11. El Peñón del castillo (2)
Desde lo alto de los pináculos llegó un grito repentino, y tras él la imitación de un grito de guerra al cual contestaron una docena de voces tras el peñón.
–Dame la caracola y quédate quieto. – ¡Alto! ¿Quién va?
Ralph echó la cabeza hacia atrás y pudo adivinar el oscuro rostro de Roger en la cima. – ¡Sabes muy bien quién soy! – gritó – ¡Deja de hacer tonterías!
Se llevó la caracola a los labios y empezó a sonarla. Aparecieron unos cuantos salvajes, que comenzaron a bajar por el saliente en dirección al istmo; sus rostros pintarrajeados les hacían irreconocibles. Llevaban lanzas y se preparaban para defender la entrada. Ralph siguió tocando, sin hacer caso del terror de Piggy.
–Andad con cuidado…, ¿me oís? – gritaba Roger.
Ralph apartó por fin los labios de la caracola y se paró a recobrar el aliento. Sus primeras palabras fueron un sonido entrecortado pero perceptible. -…a convocar una asamblea.
Los salvajes que guardaban el istmo murmuraron entre sí sin moverse. Ralph dio unos cuantos pasos hacia delante. A sus espaldas susurró una voz con urgencia:
–No me dejes solo, Ralph.
–Arrodíllate – dijo Ralph de lado – y espera hasta que yo vuelva.
Se detuvo en el centro del istmo y miró de frente a los salvajes. Gracias a la libertad que la pintura les concedía, se habían atado el pelo por detrás y estaban mucho más cómodos que él. Ralph se prometió a sí mismo atarse el pelo de la misma manera cuando regresase. En realidad sentía deseos de decirles que esperasen un momento y atárselo allí mismo, pero eso era imposible. Los salvajes prorrumpieron en burlonas risitas durante unos instantes, y uno de ellos señaló a Ralph con su lanza. Roger se inclinó desde lo alto para ver lo que ocurría, después de apartar su mano de la palanca. Los muchachos que aguardaban en el istmo parecían estar dentro de un charco formado por sus propias sombras, del que sólo sobresalían las greñas de las cabezas. Piggy seguía agachado; su espalda era algo tan informe como un saco.
–Voy a reunir la asamblea.
Silencio.
Roger cogió una piedra pequeña y la arrojó entre los mellizos con intención de fallar.
Ambos se estremecieron y Sam estuvo a punto de caer a tierra. Una extraña sensación de poder empezaba a latir en el cuerpo de Roger.
Ralph habló de nuevo, elevando la voz:
–Voy a reunir la asamblea.
Les recorrió a todos con la mirada. – ¿Dónde está Jack?
Los muchachos se agitaron y consultaron entre sí. Un rostro pintado habló con la voz de Robert.
–Está cazando. Y ha dicho que no os dejemos entrar.
–He venido por lo del fuego – dijo Ralph – y por lo de las gafas de Piggy.
Los que formaban el grupo frente a él se agitaron como una masa flotante, y sus risas ligeras y excitadas resonaron entre las altas rocas y fueron devueltas por estas.
Una voz habló a espaldas de Ralph. – ¿Qué quieres?
Los mellizos saltaron al otro lado de Ralph y quedaron entre él y la entrada. Ralph se volvió rápidamente. Jack, reconocible por la fuerza de su personalidad y la melena roja, venía del bosque. A cada lado de él se arrodillaba un cazador. Los tres se escondían tras las máscaras negras y verdes de pintura. En la hierba, detrás de ellos, habían depositado el cuerpo ventrudo y decapitado de una jabalina.
Piggy gimió: – ¡Ralph! ¡No me dejes solo!
Abrazó la roca con grotesco cuidado, apretándose contra ella, de espaldas al mar y a su ruido de succión. Las risas de los salvajes se convirtieron en abierta burla.
Jack gritó por encima de aquel ruido:
–Ya te puedes largar, Ralph. Tú quédate en tu lado de la isla. Éste es mi lado y esta es mi tribu. Así que déjame en paz.
Las burlas se desvanecieron.
–Birlaste las gafas de Piggy – dijo Ralph excitado – y tienes que devolverlas. – ¿Ah sí? ¿Y quién lo dice? Ralph se volvió a él con violencia. – ¡Lo digo yo! Para eso me votasteis como jefe, ¿Es que no has oído la caracola? Fue un jugada sucia…, te habríamos dado fuego si lo hubieras pedido…
La sangre le acudió a las mejillas y su ojo lastimado le parecía a punto de estallar.
