la herida. Mientras estaba enfermo, siempre me daban limosna. Pero cuando me puse bien, todos me decían:

—¡Tú eres un pícaro y un vago! Busca un amo.

«¿Y dónde puedo encontrar uno?», me decía yo entre mí.

Un día, mientras estaba pidiendo limosna de puerta en puerta, me encontré con un escudero por la calle. Iba bastante bien vestido y bien peinado. Nos miramos y me dijo:

—Muchacho, ¿buscas amo?

Yo le dije:

—Sí, señor.

—Pues ven conmigo —me respondió.

Me pareció el amo adecuado para mí porque llevaba buena ropa y era educado. Así que le seguí.

Era temprano cuando nos encontramos y me llevó con él caminando por toda la ciudad. Pasamos por las plazas donde se vendía pan y comida. Yo creía que íbamos a comprar, pero él pasaba muy deprisa. Yo pensaba, «tal vez no le gusta esto y quiere comprar las cosas en otro lugar».

Así estuvimos andando hasta las once. Entonces entramos en la iglesia mayor y escuchamos misa. Cuando se acabó salimos y empezamos a caminar por una calle hacia abajo. Yo estaba contento. Como no habíamos comprado nada, pensaba que la comida ya debía de estar preparada en casa. Llegamos a su casa justo a la una del mediodía. La entrada era oscura y triste, daba miedo. Pero dentro había un patio y habitaciones bastante grandes.

Entramos y mi amo se quitó la capa. Le ayudé a limpiarla y doblarla. Nos sentamos y me preguntó quién era y de dónde venía. Se lo conté, aunque pensaba que mejor era ir a comer que hablar. Le mentí un poco sobre mí porque no quería contarle mis defectos.

Así estuvimos un rato. Cuando ya eran casi las dos, me pareció mala señal no verle intención de comer. En la casa no se oía ningún ruido, ni había nadie más. Allí tampoco había sillas, ni mesa, ni siquiera un arca como la del clérigo. Parecía una casa encantada. Estando así, me dijo:

—¿Has comido?

—No, señor —dije yo—, todavía no eran las ocho cuando me encontré con Vuestra Merced.

—Pues, aunque era temprano, yo ya había desayunado. Cuando desayuno, no como nada más hasta la noche. Así que aguanta y después cenaremos.

Cuando oí esto estuve a punto de desmayarme porque comprendí mi mala suerte. Me acordé de todas mis penas y volví a llorar por mis esfuerzos. Recordé que no quería dejar al clérigo porque pensaba que, aunque era miserable, podía encontrarme con otro peor. A pesar de todo, disimulé como pude y dije:

—Señor, gracias a Dios no me preocupo mucho por comer. Por este motivo los amos que he tenido me valoraron mucho.

—Esa es una virtud —dijo él —y por eso yo te querré más. Los hombres de bien comen moderadamente.

«¡Ya te he entendido!», dije yo entre mí, «Maldita sea, ¡todos mis amos piensan que pasar hambre es sano y bueno!»

Me senté en el portal. Saqué unos trozos de pan que me habían dado como limosna. Entonces él me dijo:

—Ven aquí, mozo. ¿Qué comes?

Me acerqué y le enseñé el pan. Había tres trozos de pan y él cogió el mejor.

—Éste pan parece bueno —me dijo.

Y empezó a comérselo con grandes bocados.

—Está muy sabroso —dijo.

Me comí muy deprisa el pan que quedaba porque entendí su debilidad. El pobre tenía mucha hambre. Si acababa su trozo antes que yo, se comería el pan restante.

Cuando terminó, se limpió las migas. Entonces entró en una pequeña habitación y sacó una jarra vieja. Después de beber él, me invitó. Yo quería parecer un mozo sin vicios y dije:

—Señor, no bebo vino.

—Es agua —me respondió—, puedes beber.

Estuvimos hasta la noche hablando; entonces entramos en la habitación y me dijo:

—Mozo, vamos a hacer esta cama. Así aprenderás y de ahora en adelante la sabrás hacer.

Me puse en un extremo y él en el otro e hicimos la cama, aunque no había mucho que hacer. Sólo había un colchón sucio y viejo sobre unas cañas. Intentamos ablandar el colchón, pero era imposible.

