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Sherlock Holmes - El misterio del valle Boscombe, El misterio del valle Boscombe - 08

El misterio del valle Boscombe - 08

El aspecto del recién llegado era extraño e impresionante. Su paso lento y desigual y sus encorvados hombros le daban la apariencia de la decrepitud, pero sus facciones duras, profundamente delineadas y muy pronunciadas, sus enormes extremidades, mostraban que poseía una excepcional fuerza de cuerpo y de carácter. Su enmarañada barba, sus rudos cabellos y sus abultadas y caídas cejas se combinaban para darle una expresión de dignidad y de poder; pero el color de su cara era blanco ceniciento, y sus labios y los rincones de las ventanillas de la nariz tenían un sombra azul que me hicieron ver claro que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.

—Sírvase usted sentarse en el sofá—le dijo Holmes con amabilidad.—Recibió usted mi esquela?

—Si; el guardabosque me la llevó. Dice usted que desea verme aquí para evitar el escándalo.

—He creído que la gente hablaría si yo fuera a casa de usted.

—Y ¿para qué deseaba usted verme?

El hombre miró a mi compañero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta hubiera sido ya contestada.

—Sí—dijo Holmes, contestando a la mirada más bien que a las palabras. Eso es. Sé todo lo de Mc Carthy.

El anciano se cubrió la cara con las manos.

—¡Dios me asista!—exclamó.—Pero yo no habría dejado que el joven sufriera el menor daño. Doy a usted mi palabra de que, si el asunto hubiera ido a los Assises, yo me habría presentado a decir la verdad.

—Me complace oír a usted decir eso—dijo Holmes, gravemente.

—Ya habría hablado, a no haber sido por mi querida hija. Eso habría destrozado su corazón… como se lo destrozará la noticia de que he sido arrestado.

—La cosa no llegará a ese extremo—dijo Holmes.

—¡Qué!

—Yo no soy agente oficial. La hija de usted fue quien solicitó mi presencia aquí, y lo que hago es en su interés. Sin embargo, hay que sacar del paso al joven Mc Carthy.

—Yo estoy casi moribundo—dijo el anciano Turner.—Hace años que padezco de diabetes, y mi médico dice que mi muerte es cuestión de un mes, a lo sumo. No obstante, preferiría morir bajo mi techo, a morir en una cárcel.

Holmes se levantó y se sentó delante de la mesa con una pluma en la mano y un paquete de papeles por delante.

—Díganos usted ahora la verdad—dijo;—yo tomaré nota de los hechos, usted firmará la nota y el señor Watson la certificará como testigo. Después, en la última extremidad, yo presentaré la confesión de usted para salvar al joven Mc Carthy. Prometo a usted que no la usaré sino cuando sea absolutamente necesario.

—Eso me basta—contestó el anciano;—porque es fácil que yo viva hasta los Assises. La cosa no tiene importancia para mí, pero yo querría ahorrar el golpe a mi hija. Ahora, voy a explicarlo a usted todo: los hechos han ocupado un largo tiempo, pero su relato será corto.

«Usted no conoció al muerto, a Mc Carthy: era el diablo en figura humana. Yo se lo digo a usted: que Dios lo libre de las garras de un hombre como ese. Su mano ha pesado sobre mi durante los últimos veinte años, mi vida ha naufragado bajo su peso. Voy a decir a usted primero cómo caí en su poder.

»Fue en los primeros años siguientes a 1860, en las minas. Era yo entonces un joven de sangre ardiente y atrevido, listo para cualquier cosa. Encontré malas compañías, me di a la bebida, no tuve suerte en mi yacimiento, me fui a los bosques y, en una palabra, me convertí en lo que aquí se llamaría un bandolero. Eramos seis compañeros, y llevábamos una vida la más libre, saqueando una estación de vez en cuando, y deteniendo en los caminos a los carros que iban a las minas. El negro Juanón de Ballarat fue el nombre que adopté, y a nuestro grupo se le recuerda aún en la colonia como a la Pandilla de Ballarat.

»Un día pasaba un convoy de oro, de Ballarat a Melbourne, y nosotros nos pusimos en acecho y lo atacamos. Los soldados de la escolta eran seis y nosotros seis, de manera que la acción era arriesgada; pero, a la primera descarga, dejamos sin jinete a cuatro de los caballos de tropa. Sin embargo, antes de que quedáramos dueños del campo, habían sido muertos tres de mis compañeros. Yo puse mi pistola en la cabeza del carrero, el cual era este mismo Mc Carthy.

¡Ojalá lo hubiera muerto! pero lo dejé con vida, a pesar de que ví sus ojillos malvados fijos en mi cara, como para acordarse de cada uno de mis rasgos. Nos escapamos con el oro, fuimos ricos, y nos embarcamos para Inglaterra sin que se sospechara de nosotros. Al llegar a tierra inglesa me separé de mis antiguos camaradas, resuelto a retirarme a una vida tranquila y honrada. Compré esta propiedad, que estaba en venta, y empecé a hacer con mi dinero algún bien, para honrar en algo la manera como lo había ganado. Me casé, y mi mujer murió joven, pero me dejo a mi querida Elisita. Desde que era pequeñita, su cariñosa mano parecía guiarme al camino recto con más firmeza que en ninguna otra cosa en mi vida entera. En una palabra, volví una nueva página, e hice cuanto pude para cancelar lo pasado. Todo iba bien cuando Mc Carthy puso su garra sobre mí.

