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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (8)

Los desposeídos (8)

Ahora, el clima era más cálido y más seco. Milenios de sequía habían exterminado los árboles y resecado el suelo hasta convertirlo en un fino polvo gris que una mínima ráfaga transformaba en colinas tan puras de línea y tan áridas como una duna de arena. Al replantar los bosques, los anarresti confiaban devolver a esa tierra inquieta la antigua fertilidad. En consonancia, pensaba Shevek, con el principio de la reversibilidad causal, un principio que la física de las secuencias, a la sazón respetable en Anarres, no reconocía, pero que era aún un elemento íntimo, tácito del pensamiento odoniano. Hubiera querido escribir un trabajo que relacionase las ideas de Odo con las concepciones de la física temporal, y en particular la influencia de la reversibilidad causal en las opiniones de Odo sobre el problema de los fines y medios. Pero a los dieciocho años no sabía tanto como para ponerse a escribir un trabajo semejante, y si no se iba pronto de la maldita Polvareda para dedicarse otra vez a la física, nunca podría hacerlo.

De noche, en los campamentos de Proyectos, todo el mundo tosía. Durante el día tosían menos, estaban demasiado ocupados para toser. El polvo era el enemigo de todos, ese polvillo fino y seco que se adhería a la garganta y los pulmones; el enemigo y el mimado de todos, la esperanza. Antaño, ese mismo polvo había estado posado, opulento y oscuro, a la sombra de los árboles. Quizá, con el trabajo de todos, volviera a ser como antes.

Ella extrae de la piedra la hoja verde, del centro de la roca el agua clara...

Gimar siempre tarareaba la melodía, y ahora, en el calor del atardecer, mientras regresaban al campamento, a través de la llanura, cantaba en alta voz las palabras.

—¿Quién? ¿Quién es «ella»? —preguntó Shevek.

Gimar sonrió. Tenía manchada, salpicada de costras de polvo la ancha cara sedosa, el pelo sucio de polvo, y un olor fuerte y agradable a sudor.

—Yo me crié en Levante del Sur—dijo—. Donde están los mineros. Es una canción de mineros.

—¿Qué mineros?

—¿No lo sabes? La gente que ya estaba aquí cuando llegaron los Colonos. Algunos se quedaron y se unieron a la solidaridad. Extraían el oro, el estaño. Todavía conservan algunas festividades y canciones. El tadde[1] era minero, solía cantarme esta canción cuando yo era niña.

—Bueno, entonces ¿quién es «ella»?

—No sé, es lo que dice la canción. ¿No es acaso lo que hacemos aquí? ¿Haciendo brotar de la piedra las hojas verdes?

—Eso me suena a religión.

—Tú siempre con tus raras palabras librescas. Es sólo una canción. Ah, cuánto me gustaría volver al otro campamento, así podría nadar un rato. ¡Apesto!

—Yo apesto.

—Todos apestamos.

—En solidaridad.

Pero estaban a quince kilómetros de las playas del Temae, y en el campamento sólo se podía nadar en polvo.

Había un hombre en el campamento con un nombre que sonaba parecido al de Shevelt: Shevet. Cuando llamaban a uno respondía el otro.

Shevek sentía una especie de afinidad con él, una relación más íntima que la de fraternidad, a causa de esa semejanza accidental. Un par de veces había notado que Shevet lo observaba. Nunca se habían hablado.

Las primeras décadas de trabajo en el proyecto de replantación forestal habían sido para Shevek un período agotador, de silencioso resentimiento. No tendrían que reclutar para estos proyectos y levas especiales a personas que habían elegido trabajar en campos significativamente funcionales como la física. ¿Acaso no era inmoral hacer un trabajo que a uno no le gustaba? Alguien tenía que hacerlo, pero había tanta gente a la que un trabajo le daba lo mismo que otro, que cambiaba de oficio sin cesar; ellos tendrían que haberse ofrecido como voluntarios. Este trabajo, por ejemplo, podía hacerlo cualquier tonto. En realidad, muchos podrían hacerlo mejor que él. Shevek siempre se había sentido orgulloso de su propia fortaleza, y nunca había dejado de ofrecerse para las «tareas pesadas» en los turnos rotativos de cada diez días; pero aquí era día tras día, ocho horas por día, en el polvo y el calor. Pasaba la jornada entera de trabajo esperando la noche para estar a solas y pensar, pero en el instante en que llegaba a la tienda-dormitorio después de la cena, empezaba a cabecear y dormía como una piedra hasta el amanecer, y nunca le cruzaba por la mente un solo pensamiento.