Cuando acabamos me dijo:

—Lázaro, ya es tarde y la plaza está lejos. Además en esta ciudad hay muchos ladrones que roban por la noche. Vamos a aguantar hasta mañana porque, como hasta ahora estaba solo, comía fuera y no tengo nada de comer en casa.

—Señor, no se preocupe por mí. Sé como pasar una noche sin comer, ¡y más tiempo si hace falta!

—Vivirás más tiempo y más sano —me respondió—, porque lo mejor para vivir mucho es comer poco.

«Si eso es así», dije entre mí, «yo nunca moriré».

Se acostó en la cama y me mandó echarme a sus pies. Pero no pude dormir porque me clavaba las cañas y mis huesos. Además, tenía mucha hambre.

Por la mañana nos levantamos y le ayudé a vestirse y a peinarse. Mientras se ponía su espada me dijo:

—¡Oh, no sabes, mozo, que espada es ésta! No la cambiaría ni por todo el oro del mundo.

Después salió de casa lentamente y muy recto. Echándose la capa sobre el hombro, me dijo:

—Lázaro, mientras voy a misa cuida de la casa: haz la cama y ve a por agua al río. Cierra la puerta con llave al salir, no quiero que nos roben los ladrones.

Y se fue calle arriba. Su aspecto era tan elegante que parecía alguien importante.

Yo me quedé diciendo «Quien vea a mi señor puede pensar que ha comido bien y dormido en una buena cama, ¿quién podría saber que ayer sólo comió el trozo de pan que yo le di? ¡Oh, Señor, cuántos hombres así debe de haber por el mundo! ¡Que sufren por mantener su honra!».

En estas cosas pensaba yo mientras mi amo se iba calle arriba. Entonces volví a entrar en casa, hice la cama y salí a buscar agua. Mientras me dirigía al río, vi a mi amo en una huerta. Estaba con dos mujeres en actitud romántica. Pero ellas le pidieron una invitación a comer y él empezó a dar muchas excusas. Así que, cuando las mujeres se dieron cuenta de que no tenía dinero, se marcharon.

Yo comí unas coles de la huerta como desayuno y volví a casa. Mi amo no me vio. Pensé en barrer un poco, pero no encontré escoba. Empecé a pensar qué hacer y me puse a esperar a mi amo por si traía algo de comer. Pero no apareció. Dieron las dos y vi que él no volvía. Como tenía mucha hambre, salí a pedir limosna. En aquella ciudad la gente no era muy generosa, pero yo había tenido muy buen maestro (me refiero al ciego). Así que antes de las cuatro ya había reunido bastante pan. Volviendo a casa, me dieron en el mercado una pata de vaca y unas pocas tripas cocidas.

Cuando regresé, mi amo me estaba esperando. Yo pensé que quería reñirme por llegar tarde, pero no fue así. Me preguntó de dónde venía y yo le dije:

—Señor, como vi que no regresaba, a las dos salí a pedir limosna. Y esto es lo que me han dado.

Le enseñé los panes y las tripas. Al verlos puso buena cara y dijo:

—Pues te he esperado a comer y como no venías, comí. Tú haces bien: es mejor pedir que robar. Sólo te pido que no digas que vives conmigo, por mi honra.

Me senté silenciosamente a comer y el pobre señor mío me miraba disimuladamente. Me daba lástima porque yo había sentido muchas veces lo que el sentía. Quería invitarle, pero no me atrevía porque había dicho que ya había comido. Al final se acercó y me dijo:

—Lázaro, ¡verte comer despierta el hambre a cualquiera!

Entonces le dije:

—Señor, este pan está buenísimo y la pata de vaca muy bien cocinada.

—¿Es pata de vaca?

—Sí señor.

—¡Es la mejor comida del mundo!

—Pues pruébela señor.

Se sentó a mi lado, le puse en las manos la comida y empezó a comer con ganas.

—Por Dios, lo he disfrutado mucho. ¡Parece que no haya comido nada en todo el día!

«Esa es la verdad», pensé.

