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Alicia en el País de las Maravillas (abreviado), Part 3

Part 3

Sección número 3 de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.

Esta grabación de LibriVox es de dominio público.

Grabado por Víctor Villarraza.

Sección número 3.

Cuando se vio libre de enemigos, no sintió más deseo que recobrar su primitivo tamaño.

Pero, ¿cómo?

Era tan pequeña que a su lado parecían árboles las amapolas.

Aleccionada por la experiencia, buscaba algo que comer o beber

porque esperaba que de ese modo cambiaría de tamaño como en otras ocasiones.

De pronto, se fijó en una gran seta, encima de la cual estaba sentada una oruga azul.

Muy grande, con los brazos cruzados.

Fumando tranquilamente una pipa turca, sin ocuparse de nada de lo que ocurría a su alrededor.

Alicia se decidió a hablar a la oruga para exponerle su deseo, que no era otro sino crecer.

Me gustaría ser un poquito más alta, dijo, porque no tengo más que 7 centímetros de estatura y parezco una enana.

Pues, no es mala estatura, dijo la oruga airadamente, hirviéndose al hablar.

La oruga medía también 7 centímetros y medio.

Pero no estoy acostumbrada a ser tan pequeña, imploró Alicia con tono lastimero.

Y a continuación pensó, esta gente se ofende por cualquier cosa.

Te acostumbrarás con el tiempo, dijo la oruga y siguió fumando.

Alicia esperó pacientemente, hasta que se le antojó hablar nuevamente a su extraña interlocutora.

Al cabo de un par de minutos, la oruga se quitó de la boca la pipa, bostezó un par de veces y se estiró.

Luego se bajó de la seta y echó a andar diciendo, un lado te hará crecer.

Y el otro te hará achicarte.

¿Un lado de qué? ¿Otro lado de cuál? se preguntó Alicia a sí misma.

De la seta, respondió la oruga como si la niña hubiera hablado en alta voz.

Y un momento después, desaparecía.

Alicia se quedó contemplando la seta pensativamente por espacio de un minuto,

porque no sabía qué lado serviría para crecer ni cuál para achicarse.

Por último, extendió los brazos todo lo posible y arrancó un trocito del borde con cada mano,

uno de encima y otro de abajo.

¿Cuál comeré? pensó, y mordió un poquito del trozo que tenía en la mano derecha para ver el efecto.

Un momento después sintió un violento golpe en la barbilla, se había dado con ella en los pies.

Alicia se asustó mucho ante tan brusco cambio, pero comprendió que no había tiempo que perder,

porque se estaba achicando rápidamente, y enseguida quiso comer otro trozo.

Tenía la barbilla tan pegada a los pies que apenas podía abrir la boca,

pero al fin lo consiguió y comió un poquito.

Un minuto después había crecido de tal modo que le sobresalía la cabeza sobre un mar de hojas verdes,

y estas hojas verdes eran las de los árboles que la rodeaban.

Una paloma le dio un picotazo tomándola por una serpiente,

y no era extraño porque tenía el cuello desmesuradamente largo.

Sin embargo, comiendo trocitos muy pequeños de la parte de la seta que hacía achicarse,

consiguió recobrar su estatura corriente,

pero luego, para poder entrar en la primera casa que encontró en su camino,

tuvo que comer seta de la otra mano a fin de achicarse hasta quedar de 25 centímetros de alto.

En la puerta de la casa había dos criados de librea.

Uno era un pez y otro una rana.

Ambos entregaron a Alicia invitaciones de la reina y de la duquesa para jugar al diábolo.

En aquella casa vivía la duquesa.

La duquesa era una pata,

y cuando entró Alicia había un gran alboroto

porque la duquesa y su cocinera estaban regañando porque la sopa estaba salada.

La cocinera tiró a la duquesa todo lo que tenía al alcance de la mano

y estuvo a punto de dejar chato al duquesito de un cacerolazo.

La duquesa tenía al niño en brazos y lo acariciaba ridículamente,

pero luego se lo arrojó a Alicia diciendo que lo cuidara ella si quería.

Alicia lo sacó al campo y estaba mirando a la criatura cuando se le convirtió en un cerdito.

Saltó al suelo y desapareció corriendo.

Como es pequeño está muy mono, aunque es cerdo, pensó Alicia.

Pero habrá que ver lo feo que será cuando crezca.

Alicia se sobrecogió al ver en lo alto de un árbol un gato que ya había visto en casa de la duquesa.

El gato hizo una mueca al ver a la niña, pero no era desagradable.

Sin embargo, como tenía las uñas muy largas y los dientes muy agusados,

Alicia comprendió que había que tratarle con respeto.

Señor gato, empezó a decir tímidamente porque ignoraba su nombre.

El gato hizo un gesto de agrado que tranquilizó a Alicia, la cual continuó.

