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Viaje a la Alcarria - Cela, VIII DEL ARROYO DE LA SOLEDAD AL ARROYO EMPOLVEDA

VIII DEL ARROYO DE LA SOLEDAD AL ARROYO EMPOLVEDA

El viajero, antes de comer, sale de Budia a orilla del arroyo de Lapelos, que va a dar al Tajo. Había pensado volver a Durón por el mismo camino por el que subiera hasta Budia, pero cambia de parecer y se mete por el monte, a veces por sendas casi borradas, para acercarse hasta El Olivar. Después bajará otra vez hasta Durón a tomar la carretera.

El Olivar está a media legua de Budia, monte arriba. Es un pueblo miserable, perdido en la sierra, en tierra de lobos y rodeado de barrancos.

Un pastor guarda la majada en el hocino de un arroyo. Es un hombre cincuentón, barbaján, con la piel curtida, que habla poco al principio, hasta que se va animando. Se llama Roque y ha cazado un garduño a palos, un garduño que enseña al viajero.

—¿Cuánto me da?

—Pida usted.

—No, yo no pido.

El hombre tira el garduño.

—Ya me dará algo, si se lo quiere llevar.

—¿Hacen dos duros?

El pastor abre unos ojos de asombro.

—¡Vengan!

El viajero saca dos duros, se los da al pastor y toca el garduño con el pie.

—Ya es mío.

—Espere usted que se lo desuelle. Así pronto hiede.

El pastor le quita la piel con maestría, en un abrir y cerrar los ojos. Después le da tres o cuatro navajazos en el pecho en carne viva y se lo tira a los perros, que lo devoran con ansia, gruñendo sin parar un momento.

El viajero, que ha repostado en Budia, abre el morral para comer.

—¿Se puede beber esta agua?

—Yo no he reventado.

El viajero abre una lata de escabeche y se la ofrece al pastor.

—Ya he comido.

—No importa.

—Bueno.

El pastor se la come y después se bebe el aceite. El viajero abre otra lata; se equivocó al pensar que con aquélla iba a haber bastante para los dos. La lata decía por fuera, entre otras cosas: “Peso neto, 750 gramos ”. Después bebe un cuenco de leche que le da el pastor.

—Nunca falta una artuña que nos mantenga.

Sobre el hocino hay un balcón natural desde el que se ve el Tajo. El viajero sube con el pastor, y las ovejas, mientras tanto, se quedan con los perros.

—No se ha de perder ninguna, descuide usted.

Todo el gobierno es cosa del adalid.

El viajero y el pastor, en la subida, cambian un trozo de cecina por dos naranjas. Después beben un trago de la cantimplora.

—Bonita vista.

—Sí, eso dicen. Oiga, ¿usted es de Guadalajara, por un casual?

—No, ¿por qué?

—Por nada; todos los de Guadalajara, cuando suben hasta aquí, dicen lo mismo.

El viajero hace como que no oye y se pone a hablar de lo bueno que debe ser el terreno de orillas del río.

—Sí, señor, ¡ya lo creo! Ese terreno sí que es bueno; aquí, ¿sabe usted?, lo pobre es la sierra; en cuanto que usted baja hasta el llano ya empieza a encontrarse un terreno muy alegre, muy agradecido.

—¿Y lo cultivan bien?

—Sí, señor, sí, tan bien como en cualquier lado, por no decir mejor.

El viajero, mientras baja, hablando y fumando un pitillo con el pastor, ve a lo lejos un niño con aire salvaje, con el pelo cayéndole sobre la nuca y el pecho al aire. El niño está parado, de pie sobre una piedra, a unos cien pasos de distancia. El viajero lo llama y el niño ni se mueve, ni contesta. El pastor aconseja al viajero que lo deje.

—No le haga caso, yo lo conozco bien. Ése es uno de El Olivar que le dicen Saturnino. Anda siempre por ahí, a ver lo que caza. Es un chico muy guitarra, muy retoriquero; es un buen pardal. Yo, el año pasado, a poco más lo derribo de un cantazo. Me faltaron dos corderuelos de socesto y para mí que fue él quien se los llevó.

—¿Y está siempre en el monte?

—Sí, señor, siempre; es igual que un garduño, hasta tiene el pelo del garduño. Pero lo que yo digo, ya lo domarán en las quintas. Vamos, si está apuntado; ése, a lo mejor, ni está apuntado.