Por no alargarme le diré que estuvimos viviendo así unos ocho o diez días. Él se iba por la mañana y yo salía a buscar comida. Muchas veces pensaba en mi mala suerte: me escapo de los amos malos para buscar uno mejor. Y encuentro uno que no sólo no me da de comer, sino que tengo que darle yo a él. A pesar de todo, le quería bien. Veía que no tenía nada y sentía por él más lástima que antipatía. Sólo tenía una queja: me molestaba su presunción, pero creo que es característica de su clase social.

Mi mala suerte nunca se acababa y el Ayuntamiento prohibió la entrada a la ciudad a los pobres extranjeros. Esto fue porque, debido a la mala cosecha de aquel año, no había comida para todos. Así que no me atrevía a salir a mendigar y pasamos dos o tres días sin comer nada y sin hablarnos. A mí me ayudaron unas vecinas que eran costureras y cosían gorros. Siempre me daban algo de su comida. Me daba mucha pena mi amo; me daba más pena él que yo mismo. Pasó ocho días sin comer nada, al menos en casa no comimos nada. No sé si fuera de la casa comió algo. Tampoco sé qué hacía cuando salía. Cada día le veía volver a casa muy estirado. Para proteger su honra se metía un bastoncillo en la boca como para limpiarse los restos de comida.

Siempre se quejaba de la casa diciendo:

—Esta casa nos trae mala suerte. Es oscura, triste, ya tengo ganas de que se acabe el mes para marcharnos de aquí.

Un día, no sé cómo, mi amo consiguió una moneda de un real. Llegó a casa tan contento como el hombre más rico del mundo. Me dio el dinero con una sonrisa en la cara diciendo:

—Toma Lázaro, Dios empieza a ser generoso con nosotros. Ve a la plaza y compra pan, vino y carne: ¡vamos a celebrarlo! Y además, te voy a decir para que te alegres, que he alquilado otra casa. En ésta, que es la causa de nuestra mala suerte, sólo vamos a estar hasta final de mes. ¡Esta casa está maldita! Desde que vivo aquí no he bebido una gota de vino, ni he probado un bocado de carne. No he podido descansar, sólo tiene oscuridad y tristeza. Ve al mercado y vuelve rápido, hoy vamos a comer como condes.

Cogí el real y la jarra para el vino y empecé a subir la calle muy deprisa en dirección a la plaza. Estaba muy contento y alegre. Pero no pude disfrutarlo mucho. Siempre tengo muy mala suerte y nunca me llega ninguna alegría sin una pena. Lo que pasó es que mientras subía la calle, yo pensaba en las cosas que compraría para aprovechar bien el dinero. Entonces me encontré con un entierro. Había muchos clérigos y gente, y llevaban al muerto en un ataúd. Me acerqué a la pared para dejarles espacio. Había una mujer que iba de negro y lloraba mucho porque debía de ser la mujer del muerto. Y cuando pasaron junto a mí, dijo:

—Marido mío, ¿adónde te llevan? ¡A la casa triste e infeliz! ¡A la casa triste y oscura! ¡Te llevan a la casa donde nunca comen ni beben!

Cuando oí aquellas palabras me asusté mucho y me dije: «¡Oh infeliz de mí, están llevando este muerto a mi casa!».

Me di la vuelta y pasé por en medio de la gente. Corrí muy rápido y volví a mi casa. Cuando entré, cerré la puerta con muchas prisas. Seguidamente llamé a mi amo pidiéndole ayuda para protegerme y defenderme. Y cuando llegó a la entrada me abracé a él. Mi amo estaba un poco alterado porque pensaba que pasaba algo malo.

—¿Qué pasa mozo? ¿Por qué gritas? ¿Qué te sucede? ¿Por qué cierras la puerta con tanta fuerza? —me preguntó.

—¡Señor! Venga aquí, ¡nos están trayendo un muerto a casa!

—¿Cómo es posible? —respondió él.

—Lo encontré subiendo la calle y su mujer estaba diciendo: «Marido mío, ¿adónde te llevan? ¡A la casa triste e infeliz! ¡A la casa triste y oscura! ¡Te llevan a la casa donde nunca comen ni beben!». Nos lo traen aquí señor.