¿Tiene usted la bondad de decirme qué camino hay que seguir para salir de aquí?

Eso depende principalmente del sitio a donde se quiera ir,

respondió el gato.

No tengo gran empeño en ir a ningún sitio determinado, repuso la niña.

Entonces, da lo mismo cualquier camino, dijo el gato.

La cuestión es ir a algún sitio, añadió Alicia a modo de explicación.

Oh, de eso puedes estar segura.

Todos los caminos van a alguna parte.

La cuestión es andarnos.

Alicia comprendió que no podía negarse esto y formuló otra pregunta.

¿Qué clase de gente vive por ahí? preguntó.

En esa dirección, repuso el gato señalando con una patita.

Por ahí vive un sombrerero y por allí, agregó señalando con la otra mano,

vive una liebre. Visita a cualquiera de los dos.

Ambos están locos.

Yo no quiero andar entre locos, exclamó Alicia.

Pues, no tienes más remedio.

Aquí estamos todos locos.

Yo estoy loco, tú estás loca.

¿Cómo sabe usted que estoy loca? preguntó Alicia.

Oh, si no lo estuvieses, no habrías venido aquí, repuso el gato.

Alicia no consideró acertado este razonamiento, pero se calló.

¿Has jugado hoy al diábolo con la reina? preguntó el gato.

Me hubiera gustado mucho, pero todavía no he jugado.

Allí me verás, dijo el gato y desapareció.

Alicia esperó un rato a ver si volvía a presentarse, pero no se presentó.

Y después echó a andar en dirección del sitio donde vivía la liebre, diciendo para sí.

Al sombrerero no tengo interés en verle, he visto ya muchos.

Será más interesante hablar con la liebre, aunque esté loca.

Al decir esto, alzó la cabeza y volvió a ver al gato en la copa de un árbol.

Haga usted el favor de no desaparecer y aparecer tan de pronto, porque se queda una sobrecogida, le dijo.

Perfectamente, repuso el gato, y esta vez se desvaneció lentamente,

empezando por la punta de la cola y acabando por la cabeza.

Al poco rato llegó Alicia a la vista de la casa de la liebre.

Supuso que sería aquella, porque las chimeneas tenían forma de orejas de liebre,

y el tejado estaba forrado de piel del mismo animal.

Pero la casa era tan grande que Alicia no se atrevió a acercarse

hasta después de haber comido un par de bocados del trozo de seta de la mano izquierda,

que le hizo crecer unos 60 centímetros.

Entonces avanzó, aunque tímidamente, diciendo para sí.

A ver si está loca furiosa, si es así me voy a lucir.

Siento no haber ido a casa del sombrerero.

Delante de la casa había una mesa, y estaban tomando té la liebre y el sombrerero.

Entre ambos estaba sentado un lirón durmiendo,

y sus compañeros de mesa lo utilizaban como cojín para apoyar los codos.

No deja de ser una incomodidad para el lirón, pensó Alicia.

Pero como está dormido, no lo sentirá.

La mesa era bastante grande, pero los tres estaban agrupados en un lado.

—¡No hay sitio, no hay sitio! —gritaron al ver llegar a Alicia.

—¡Ay, de sobra! —replicó Alicia indignada,

y se sentó en una butaca en un extremo de la mesa.

—¡Tome un poco de vino! —dijo la liebre con amabilidad.

Alicia miró detenidamente, pero no vio en la mesa más que té.

—No veo el vino —dijo.

—¡No hay ninguno! —repuso la liebre.

—Entonces, ¿por qué me lo ofrece? —dijo Alicia con ira.

—Es una descortesía.

—¡Tampoco es cortés sentarse a una mesa sin haber sido invitada! —replicó la liebre.

—No sabía que esta mesa era de ustedes —respondió Alicia.

—Por su tamaño, parece puesta para más de tres personas.

—Te hace falta cortarte el pelo —dijo el sombrerero.

—Había estado mirando a Alicia con curiosidad, y estas fueron sus primeras palabras.

—Eso le tiene a usted sin cuidado —repuso Alicia con serenidad.

—Es una grosería hacer observaciones personales.

Al oír esta contestación, el sombrerero abrió mucho los ojos,

pero se limitó a decir,

—¿En qué se parece un cuervo a una mesa de despacho?

—Vaya, me parece que vamos a pasar un rato divertido —pensó Alicia, y respondió en voz alta.

—Me alegro que proponga usted adivinanzas, porque me divierten mucho. Creo que acertaré.

—¿Crees que puedes contestar a la pregunta? —dijo la liebre.

—Precisamente —dijo Alicia.

—Luego, dices lo que quieres decir —continuó la liebre.

—Sí —respondió Alicia con viveza.

—Por lo menos, quiero decir lo que digo, y da lo mismo.

—No, señora, no da lo mismo —dijo el sombrerero.

