Capítulo 2. Adversarios políticos
—¡Mueran los gachupines!
—¡Mueran...!
Una multitud de personas caminan por las calles. Van al Circo
Harris, al final del parque. Algunas parejas de policías a caballo vigilan
esa multitud que grita a favor de la libertad. Además, hay espías
del Tirano entre la gente. Reciben con aplausos la aparición de los
oradores. Venían en grupo, rodeados de estudiantes con banderas,
y saludaban agitando los sombreros. Unos grupos con banderas
y bengalas se paran delante de las puertas del Casino español y
gritaban por desafío:
—¡Viva Don Roque Cepeda!
—¡Viva el libertador del indio!
—¡Vivaaa!...
—¡Muera la tiranía!
—¡Mueraaa!...
—¡Mueran los gachupines!
—¡Mueran!...
Dentro del casino los socios están celebrando una reunión con
decisiones secretas. Oyen los gritos y algunos quieren salir a responder
a los rebeldes. Todos se asoman a los balcones y chillan a la gente de
abajo:
—¡Viva España!
—¡Viva el General Banderas, nuestro héroe!
—¡Viva el comercio honrado!
En la calle, una tropa de caballos ataca con sables a la multitud, que
huye hacia el Circo. Los españoles, contentos, vuelven a sus actividades:
unos juegan al billar, otros leen o duermen en los sillones. Don Celes
habla con dos conocidos: Míster Contum, aventurero yanqui con
negocios de minería, y don Teodosio un terrateniente español muy
rico, pero poco inteligente, que es defensor de la autoridad que ataca a
los revolucionarios. Don Celes dice:
—El gobierno del General Banderas respeta todas las opiniones
políticas. Ha permitido ese mitin en el circo. El General Banderas no
teme la discusión, autoriza el debate. Los ciudadanos tienen derechos
en este país, pero tienen que ser pacíficos.
Don Teodosio responde:
—¡Los revolucionarios merecen la cárcel!
Míster Contum consulta su reloj:
—Quiero oír sus discursos. Me interesan las palabras de Don
Roque Cepeda.
—¡Un loco! Un hombre rico como nosotros que se une a los
miserables de la revolución.
Don Teodosio está furioso, pero don Celes le responde:
—Roque Cepeda es un idealista.
—Pues que lo metan en la cárcel
—No, no, tiene que estar libre. Así vemos todos que sus ideas van
a fracasar.
Don Teodosio mueve la cabeza:
—Ustedes no saben que los indios del campo siguen las enseñanzas
de esos locos. El indio es malvado por naturaleza, nunca agradece
la bondad del patrón, parece bueno, pero está afilando el cuchillo.
Solo con los golpes obedece. Además, trabaja menos y se emborracha
más que el negro de las Antillas. Yo he tenido negros, y les aseguro
que son mejores y más fuertes que los indios de estas Repúblicas del
Océano Pacífico.
Míster Contum se ríe:
—Dice usted que los indios son débiles, pero llevan viviendo
muchos siglos en estas tierras que son muy duras. Es verdad que
ahora con los amos blancos este Paraíso es más duro que antes.
Don Celes se da aire con un abanico y dice:
—El indio no puede recibir tierras ni tener los mismos derechos
que los blancos. Es flojo y alcoholizado, necesita el látigo del blanco
que le hace trabajar y servir a los fines de la sociedad.
El yanqui estaba preocupado por sus negocios mineros:
—Está usted muy seguro, don Celes del fracaso de estas ideas,
pero yo veo un peligro real en estas Repúblicas.
Don Celes se siente patriota, se toca la gran cadena que lleva en
la tripa y dice:
—En estas Repúblicas debe haber una civilización. Nuestra Madre
Patria, España, no nos abandona nunca.
Míster Contum no está de acuerdo:
—Los ricos van a seguir teniendo el poder gracias a los barcos y a
los cañones de los Estados Unidos de Norteamérica.
Lejos se oye gritar a los indios en las farolas que rodean el mitin:
—¡Muera el Tío Sam!
—¡Mueran los gachupines!
—¡Muera el yanqui!
La lona del Circo Harris estaba tendida entre las ramas de los árboles
y los focos que iluminan el parque. Hay parejas de gendarmes que
recorren con sus paseos y sus bigotes las puertas iluminadas. Ha venido
mucha gente del pueblo a escuchar a los oradores. Vemos a grupos
populares parados en las avenidas del parque: hacen ruido y están
impacientes. Hay capataces con poncho y machete, campesinos
indios de las montañas, mendigos y criollos con sombreros.