Encontraba torpes y rústicos a los compañeros de trabajo, y hasta los más jóvenes lo trataban como a un niño. Desdeñoso y resentido, sólo encontraba placer en escribir a sus amigos Tirin y Rovab en un código que habían inventado en el Instituto, una serie de equivalentes verbales de los símbolos de la física temporal. Escritos, los signos parecían un mensaje cifrado, pero en realidad no tenían ningún sentido, a no ser la ecuación o la fórmula filosófica que enmascaraban. Las de Shevek y Rovab eran ecuaciones genuinas. Las cartas de Tirin, muy divertidas, habrían convencido a cualquiera de que se referían a emociones y sucesos reales, pero la física que había en ellas era discutible. Cuando Shevek descubrió que podía elaborar estos enigmas mentales mientras cavaba fosos en la roca con una pala roma en medio de un huracán de polvo, empezó a enviarlos con frecuencia. Tirin le contestó varias veces, Rovab sólo una. Era una muchacha fría; como él sabía muy bien. Pero nadie en el Instituto conocía las desdichas de Tirin. A ellos no los habían enviado, cuando se iniciaban apenas en la investigación independiente, a trabajar en un condenado proyecto de replantación de bosques. En ellos no se desperdiciaba la función primordial. Estaban trabajando: haciendo lo que querían hacer. El no trabajaba. Trabajaban en él.

Sin embargo, había un raro sentimiento de orgullo en lo que uno conseguía hacer de esa manera —en solidaridad—, una extraña satisfacción. Y algunos de los compañeros de trabajo eran en verdad personas extraordinarias. Gimar, por ejemplo. Al principio, la recia hermosura de la muchacha lo había intimidado. Pero ahora se sentía lo bastante fuerte como para desearla.

—Ven conmigo esta noche, Gimar.

—Oh, no—dijo ella.

Lo miró tan sorprendida que Shevek añadió, con cierta dolorida dignidad:

—Creía que éramos amigos.

—Lo somos.

—Entonces...

—Tengo un compañero. Él ha vuelto.

—Podías habérmelo dicho —le dijo Shevek, enrojeciendo.

—Bueno, no se me ocurrió que tenía que hacerlo. Lo siento Shev.

Lo miró tan apesadumbrada que él dijo, no sin cierta esperanza:

—No crees que...

—No. No puedo encararlo así, un poco para él y un poquito para otros.

—Una unión de por vida es contraria a la ética odoniana, me parece — replicó Shevek, en tono áspero y pedante.

—Mierda —dijo Gimar con su voz dulce—. Lo que es malo es tener; compartir es bueno. ¿Qué más puedes compartir que la totalidad de tu persona, tu vida entera, todas las noches y todos los días?

Shevek estaba sentado con las manos entre las rodillas, la cabeza gacha, un muchacho largo, anguloso, desconsolado, inconcluso.

—No soy adecuado para eso —dijo, al cabo de una pausa.

—¿Tú?

—En realidad no he conocido a nadie. Ya ves, ni siquiera te entendí. Estoy aislado. No puedo salir. Nunca podré. Sería absurdo en mí pensar en tener compañía. Esas cosas son para... para los seres humanos...

Con timidez, no recato sexual sino la timidez del respeto, Gimar le puso una mano en el hombro. No para consolarlo. No le dijo que era igual a todos los demás. Le dijo:

—Nunca volveré a conocer a alguien como tú, Shev. Nunca me olvidaré de ti.

De cualquier modo, un rechazo era un rechazo. Pese a la ternura de Gimar, Shevek se separó de ella con el alma maltrecha, resentido.

Hacía mucho calor. Nunca refrescaba excepto a la hora que precede al alba.

El hombre llamado Shevet se acercó una noche a Shevek después de la cena. Era un hombre de treinta años, recio y bien parecido.

—Estoy harto de que me confundan contigo —dijo—. Búscate otro nombre.