—Según eso, sería lo mismo decir, yo veo lo que como, que yo como lo que veo.

Y también sería igual decir —añadió la liebre—,

me gusta lo que cojo, que cojo lo que me gusta.

—Y el lirón añadió como si hablase en sueños.

Sería igual decir, yo respiro cuando duermo, que yo duermo cuando respiro.

—Tratándose de ti, sí da lo mismo —dijo el sombrerero.

Al llegar a este punto, cesó la conversación, y todos permanecieron silenciosos un minuto,

mientras que Alicia procuraba recordar todo lo que sabía acerca de los cuervos y de las mesas de despacho,

que no era mucho.

El primero que rompió el silencio fue el sombrerero.

—¿A cuánto estamos de mes? —preguntó, encarándose con Alicia.

Al preguntar esto, había sacado del bolsillo el reloj,

y lo miraba con inquietud, sacudiéndolo de vez en cuando y acercándoselo al oído.

Alicia se quedó pensativa y repuso.

—A cuatro.

—Va mal en dos días —suspiró el sombrerero.

—Ya te decía que tu manteca no iba a sentar bien a la máquina —añadió, mirando con ira a la liebre.

—Pues es de la mejor clase —replicó tímidamente la liebre.

—Sí, pero tendría bolitas —gruñó el sombrerero.

—No debías haber puesto la manteca al reloj con el cuchillo.

La liebre cogió el reloj y lo miró apenada.

Luego lo metió en la taza de té, volvió a mirarlo y solo supo decir,

—Pues la manteca era de la mejor clase.

Alicia había estado contemplando la escena con curiosidad.

—Qué gracioso es ese reloj —dijo.

—Marca el día del mes y no dice qué hora es.

—¿Y qué tiene eso de particular? —murmuró el sombrerero.

—¿Dice tu reloj qué año es?

—Claro que no —respondió Alicia.

—Pero es porque un año dura mucho tiempo.

—Lo mismo le ocurre al mío —dijo el sombrerero.

Alicia se quedó perpleja.

El sombrerero empleaba palabras del idioma y sin embargo no le entendía.

—No le he entendido bien —dijo lo más cortésmente que pudo.

—El lirón se ha vuelto a dormir —dijo el sombrerero

y le echó un poco de té caliente en el hocico.

El lirón movió la cabeza con impaciencia y dijo sin abrir los ojos.

—Claro, claro, por eso mismo invayó a decir.

—¿Has acertado ya la adivinanza? —preguntó el sombrerero.

—No he vuelto a pensar en ella —respondió.

—¿Cuál es la solución?

—No tengo la menor idea —dijo el sombrerero.

—Ni yo tampoco —agregó la liebre.

Alicia suspiró de aburrimiento.

—Me parece que debían ustedes emplear el tiempo en cosas más útiles

que en preguntar cosas que no tienen contestación.

Eso es desperdiciar el tiempo.

—Si conocieses el tiempo tan bien como yo —replicó el sombrerero—

no dirías eso.

Es él quien se desperdicia.

—No entiendo lo que quiere usted decir.

—Lo creo —repuso el sombrerero moviendo la cabeza desdeñosamente.

—Apostaría cualquier cosa a que no has tratado nunca al tiempo.

—La profesora de solfeo me enseña a medirlo cuando estudio música.

—Eso no tiene nada que ver —replicó el sombrerero.

El tiempo no permite que le mida nadie las costillas.

Ahora, en buena armonía, se hace lo que se quiere con el reloj.

Supongamos, por ejemplo, que son las nueve de la mañana,

hora de comenzar las lecciones.

No tienes que hacer más que correr las agujas del reloj

y el tiempo se planta en la una.

¡Hora de comer!

—¡Ojalá! —murmuró la liebre.

—Eso está muy bien, pero yo no tendría gana de comer.

—Al principio tal vez no,

pero podrías tenerlo puesto en la una hasta que sintieras hambre.

—¿Es eso lo que hace usted?

—El sombrerero movió la cabeza tristemente.

—¡Yo no! —replicó.

—Estoy regañado con el tiempo desde hace unos meses.

—Desde que se volvió loca esta —dijo, señalando a la liebre con la cucharilla del té.

—La cosa ocurrió en un gran concierto que daba la sota de copas.

—¡Esposa del rey de copas! Es decir, la reina.

—Yo tenía que cantar.

—¡A la limón, a la limón, a la limón que se arrotó la fuente!

—Quizás sepas tú esta canción.

—La he cantado algunas veces —dijo Alicia.

—El lirón se estremeció y empezó a cantar dormido.

—¡A la limón, a la limón, a la limón!

—Repitiéndolo tantas veces que tuvieron que pellizcarle para que se callase.

—Pues bien —continuó el sombrerero.

—Apenas había acabado de cantar los primeros versos —vosiferó la reina.

—¡Está matando el tiempo! ¡Cortadle la cabeza!

