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El señor de las moscas William Goulding (Lord of the Flies), 1. El toque de la caracola (2)

1. El toque de la caracola (2)

–No creía nada. Mi tía… – ¡Al diablo tu tía!

Ralph se sumergió y buceó con los ojos abiertos. El borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina. Se volteó apretándose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó desnudo: una desnudez pálida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con orgullo a Ralph. – ¿Es que no vas a nadar? Piggy meneó la cabeza.

–No sé nadar. No me dejaban. El asma… – ¡Al diablo tu asma!

Piggy aguantó con humilde paciencia.

–No sabes nadar bien.

Ralph chapoteó de espaldas alejándose del borde; sumergió la boca y soplo un chorro de agua al aire. Alzó después la barbilla y dijo:

–A los cinco años ya sabía nadar. Me enseñó papá. Es teniente de navío en la Marina y cuando le den permiso vendrá a rescatarnos. ¿Qué es tu padre?

Piggy se sonrojó al instante.

–Mi padre ha muerto – dijo de prisa -, y mi madre… Se quitó las gafas y buscó en vano algo para limpiarlas.

–Yo vivía con mi tía. Tiene una confitería. No sabes la de dulces que me daba. Me daba todos los que quería. ¿Oye, y cuando nos va a rescatar tu padre?

–En cuanto pueda.

Piggy salió del agua chorreando y, desnudo como estaba, se limpió las gafas con un calcetín. El único ruido que ahora les llegaba a través del calor de la mañana era el largo rugir de las olas que rompían contra el arrecife. – ¿Cómo va a saber que estamos aquí?

Ralph se dejó mecer por el agua. El sueño le envolvía, como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna. – ¿Cómo va a saber que estamos aquí?

Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque sí… El rugido de las olas contra el arrecife llegaba ahora desde muy lejos.

–Se lo dirán en el aeropuerto.

Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que reflejaban el sol, y miró a Ralph.

–Allí no se va a enterar de nada. ¿No oíste lo que dijo el piloto? Lo de la bomba atómica. Están todos muertos.

Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y pensó en aquel extraño problema.

Piggy volvió a insistir. – ¿Estamos en una isla, verdad?

–Me subí a una roca – dijo Ralph muy despacio -, y creo que es una isla.

–Están todos muertos – dijo Piggy -, y esto es una isla. Nadie sabe que estamos aquí.

No lo sabe tu padre; nadie lo sabe…

Le temblaron los labios y una neblina empañó sus gafas.

–Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.

Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el calor hasta convertirse en una carga amenazadora, y la laguna les atacó con un fulgor deslumbrante.

–Voy por mi ropa – murmuró Ralph -, está ahí.

Corrió por la arena, soportando la hostilidad del sol; cruzó la plataforma hasta encontrar su ropa, esparcida por el suelo. Llevar de nuevo la camisa gris producía una extraña sensación de alivio. Luego alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un tronco cercano. Piggy trepó también, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con cuidado en un tronco caído, cerca del pequeño risco que miraba a la laguna. Sobre él temblaba una malla de reflejos.

Reanudó la conversación.

–Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo.

Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de coral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las palabras de Piggy, se entregó a sueños alegres.

Piggy insistió. – ¿Cuántos somos?

Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.

–No lo sé.

Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las aguas brillantes, bajo la bruma del calor.

Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos brillantes y alados.

Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, más abajo resplandecían por efecto de la laguna. Uní mancha de sol se arrastraba por sus cabellos.

–Tenemos que hacer algo.

Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel lugar que uno crea en su imaginación, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como señal de amistad, rió con alegría.

–Si de veras es una isla… – ¿Qué es eso?

Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia la laguna. Algo de calor cremoso resaltaba entre las algas.

–Una piedra.

–No. Un caracol.

Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado. – ¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes uno de esos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba caracola y la soplaba para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen!

Un retoño de palmera, a la altura del codo de Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso había comenzado a levantar el débil suelo y estaba a punto de caer.

Ralph arrancó el tallo y con él agitó el agua mientras los brillantes peces huían por todos lados. Piggy se inclinó peligrosamente. – ¡Ten cuidado! Lo vas a romper… – ¡Calla la boca!

Ralph lo dijo distraídamente. El caracol resultaba interesante y bonito y servía para jugar; pero las animadas quimeras de sus ensueños se interponían aún entre él y Piggy, que apenas si existía para él en aquel ambiente. El tallo, doblándose, empujó el caracol fuera de las hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo.