Antes, esta agresividad insolente hubiera dejado perplejo a Shevek. Ahora respondió en el mismo tono:

—Cámbiatelo tú, si no te gusta —dijo.

—Tú no eres más que uno de esos aprovechados miserables que van a la escuela para no ensuciarse las manos —dijo el hombre—. Siempre tuve ganas de sacarte a golpes esa mierda de adentro.

—¡No me llames aprovechado! —dijo Shevek, pero no se trataba de una batalla verbal. Shevek le asestó un doble puñetazo, y recibió a cambio varios golpes; tenía los brazos largos y era más temperamental de lo que su adversario suponía: pero fue derrotado. Varias personas se detuvieron a mirar. Vieron que era una pelea justa y poco interesante, y siguieron de largo. La pura violencia no les ofendía ni los atraía. Shevek no pidió ayuda, no era asunto de nadie más que de él. Cuando volvió en sí estaba tendido de espaldas en la oscuridad, entre dos tiendas.

Tuvo un zumbido en el oído derecho durante un par de días y un labio partido que tardó mucho en sanar a causa del polvo, que irritaba todas las heridas. Shevet y él nunca más volvieron a hablarse. Solía ver al hombre desde lejos, en otras fogatas-cocina, sin animosidad. Shevet le había dado lo que tenía que dar, y él había aceptado el don, aunque hasta pasado mucho tiempo no supo aquilatarlo ni apreciarlo. Cuando al fin entendió, no le pareció distinto de otros dones, de otra época. Una muchacha, que se había incorporado recientemente a la cuadrilla, se le acercó como lo hiciera Shevet en la oscuridad, cuando se retiraba de la fogata-cocina; y el labio aún no se le había curado... No recordaba nada de lo que ella le dijo, había bromeado con él, y también entonces Shevek había respondido con naturalidad. Por la noche fueron juntos a la llanura, y ella le dio la libertad de la carne. Era el regalo que ella tenía para él, y él lo aceptó.

Como todos los niños de Anarres, Shevek había tenido experiencias sexuales con chicos y chicas indistintamente, pero todos eran niños en aquel entonces; nunca había llegado más allá de un placer que, suponía, era todo cuanto cabía esperar. Besnum, experta en deleites, le hizo conocer el corazón de la sexualidad, donde no hay rencores, ni ineptitudes, donde los dos cuerpos que pugnan por unirse anonadan el instante, y trascienden el yo, y trascienden el tiempo.

Todo era simple ahora, tan simple y hermoso, allá afuera en el polvo cálido, a la luz de las estrellas. Y los días eran largos, y tórridos, y luminosos, y el polvo tenía el olor del cuerpo de Beshum.

Shevek trabajaba en ese entonces en una cuadrilla de plantadores. Los camiones habían llegado del Noreste cargados de árboles diminutos, millares de plantones cultivados en las Montañas Verdes, el cinturón de lluvias, de más de cuarenta pulgadas anuales de agua.

Cuando terminaron, las cincuenta cuadrillas que habían llevado a cabo los trabajos del segundo año, partieron en los camiones de caja chata, y al alejarse, todos volvieron la cabeza para mirar. Y vieron lo que habían hecho. Una bruma, una leve bruma de verdor flotaba sobre las combas blanquecinas y las terrazas desérticas. Un hálito de vida soplaba cruzando los llanos muertos. Y hubo vítores, y cánticos y gritos de camión a camión. En los ojos de Shevek asomaron unas lágrimas. Pensó: «Ella extrae de la piedra la hoja verde...» A Gimar la habían enviado otra vez, hacía ya tiempo, a Levante del Sur.

—¿Por qué haces muecas? —le preguntó Beshum, apretándose contra él mientras el camión traqueteaba, y acariciándole con fuerza el brazo endurecido, blanqueado por el polvo.

—Mujeres —dijo Vokep, en el paradero de camiones de ganga de estaño, en Poniente del Sur—. Las mujeres se creen tus dueñas. Ninguna mujer es capaz de ser realmente odoniana.

—¿Y Odo misma...?

—Teoría. Y ninguna vida sexual después de que mataron a Asieo ¿no? En todo caso, siempre hay excepciones.


