1. Lázaro cuenta su vida y quiénes fueron sus padres
Antes de nada, quiero decirle a Vuestra Merced que me llamo Lázaro de Tormes y soy hijo de Tomé González y de Antona Pérez. Nací dentro del río Tormes, por este motivo tomé el sobrenombre. Lo que pasó es que mi padre fue molinero durante más de quince años en un molino de harina que está en el río Tormes. Una noche mi madre, embarazada de mí, estaba en el molino. Allí mismo se puso de parto y dio a luz. Así que podemos decir que nací en el río.
Cuando tenía ocho años, acusaron a mi padre de robar el grano de los sacos de la gente que iba al molino. Por eso lo arrestaron y confesó. En aquella época, se organizó un ejército para luchar contra los moros. Mi padre, que estaba desterrado por el delito que he mencionado, fue a luchar como criado de un caballero. Allí murió con su señor.
Mi madre se quedó viuda y sin protección, así que decidió acercarse a los ricos. Se vino a vivir a la ciudad y alquiló una casa. Preparaba comidas y lavaba la ropa a algunos mozos de caballos de un noble de la ciudad.
Conoció a un hombre moreno, uno de los que cuidaban a los animales. Éste empezó a venir a nuestra casa y algunas veces se quedaba a dormir. Otras veces venía con la excusa de comprar huevos y entraba en casa. Al principio me daba miedo por el color y la mala cara. Después entendí que desde que él venía a casa había más comida. También había leña en invierno para calentarnos y no pasar frío. Con el tiempo, mi madre me dio un hermanito negro. Era muy bonito y yo jugaba con él y ayudaba a cuidarle.
Mi hermanito nos veía a mi madre y a mí muy blancos y a su padre no, por eso le tenía miedo.
Recuerdo que una vez estaba mi padrastro jugando con él y el pequeño se escapaba diciendo:
—¡Mamá, el coco!
Y su padre se reía. Yo, aunque era solo un niño, pensé: «¡Probablemente en el mundo hay muchas personas que tienen miedo de los demás porque no se ven a ellos mismos!».
Por mala suerte, el noble señor dueño de los caballos se enteró de la relación del negro -que se llamaba Zaide- con mi madre. También supo que aquél robaba todo lo que podía para ayudarnos: comida, leña, mantas... Hay muchas personas que roban para mantener a la gente que quieren. Esto es lo que hacía el Zaide por nosotros, robaba por amor. Se demostró que todas las acusaciones contra mi padrastro eran verdaderas. A mi me preguntaron y me amenazaron y, como era un niño, conté todo lo que sabía por miedo.
A mi padrastro le pegaron y a mi madre la castigaron. Desde entonces no pudo entrar nunca más en la casa del noble y el Zaide no pudo entrar nunca más en casa de mi madre.
La pobre no tuvo más remedio que obedecer el castigo. Para evitar peligros y no dar que hablar a la gente, se fue a trabajar como criada al mesón de la Solana. Allí, con muchos esfuerzos, se crió mi hermanito. Yo me convertí en un buen mozo y hacía todo lo que me mandaban: llevaba vino a los clientes, velas y todo lo que me pedían.
En aquel tiempo, vino a alojarse al mesón un ciego. Pensó que yo podía ser bueno como guía y así se lo dijo a mi madre. Mi madre le contó que yo era huérfano y le pidió que me tratara bien. Él respondió que me trataría como a un hijo.
Al cabo de unos días nos marchamos de Salamanca y fui a despedirme de mi madre. Los dos lloramos y ella me dijo:
—Hijo, ya sé que no te veré más. Intenta ser bueno y que Dios te guíe. Te he criado y te dejo con un buen amo. Ahora tienes que valerte por ti mismo.
Y así me fui con mi amo, que me estaba esperando. A la salida de Salamanca hay un puente que tiene a la entrada un animal de piedra en forma de toro. Cuando llegamos allí el ciego me dijo:
—Lázaro, acerca el oído a este toro y oirás un ruido fuerte dentro de él.
Yo, como era muy inocente, le creí y me acerqué. Cuando sintió que mi cabeza estaba cerca de la piedra, me dio un gran golpe en el toro. Fue un golpe tan fuerte que el dolor me duró más de tres días. Él me dijo:
—Tonto, ¡aprende! El mozo del ciego tiene que saber más que el diablo.
Y se rió mucho. En aquel momento me desperté de la inocencia infantil y me convertí en un hombre. Pensé: «Es verdad lo que dice el ciego; tengo que estar muy atento y vigilar. Ahora estoy solo y tengo que aprender a cuidar de mí mismo».