Mi amo no tenía muchos motivos para estar contento. Pero al oír esto se rió tanto que se pasó un buen rato sin poder hablar. Mientras tanto, yo había cerrado la puerta con llave. También me había apoyado contra ella para defenderla mejor. Pasó el entierro y yo todavía pensaba que lo iban a meter en casa. Cuando mi amo se cansó de reír, me dijo:

—Es verdad Lázaro, por las palabras de la viuda has tenido razón al pensar que lo querían meter en casa. Pero esto no ha sucedido y ellos han seguido su camino. Así que abre y ve a buscar comida.

Finalmente él mismo abrió la puerta animándome y yo me encaminé otra vez. Aquel día comimos bien, pero yo no me tranquilicé durante tres días. Mi amo se reía mucho cada vez que recordaba aquel suceso.

Así pasaba los días con mi tercer amo. Yo tenía mucha curiosidad por saber por qué había venido mi señor a esta tierra. Un día que habíamos comido bien, me contó su historia. Me dijo que era de Castilla la Vieja. Había dejado su tierra porque un día se negó a quitarse el sombrero ante un caballero vecino suyo.

—Señor —dije yo—, lo correcto es quitarse el sombrero ante alguien más importante.

—Sí, es cierto. Él también se quitaba el sombrero ante mí, pero yo siempre me lo quitaba primero.

—Me parece señor —le dije—, que es normal saludar primero a las personas mayores y más ricas.

—Eres joven y no entiendes la importancia de la honra. La honra es la mayor riqueza para los hombres de bien. Yo soy un hidalgo y no soy tan pobre como parezco. Tengo unas casas que valdrían mucho dinero. El problema es que están derruidas y a noventa quilómetros de donde nací. También tengo un palomar. Pero también está derribado y no tiene palomas. Tengo además otras cosas que no digo. Dejé todo por los asuntos de mi honra. Vine a esta ciudad para encontrar un buen empleo, pero no ha salido como pensé. Hay trabajos, pero pagan poco y tendría que trabajar mucho.

Mientras contaba esto, entraron por la puerta un hombre y una vieja. El hombre le pidió el dinero del alquiler de la casa y la vieja el de la cama. En total eran doce o trece reales. Él les dijo que tenía que ir a la plaza a cambiar una moneda para pagarles. Les preguntó si podían volver por la tarde. Pero mi amo ya no volvió.

Ellos regresaron por la tarde y yo les dije que todavía no había vuelto. Al llegar la noche, tenía miedo de quedarme solo. Así que fui a casa de las vecinas y les conté lo que había sucedido. Ellas me dejaron dormir allí.

A la mañana siguiente, volvieron el hombre y la vieja. Les preguntaron a las vecinas por mi amo y ellas le respondieron:

—Aquí tenéis a su mozo y la llave de la puerta.

Ellos me preguntaron por él. Yo les dije que no sabía dónde estaba. Cuando oyeron esto, fueron a buscar a un alguacil . Después entraron en la casa buscando las pertenencias de mi amo para pagar su deuda. Recorrieron toda la casa y la encontraron vacía.

—¿Dónde están las propiedades de tu amo: sus arcas, tapices y muebles? —me preguntaron.

—No lo sé —respondí.

—Seguro que esta noche se lo han llevado a alguna parte —dijeron—. Señor alguacil, coja a este mozo, seguro que él sabe dónde está.

El alguacil me cogió por el cuello y me dijo:

—Muchacho, dime dónde están las pertenencias de tu amo o te llevo prisionero.

Yo tuve mucho miedo porque era la primera vez que me cogían del cuello. Me puse a llorar y le prometí decir toda la verdad.

—Señores —dije—, mi amo me contó, que tiene un solar de casas muy bueno y un palomar derribado.

—Muy bien —dijeron ellos—; ¿En qué parte de la ciudad tiene eso?

—En su tierra —dije yo—, me dijo que era de Castilla la Vieja.

Se rió mucho el alguacil.

De esta manera me dejó mi pobre tercer amo. Tuve muy mala suerte, porque normalmente es el mozo quien deja al amo. Pero en mi caso fue mi amo quien huyó de mí.


3. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar para un escudero 3. Erzählt, wie Lazarus begann, für einen Gutsherrn zu arbeiten 3. Tells how Lazarus began to work for a squire. 3. Opowiada o tym, jak Łazarz zaczął pracować dla giermka 3. Lazarus'un bir silahtar için nasıl çalışmaya başladığını anlatır. 3. Розповідає, як Лазар почав працювати на зброєносця

Así pues, me vi obligado a ser fuerte y me fui a la ciudad de Toledo. Allí, poco a poco, y con la ayuda de la gente buena, al cabo de quince días se me cerró la herida. Mientras estaba enfermo, siempre me daban limosna. Pero cuando me puse bien, todos me decían:

—¡Tú eres un pícaro y un vago! Busca un amo.

«¿Y dónde puedo encontrar uno?», me decía yo entre mí.

Un día, mientras estaba pidiendo limosna de puerta en puerta, me encontré con un escudero por la calle. Iba bastante bien vestido y bien peinado. Nos miramos y me dijo:

—Muchacho, ¿buscas amo?

Yo le dije:

—Sí, señor.

—Pues ven conmigo —me respondió.

Me pareció el amo adecuado para mí porque llevaba buena ropa y era educado. Así que le seguí.

Era temprano cuando nos encontramos y me llevó con él caminando por toda la ciudad. Pasamos por las plazas donde se vendía pan y comida. Yo creía que íbamos a comprar, pero él pasaba muy deprisa. Yo pensaba, «tal vez no le gusta esto y quiere comprar las cosas en otro lugar».

Así estuvimos andando hasta las once. Entonces entramos en la iglesia mayor y escuchamos misa. Cuando se acabó salimos y empezamos a caminar por una calle hacia abajo. Yo estaba contento. Como no habíamos comprado nada, pensaba que la comida ya debía de estar preparada en casa. Llegamos a su casa justo a la una del mediodía. La entrada era oscura y triste, daba miedo. Pero dentro había un patio y habitaciones bastante grandes.

Entramos y mi amo se quitó la capa. Le ayudé a limpiarla y doblarla. Nos sentamos y me preguntó quién era y de dónde venía. Se lo conté, aunque pensaba que mejor era ir a comer que hablar. Le mentí un poco sobre mí porque no quería contarle mis defectos.

Así estuvimos un rato. Cuando ya eran casi las dos, me pareció mala señal no verle intención de comer. En la casa no se oía ningún ruido, ni había nadie más. Allí tampoco había sillas, ni mesa, ni siquiera un arca como la del clérigo. Parecía una casa encantada. Estando así, me dijo:

—¿Has comido?

—No, señor —dije yo—, todavía no eran las ocho cuando me encontré con Vuestra Merced.

—Pues, aunque era temprano, yo ya había desayunado. Cuando desayuno, no como nada más hasta la noche. Así que aguanta y después cenaremos.

Cuando oí esto estuve a punto de desmayarme porque comprendí mi mala suerte. Me acordé de todas mis penas y volví a llorar por mis esfuerzos. Recordé que no quería dejar al clérigo porque pensaba que, aunque era miserable, podía encontrarme con otro peor. A pesar de todo, disimulé como pude y dije:

—Señor, gracias a Dios no me preocupo mucho por comer. Por este motivo los amos que he tenido me valoraron mucho.

—Esa es una virtud —dijo él —y por eso yo te querré más. Los hombres de bien comen moderadamente.

«¡Ya te he entendido!», dije yo entre mí, «Maldita sea, ¡todos mis amos piensan que pasar hambre es sano y bueno!»

Me senté en el portal. Saqué unos trozos de pan que me habían dado como limosna. Entonces él me dijo:

—Ven aquí, mozo. ¿Qué comes?

Me acerqué y le enseñé el pan. Había tres trozos de pan y él cogió el mejor.

—Éste pan parece bueno —me dijo.

Y empezó a comérselo con grandes bocados.

—Está muy sabroso —dijo.

Me comí muy deprisa el pan que quedaba porque entendí su debilidad. El pobre tenía mucha hambre. Si acababa su trozo antes que yo, se comería el pan restante.

Cuando terminó, se limpió las migas. Entonces entró en una pequeña habitación y sacó una jarra vieja. Después de beber él, me invitó. Yo quería parecer un mozo sin vicios y dije:

—Señor, no bebo vino.

—Es agua —me respondió—, puedes beber.

