Un escándalo en Bohemia - 05
Exactamente a las tres llegué a la casa de la calle Baker, pero Holmes no había vuelto aún. La dueña de la casa me dijo que habían salido poco después de las ocho de la mañana. Me senté al lado del fuego con la intención de esperarle, por mucho que tardara. Su investigación me interesaba ya profundamente, pues, aunque no veía en torno mío ninguna de las circunstancias sombrías y extrañas que caracterizaban los dos crímenes relatados ya por mí en otra parte, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente daban, sin embargo, un carácter propio al asunto. Ciertamente, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo tenía entre manos, había algo en su magistral manera de dominar una situación, en su agudo, incisivo razonamiento, que hacían un placer para mí el estudiar su sistema de trabajo y seguir los rápidos, sutiles métodos con que desenredaba los más inextricables misterios.
Tan acostumbrado me hallaba a sus invariables triunfos, que hasta la posibilidad de un fracaso había cesado de venirme a la cabeza.
Eran casi las cuatro cuando la puerta se abrió y un groom con cara de borracho, de ademanes bruscos y patillas cortas, cara inflamada y ropas indecentes, entró en el cuarto. No obstante lo acostumbrado que estaba a la pasmosa habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarle tres veces antes de adquirir la certeza de que realmente era él. Saludó con la cabeza y se eclipsó en el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos decentemente vestido y con su aspecto digno de siempre. Metiéndose las manos en los bolsillos, estiró las piernas delante del fuego y durante algunos minutos se rió con todas sus ganas.
—¡Vaya, vaya!—exclamó, y la risa lo ahogaba; y se rió otra vez y otra, hasta verse obligado a tenderse de espaldas en la silla, cansado, exhausto.
—¿Qué pasa?
—Lo que pasa es demasiado divertido. Estoy seguro de que no podría adivinar nunca cómo he empleado la mañana, ni a qué resultado he llegado.
—No lo puedo imaginar. Supongo que ha estado usted averiguando las costumbres, y quizá estudiando la casa de la señorita Irene Adler.
—Así es; pero lo que siguió a ese estudio fue bastante inesperado. Voy a decirlo a usted todo. Salí de aquí poco después de las ocho, personificando a un groom sin trabajo. Hay entre los hombres que manejan caballos, una maravillosa simpatia mutua, una masonería. Sea usted uno de ellos, y luego sabrá cuanto por ellos se puede saber. Pronto estuve en Briony Lodge. Es un verdadero bijou esa villa, con su jardín detrás, y construida en la misma orilla del camino: tiene dos pisos. Anchas gradas en la puerta, espaciosa sala a la derecha, bien amueblada, con largas ventanas que casi tocan el suelo, y esas anticuadas aldabas de ventanas que un niño puede abrir. Nada de notable había detrás, a no ser esta observación: a la ventana del pasadizo se puede llegar por el techo de la cochera. Me paseé en torno de la casa y la examiné estrechamente de todos sus puntos de vista, pero sin notar otra cosa interesante.
Después eché a andar calle abajo, y encontré, como esperaba, las caballerizas en un callejón que corre a lo largo de una pared del jardín. Di una mano a los palafreneros que frotaban a sus caballos, y en cambio recibí dos peniques, un vaso de media y media (cerveza blanca y negra mezcladas), dos pipas de tabaco picado y todas las informaciones que podía desear acerca de la señorita Adler; no mencionaré a media docena de otras personas de la vecindad, con respecto a las cuales no tenía el menor interés, pero cuyas biografías me vi obligado a escuchar.
—Y ¿qué hay de Irene Adler?—pregunté.
—¡Oh! Ha trastornado todas las cabezas de los hombres en el barrio. Es la cosita más delicada que se pone sombrero en este planeta: así lo dicen los cronistas de las caballerizas, unánimemente. Vive en gran tranquilidad, canta en conciertos, sale en carruaje todas las tardes a las cinco, y vuelve a las siete en punto, a comer. Rara vez sale en otras horas, a no ser cuando canta. Tiene sólo un visitante varón, pero lo tiene con abundancia. Es moreno, buen mozo y elegante: nunca va a verla menos de una vez por día, y a menudo dos veces. Se llama Godfrey Norton y es abogado. Vea usted las ventajas de tener a los cocheros de plaza por confidentes: éstos lo han llevado a su casa docenas de veces, y lo conocen con todos sus pormenores. Cuando hube escuchado todo lo que tenían que decirme, empecé a pasearme otra vez de arriba abajo por cerca de Briony Lodge, y a madurar mi plan de campaña.
Ese Godfrey Norton era, evidentemente, un importante factor en el asunto. Es abogado: eso me sonaba con sonido ominoso. ¿Cuáles eran sus relaciones con ella, y cuál el objeto de sus repetidas visitas? Era su cliente, su amiga, su querida? Si lo primero, probablemente ella le había dado a guardar la fotografía. Si lo último, había menor probabilidad de que se la hubiera entregado. De la solución de esta cuestión dependía el que yo continuara mi tarea en Briony Lodge ó volviera mi atención hacia el departamento que el caballero ocupa en el barrio del Temple. El punto era delicado, y hacía que el campo de mis investigaciones se ensanchara. Temo estar cansando a usted con estos detalles, pero tengo que hacer ver a usted las pequeñas dificultades con que he tropezado, para que comprenda usted la situación.
—Sigo con la mayor atención lo que usted me refiere—le contesté.
—Todavía pesaba el asunto en mi mente, cuando un coche de plaza llegó a Briony Lodge, y de él saltó un caballero. Era un hombre de notable hermosura, moreno, de nariz aguileña y bigotes: evidentemente el hombre de quien me habían hablado. Parecía estar muy de prisa: gritó al cochero que le esperara, y pasó por junto a la criada que le abrió la puerta, con la manera de quien está en su casa.