Comenzamos nuestro camino y a los pocos días me enseñó el lenguaje de los ciegos. Al ver que yo era ingenioso, se alegró y me dijo:
—No te puedo dar oro ni plata, pero te daré muchos consejos para vivir.
Y así fue: Dios me dio la vida, y el ciego me enseñó a vivirla. Quiero decirle a Vuestra Merced que mi ciego es la persona más astuta y prudente del mundo. En su trabajo era como un águila: sabía muchas oraciones de memoria, tenía un tono de voz bajo y tranquilo, y una cara humilde. Además, tenía otras mil maneras de sacar el dinero a la gente. Decía que conocía oraciones para todo: para mujeres que no podían tener hijos, para las que estaban de parto, para las mujeres que querían más amor de sus maridos. Adivinaba si las embarazadas tendrían un niño o una niña; decía que era mejor médico que Galeno. Tenía un remedio para todas las enfermedades. Así que todo el mundo le buscaba, especialmente las mujeres, que creían todos sus consejos. Ganaba más dinero en un mes que cien ciegos en un año.
Pero también quiero que sepa Vuestra Merced que, a pesar de tener tanto dinero, era el hombre más avaro que he visto. Era tan avaro que me mataba de hambre, no me daba ni la mitad de la comida necesaria. Pero yo, con mis artes, siempre le engañaba para conseguir más. Voy a contar algunas de las burlas que le hacía, aunque no todas me salieron bien.
El ciego llevaba el pan y las otras cosas en un fardel que cerraba con una llave. Cuando metía o sacaba las cosas, ponía tanto cuidado que era imposible robarle. Yo me comía lo que él me daba en un abrir y cerrar de ojos. Después, cerraba el fardel y no se preocupaba más.
Entonces yo descosía un lateral del fardel, cogía lo que quería y luego lo volvía a coser. De este modo no solo le robaba pan, sino también longaniza y más cosas.
Otra burla que le hacía era robarle dinero. Mi amo rezaba oraciones para solucionar los problemas de la gente y a cambio le daban monedas blancas. Yo las cogía y se las cambiaba por medias blancas. Así que, cuando el ciego sentía por el tacto que la moneda no era una blanca decía:
—¡Desde que estás conmigo solo me dan medias blancas! Antes me daban blancas y maravedís. ¡Tú has traído la mala suerte!
Mientras comíamos, solía poner a su lado una jarra de vino y yo, muy rápidamente, la cogía, bebía y la devolvía a su lugar. Pero enseguida se dio cuenta de que faltaba vino. A partir de entonces tenía la jarra siempre cogida para protegerla. Yo quería seguir bebiendo, así que metía una paja larga por la boca de la jarra y la dejaba vacía. Pero como el ciego era muy listo se ponía la jarra entre las piernas y la tapaba con la mano.
A mi me gustaba muchísimo el vino, por eso me inventé otra manera de beberlo. Hice un pequeño agujero en la base de la jarra y lo tapé con un poquito de cera. Cuando comíamos, decía que tenía frío y me metía entre las piernas del ciego para calentarme en el fuego que teníamos. Con el calor del fuego, se derretía la cera y me caía el vino en la boca. Cuando el pobre iba a beber, no había nada y se enfadaba mucho porque no entendía el porqué. Yo le decía:
—No dirá que me lo he bebido yo, no puedo porque no le quita la mano ni un momento.
Tantas vueltas le dio al jarro y tanto lo tocó, que al final encontró el agujero y comprendió el engaño, pero no me dijo nada. Al día siguiente, el ciego se vengó: mientras yo estaba distraído y feliz bebiendo dulces tragos, dejó caer con todas sus fuerzas la jarra sobre mi boca. Verdaderamente me pareció que el cielo me había caído encima. Me dio un golpecillo tan fuerte que perdí el sentido. Muchos pedazos de la jarra se me clavaron en la cara, además se me rompieron los dientes, que nunca más he vuelto a tener.
Desde aquel día quise mal al mal ciego. Aunque me cuidaba y me mimaba vi que disfrutaba del cruel castigo. Mientras me lavaba las heridas con vino me decía sonriendo:
—¿Qué te parece Lázaro? Lo que te hizo daño, ahora te cura.
Cuando estuve mejor de mis heridas, pensé que con golpes como esos el ciego me iba a matar y quise yo abandonarle antes; pero esperé un poco, para encontrar una buena ocasión. Y, aunque yo quería perdonarle por el golpe, desde aquel momento el ciego me trataba muy mal y me pegaba mucho sin causa ni razón. Le contaba a todo el mundo la historia de la jarra para justificar los golpes que me daba.