El orador pronunciaba su discurso:
—Las antiguas colonias españolas deben volver a su pasado
americano. Tenemos que olvidar el Viejo Continente y su corrupción.
El catolicismo y las desigualdades nos condenan a ser un país atrasado
y pobre. Nuestro futuro es una sociedad donde todos somos iguales
y hermanos.
La gente aplaudió con fuerza y una voz gritó:
—¡Viva tu madre!
De repente, se oyen gritos y la gente se pone nerviosa. Los
gendarmes sacaban a un cholo con la cabeza abierta de un sablazo.
El orador continúa:
—Los hijos de los antiguos amos españoles conservan todos
los privilegios de las antiguas leyes coloniales. Los libertadores de
nuestra patria no han podido destruirlas, y los indígenas sufren la
esclavitud. Nuestra América se ha independizado de España, pero no
de leyes injustas, y el indio sigue sufriendo bajo el látigo del capataz.
Tenemos la obligación, como revolucionarios, de liberar a los indios.
En nuestra tierra debe haber justicia. En todo el Océano Pacífico,
el mar que nos une a otros países hermanos, se oyen las mismas
voces de fraternidad y de protesta. Los países europeos son ricos
gracias a guerras y conquistas. En todos los siglos, tenían esclavos
que trabajaban para ellos. No sienten vergüenza de sus crímenes, y
su lujo se basa en la esclavitud. La herencia que nos han dejado son
los pobres oprimidos. Nosotros somos revolucionarios políticos,
queremos crear una patria nueva. Un país gobernado por el amor y la
paz donde todos los hombres son iguales.
El discurso vuelve a pararse. Una multitud de españoles llega al
circo y empieza a gritar:
—¡Desgraciados revolucionarios!
—¡No respetáis la ley ni nada!
—¡A vuestras aldeas, no os queremos en la ciudad!
—¡Muera los pobres!
Empiezan a pegar con garrotes a las personas que asisten al
mitin. Los gendarmes los ayudan. Los espías disfrazados del Tirano
también. La gente responde a sus gritos y los insultos salen de una
parte y de otra:
—¡Malditos gachupines, muera la tiranía!
—¡Muerte a los revolucionarios! ¡Sois unos sucios miserables!
—¡Viva Don Roque!
—¡A la cárcel todos los indios!
—¡Mueran los asquerosos extranjeros!
Los gendarmes comenzaban a repartir sablazos. Se rompen algunos
faroles, se oyen gritos, hay manos en alto, caras ensangrentadas. Las
luces se apagan. La gente se marcha corriendo del Circo Harris.
Unas horas después, Tirano Banderas está hablando con el jefe de
policía en su cuartel.
—¿Cómo ha ido el mitin del Circo?
—El primer orador dijo cosas de la liberación del indio y de una
sociedad de hombres iguales y hermanos. Tonterías.
—¿Quién habló después?
—Nadie. Llegó un grupo de gachupines, hubo pelea y los
gendarmes intervinieron.
—¿Han detenido a muchos?
—Sí claro y dieron muchos sablazos y estacazos. Su jefe, don
Roque, está en la comisaría.
—Que pase la noche en la prisión. Mañana voy a sacarlo yo mismo.
¿Y qué pasa con la otra cosa que tenemos entre manos? ¿Se acuerda
del asunto que hablamos, sobre el señor embajador de España?
—Esta misma tarde hemos hecho algún trabajo.
—Le felicito por la rapidez. Cuénteme la situación.
—Hemos atrapado a un torero que se llama Currito-Mi-Alma.
En su casa tenía vestidos de mujer, pelucas y muchas cartas. Las
hemos leído y así hemos sabido muchas cosas interesantes sobre el
embajador. Currito es su amante. Las mujeres no le interesan
—¡Qué asco! Son buenas noticias. Así lo tenemos dominado. No
puede hacer nada o lo contamos todo. Quiero que liberen al torero.
Así le cuenta al embajador las cosas que sabemos. Seguro que ahora
no apoya la protesta de los otros diplomáticos.
El jefe de policía se marcha y entra don Celestino.
—Siento la espera. ¿Habló usted con el embajador?
