Un escándalo en Bohemia - 06
Tardó adentro como media hora, durante la cual pude verle a ratos, por las ventanas de la sala, paseándose de un lado a otro, hablando con sobreexcitación y moviendo los brazos. A ella no la vi. De repente salió el hombre, con la apariencia de tener más prisa aún. Al dirigirse al coche sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró atentamente: «¡Corre como el diablo!—gritó.—Primero a la casa Gross y Hankey, en la calle del Regente, y luego a la iglesia de Santa Mónica, que está en la avenida Edgware. ¡Media guinea si lo haces en veinte minutos!»
Partió el coche a escape, y estaba yo preguntándome todavía si no haría bien en seguirlo, cuando bajó por el callejón un pequeño landó muy bonito, guiado por un cochero que apenas se había abotonado a medias y tenía la corbata junto a las orejas: en los arneses, no había una hebilla ajustada. No bien se había detenido el carruaje, salió ella del vestíbulo, como un rayo, y entró en el landó. Sólo pude verla un segundo, pero lo suficiente para ver que era una mujer adorable, con una cara por la cual podría morir un hombre.
—¡A la iglesia de Santa Mónica, Juan!—gritó,—¡y medio soberano si llega usted en veinte minutos!
—Aquello era demasiado bueno para perderlo, Watson. Pensaba en si correría a pie tras del landó ó me prendería de él, cuando pasó por la calle un coche de plaza. El cochero miró dos veces al sucio pasajero que se le presentaba; pero yo salté adentro antes de que pudiera oponerse.
—A la iglesia de Santa Mónica—le dije,—y medio soberano si llega usted en veinte minutos.
Mi cochero hizo correr a los caballos, y no creo haber ido nunca en carruaje con tanta velocidad; pero cuando llegamos ya estaban los otros allí. El cupé de plaza y el landó, con sus humeantes caballos, estaban delante de la puerta. Pagué al cochero, y me precipité adentro de la iglesia. No había en ella un alma, salvo las dos personas a quienes había seguido yo, y un sacerdote cubierto con su sobrepelliz, el cual parecía estar en discusión con ellos. Los tres estaban en grupo delante del altar. Yo me puse a recorrer la nave lateral, como cualquier ocioso que cae por casualidad en una iglesia. De repente, con sorpresa mía, los tres se volvieron hacia mí, y Godfrey Norton se me acercó corriendo tan a prisa como podía.
—¡Loado sea Dios!—gritó.—Usted va a servirnos. ¡Venga usted, venga!
—¿Qué pasa, pues?—le pregunté.
—¡Venga usted, hombre, venga usted! Sólo tres minutos para que sea legal.
Casi me arrastró hasta el altar, y antes de que yo supiera dónde estaba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban en el oído, y certificando cosas de que nada sabía, y, en resumen, contribuyendo al seguro enlace de Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante; y el caballero me daba las gracias por un lado y la dama por el otro, mientras el clérigo me bendecía por delante. Mi situación era la más extraña en que me había visto en mi vida, y el recuerdo de ella era lo que me hacía reír aquí ahora, Parece que había algún defecto en la licencia para el casamiento, que el sacerdote se negaba terminantemente a casarlos sin que hubiera un testigo, de cualquier clase que fuera, y que mi afortunada aparición salvó al novio de salir a la calle en busca de un padrino. La novia me dió un soberano, y yo me propongo llevarlo en la cadena de mi reloj, en recuerdo del lance.
—Ese giro del asunto ha sido de lo más inesperado—dije;—¿y qué sucedió después?
—Que me hallé con mis planes muy seriamente amenazado. Aquello parecía indicar que la pareja se preparaba a ausentarse inmediatamente, lo que requería de mi parte medidas rapidísimas y enérgicas. En la puerta de la iglesia, sin embargo, se separaron, él para volver al templo, y ella a su casa. «A las cinco, como de costumbre, estaré en el Parque»—dijo ella al marcharse. Cada uno se fue en su dirección, y yo me vine a hacer también mis arreglos.
—¿Cuáles son?
—Un poco de carne fría y un vaso de cerveza —me contestó, tocando la campanilla,—He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente lo estaré todavía más esta noche. A propósito, doctor; voy a necesitar su cooperación.
—Tendré infinito placer.
—¿A usted no le importa infringir la ley?
—Ni pizca.
—¿Ni correr el riesgo de que lo arresten?
—No, cuando es por una buena causa.
—¡Oh! ¡La causa es excelente!
—Entonces, soy el hombre que usted necesita.
—Estaba seguro de que podía contar con usted.
—Pero, ¿qué desea usted hacer?
—Una vez que la señora Turner haya traído la bandeja, voy a explicarlo a usted… Ahora—añadió, volviéndose avidamente al sencillo refrigerio que la patrona acababa de dejarle:—necesito hablar mientras como, porque no dispongo de mucho tiempo. Ya son cerca de las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el teatro de la acción. La señorita, ó mejor dicho, la señora Irene, vuelve de su paseo a las siete. Nosotros iremos a Briony Lodge a encontrarnos con ella.
—¿Y entonces?
—Eso déjemelo usted a mí. Ya he arreglado lo que ocurrirá. Hay sólo un punto en el que debo insistir: usted no tiene que mezclarse en nada, suceda lo que ceda. ¿Entiende usted?
—¿Tengo que mantenerme neutral?
—Tiene usted que no hacer nada, nada. Probablemente sucederá algo desagradable: no intervenga usted en ello. Eso me ayudará a entrar en la casa. Cuatro ó cinco minutos después de estar yo adentro, se abrirá la ventana de la sala. Usted se pondrá lo más cerca de esa ventana abierta.
—Bien.
—Se fijará usted en mí, porque yo estaré visible para usted.
—Bien.
—Y cuando yo alce la mano… así… arrojará usted adentro de la sala lo que yo le daré para que arroje, y, al mismo tiempo, dará usted a gritos la alarma de incendio. ¿Sigue usted bien lo que le digo?
—Enteramente.
—No se trata de nada estupendo—añadió, sacando de su bolsillo un rollo en forma de cigarro.—Este es un cohete de humo, provisto de un fulminante en cada uno de sus extremos para que se encienda. A eso se reduce la tarea de usted. Cuando lance usted el grito de ¡fuego! lo repetirán numerosas personas. Entonces se dirigirá usted a la esquina de la calle, y al cabo de diez minutos yo me uniré a usted. ¿Supongo que he sido bastante claro?
—Yo tengo que permanecer neutral, que ponerme junto a la ventana, que fijarme en usted, y, al ver la seña, arrojar adentro este objeto; dar enseguida la alarma de incendio, y esperar a usted en la esquina.
—Precisamente.
—Entonces, puede usted confiar enteramente en mí.
—Excelente. Ahora creo que es hora de que me prepare para el nuevo róle que tengo que desempeñar.