–Podías haber pedido fuego cuando quisieras, pero no: tuviste que venir a escondidas, como un ladrón, a robarle a Piggy sus gafas. – ¡Di eso otra vez! – ¡Ladrón! ¡Ladrón! Piggy chilló: – ¡Ralph! ¡Que estoy aquí!
Jack se lanzó contra Ralph y estuvo a punto de clavarle en el pecho su lanza. Ralph adivinó la dirección del arma por la posición del brazo de Jack y pudo esquivarla con el mango de su propia lanza. Después dio vuelta a su lanza y asestó a Jack un golpe cortante en la oreja. Cuerpo a cuerpo, respiraban fuertemente, se empujaban y devoraban con la mirada. – ¿A quién has llamado ladrón? – ¡A ti!
Jack se libró y blandió la lanza contra Ralph. Ambos usaban ahora las lanzas como sables, sin atreverse a emplear las mortales puntas. El golpe se deslizó por la lanza de Ralph hasta llegar dolorosamente a sus dedos. Estaban de nuevo separados en posiciones invertidas: Jack del lado del Peñón del Castillo y Ralph hacia la isla. Ambos respiraban aguadamente.
–Vamos, atrévete…
–Atrévete tú…
Se enfrentaban ferozmente, pero se mantenían a una distancia discreta. – ¡Tú atrévete y verás! – ¡Tú atrévete…!
Piggy, pegado al suelo, intentaba llamar la atención de Ralph. Ralph se acercó e inclinó, sin apartar de Jack la mirada.
–Ralph… acuérdate a lo que vinimos. El fuego. Mis gafas.
Ralph asintió. Aflojó sus tensos músculos, se calmó y clavó en el suelo el mango de la lanza. Jack le miraba herméticamente a través de su pintura. Ralph alzó la vista hacia los pináculos, después la volvió al grupo de salvajes.
–Escuchadme. Os voy a decir a lo que hemos venido. Primero, tenéis que devolver las gafas de Piggy. No puede ver sin ellas. Así no se juega…
La tribu de salvajes pintados se agitó en risas y la mente de Ralph vaciló. Se echó el pelo hacia atrás y contempló la máscara verde y negra frente a él, intentando recordar el verdadero aspecto de Jack.
Piggy murmuró:
–Y lo del fuego.
–Ah, sí. En cuanto a lo del fuego, lo vuelvo a decir. Y llevo repitiéndolo desde que caímos en la isla. Alzó su lanza y señaló a los salvajes.
–La única esperanza es mantener una hoguera de señal para que se vea mientras haya luz. Así puede que un barco vea el humo y venga a rescatarnos y llevarnos a casa.
Pero sin ese humo vamos a tener que esperar hasta que se acerque un barco por casualidad. Podríamos pasarnos años esperando; hasta hacernos viejos…
La risa trémula, cristalina e irreal de los salvajes regó el aire y se desvaneció en la lejanía. Una ráfaga de ira sacudió a Ralph. Su voz se quebró. – ¿Es que no lo entendéis, imbéciles pintarrajeados? Nosotros cuatro – Sam, Eric, Piggy y yo – no somos bastantes. Tratamos de mantener viva la hoguera, pero no pudimos. Y vosotros aquí no hacéis más que jugar a la caza…
Señaló el lugar, detrás de ellos, donde el hilo de humo se dispersaba en una atmósfera de nácar. – ¡Mirad eso! ¿A eso le llamáis una hoguera de señal? Eso es una fogata para cocinar.
Y ahora comeréis y ya no habrá humo. ¿Es que no lo entendéis? Puede que haya un barco allá fuera…
Calló, vencido por el silencio y la disfrazada anonimidad del grupo que defendía la entrada. El Jefe abrió una boca sonrosada y se dirigió a Sam y Eric, que estaban entre él y su tribu.
–Vosotros dos. Echaos hacia atrás.
Nadie le respondió. Los mellizos, asombrados, se miraron uno al otro, mientras Piggy, tranquilizado por el cese de la violencia, se levantaba con precaución. Jack miró a Ralph y después a los mellizos. – ¡Cogedles!
Nadie se movió. Jack gritó enfurecido: – ¡He dicho que les cojáis!