Estuvimos hasta la noche hablando; entonces entramos en la habitación y me dijo:

—Mozo, vamos a hacer esta cama. Así aprenderás y de ahora en adelante la sabrás hacer.

Me puse en un extremo y él en el otro e hicimos la cama, aunque no había mucho que hacer. Sólo había un colchón sucio y viejo sobre unas cañas. Intentamos ablandar el colchón, pero era imposible.

Cuando acabamos me dijo:

—Lázaro, ya es tarde y la plaza está lejos. Además en esta ciudad hay muchos ladrones que roban por la noche. Vamos a aguantar hasta mañana porque, como hasta ahora estaba solo, comía fuera y no tengo nada de comer en casa.

—Señor, no se preocupe por mí. Sé como pasar una noche sin comer, ¡y más tiempo si hace falta!

—Vivirás más tiempo y más sano —me respondió—, porque lo mejor para vivir mucho es comer poco.

«Si eso es así», dije entre mí, «yo nunca moriré».

Se acostó en la cama y me mandó echarme a sus pies. Pero no pude dormir porque me clavaba las cañas y mis huesos. Además, tenía mucha hambre.

Por la mañana nos levantamos y le ayudé a vestirse y a peinarse. Mientras se ponía su espada me dijo:

—¡Oh, no sabes, mozo, que espada es ésta! No la cambiaría ni por todo el oro del mundo.

Después salió de casa lentamente y muy recto. Echándose la capa sobre el hombro, me dijo:

—Lázaro, mientras voy a misa cuida de la casa: haz la cama y ve a por agua al río. Cierra la puerta con llave al salir, no quiero que nos roben los ladrones.

Y se fue calle arriba. Su aspecto era tan elegante que parecía alguien importante.

Yo me quedé diciendo «Quien vea a mi señor puede pensar que ha comido bien y dormido en una buena cama, ¿quién podría saber que ayer sólo comió el trozo de pan que yo le di? ¡Oh, Señor, cuántos hombres así debe de haber por el mundo! ¡Que sufren por mantener su honra!».

En estas cosas pensaba yo mientras mi amo se iba calle arriba. Entonces volví a entrar en casa, hice la cama y salí a buscar agua. Mientras me dirigía al río, vi a mi amo en una huerta. Estaba con dos mujeres en actitud romántica. Pero ellas le pidieron una invitación a comer y él empezó a dar muchas excusas. Así que, cuando las mujeres se dieron cuenta de que no tenía dinero, se marcharon.

Yo comí unas coles de la huerta como desayuno y volví a casa. Mi amo no me vio. Pensé en barrer un poco, pero no encontré escoba. Empecé a pensar qué hacer y me puse a esperar a mi amo por si traía algo de comer. Pero no apareció. Dieron las dos y vi que él no volvía. Como tenía mucha hambre, salí a pedir limosna. En aquella ciudad la gente no era muy generosa, pero yo había tenido muy buen maestro (me refiero al ciego). Así que antes de las cuatro ya había reunido bastante pan. Volviendo a casa, me dieron en el mercado una pata de vaca y unas pocas tripas cocidas.

Cuando regresé, mi amo me estaba esperando. Yo pensé que quería reñirme por llegar tarde, pero no fue así. Me preguntó de dónde venía y yo le dije:

—Señor, como vi que no regresaba, a las dos salí a pedir limosna. Y esto es lo que me han dado.

Le enseñé los panes y las tripas. Al verlos puso buena cara y dijo:

—Pues te he esperado a comer y como no venías, comí. Tú haces bien: es mejor pedir que robar. Sólo te pido que no digas que vives conmigo, por mi honra.

Me senté silenciosamente a comer y el pobre señor mío me miraba disimuladamente. Me daba lástima porque yo había sentido muchas veces lo que el sentía. Quería invitarle, pero no me atrevía porque había dicho que ya había comido. Al final se acercó y me dijo:

—Lázaro, ¡verte comer despierta el hambre a cualquiera!

Entonces le dije:

—Señor, este pan está buenísimo y la pata de vaca muy bien cocinada.

—¿Es pata de vaca?

—Sí señor.

—¡Es la mejor comida del mundo!

—Pues pruébela señor.

Se sentó a mi lado, le puse en las manos la comida y empezó a comer con ganas.