—Y desde entonces —prosiguió el sombrerero con tono triste.

—El tiempo no quiere hacer nada de lo que le pido.

—Para mí son siempre las cinco.

—Alicia tuvo una idea luminosa.

—La hora del té —dijo.

—¿Por eso tiene usted puesto siempre el servicio del té?

—Precisamente —respondió el sombrerero suspirando.

—Como siempre es la hora de tomar el té.

—No hay ni un momento libre para fregar los cacharros.

—Lo único que podemos hacer es cambiar de sitio en la mesa y por eso es tan grande.

—Hablemos de otra cosa —interrumpió la liebre bostezando.

—Propongo que esta señorita nos cuente un cuento.

—No sé ninguno —replicó Alicia bastante alarmada ante semejante proposición.

—Entonces que lo cuente el lirón —exclamaron ambos.

—Despierta, lirón —le pechizcaron.

—El lirón abrió los ojos perezosamente.

—No estaba dormido —dijo con voz ronca y apagada.

—He oído todo lo que hablabais.

—¡Cuéntanos un cuento! —dijo la liebre.

—Y cuéntalo pronto, no sea que te vuelvas a dormir —añadió el sombrerero.

—Pues, señor —comenzó a decir el lirón con mucha precipitación.

—Estas eran tres hermanitas que se llamaban Luisa, Elisa y Felisa.

Y vivían en el fondo de un pozo.

—¿De qué vivían? —preguntó Alicia, que siempre se interesaba mucho por las cuestiones de comer y beber.

—No comían más que miel —dijo el lirón después de pensarlo un par de minutos.

—Eso no puede ser —replicó Alicia.

—Se habrían puesto malas.

—Y lo estaban —dijo el lirón.

—Estaban malísimas.

—¿Y por qué vivían en el fondo de un pozo? —preguntó Alicia.

—¡Toma más té! —dijo solícitamente la liebre a Alicia.

—No he tomado nada todavía, de modo que no puedo tomar más.

—Repuso la niña algo picada.

—¡Dirás que no puedes tomar menos! —replicó el sombrerero.

—Es más fácil tomar más que nada.

—Nadie le ha pedido su opinión —dijo Alicia.

—¿Quién hace observaciones personales ahora? —preguntó el sombrerero triunfalmente.

Sin saber qué contestar, Alicia se sirvió un poco de té y manteca

y encarándose con el lirón repitió su pregunta.

—¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?

El lirón estuvo pensando un par de minutos y contestó al fin.

—El pozo era de miel.

—No hay pozos de esa clase.

Comenzó a replicar airadamente Alicia.

Pero el sombrerero y la liebre le hicieron señas de que se callasen

y el lirón continuó malhumorado.

—Si no sabes ser cortés, más vale que acabes tú de contar el cuento.

—No, no, siga usted —repuso Alicia con humildad.

—No volveré a interrumpirle. Quizás haya alguno.

—Sí, señora, hay uno —dijo el lirón indignado.

—Necesito una taza limpia —interrumpió el sombrerero.

—Corramos los puestos.

Al decir esto, se corrió un poco más allá.

El lirón le siguió.

La liebre ocupó el sitio del lirón

y Alicia, aunque de mala gana, ocupó el puesto de la liebre.

El sombrerero era el único que había ganado algo con el cambio.

Alicia salió perdiendo porque la liebre acababa de verter el jarrito de la leche en su plato.

Bostezando y frotándose los ojos, el lirón continuó.

Las tres hermanitas estaban aprendiendo a dibujar,

pero solo dibujaban cosas cuyo nombre empezaba con H o con V.

—¿Y por qué con H o con V? —preguntó Alicia.

—¿A ti qué te importa? —respondió la liebre.

Alicia se quedó silenciosa.

Mientras tanto, el lirón había cerrado los ojos y estaba dormitando,

pero el sombrerero le tiró un pellizco

y lanzando un chillido prosiguió el dormilón animal.

—Cosas con H o con V,

y por lo tanto dibujaban burros, viverones, armarios, erizos, etc., etc.

—No siga usted con los etc.

Ni burro ni viverón se escriben con V,

ni armario ni erizo se escriben con H —dijo Alicia, molestada por la ignorancia del lirón.

—Pues ellas lo escribían así.

—¿Y por qué? —preguntó Alicia.

—Porque... les daba la gana —respondió rotundamente el lirón.

—Vaya una manera de contestar —protestó la niña.

—¡A callar! —ordenó el sombrerero.

Alicia no pudo aguantar más y se retiró de la reunión.

El lirón se quedó dormido instantáneamente

y los demás no notaron siquiera la ausencia de Alicia,

aunque ésta volvió dos veces la cabeza por si la llamaban.

La última vez que los vio, estaban queriendo meter al lirón en la tetera.

Bien decía el gato.

Están rematadamente locos.