Los desposeídos (8)

Ahora, el clima era más cálido y más seco. Milenios de sequía habían exterminado los árboles y resecado el suelo hasta convertirlo en un fino polvo gris que una mínima ráfaga transformaba en colinas tan puras de línea y tan áridas como una duna de arena. Al replantar los bosques, los anarresti confiaban devolver a esa tierra inquieta la antigua fertilidad. En consonancia, pensaba Shevek, con el principio de la reversibilidad causal, un principio que la física de las secuencias, a la sazón respetable en Anarres, no reconocía, pero que era aún un elemento íntimo, tácito del pensamiento odoniano. Hubiera querido escribir un trabajo que relacionase las ideas de Odo con las concepciones de la física temporal, y en particular la influencia de la reversibilidad causal en las opiniones de Odo sobre el problema de los fines y medios. Pero a los dieciocho años no sabía tanto como para ponerse a escribir un trabajo semejante, y si no se iba pronto de la maldita Polvareda para dedicarse otra vez a la física, nunca podría hacerlo.

De noche, en los campamentos de Proyectos, todo el mundo tosía. Durante el día tosían menos, estaban demasiado ocupados para toser. El polvo era el enemigo de todos, ese polvillo fino y seco que se adhería a la garganta y los pulmones; el enemigo y el mimado de todos, la esperanza. Dust was everyone's enemy, that fine, dry powder that clung to the throat and lungs; the enemy and the darling of all, hope. Antaño, ese mismo polvo había estado posado, opulento y oscuro, a la sombra de los árboles. Quizá, con el trabajo de todos, volviera a ser como antes.

Ella extrae de la piedra la hoja verde, del centro de la roca el agua clara...

Gimar siempre tarareaba la melodía, y ahora, en el calor del atardecer, mientras regresaban al campamento, a través de la llanura, cantaba en alta voz las palabras.

—¿Quién? ¿Quién es «ella»? —preguntó Shevek.

Gimar sonrió. Tenía manchada, salpicada de costras de polvo la ancha cara sedosa, el pelo sucio de polvo, y un olor fuerte y agradable a sudor.

—Yo me crié en Levante del Sur—dijo—. Donde están los mineros. Es una canción de mineros.

—¿Qué mineros?

—¿No lo sabes? La gente que ya estaba aquí cuando llegaron los Colonos. Algunos se quedaron y se unieron a la solidaridad. Extraían el oro, el estaño. Todavía conservan algunas festividades y canciones. El tadde[1] era minero, solía cantarme esta canción cuando yo era niña.

—Bueno, entonces ¿quién es «ella»?

—No sé, es lo que dice la canción. ¿No es acaso lo que hacemos aquí? ¿Haciendo brotar de la piedra las hojas verdes?

—Eso me suena a religión.

—Tú siempre con tus raras palabras librescas. Es sólo una canción. Ah, cuánto me gustaría volver al otro campamento, así podría nadar un rato. ¡Apesto!

—Yo apesto.

—Todos apestamos.

—En solidaridad.

Pero estaban a quince kilómetros de las playas del Temae, y en el campamento sólo se podía nadar en polvo.

Había un hombre en el campamento con un nombre que sonaba parecido al de Shevelt: Shevet. Cuando llamaban a uno respondía el otro.

Shevek sentía una especie de afinidad con él, una relación más íntima que la de fraternidad, a causa de esa semejanza accidental. Un par de veces había notado que Shevet lo observaba. Nunca se habían hablado.

Las primeras décadas de trabajo en el proyecto de replantación forestal habían sido para Shevek un período agotador, de silencioso resentimiento. No tendrían que reclutar para estos proyectos y levas especiales a personas que habían elegido trabajar en campos significativamente funcionales como la física. ¿Acaso no era inmoral hacer un trabajo que a uno no le gustaba? Alguien tenía que hacerlo, pero había tanta gente a la que un trabajo le daba lo mismo que otro, que cambiaba de oficio sin cesar; ellos tendrían que haberse ofrecido como voluntarios. Este trabajo, por ejemplo, podía hacerlo cualquier tonto. En realidad, muchos podrían hacerlo mejor que él. Shevek siempre se había sentido orgulloso de su propia fortaleza, y nunca había dejado de ofrecerse para las «tareas pesadas» en los turnos rotativos de cada diez días; pero aquí era día tras día, ocho horas por día, en el polvo y el calor. Pasaba la jornada entera de trabajo esperando la noche para estar a solas y pensar, pero en el instante en que llegaba a la tienda-dormitorio después de la cena, empezaba a cabecear y dormía como una piedra hasta el amanecer, y nunca le cruzaba por la mente un solo pensamiento.