—Por Dios, lo he disfrutado mucho. ¡Parece que no haya comido nada en todo el día!

«Esa es la verdad», pensé.

Por no alargarme le diré que estuvimos viviendo así unos ocho o diez días. Él se iba por la mañana y yo salía a buscar comida. Muchas veces pensaba en mi mala suerte: me escapo de los amos malos para buscar uno mejor. Y encuentro uno que no sólo no me da de comer, sino que tengo que darle yo a él. A pesar de todo, le quería bien. Veía que no tenía nada y sentía por él más lástima que antipatía. Sólo tenía una queja: me molestaba su presunción, pero creo que es característica de su clase social.

Mi mala suerte nunca se acababa y el Ayuntamiento prohibió la entrada a la ciudad a los pobres extranjeros. Esto fue porque, debido a la mala cosecha de aquel año, no había comida para todos. Así que no me atrevía a salir a mendigar y pasamos dos o tres días sin comer nada y sin hablarnos. A mí me ayudaron unas vecinas que eran costureras y cosían gorros. Siempre me daban algo de su comida. Me daba mucha pena mi amo; me daba más pena él que yo mismo. Pasó ocho días sin comer nada, al menos en casa no comimos nada. No sé si fuera de la casa comió algo. Tampoco sé qué hacía cuando salía. Cada día le veía volver a casa muy estirado. Para proteger su honra se metía un bastoncillo en la boca como para limpiarse los restos de comida.

Siempre se quejaba de la casa diciendo:

—Esta casa nos trae mala suerte. Es oscura, triste, ya tengo ganas de que se acabe el mes para marcharnos de aquí.

Un día, no sé cómo, mi amo consiguió una moneda de un real. Llegó a casa tan contento como el hombre más rico del mundo. Me dio el dinero con una sonrisa en la cara diciendo:

—Toma Lázaro, Dios empieza a ser generoso con nosotros. Ve a la plaza y compra pan, vino y carne: ¡vamos a celebrarlo! Y además, te voy a decir para que te alegres, que he alquilado otra casa. En ésta, que es la causa de nuestra mala suerte, sólo vamos a estar hasta final de mes. ¡Esta casa está maldita! Desde que vivo aquí no he bebido una gota de vino, ni he probado un bocado de carne. No he podido descansar, sólo tiene oscuridad y tristeza. Ve al mercado y vuelve rápido, hoy vamos a comer como condes.

Cogí el real y la jarra para el vino y empecé a subir la calle muy deprisa en dirección a la plaza. Estaba muy contento y alegre. Pero no pude disfrutarlo mucho. Siempre tengo muy mala suerte y nunca me llega ninguna alegría sin una pena. Lo que pasó es que mientras subía la calle, yo pensaba en las cosas que compraría para aprovechar bien el dinero. Entonces me encontré con un entierro. Había muchos clérigos y gente, y llevaban al muerto en un ataúd. Me acerqué a la pared para dejarles espacio. Había una mujer que iba de negro y lloraba mucho porque debía de ser la mujer del muerto. Y cuando pasaron junto a mí, dijo:

—Marido mío, ¿adónde te llevan? ¡A la casa triste e infeliz! ¡A la casa triste y oscura! ¡Te llevan a la casa donde nunca comen ni beben!

Cuando oí aquellas palabras me asusté mucho y me dije: «¡Oh infeliz de mí, están llevando este muerto a mi casa!».

Me di la vuelta y pasé por en medio de la gente. Corrí muy rápido y volví a mi casa. Cuando entré, cerré la puerta con muchas prisas. Seguidamente llamé a mi amo pidiéndole ayuda para protegerme y defenderme. Y cuando llegó a la entrada me abracé a él. Mi amo estaba un poco alterado porque pensaba que pasaba algo malo.

—¿Qué pasa mozo? ¿Por qué gritas? ¿Qué te sucede? ¿Por qué cierras la puerta con tanta fuerza? —me preguntó.

—¡Señor! Venga aquí, ¡nos están trayendo un muerto a casa!

—¿Cómo es posible? —respondió él.

—Lo encontré subiendo la calle y su mujer estaba diciendo: «Marido mío, ¿adónde te llevan? ¡A la casa triste e infeliz! ¡A la casa triste y oscura! ¡Te llevan a la casa donde nunca comen ni beben!». Nos lo traen aquí señor.