Subtítulos realizados por la comunidad de Amara.org


Part 3 Part 3 Troisième partie

Sección número 3 de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.

Esta grabación de LibriVox es de dominio público.

Grabado por Víctor Villarraza.

Sección número 3.

Cuando se vio libre de enemigos, no sintió más deseo que recobrar su primitivo tamaño.

Pero, ¿cómo?

Era tan pequeña que a su lado parecían árboles las amapolas.

Aleccionada por la experiencia, buscaba algo que comer o beber

porque esperaba que de ese modo cambiaría de tamaño como en otras ocasiones.

De pronto, se fijó en una gran seta, encima de la cual estaba sentada una oruga azul.

Muy grande, con los brazos cruzados.

Fumando tranquilamente una pipa turca, sin ocuparse de nada de lo que ocurría a su alrededor.

Alicia se decidió a hablar a la oruga para exponerle su deseo, que no era otro sino crecer.

Me gustaría ser un poquito más alta, dijo, porque no tengo más que 7 centímetros de estatura y parezco una enana.

Pues, no es mala estatura, dijo la oruga airadamente, hirviéndose al hablar.

La oruga medía también 7 centímetros y medio.

Pero no estoy acostumbrada a ser tan pequeña, imploró Alicia con tono lastimero.

Y a continuación pensó, esta gente se ofende por cualquier cosa.

Te acostumbrarás con el tiempo, dijo la oruga y siguió fumando.

Alicia esperó pacientemente, hasta que se le antojó hablar nuevamente a su extraña interlocutora.

Al cabo de un par de minutos, la oruga se quitó de la boca la pipa, bostezó un par de veces y se estiró.

Luego se bajó de la seta y echó a andar diciendo, un lado te hará crecer.

Y el otro te hará achicarte.

¿Un lado de qué? ¿Otro lado de cuál? se preguntó Alicia a sí misma.

De la seta, respondió la oruga como si la niña hubiera hablado en alta voz.

Y un momento después, desaparecía.

Alicia se quedó contemplando la seta pensativamente por espacio de un minuto,

porque no sabía qué lado serviría para crecer ni cuál para achicarse.

Por último, extendió los brazos todo lo posible y arrancó un trocito del borde con cada mano,

uno de encima y otro de abajo.

¿Cuál comeré? pensó, y mordió un poquito del trozo que tenía en la mano derecha para ver el efecto.

Un momento después sintió un violento golpe en la barbilla, se había dado con ella en los pies.

Alicia se asustó mucho ante tan brusco cambio, pero comprendió que no había tiempo que perder,

porque se estaba achicando rápidamente, y enseguida quiso comer otro trozo.

Tenía la barbilla tan pegada a los pies que apenas podía abrir la boca,

pero al fin lo consiguió y comió un poquito.

Un minuto después había crecido de tal modo que le sobresalía la cabeza sobre un mar de hojas verdes,

y estas hojas verdes eran las de los árboles que la rodeaban.

Una paloma le dio un picotazo tomándola por una serpiente,

y no era extraño porque tenía el cuello desmesuradamente largo.

Sin embargo, comiendo trocitos muy pequeños de la parte de la seta que hacía achicarse,

consiguió recobrar su estatura corriente,

pero luego, para poder entrar en la primera casa que encontró en su camino,

tuvo que comer seta de la otra mano a fin de achicarse hasta quedar de 25 centímetros de alto.

En la puerta de la casa había dos criados de librea.

Uno era un pez y otro una rana.

Ambos entregaron a Alicia invitaciones de la reina y de la duquesa para jugar al diábolo.

En aquella casa vivía la duquesa.

La duquesa era una pata,

y cuando entró Alicia había un gran alboroto

porque la duquesa y su cocinera estaban regañando porque la sopa estaba salada.

La cocinera tiró a la duquesa todo lo que tenía al alcance de la mano

y estuvo a punto de dejar chato al duquesito de un cacerolazo.

La duquesa tenía al niño en brazos y lo acariciaba ridículamente,

pero luego se lo arrojó a Alicia diciendo que lo cuidara ella si quería.

Alicia lo sacó al campo y estaba mirando a la criatura cuando se le convirtió en un cerdito.

Saltó al suelo y desapareció corriendo.

Como es pequeño está muy mono, aunque es cerdo, pensó Alicia.

Pero habrá que ver lo feo que será cuando crezca.

Alicia se sobrecogió al ver en lo alto de un árbol un gato que ya había visto en casa de la duquesa.

El gato hizo una mueca al ver a la niña, pero no era desagradable.

Sin embargo, como tenía las uñas muy largas y los dientes muy agusados,

Alicia comprendió que había que tratarle con respeto.

Señor gato, empezó a decir tímidamente porque ignoraba su nombre.

El gato hizo un gesto de agrado que tranquilizó a Alicia, la cual continuó.