Yo, mientras tanto, siempre le llevaba por los peores caminos para hacerle daño. Siempre le juraba que no lo hacía con maldad, sino porque no encontraba otros caminos mejores. Pero el muy traidor no me creía y me pegaba con su bastón en la nuca.
Voy a contar uno de los muchos casos que demuestran su gran inteligencia. Cuando nos marchamos de Salamanca fuimos a las tierras de Toledo, porque decía que la gente allí era más rica. Cuando pasábamos por un lugar llamado Almorox, había gente recogiendo uvas. Un vendimiador le dio un racimo como limosna. El ciego vio que estaba muy maduro y decidió comerlo. Me dijo:
—Quiero compartir contigo este racimo de uvas; los dos comeremos la misma parte. Lo dividiremos así: tú cogerás una uva y yo otra. Pero prométeme que no cogerás más de una uva cada vez. Yo haré lo mismo y así no habrá engaño.
Así comenzamos, pero el traidor enseguida empezó a coger las uvas de dos en dos. Seguramente pensó que yo hacía lo mismo. Yo no me contenté con ser igual que él y empecé a coger las uvas de tres en tres. Cuando acabamos me dijo:
—Lázaro, me has engañado. Has comido las uvas de tres en tres.
—No —dije yo—, ¿por qué piensa eso?
—¿Sabes cómo sé que las has comido de tres en tres? Porque yo las he comido de dos en dos y tú no has dicho nada.
Me reí para mí y comprendí que el ciego era muy listo.
Pero no quiero alargar la historia. Así que no contaré algunas cosas que me pasaron con mi primer amo, pero contaré para terminar el episodio de la despedida.
Estábamos en un mesón de Escalona y me dio un trozo de longaniza para asar. Luego me dio una moneda y me mandó a buscar vino. Cerca del fuego había un nabo pequeño. No había nadie por allí y yo tenía mucha hambre. No pensé en las consecuencias, saqué la longaniza del asador y puse el nabo en su lugar. El ciego no se dio cuenta. Empezó a darle vueltas al fuego creyendo que allí estaba la longaniza.
Yo fui a buscar el vino y por el camino me comí la longaniza. Cuando volví, el pecador ciego tenía el nabo entre dos rebanadas de pan. Cuando dio un mordisco y se encontró con el nabo me dijo:
—¿Qué es esto Lazarillo?
—¡Pobre de mí! Yo he ido a por el vino. Seguro que ha sido alguien que andaba por aquí.
—No, no, no es posible. Yo no he dejado el asador.
Yo seguí negando, pero no me creyó. Se levantó y se acercó a olerme. Me metió la nariz en la boca y casi me ahoga. Su nariz y el miedo me hicieron sentir mal y la longaniza salió otra vez por mi boca.
Al ciego le dio mucha rabia, no me mató gracias a que llegó mucha gente al oír el ruido. El ciego empezó a contar mis desastres a todo el mundo: lo de la jarra, lo del racimo de uvas y éste. Y todos se reían mucho porque el ciego contaba las historias con mucha gracia.
Nos hicimos amigos de la mesonera y los que estaban allí. Ellos me lavaron la cara y la garganta con vino y, mientras tanto, el ciego decía:
—Este mozo gasta en un año más vino en lavarse, del que yo me bebo en dos.
Yo ya tenía pensado dejarle y con ésta última jugarreta me decidí.
Al día siguiente salimos a pedir limosna por el pueblo. Llovía mucho desde la noche anterior. Íbamos caminando por debajo de unos portales para no mojarnos. Empezaba a anochecer.
—Lázaro, esta lluvia no para. Pronto será de noche y llueve más. Vamos a la posada sin perder tiempo.
Yo le dije:
—Tío, el arroyo va muy lleno, si quiere puedo buscar un sitio mejor para cruzar.
Le pareció bien y me dijo:
—Eres listo, por eso te quiero bien. Llévame a un sitio más estrecho.
Estamos en invierno y no es bueno llevar los pies mojados. Yo vi mi oportunidad, le llevé hacia un pilar que estaba en la plaza y le dije:
—Tío, éste es el lugar más estrecho.
Él me creyó y me dijo:
—Ponme en buen sitio y salta tú.
Yo le puse enfrente del pilar, salté, me puse detrás del pilar y le dije:
—¡Vamos, salte!
El ciego saltó con todas sus fuerzas y dio con la cabeza en el pilar. Hizo un ruido muy fuerte y luego se cayó hacia atrás medio muerto.
—¿Pudo oler la longaniza y el poste no? ¡Olé!¡Olé! —le dije yo.
Lo dejé junto a mucha gente que se acercó a ayudarle y me fui. Nunca más supe nada de él ni me preocupé por saberlo.