El misterio del valle Boscombe - 04
Eran casi las cuatro cuando por fin, después de haber atravesado el hermoso valle Stroud y haber pasado por sobre el ancho y ruinoso Severo, nos encontramos en la linda aldehuela de Ross. Un hombre flaco y con cara de hurón, de mirada furtiva y aspecto socarrón, nos esperaba en el andén. A despecho del guardapolvo habano claro y de las polainas de cuero que llevaba por respeto al rústico paraje, no me fue difícil reconocer a Lestrade, el inspector de la oficina central de policía. Con él nos dirigimos en un coche a «Las armas de Hereford», donde ya había sido tomado un cuarto para nosotros.
—He pedido ya un carruaje—dijo Lestrade cuando nos sentábamos a tomar una taza de té.—Conozco la naturaleza activa de usted, y sabía que no estaría usted contento hasta verse en el lugar del crimen.
—Es usted muy amable y le agradezco el cumplimiento—contestó Holmes.—La cuestión no es más que de presión barométrica.
Lestrade le miró con asombro.
—No comprendo…—dijo.
—¿Cuántos grados hay? Veo que veintinueve. Ni viento, ni una nube en el cielo. Tengo aquí una caja de cigarros llena, que convida a fumar, y este sofá es muy superior a los horrores que se acostumbran en los hoteles de campo. No creo probable que tenga que usar el carruaje esta noche.
Lestrade se rió indulgentemente.
—Usted se ha formado ya sus conclusiones por lo que dicen los periódicos—dijo.—El caso es tan claro como el día y mientras más entra uno en él, más claro aparece. Pero, con todo, yo no podía seguramente negarme a lo que me pedía una dama como esa: había oído hablar de usted y quería conocer la opinión de usted, aunque yo la dije que nada de lo que podía usted hacer no hubiera sido hecho ya por mí. Pero bendito Dios! Ahí está su coche en la puerta.
No bien había terminado de hablar, se precipitó en el cuarto una de las mujeres más adorables que he visto en mi vida. El brillo de sus ojos color de violeta, sus labios entreabiertos, el rojo color que animaba sus mejillas, todo indicaba que su natural reserva se había desvanecido en la dominante sobreexcitación que la impulsaba.
—¡Oh, señor Sherlock Holmes!—exclamó, pasando la mirada del uno al otro de nosotros dos y, por último, con la intuición rápida de la mujer, fijándola en mi compañero:—¡tengo tanto gusto de que haya venido usted! He venido hasta aquí para decírselo. Estoy segura de que Santiago no es culpable, lo sé positivamente, y deseo que usted, al empezar su labor, tenga la misma convicción. No abrigue usted la menor duda sobre ese punto. Santiago y yo nos conocemos desde que éramos pequeñuelos, y conozco sus defectos como nadie, pero es demasiado sensible de corazón para hacer daño ni a una mosca. Semejante acusación es absurda en la opinión de cualquiera que lo conozca.
—Espero que lo salvaremos, señorita Turner—dijo Sherlock Holmes;—puede usted contar con que haré cuanto pueda.
—Pero usted ha leído la investigación. ¿Ha llegado usted a alguna conclusión? ¿Ve usted algo, alguna escapatoria, algún resquicio no lo cree usted inocente?
—Lo creo muy probable.
—¡Ya ve usted!—exclamó ella, echando la cabeza hacia atrás, y mirando con expresión de desafió a Lestrade.—¡Oye usted! El señor Holmes comparte mis esperanzas.
Lestrade se encogió de hombros.
—Temo que mi colega se haya precipitado demasiado a dar sus conclusiones—dijo.
—Pero está en lo cierto. ¡Oh, yo sé que está en lo cierto! Santiago no es culpable. Y en cuanto a la riña con su padre, estoy segura de que la razón que le hizo no hablar de ella al coroner, fue el estar yo en el asunto.
—¿De qué manera?—preguntó Holmes.
—No es esta ya la hora en que yo pueda ocultar algo. Santiago y su padre disputaban mucho con respecto a mí. El señor Mc Carthy deseaba con gran ansiedad que nos casáramos. Santiago y yo nos habíamos querido siempre como hermano y hermana, pero, naturalmente, él es joven y todavía conoce muy poco de la vida, y… pues, naturalmente, no deseaba casarse todavía. Así, había discusiones entre ellos, y estoy segura de que la última fue por la misma causa.
—¿Y el padre dé usted—preguntó Holmes—era favorable a esa unión?
—No, también él se oponía. El único que la quería era el señor Mc Carthy.
Un rápido y vivo rubor pasó por el fresco rostro de la joven, al dirigirla Holmes una de sus interrogadoras miradas.
—Gracias por su información—dijo.—¿Podré ver al padre de usted si voy a su casa mañana?
—Temo que el médico no lo permita.
—¿El médico?
—Sí. ¿No ha oído usted decir nada? Mi pobre padre ha estado bastante débil en los últimos años, y esto lo ha anonadado completamente. Ha tenido que acostarse, y el doctor Willows dice que está destruido, que su sistema nervioso está en pedazos, El señor Mc Carthy era el único que había conocido a papá en Victoria.
—¡Ah! ¡En Victoria! Eso es importante.
—Sí, en las minas.
—Eso es. ¿En las minas de oro, donde el señor Turner, según entiendo, hizo su fortuna?
—Precisamente.
—Gracias, señorita Turner. Me ha prestado usted una ayuda preciosa.
—Mañana, si tiene usted alguna noticia, me lo dirá usted. No dudo de que irá usted a la cárcel a ver a Santiago. ¡Oh! ¡Si va usted, dígale usted, señor Holmes, que sé que es inocente!
—Se lo diré, señorita Turner.
—Ahora tengo que volver a casa, porque papá está muy enfermo y me extraña mucho cuando lo dejo solo. Hasta mañana. Dios lo ayude a usted en su empresa.
Salió del cuarto con la misma fuerza impulsiva con que había entrado, y luego oímos las ruedas de su carruaje resonar en el pavimento.
—Estoy avergonzado por usted, Holmes—dijo Lestrade en tono digno, después de varios minutos de silencio. Para qué alimenta usted esperanzas que después tendrá usted que destruir? No soy tierno de corazón, pero a lo que hace usted le llamo crueldad.
—Yo creo que tengo el camino expedito para salvar a Santiago Mc Carthy—dijo Holmes.—¿Tiene usted permiso para verle en la prisión?
—Sí, pero sólo para usted y yo.
—Entonces, cambio mi resolución en cuanto a la hora de ir a verle. ¿Tenemos todavía tiempo de tomar un tren para Hereford y hablar con él esta noche?
—De sobra.
—Pues vamos. Watson, me temo que el tiempo se le haga a usted demasiado largo, pero sólo estaré afuera un par de horas.