¿Tiene usted la bondad de decirme qué camino hay que seguir para salir de aquí?

Eso depende principalmente del sitio a donde se quiera ir,

respondió el gato.

No tengo gran empeño en ir a ningún sitio determinado, repuso la niña.

Entonces, da lo mismo cualquier camino, dijo el gato.

La cuestión es ir a algún sitio, añadió Alicia a modo de explicación.

Oh, de eso puedes estar segura.

Todos los caminos van a alguna parte.

La cuestión es andarnos.

Alicia comprendió que no podía negarse esto y formuló otra pregunta.

¿Qué clase de gente vive por ahí? preguntó.

En esa dirección, repuso el gato señalando con una patita.

Por ahí vive un sombrerero y por allí, agregó señalando con la otra mano,

vive una liebre. Visita a cualquiera de los dos.

Ambos están locos.

Yo no quiero andar entre locos, exclamó Alicia.

Pues, no tienes más remedio.

Aquí estamos todos locos.

Yo estoy loco, tú estás loca.

¿Cómo sabe usted que estoy loca? preguntó Alicia.

Oh, si no lo estuvieses, no habrías venido aquí, repuso el gato.

Alicia no consideró acertado este razonamiento, pero se calló.

¿Has jugado hoy al diábolo con la reina? preguntó el gato.

Me hubiera gustado mucho, pero todavía no he jugado.

Allí me verás, dijo el gato y desapareció.

Alicia esperó un rato a ver si volvía a presentarse, pero no se presentó.

Y después echó a andar en dirección del sitio donde vivía la liebre, diciendo para sí.

Al sombrerero no tengo interés en verle, he visto ya muchos.

Será más interesante hablar con la liebre, aunque esté loca.

Al decir esto, alzó la cabeza y volvió a ver al gato en la copa de un árbol.

Haga usted el favor de no desaparecer y aparecer tan de pronto, porque se queda una sobrecogida, le dijo.

Perfectamente, repuso el gato, y esta vez se desvaneció lentamente,

empezando por la punta de la cola y acabando por la cabeza.

Al poco rato llegó Alicia a la vista de la casa de la liebre.

Supuso que sería aquella, porque las chimeneas tenían forma de orejas de liebre,

y el tejado estaba forrado de piel del mismo animal.

Pero la casa era tan grande que Alicia no se atrevió a acercarse

hasta después de haber comido un par de bocados del trozo de seta de la mano izquierda,

que le hizo crecer unos 60 centímetros.

Entonces avanzó, aunque tímidamente, diciendo para sí.

A ver si está loca furiosa, si es así me voy a lucir.

Siento no haber ido a casa del sombrerero.

Delante de la casa había una mesa, y estaban tomando té la liebre y el sombrerero.

Entre ambos estaba sentado un lirón durmiendo,

y sus compañeros de mesa lo utilizaban como cojín para apoyar los codos.

No deja de ser una incomodidad para el lirón, pensó Alicia.

Pero como está dormido, no lo sentirá.

La mesa era bastante grande, pero los tres estaban agrupados en un lado.

—¡No hay sitio, no hay sitio! —gritaron al ver llegar a Alicia.

—¡Ay, de sobra! —replicó Alicia indignada,

y se sentó en una butaca en un extremo de la mesa.

—¡Tome un poco de vino! —dijo la liebre con amabilidad.

Alicia miró detenidamente, pero no vio en la mesa más que té.

—No veo el vino —dijo.

—¡No hay ninguno! —repuso la liebre.

—Entonces, ¿por qué me lo ofrece? —dijo Alicia con ira.

—Es una descortesía.

—¡Tampoco es cortés sentarse a una mesa sin haber sido invitada! —replicó la liebre.

—No sabía que esta mesa era de ustedes —respondió Alicia.

—Por su tamaño, parece puesta para más de tres personas.

—Te hace falta cortarte el pelo —dijo el sombrerero.

—Había estado mirando a Alicia con curiosidad, y estas fueron sus primeras palabras.

—Eso le tiene a usted sin cuidado —repuso Alicia con serenidad.

—Es una grosería hacer observaciones personales.

Al oír esta contestación, el sombrerero abrió mucho los ojos,

pero se limitó a decir,

—¿En qué se parece un cuervo a una mesa de despacho?

—Vaya, me parece que vamos a pasar un rato divertido —pensó Alicia, y respondió en voz alta.

—Me alegro que proponga usted adivinanzas, porque me divierten mucho. Creo que acertaré.

—¿Crees que puedes contestar a la pregunta? —dijo la liebre.

—Precisamente —dijo Alicia.

—Luego, dices lo que quieres decir —continuó la liebre.

—Sí —respondió Alicia con viveza.

—Por lo menos, quiero decir lo que digo, y da lo mismo.

—No, señora, no da lo mismo —dijo el sombrerero.