—Sí, hablé con Benicarlés. Sus ideas sobre política no son las de la
gente de aquí. No me escuchó, jugaba con su perro.
—No entiendo, no defiende a los españoles de Santa Fe. Los
revolucionarios les quieren quitar todas sus tierras.
—No explica nada. Solo quiere seguir a los otros embajadores.
—Tiene usted que hablar otra vez con él. Dígale que ha de cambiar
de opinión.
—No me escucha.
—Cuéntele que la policía tiene unas cartas que dicen que hace
fiestas prohibidas con otros hombres en la embajada. Seguro que
cambia de idea y no apoya a los otros.
—¡Estoy horrorizado! España nos manda gente depravada…
Don Celes se va también y Santos Bandera manda llamar a su
ministro de Justicia, el Licenciado Carrillo.
—Señor Licenciado, tenemos una deuda con la vieja dueña del bar.
Hay que castigar al coronelito Domiciano de la Gándara. No sé qué
hacer. Si no hago nada, la vieja dice que no hay justicia. Si lo castigo
puede pasarse a los revolucionarios. Deme un consejo. Piénselo con
sus colaboradores y dígame qué debo hacer.
El ministro va a su despacho y habla con sus secretarios
—Es una cuestión difícil, sin duda.
—Tenemos que adivinar qué quiere hacer el general. Si le decimos
algo que no quiere hacer, nos manda a la cárcel, o algo peor.
—Gándara ha luchado siempre al lado de Banderas, es su compañero
de batallas.
—Otros militares pueden enfadarse viendo que castigan a uno de
los suyos.
—No, todos le tienen miedo al general.
—El presidente del país no tiene amigos, solo le importa gobernar.
—Es verdad, tiene que defender la justicia.
—Yo creo que esa no es la razón.
—¿Cuál es entonces?
—Sus espías le han dicho que el coronelito Gándara está en
contacto con los revolucionarios. Dicen que quiere sustituir al general
como dueño de la nación. Es un conspirador.
—Banderas quiere aprovechar la ocasión para encerrarlo o matarlo.
—Está claro. Le aconsejamos que lleve a la cárcel al coronel.
El ministro vuelve a ver al Tirano. Este está mirando el cielo y le dice:
—Faltan cinco días para ver el cometa que anuncian los astrónomos
europeos. Solo porque nos lo dicen los extranjeros lo sabemos.
Tampoco los cielos saben nada de nuestras revoluciones. Estamos en
paz. Nuestro atraso científico es enorme. Licenciadito, haga una ley
para comprar un buen telescopio para la Escuela militar.
En ese momento, entra dando gritos en la habitación una mujer
joven. Va mal vestida, despeinada, tiene ojos de animal salvaje. En
la sala todos se quedan callados, la conversación se detiene. Tirano
Banderas la mira un rato, luego va hacia ella con cara de enfadado.
En la puerta están parados dos criadas que venían persiguiendo a la
chica. No se atreven a entrar, por miedo al castigo de Banderas. El
general les chilla:
—¡Sois unas inútiles! Tenéis que vigilar a la niña. Os he dicho que
no puede salir de su habitación. No servís para nada.
Las dos figuras no hablan: son como unas estatuas delante de la puerta. Tirano Banderas se acerca a la joven de la camisa. Está en un
rincón y con gestos de loca se clava las uñas en el pelo y no deja de
aullar.
—Manolita, obedece y vete a tu habitación.
Aquella desgraciada era la hija de Tirano Banderas: joven, casi una
niña, tenía la piel morena y todo el país sabía que estaba loca. Su
padre la tenía encerrada, así no la ve nadie. La chica, con su expresión
inmóvil, se marchó con los criados, que le decían que se ha portado
mal.
Tirano Banderas empezó a pasear por la sala, y hablaba en voz
baja. Los demás no decían nada. Después de un rato, se volvió hacia
ellos, hizo un gesto como de fantasma y dijo:
—Entonces, ministro ¿qué me aconseja?
El Licenciadito le dijo que Gándara era un ladrón y debía recibir
un castigo. Él, el general, debía defender la justicia y la patria. No
dijo nada sobre que no era buen amigo y que quería sustituirlo en la
presidencia. Banderas sabía todo eso muy bien,
—De acuerdo. A mi compadre, es prudente arrestarlo esta
noche, sin falta. Dé las órdenes al Licenciado Nacho Veguillas.
Y empezó a subir la escalera, para ir a su habitación.