Encontraba torpes y rústicos a los compañeros de trabajo, y hasta los más jóvenes lo trataban como a un niño. Desdeñoso y resentido, sólo encontraba placer en escribir a sus amigos Tirin y Rovab en un código que habían inventado en el Instituto, una serie de equivalentes verbales de los símbolos de la física temporal. Escritos, los signos parecían un mensaje cifrado, pero en realidad no tenían ningún sentido, a no ser la ecuación o la fórmula filosófica que enmascaraban. Las de Shevek y Rovab eran ecuaciones genuinas. Las cartas de Tirin, muy divertidas, habrían convencido a cualquiera de que se referían a emociones y sucesos reales, pero la física que había en ellas era discutible. Cuando Shevek descubrió que podía elaborar estos enigmas mentales mientras cavaba fosos en la roca con una pala roma en medio de un huracán de polvo, empezó a enviarlos con frecuencia. Tirin le contestó varias veces, Rovab sólo una. Era una muchacha fría; como él sabía muy bien. Pero nadie en el Instituto conocía las desdichas de Tirin. A ellos no los habían enviado, cuando se iniciaban apenas en la investigación independiente, a trabajar en un condenado proyecto de replantación de bosques. En ellos no se desperdiciaba la función primordial. Estaban trabajando: haciendo lo que querían hacer. El no trabajaba. Trabajaban en él.

Sin embargo, había un raro sentimiento de orgullo en lo que uno conseguía hacer de esa manera —en solidaridad—, una extraña satisfacción. Y algunos de los compañeros de trabajo eran en verdad personas extraordinarias. Gimar, por ejemplo. Al principio, la recia hermosura de la muchacha lo había intimidado. Pero ahora se sentía lo bastante fuerte como para desearla.

—Ven conmigo esta noche, Gimar.

—Oh, no—dijo ella.

Lo miró tan sorprendida que Shevek añadió, con cierta dolorida dignidad:

—Creía que éramos amigos.

—Lo somos.

—Entonces...

—Tengo un compañero. Él ha vuelto.

—Podías habérmelo dicho —le dijo Shevek, enrojeciendo.

—Bueno, no se me ocurrió que tenía que hacerlo. Lo siento Shev.

Lo miró tan apesadumbrada que él dijo, no sin cierta esperanza:

—No crees que...

—No. No puedo encararlo así, un poco para él y un poquito para otros.

—Una unión de por vida es contraria a la ética odoniana, me parece — replicó Shevek, en tono áspero y pedante.

—Mierda —dijo Gimar con su voz dulce—. Lo que es malo es tener; compartir es bueno. ¿Qué más puedes compartir que la totalidad de tu persona, tu vida entera, todas las noches y todos los días?

Shevek estaba sentado con las manos entre las rodillas, la cabeza gacha, un muchacho largo, anguloso, desconsolado, inconcluso.

—No soy adecuado para eso —dijo, al cabo de una pausa.

—¿Tú?

—En realidad no he conocido a nadie. Ya ves, ni siquiera te entendí. Estoy aislado. No puedo salir. Nunca podré. Sería absurdo en mí pensar en tener compañía. Esas cosas son para... para los seres humanos...

Con timidez, no recato sexual sino la timidez del respeto, Gimar le puso una mano en el hombro. No para consolarlo. No le dijo que era igual a todos los demás. Le dijo:

—Nunca volveré a conocer a alguien como tú, Shev. Nunca me olvidaré de ti.

De cualquier modo, un rechazo era un rechazo. Pese a la ternura de Gimar, Shevek se separó de ella con el alma maltrecha, resentido.

Hacía mucho calor. Nunca refrescaba excepto a la hora que precede al alba.

El hombre llamado Shevet se acercó una noche a Shevek después de la cena. Era un hombre de treinta años, recio y bien parecido.