—Según eso, sería lo mismo decir, yo veo lo que como, que yo como lo que veo.

Y también sería igual decir —añadió la liebre—,

me gusta lo que cojo, que cojo lo que me gusta.

—Y el lirón añadió como si hablase en sueños.

Sería igual decir, yo respiro cuando duermo, que yo duermo cuando respiro.

—Tratándose de ti, sí da lo mismo —dijo el sombrerero.

Al llegar a este punto, cesó la conversación, y todos permanecieron silenciosos un minuto,

mientras que Alicia procuraba recordar todo lo que sabía acerca de los cuervos y de las mesas de despacho,

que no era mucho.

El primero que rompió el silencio fue el sombrerero.

—¿A cuánto estamos de mes? —preguntó, encarándose con Alicia.

Al preguntar esto, había sacado del bolsillo el reloj,

y lo miraba con inquietud, sacudiéndolo de vez en cuando y acercándoselo al oído.

Alicia se quedó pensativa y repuso.

—A cuatro.

—Va mal en dos días —suspiró el sombrerero.

—Ya te decía que tu manteca no iba a sentar bien a la máquina —añadió, mirando con ira a la liebre.

—Pues es de la mejor clase —replicó tímidamente la liebre.

—Sí, pero tendría bolitas —gruñó el sombrerero.

—No debías haber puesto la manteca al reloj con el cuchillo.

La liebre cogió el reloj y lo miró apenada.

Luego lo metió en la taza de té, volvió a mirarlo y solo supo decir,

—Pues la manteca era de la mejor clase.

Alicia había estado contemplando la escena con curiosidad.

—Qué gracioso es ese reloj —dijo.

—Marca el día del mes y no dice qué hora es.

—¿Y qué tiene eso de particular? —murmuró el sombrerero.

—¿Dice tu reloj qué año es?

—Claro que no —respondió Alicia.

—Pero es porque un año dura mucho tiempo.

—Lo mismo le ocurre al mío —dijo el sombrerero.

Alicia se quedó perpleja.

El sombrerero empleaba palabras del idioma y sin embargo no le entendía.

—No le he entendido bien —dijo lo más cortésmente que pudo.

—El lirón se ha vuelto a dormir —dijo el sombrerero

y le echó un poco de té caliente en el hocico.

El lirón movió la cabeza con impaciencia y dijo sin abrir los ojos.

—Claro, claro, por eso mismo invayó a decir.

—¿Has acertado ya la adivinanza? —preguntó el sombrerero.

—No he vuelto a pensar en ella —respondió.

—¿Cuál es la solución?

—No tengo la menor idea —dijo el sombrerero.

—Ni yo tampoco —agregó la liebre.

Alicia suspiró de aburrimiento.

—Me parece que debían ustedes emplear el tiempo en cosas más útiles

que en preguntar cosas que no tienen contestación.

Eso es desperdiciar el tiempo.

—Si conocieses el tiempo tan bien como yo —replicó el sombrerero—

no dirías eso.

Es él quien se desperdicia.

—No entiendo lo que quiere usted decir.

—Lo creo —repuso el sombrerero moviendo la cabeza desdeñosamente.

—Apostaría cualquier cosa a que no has tratado nunca al tiempo.

—La profesora de solfeo me enseña a medirlo cuando estudio música.

—Eso no tiene nada que ver —replicó el sombrerero.

El tiempo no permite que le mida nadie las costillas.

Ahora, en buena armonía, se hace lo que se quiere con el reloj.

Supongamos, por ejemplo, que son las nueve de la mañana,

hora de comenzar las lecciones.

No tienes que hacer más que correr las agujas del reloj

y el tiempo se planta en la una.

¡Hora de comer!

—¡Ojalá! —murmuró la liebre.

—Eso está muy bien, pero yo no tendría gana de comer.

—Al principio tal vez no,

pero podrías tenerlo puesto en la una hasta que sintieras hambre.

—¿Es eso lo que hace usted?

—El sombrerero movió la cabeza tristemente.

—¡Yo no! —replicó.

—Estoy regañado con el tiempo desde hace unos meses.

—Desde que se volvió loca esta —dijo, señalando a la liebre con la cucharilla del té.

—La cosa ocurrió en un gran concierto que daba la sota de copas.

—¡Esposa del rey de copas! Es decir, la reina.

—Yo tenía que cantar.

—¡A la limón, a la limón, a la limón que se arrotó la fuente!

—Quizás sepas tú esta canción.

—La he cantado algunas veces —dijo Alicia.

—El lirón se estremeció y empezó a cantar dormido.

—¡A la limón, a la limón, a la limón!

—Repitiéndolo tantas veces que tuvieron que pellizcarle para que se callase.

—Pues bien —continuó el sombrerero.

—Apenas había acabado de cantar los primeros versos —vosiferó la reina.

—¡Está matando el tiempo! ¡Cortadle la cabeza!