Mi amo no tenía muchos motivos para estar contento. Pero al oír esto se rió tanto que se pasó un buen rato sin poder hablar. Mientras tanto, yo había cerrado la puerta con llave. También me había apoyado contra ella para defenderla mejor. Pasó el entierro y yo todavía pensaba que lo iban a meter en casa. Cuando mi amo se cansó de reír, me dijo:

—Es verdad Lázaro, por las palabras de la viuda has tenido razón al pensar que lo querían meter en casa. Pero esto no ha sucedido y ellos han seguido su camino. Así que abre y ve a buscar comida.

Finalmente él mismo abrió la puerta animándome y yo me encaminé otra vez. Aquel día comimos bien, pero yo no me tranquilicé durante tres días. Mi amo se reía mucho cada vez que recordaba aquel suceso.

Así pasaba los días con mi tercer amo. Yo tenía mucha curiosidad por saber por qué había venido mi señor a esta tierra. Un día que habíamos comido bien, me contó su historia. Me dijo que era de Castilla la Vieja. Había dejado su tierra porque un día se negó a quitarse el sombrero ante un caballero vecino suyo.

—Señor —dije yo—, lo correcto es quitarse el sombrero ante alguien más importante.

—Sí, es cierto. Él también se quitaba el sombrero ante mí, pero yo siempre me lo quitaba primero.

—Me parece señor —le dije—, que es normal saludar primero a las personas mayores y más ricas.

—Eres joven y no entiendes la importancia de la honra. La honra es la mayor riqueza para los hombres de bien. Yo soy un hidalgo y no soy tan pobre como parezco. Tengo unas casas que valdrían mucho dinero. El problema es que están derruidas y a noventa quilómetros de donde nací. También tengo un palomar. Pero también está derribado y no tiene palomas. Tengo además otras cosas que no digo. Dejé todo por los asuntos de mi honra. Vine a esta ciudad para encontrar un buen empleo, pero no ha salido como pensé. Hay trabajos, pero pagan poco y tendría que trabajar mucho.

Mientras contaba esto, entraron por la puerta un hombre y una vieja. El hombre le pidió el dinero del alquiler de la casa y la vieja el de la cama. En total eran doce o trece reales. Él les dijo que tenía que ir a la plaza a cambiar una moneda para pagarles. Les preguntó si podían volver por la tarde. Pero mi amo ya no volvió.

Ellos regresaron por la tarde y yo les dije que todavía no había vuelto. Al llegar la noche, tenía miedo de quedarme solo. Así que fui a casa de las vecinas y les conté lo que había sucedido. Ellas me dejaron dormir allí.

A la mañana siguiente, volvieron el hombre y la vieja. Les preguntaron a las vecinas por mi amo y ellas le respondieron:

—Aquí tenéis a su mozo y la llave de la puerta.

Ellos me preguntaron por él. Yo les dije que no sabía dónde estaba. Cuando oyeron esto, fueron a buscar a un alguacil . Después entraron en la casa buscando las pertenencias de mi amo para pagar su deuda. Recorrieron toda la casa y la encontraron vacía.

—¿Dónde están las propiedades de tu amo: sus arcas, tapices y muebles? —me preguntaron.

—No lo sé —respondí.

—Seguro que esta noche se lo han llevado a alguna parte —dijeron—. Señor alguacil, coja a este mozo, seguro que él sabe dónde está.

El alguacil me cogió por el cuello y me dijo:

—Muchacho, dime dónde están las pertenencias de tu amo o te llevo prisionero.

Yo tuve mucho miedo porque era la primera vez que me cogían del cuello. Me puse a llorar y le prometí decir toda la verdad.

—Señores —dije—, mi amo me contó, que tiene un solar de casas muy bueno y un palomar derribado.

—Muy bien —dijeron ellos—; ¿En qué parte de la ciudad tiene eso?

—En su tierra —dije yo—, me dijo que era de Castilla la Vieja.

Se rió mucho el alguacil.

De esta manera me dejó mi pobre tercer amo. Tuve muy mala suerte, porque normalmente es el mozo quien deja al amo. Pero en mi caso fue mi amo quien huyó de mí.