—Estoy harto de que me confundan contigo —dijo—. Búscate otro nombre.

Antes, esta agresividad insolente hubiera dejado perplejo a Shevek. Ahora respondió en el mismo tono:

—Cámbiatelo tú, si no te gusta —dijo.

—Tú no eres más que uno de esos aprovechados miserables que van a la escuela para no ensuciarse las manos —dijo el hombre—. Siempre tuve ganas de sacarte a golpes esa mierda de adentro.

—¡No me llames aprovechado! —dijo Shevek, pero no se trataba de una batalla verbal. Shevek le asestó un doble puñetazo, y recibió a cambio varios golpes; tenía los brazos largos y era más temperamental de lo que su adversario suponía: pero fue derrotado. Varias personas se detuvieron a mirar. Vieron que era una pelea justa y poco interesante, y siguieron de largo. La pura violencia no les ofendía ni los atraía. Shevek no pidió ayuda, no era asunto de nadie más que de él. Cuando volvió en sí estaba tendido de espaldas en la oscuridad, entre dos tiendas.

Tuvo un zumbido en el oído derecho durante un par de días y un labio partido que tardó mucho en sanar a causa del polvo, que irritaba todas las heridas. Shevet y él nunca más volvieron a hablarse. Solía ver al hombre desde lejos, en otras fogatas-cocina, sin animosidad. Shevet le había dado lo que tenía que dar, y él había aceptado el don, aunque hasta pasado mucho tiempo no supo aquilatarlo ni apreciarlo. Cuando al fin entendió, no le pareció distinto de otros dones, de otra época. Una muchacha, que se había incorporado recientemente a la cuadrilla, se le acercó como lo hiciera Shevet en la oscuridad, cuando se retiraba de la fogata-cocina; y el labio aún no se le había curado... No recordaba nada de lo que ella le dijo, había bromeado con él, y también entonces Shevek había respondido con naturalidad. Por la noche fueron juntos a la llanura, y ella le dio la libertad de la carne. Era el regalo que ella tenía para él, y él lo aceptó.

Como todos los niños de Anarres, Shevek había tenido experiencias sexuales con chicos y chicas indistintamente, pero todos eran niños en aquel entonces; nunca había llegado más allá de un placer que, suponía, era todo cuanto cabía esperar. Besnum, experta en deleites, le hizo conocer el corazón de la sexualidad, donde no hay rencores, ni ineptitudes, donde los dos cuerpos que pugnan por unirse anonadan el instante, y trascienden el yo, y trascienden el tiempo.

Todo era simple ahora, tan simple y hermoso, allá afuera en el polvo cálido, a la luz de las estrellas. Y los días eran largos, y tórridos, y luminosos, y el polvo tenía el olor del cuerpo de Beshum.

Shevek trabajaba en ese entonces en una cuadrilla de plantadores. Los camiones habían llegado del Noreste cargados de árboles diminutos, millares de plantones cultivados en las Montañas Verdes, el cinturón de lluvias, de más de cuarenta pulgadas anuales de agua.

Cuando terminaron, las cincuenta cuadrillas que habían llevado a cabo los trabajos del segundo año, partieron en los camiones de caja chata, y al alejarse, todos volvieron la cabeza para mirar. Y vieron lo que habían hecho. Una bruma, una leve bruma de verdor flotaba sobre las combas blanquecinas y las terrazas desérticas. Un hálito de vida soplaba cruzando los llanos muertos. Y hubo vítores, y cánticos y gritos de camión a camión. En los ojos de Shevek asomaron unas lágrimas. Pensó: «Ella extrae de la piedra la hoja verde...» A Gimar la habían enviado otra vez, hacía ya tiempo, a Levante del Sur.

—¿Por qué haces muecas? —le preguntó Beshum, apretándose contra él mientras el camión traqueteaba, y acariciándole con fuerza el brazo endurecido, blanqueado por el polvo.

—Mujeres —dijo Vokep, en el paradero de camiones de ganga de estaño, en Poniente del Sur—. Las mujeres se creen tus dueñas. Ninguna mujer es capaz de ser realmente odoniana.

—¿Y Odo misma...?

—Teoría. Y ninguna vida sexual después de que mataron a Asieo ¿no? En todo caso, siempre hay excepciones.