El grupo enmascarado se movió nerviosamente y rodeó a Samyeric. De nuevo corrió la cristalina risa.
Las protestas de Samyeric brotaron del corazón del mundo civilizado. – ¡Por favor! – ¡…en serio!
Les quitaron las lanzas. – ¡Atadles!
Ralph gritó, consternado, a la negra y verde máscara: – ¡Jack!
–Vamos, atadles.
El grupo de enmascarados sintió por vez primera la realidad física ajena de Samyeric, y el poder que ahora tenían. Excitados y en confusión derribaron a los mellizos. Jack estaba inspirado. Sabía que Ralph intentaría rescatarles. Giró en un círculo sibilante la lanza y Ralph tuvo el tiempo justo para esquivar el golpe. Detrás de ellos, la tribu y los mellizos eran un montón agitado y ruidoso. Piggy se agazapó de nuevo. Momentos después, los mellizos estaban en el suelo, atónitos, rodeados por la tribu. Jack se volvió hacia Ralph y le dijo entre dientes: – ¿Ves? Hacen lo que yo les ordeno.
De nuevo se hizo el silencio. Los mellizos se hallaban en el suelo, atados burdamente, y la tribu observaba a Ralph, en espera de su reacción.
Les contó a través de su melena y lanzó una mirada al estéril humo. Su cólera estalló.
Gritó a Jack: – ¡Eres una bestia, un cerdo y un maldito… un maldito ladrón!
Se abalanzó.
Jack comprendió que era el momento crítico e hizo lo mismo. Chocaron uno contra el otro y el propio choque los separó. Jack lanzó un puñetazo a Ralph que le llegó a la oreja.
Ralph alcanzó a Jack en el estómago y le hizo gemir. De nuevo quedaron cara a cara, jadeantes y furiosos, pero sin impresionarse por la ferocidad del contrario. Advirtieron el ruido que servía de fondo a la pelea, los vítores agudos y constantes de la tribu a sus espaldas.
La voz de Piggy llegó hasta Ralph.
–Deja que yo hable.
Estaba de pie, en medio del polvo desencadenado por la lucha, y cuando la tribu advirtió su intención los vítores se transformaron en un prolongado abucheo.
Piggy alzó la caracola; el abucheo cedió un poco para surgir después con más fuerza. – ¡Tengo la caracola! Volvió a gritar: – ¡Os digo que tengo la caracola!
Sorprendentemente, se hizo el silencio esta vez; la tribu sentía curiosidad por oír las divertidas cosas que diría.
Silencio y pausa; pero en el silencio, un extraño ruido, como de aire silbante, se produjo cerca de la cabeza de Ralph. Le prestó atención a medias, pero volvió a oírse. Era un ligero «zup». Alguien arrojaba piedras; era Roger, que aún tenía una mano sobre la palanca. A sus pies, Ralph no era más que un montón de pelos y Piggy un saco de grasa.
–Esto es lo que quiero deciros, que os estáis comportando como una pandilla de críos.
Volvieron a abuchearle y a guardar silencio cuando Piggy alzó la blanca y mágica caracola. – ¿Qué es mejor, ser una panda de negros pintarrajeados como vosotros o tener sentido común como Ralph?
Se alzó un gran clamor entre los salvajes. De nuevo gritó Piggy: – ¿Qué es mejor, tener reglas y estar todos de acuerdo o cazar y matar?
De nuevo el clamor y de nuevo: «¡Zup!». Ralph trató de hacerse oír entre el alboroto. – ¿Qué es mejor, la ley y el rescate o cazar y destrozarlo todo?
Ahora también Jack gritaba y ya no se podían oír las palabras de Ralph. Jack había retrocedido hasta reunirse con la tribu y constituían una masa compacta, amenazadora, con sus lanzas erizadas. Empezaba a atraerles la idea de atacar; se prepararon, decididos a llevarlo a cabo y despejar así el istmo. Ralph se encontraba frente a ellos, ligeramente desviado a un lado y con la lanza preparada. Junto a él estaba Piggy, siempre en sus manos el talismán, la frágil y refulgente belleza de la caracola. La tormenta de ruido les alcanzó como un conjuro de odio. Roger, en lo alto, apoyó todo su peso sobre la palanca, con delirante abandono.
Ralph oyó la enorme roca mucho antes de verla. Sintió el temblor de la tierra a través de las plantas de los pies y oyó el ruido de las piedras quebrándose sobre el acantilado.