«Había ido un día a la ciudad por un negocio, y lo encontré en la calle Regote, apenas vestido y calzado.

—¿«Aquí estamos, Juanon—me dijo tocándome el brazo:—seremos tan buenos para contigo como si fuéramos tu propia familia. Somos dos, mi hijo y yo, bien puedes mantenernos a los dos. Si no… Inglaterra es un lindo país, donde la ley no falta, y siempre tiene uno un agente de policía al alcance de su voz.

»Y vinieron aquí al oeste, y no hubo manera de desprenderse de ellos, y aquí han vivido desde entonces, gratis y en lo mejor de mis tierras. No había para mi descanso, ni tranquilidad, ni olvido. Hacia donde quiera que volviese la cara, me encontraba con su adusto ceño junto a mí. La situación empeoró cuando Alice creció, porque el hombre vió que yo temía más que ella conociera mi pasado, que a caer en manos de la policía. Lo que se le antojaba era necesario que yo se lo diera y todo se lo daba sin protestar: tierras, dinero, casas, hasta que por fin me pidió lo que yo no podía darle; me pidió a Alice.

«Su hijo, como ustedes ven, había crecido, y había crecido mi hija, y como se sabia que yo estaba mal de salud era para Mc Carthy un buen golpe el que su hijo entrara en posesión de la propiedad entera. Pero en este punto me mantuve firme: estaba resuelto a que su maldita sangre no se mezclara con la mía, no porque el mozo me fuera antipático, sino porque en sus venas corría la sangre de su padre, y eso me bastaba. Me sostuve en mi terreno; Mc Carthy me amenazó; yo le desafié a que hiciera lo que quisiera. Para hablar del asunto teníamos que vernos en la laguna, a mitad del camino de nuestras casas.

«Cuando llegué lo encontré hablando con su hijo. Me puse a fumar un cigarro y a esperar que estuviera solo. Pero a medida que escuchaba lo que hablaba, todo lo que había de negro y malo en mi parecía subirme a la cabeza. Exigía a su hijo que se casara con mi hija, con tan poca consideración de lo que ella pudiera pensar, como si se tratara de una vagabunda de las calles. La idea de que lo que yo tenia de más querido en el mundo estuviera en poder de un hombre como ese, me enloqueció. No me sería posible romper la cadena? Yo estaba moribundo y desesperado: aunque todavía mi cerebro pensaba con claridad y mis miembros tenían vigor, sabía que mi suerte estaba echada. Pero mi memoria y mi hija! Ambas podían salvarse si yo conseguía sólo acallar esa infame lengua. Lo hice, señor Holmes; lo haría otra vez. He pecado mucho, muchísimo, pero he llevado después una vida de martirio en que he purgado mis culpas, y la idea de que mi hija pudiera ser salpicada por el lodo de mi pasado, era más de lo que yo podía sufrir. Lo aplasté con no mayor compasión que la que habría tenido si hubiera sido un insecto venenoso y traidor. Su grito hizo que su hijo volviera, pero yo me oculté en la arboleda, aunque me vi obligado a regresar para recoger mi gabán que había dejado caer en mi fuga. Esta es, señores, la verdadera historia de lo que ha ocurrido.»

—No me corresponde a mí juzgar a usted,—dijo Holmes, al firmar el anciano su declaración;—y, hago votos porque nunca nos veamos expuestos a semejante tentación.

—Que nunca suceda tal cosa, señor. Y ¿qué piensa usted hacer?

—Por el estado de la salud de usted, nada. Usted sabe que pronto tendrá que responder de lo que ha hecho ante un tribunal más alto que la corte de Assises. Guardaré esta confesión, y si la corte condena a Mc Carthy, tendré que usarla. Si no, jamás la verá ser viviente, y el secreto de usted, viva usted ó esté muerto, estará en plena seguridad en nuestro poder.

—¡Adiós, entonces!—dijo el anciano, solemnemente.—Cuando llegue a ustedes la última hora, el lecho de muerte les será más llevadero el recordar la paz que me han proporcionado ahora que estoy yo en el mío.

Y salió lentamente del cuarto, su gigantesco cuerpo vacilante y tembloroso.

—¡Dios nos asista!—dijo Holmes, después de un largo silencio.—¿Por qué tiende la suerte tan tremendos lazos a los pobres e impotentes gusanos? Nunca que sé algo de esta naturaleza, dejo de pensar en las palabras de Baxter y decir: «Allí, si no fuera por la gracia de Dios, estaría Sherlock Holmes.»

Santiago Mc Carthy fue absuelto en la corte de Assises, gracias a un número de objeciones que habían sido formuladas por Holmes y presentadas por el abogado defensor. El viejo Turner vivió hasta siete meses después de su entrevista con nosotros. Ahora está muerto, y todo indica que el hijo del uno y la hija del otro se unirán para vivir felices, ignorantes de la nube negra que se cierne sobre su pasado.

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