El hombre del labio torcido - 04
Hablemos ahora de los bribones que parecían implicados en el asunto. Al láscar se le conocía como a un hombre de los más indignos antecedentes; pero con respecto al relato de la señora Saint Clair, se sabia que había estado al pie de la escalera pocos segundos antes de que el esposo de ésta apareciera en la ventana, de modo que difícilmente podía haber sido más que un encubridor del crimen. Su defensa consistía en alegar una absoluta ignorancia y en protestar que nada sabía de los actos de Hugo Boone, su inquilino, y que no podía explicarse en manera alguna la presencia allí de las ropas del caballero a quien se buscaba.
Esto, en cuanto al láscar. Veamos ahora al siniestro tullido que vive en el segundo piso del fumadero de opio, y que es positivamente el último ser humano cuyos ojos han visto a Neville Saint Clair. Se llama Hugo Boone, y su repugnante cara es familiar a cuantas personas transitan a menudo en la City. Es mendigo de profesión, aunque para evadirse de los reglamentos de policía finge dedicarse a la venta de cerillas. Habrá notado usted que a corta distancia, en la calle Threadneedle, a mano izquierda, hay un pequeño ángulo en la pared. Allí se sienta diariamente aquel ser, con las piernas cruzadas, y sobre ellas su corta provisión de fósforos, y como da lástima al verle, una pequeña lluvia de limosnas cae en la grasienta gorra de cuero que yace en el suelo delante de él. Más de una vez me he fijado en el sujeto antes de pensar en que lo conocería personalmente, y me ha sorprendido la abundancia de la cosecha que hacía en poco tiempo.
Su aspecto es tal, que nadie puede pasar por delante de él sin mirarle. Una mata de cabellos color de naranja, una pálida cara desfigurada por un horrible costurón que, al contraerse, ha torcido hacia arriba el borde externo de su labio superior, una mandíbula de Bull—dog, y un par de ojos obscuros muy penetrantes que presentan un singular contraste con el color de su cabello, todo lo distingue de la muchedumbre común de mendigos, y también lo distingue su vivacidad, pues siempre tiene lista una réplica para cuando algún transeúnte le arroja cualquier objeto inservible en vez de una moneda. Tal es el hombre que ahora hemos sabido era inquilino del fumadero y última persona que vió al caballero en cuya busca estamos.
—¡Pero un tullido!—dije.—¿Qué podría haber hecho solo, contra un hombre en la fuerza de la edad?
—Es un tullido en el sentido de que sólo mueve una pierna para andar, pero, en otros respectos, parece ser hombre forzudo y ágil. La experiencia médica de usted, Watson, debe haber enseñado a usted que la debilidad de un miembro está a menudo compensada por una fuerza excepcional en los otros.
—Ruego a usted que continúe su narración.
—La señora Saint Clair se había desmayado a la vista de la sangre de la ventana, y un agente de policía la acompañó en un coche a su casa pues su presencia no podía ayudarle en sus investigaciones! El inspector Bartón, que estaba encargado del caso, hizo un examen muy minucioso del local, pero sin encontrar nada que arrojara luz en el asunto. Se cometió un error al no arrestar a Boone inmediatamente, y dejársele algunos minutos durante los cuales pudo haberse comunicado con su amigo el láscar, pero esta falta fue remediada pronto: se le prendió y se le registró, y nada se le encontró que pudiera acusarle. Cierto es que en la manga derecha de su camisa había varias manchas de sangre, pero él señaló su dedo anular, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, agregando que había estado en la ventana no mucho antes, y que las gotas de sangre que se habían visto allí habían caído indudablemente también de su dedo.
Negó rotundamente haber visto nunca al señor Neville Saint Clair, y juró que la presencia de las ropas de éste en su cuarto eran para él un misterio tan grande como para la policía. En cuanto al aserto de la señora Saint Clair, de que había visto a su esposo en la ventana, declaró que la señora debía estar loca ó soñando. Se le condujo, entre protestas ruidosas de su parte, a la comisaría de policía, y el inspector se quedó en la casa, con la esperanza de que la marea baja pudiera proporcionarle algún nuevo dato..
Y así fue, aunque lo que apareció en el lado de la orilla no era lo que el inspector esperaba: el saco de Neville Saint Clair, apareció al bajar la marea. ¿Y qué cree usted que había en los bolsillos?
—No me lo imagino.
—No, no creo que acertaría usted a adivinarlo. En todos los bolsillos peniques y medios peniques: cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No era de maravillarse el que el agua no se le hubiera llevado. Pero un cuerpo humano es otra cosa. Entro la casa y el muelle se forma un violento remolino, y es muy creíble que el pesado saco se quedó cuando el cadáver fue arrastrado al río.
Pero entiendo que todas las demás ropas fueron halladas en el cuarto. Estaría el cadáver vestido solamente con un saco?
—No, señor; pero los hechos pueden ser contemplados desde otro punto de vista. Supongámonos que ese Boone haya arrojado a Neville Saint Clair por la ventana: no hay ser viviente que pueda haberlo visto. ¿Qué habrá hecho después? Por supuesto que lo primero que se le ocurriría sería deshacerse de las ropas que podían denunciarle.
Tomaría, pues, el saco, y en el momento de ir a lanzarlo hacia afuera, pensaría que éste sobrenadaría y no se hundiría. Pero el hombre tiene poco tiempo, pues ha oído el ruido de abajo, cuando la esposa trata de abrirse paso hacia arriba, y quizás su camarada el láscar le ha advertido que la policía viene precipitadamente por la calle. No hay un instante que perder. Se precipita a algún secreto escondrijo donde ha acumulado el fruto de su mendicidad, y mole cuantas monedas pueden empuñar sus manos, en los bolsillos, para estar seguro de que éste se hundirá.
Arroja afuera el saco, y lo mismo habría hecho con las otras ropas, a no haber oído el ruido de los pasos que subían y que sólo le dejaron tiempo para cerrar la ventana antes de que la policía apareciera.
—La versión parece ciertamente creíble.
—Consideraremos tal hipótesis como buena a falta de otra mejor. Boone, como he dicho a usted, fue arrestado y llevado a la estación, pero no se pudo comprobar que antes hubiera habido la menor cosa en su contra. Durante años no se le había conocido como un mendigo profesional, pero parecía haber llevado una vida muy tranquila e inocente. En ese estado se hallan actualmente las cosas, y los puntos que tienen que ser resueltos; lo que hacía Neville Saint Clair en el fumadero, lo que le sucedió estando allí, donde está ahora, y lo que Hugo Boone tiene que hacer con su desaparición, están ahora tan lejos de su solución como en el primer momento. Yo confieso que no recuerdo haber tenido que hacer en un asunto que pareciera tan sencillo a primera vista, y que, sin embargo, presentara tantas dificultades.