El caracol ya no era algo que se podía ver, pero no tocar, y también Ralph se sintió excitado. Piggy balbuceaba: -…una caracola; carísimas. Te apuesto que habría que pagar un montón de libras por una de esas. La tenía en la tapia del jardín y mi tía…

Ralph le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha tenía un color crema oscuro, tocado aquí y allá con manchas de un rosa desvanecido.

Casi medio metro medía desde la punta horadada por el desgaste hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de un fino dibujo en relieve.

Ralph sacudió la arena del interior. -…mugía como una vaca – siguió – y además tenía unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No soplaba las piedras, claro, pero me dijo…

Piggy calló un segundo para tomar aliento y acarició aquella cosa reluciente que tenía Ralph en las manos. – ¡Ralph!

Ralph alzó los ojos,

–Podemos usarla para llamar a los otros. Tendremos una reunión. En cuanto nos oigan vendrán… Miró con entusiasmo a Ralph. – ¿Eso es lo que habías pensado, verdad? ¿Por eso sacaste la caracola del agua, no?

Ralph se echó hacia atrás su pelo rubio. – ¿Cómo soplaba tu amigo la caracola?

–Escupía o algo así – dijo Piggy -. Mi tía no me dejaba soplar por el asma. Dijo que había que soplar con esto – Piggy se llevó una mano a su prominente abdomen -. Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los otros.

Ralph, poco seguro, puso el extremo más delgado de la concha junto a la boca y sopló.

Salió de su boca un breve sonido, pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de nuevo, pero la concha permaneció silenciosa.

–Escupía o algo así.

Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de aire en la caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la caracola durante un rato, entre ataques de risa.

–Mi amigo soplaba con esto.

Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde el diafragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota estridente y profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la selva y retumbó en el granito rosado de la montaña. De las copas de los árboles salieron nubéculas de pájaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph apartó la concha de sus labios. – ¡Qué bárbaro!

Su propia voz pareció un murmullo tras la áspera nota de la caracola. La apretó contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota y, bajo un impulso más fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una trompeta, con un clamor mucho más agudo todavía. Piggy, alegre su rostro y centelleantes las gafas, gritaba algo.

Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire.

Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado por el esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla.

–Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kilómetro.

Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves. – ¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy.

Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, había aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque. El pequeño, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el único dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado.

Piggy se inclinó hacia él. – ¿Cómo te llamas?

–Johnny.

Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo gritó a Ralph, que no le prestó atención porque seguía soplando la caracola. Tenía el rostro oscurecido por el violento placer de provocar aquel ruido asombroso y el corazón le sacudía la tirante camisa. El vocerío del bosque se aproximaba.

Se divisaban ahora señales de vida en la playa. La arena, temblando bajo la bruma del calor, ocultaba muchos cuerpos a lo largo de sus kilómetros de extensión; unos muchachos caminaban hacia la plataforma a través de la arena caliente y muda. Tres chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de un lugar inmediato, donde habían estado atracándose de fruta Un niño de pelo oscuro, no mucho más joven que Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió alegremente a todos. A cada momento llegaban más. Siguieron el ejemplo involuntario de Johnny y se sentaron a esperar en los caídos troncos de las palmeras. Ralph siguió lanzando estallidos breves y penetrantes. Piggy se movía entre el grupo, preguntaba su nombre a cada uno y fruncía el ceño en un esfuerzo por recordarlos. Los niños le respondían con la misma sencilla obediencia que habían prestado a los hombres de los megáfonos. Algunos de ellos iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos con los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys y medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los colegios. Sus cabezas se apiñaban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castaño oscuro o claro, negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas… Cabezas que murmuraban, susurraban, rostros de ojos inmensos que miraban con interés a Ralph. Algo se preparaba allí.

Los niños que se acercaban por la playa, solos o en parejas, se hacían visibles al cruzar la línea que separaba la bruma cálida de la arena cercana. Y entonces la vista de quien miraba en esa dirección se veía atraída primero por una criatura negra, semejante a un murciélago, danzando en la arena, y sólo después percibía el cuerpo que se sostenía sobre ella. El murciélago era la sombra de un niño, y el sol, que caía verticalmente, la reducía a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la caracola, Ralph se fijó en la última pareja de cuerpos que alcanzaba la plataforma, suspendidos sobre una temblorosa mancha negra. Los dos muchachos, con cabezas hirsutas y cabellos como la estopa, se tiraron a los pies de Ralph, sonriéndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la vista, ante aquella alegre duplicación, quedaba sorprendida e incrédula. Respiraban a la vez, se reían a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron hacia Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oía, entre los estallidos de la caracola, repetir sus nombres:

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