—Y desde entonces —prosiguió el sombrerero con tono triste.

—El tiempo no quiere hacer nada de lo que le pido.

—Para mí son siempre las cinco.

—Alicia tuvo una idea luminosa.

—La hora del té —dijo.

—¿Por eso tiene usted puesto siempre el servicio del té?

—Precisamente —respondió el sombrerero suspirando.

—Como siempre es la hora de tomar el té.

—No hay ni un momento libre para fregar los cacharros.

—Lo único que podemos hacer es cambiar de sitio en la mesa y por eso es tan grande.

—Hablemos de otra cosa —interrumpió la liebre bostezando.

—Propongo que esta señorita nos cuente un cuento.

—No sé ninguno —replicó Alicia bastante alarmada ante semejante proposición.

—Entonces que lo cuente el lirón —exclamaron ambos.

—Despierta, lirón —le pechizcaron.

—El lirón abrió los ojos perezosamente.

—No estaba dormido —dijo con voz ronca y apagada.

—He oído todo lo que hablabais.

—¡Cuéntanos un cuento! —dijo la liebre.

—Y cuéntalo pronto, no sea que te vuelvas a dormir —añadió el sombrerero.

—Pues, señor —comenzó a decir el lirón con mucha precipitación.

—Estas eran tres hermanitas que se llamaban Luisa, Elisa y Felisa.

Y vivían en el fondo de un pozo.

—¿De qué vivían? —preguntó Alicia, que siempre se interesaba mucho por las cuestiones de comer y beber.

—No comían más que miel —dijo el lirón después de pensarlo un par de minutos.

—Eso no puede ser —replicó Alicia.

—Se habrían puesto malas.

—Y lo estaban —dijo el lirón.

—Estaban malísimas.

—¿Y por qué vivían en el fondo de un pozo? —preguntó Alicia.

—¡Toma más té! —dijo solícitamente la liebre a Alicia.

—No he tomado nada todavía, de modo que no puedo tomar más.

—Repuso la niña algo picada.

—¡Dirás que no puedes tomar menos! —replicó el sombrerero.

—Es más fácil tomar más que nada.

—Nadie le ha pedido su opinión —dijo Alicia.

—¿Quién hace observaciones personales ahora? —preguntó el sombrerero triunfalmente.

Sin saber qué contestar, Alicia se sirvió un poco de té y manteca

y encarándose con el lirón repitió su pregunta.

—¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?

El lirón estuvo pensando un par de minutos y contestó al fin.

—El pozo era de miel.

—No hay pozos de esa clase.

Comenzó a replicar airadamente Alicia.

Pero el sombrerero y la liebre le hicieron señas de que se callasen

y el lirón continuó malhumorado.

—Si no sabes ser cortés, más vale que acabes tú de contar el cuento.

—No, no, siga usted —repuso Alicia con humildad.

—No volveré a interrumpirle. Quizás haya alguno.

—Sí, señora, hay uno —dijo el lirón indignado.

—Necesito una taza limpia —interrumpió el sombrerero.

—Corramos los puestos.

Al decir esto, se corrió un poco más allá.

El lirón le siguió.

La liebre ocupó el sitio del lirón

y Alicia, aunque de mala gana, ocupó el puesto de la liebre.

El sombrerero era el único que había ganado algo con el cambio.

Alicia salió perdiendo porque la liebre acababa de verter el jarrito de la leche en su plato.

Bostezando y frotándose los ojos, el lirón continuó.

Las tres hermanitas estaban aprendiendo a dibujar,

pero solo dibujaban cosas cuyo nombre empezaba con H o con V.

—¿Y por qué con H o con V? —preguntó Alicia.

—¿A ti qué te importa? —respondió la liebre.

Alicia se quedó silenciosa.

Mientras tanto, el lirón había cerrado los ojos y estaba dormitando,

pero el sombrerero le tiró un pellizco

y lanzando un chillido prosiguió el dormilón animal.

—Cosas con H o con V,

y por lo tanto dibujaban burros, viverones, armarios, erizos, etc., etc.

—No siga usted con los etc.

Ni burro ni viverón se escriben con V,

ni armario ni erizo se escriben con H —dijo Alicia, molestada por la ignorancia del lirón.

—Pues ellas lo escribían así.

—¿Y por qué? —preguntó Alicia.

—Porque... les daba la gana —respondió rotundamente el lirón.

—Vaya una manera de contestar —protestó la niña.

—¡A callar! —ordenó el sombrerero.

Alicia no pudo aguantar más y se retiró de la reunión.

El lirón se quedó dormido instantáneamente

y los demás no notaron siquiera la ausencia de Alicia,

aunque ésta volvió dos veces la cabeza por si la llamaban.

La última vez que los vio, estaban queriendo meter al lirón en la tetera.

Bien decía el gato.

Están rematadamente locos.

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