El viajero, de vuelta a la majada, se despide de su amigo Roque y sale en busca de Durón. El pueblo no se ve hasta que se está encima. El viajero se ha desviado un poco y llega al pueblo por el monte de Trascastillo, a cuya falda va el paso del Tirador, por donde cruzó el día anterior, ya de noche, camino de Budia. La ladera del Trascastillo es muy escarpada, casi cortada a pico; hay un momento en que parece que se va a poder dar un salto hasta el monte Castillo de Maraña. La bajada hay que hacerla con calma, para no rodar y romperse las costillas, y el viajero, hacia mitad del camino, se sienta a descansar un rato. Por el paso del Tirador, al lado de la carretera, corre el arroyo de la Soledad, con unas praderitas a las márgenes, casi tapadas por la arboleda; es un paisajito muy bucólico que parece sacado de un tapiz.

Durón es un pueblo que está en tres pedazos, dos en la ladera, y otro, más pequeño, a orilla del camino que tomará el viajero y al lado de la huerta.

A la puerta de las casas el viajero ve, como la tarde anterior, el mismo grupo de hombres y de mujeres, la misma turbulenta nube de niños. Durón es un pueblo donde la gente es abierta y simpática y trata bien al que va de camino; al viajero se le muestra curiosa e incluso amable. Es gracioso observar lo distintos que son, a tan escasa distancia unos de otro, los budieros de los durones; en Durón la gente habla y ríe y se muestra propicia.

—Si llega usted a Pareja no deje de subir a Casasana, es mi pueblo.

Quien habla es una mujer joven, madre de un niño de dos años que se sube a un carro que allí hay, en la cuneta, se cae, llora un poco, se vuelve a subir, vuelve a caerse, llora otro poco y, según explican al viajero, se pasa así la tarde. De vez en cuando la madre le da un azote en el culo y entonces el niño llora más fuerte durante unos momentos, da un paseíto gritando por entre la gente y, como es natural, se sube de nuevo al carro.

—Mi madre es la que tiene la posada, dígale usted que me ha visto y que estoy bien, que estamos todos bien. Mi hermano es concejal en Casasanas y se llama Fabián, Fabián Gabarda, apúntelo usted no se le vaya a olvidar.

Cuatro o seis chopos delgados como silbidos se cimbrean a la brisa de la tarde.

Un viejo medio desdentado, con gafas, boina y cayado, con barba de seis días y la chaqueta de pana echada sobre el hombro, a la torera, habla con el viajero.

—Y entonces, usted, mozo, ¿vive en Madrid?

—Sí, señor.

—¿Conoce usted al Ramiro, el del instituto oftálmico?

—No, señor.

—¿Y al Julián?

—No, al Julián tampoco lo conozco.

El viejo de las gafas mira al viajero con desconfianza, como diciendo: “No; éste no viene de Madrid. ¡Dios sabrá de dónde ha salido! Si viniese de Madrid conocería al Ramiro y al Julián; los conoce todo el mundo”.

El viejo mira para el suelo y da unos golpecitos a los cantos con el bastón. Después levanta la cabeza de nuevo y habla.

—Yo estuve en Madrid el año que acabó la guerra; fui a operarme unas cataratas. Me acompañó mi hijo Paco, yo no me podía valer. Ahora está en el campo; si usted se aguarda un poco lo podrá conocer; ya no creo que tarde. Yo ya no voy al campo, ya no valgo; estuve yendo más de cuarenta años, sin dejar un día, hasta que me rendí.

El viejo sonríe.

—El tiempo acaba con todo, ya ve usted. Cuando me quedé inútil, mi hijo Paco andaba por los doce años aún no cumplidos. Le di la herramienta y le dije: “Aquí tienes los aperos; el campo ya sabes dónde está”. El hijo es bueno y, desde entonces, es el que lleva todo. Nosotros, ¿sabe usted?, somos los dos solos; la madre murió cuando nació el muchacho. Al Paquito más le vale trabajar lo que es suyo; vamos, es lo que pienso yo.

El viajero bebe un cuenco de leche de oveja, que le ha ofrecido una de las mujeres. Después se despide y se va. El camino se ha hecho para andar y el sentarse al borde del camino, a hablar con la gente, acaba enviciando.

A poco de salir de Durón, antes de llegar el empalme del Tajo, se le echa la noche encima. La oscuridad llega de prisa, casi precipitadamente.

En el empalme, una pareja de la guardia civil le pide los papeles.

—¿Adonde va usted de camino a estas horas?

—Quería acercarme hasta Pareja.

—¿Hasta Pareja? Se va a tirar toda la noche andando; hay más de tres leguas, cerca de cuatro. ¡Allá usted! La documentación está en regla...

El viajero y la guardia civil andan juntos durante una hora, hasta el puente.

—Nosotros nos quedamos. A Pareja se va todo seguido. En el primer cruce tire usted a la derecha, en el segundo métase a la izquierda.

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

Los tres hombres se sientan a fumar un pitillo. Los guardias son simpáticos. Uno es viejo y bigotudo, con aire de guardia civil de tiempos de García Prieto, y cuenta chistes verdes, de una procacidad trasnochada. El otro es joven, casi barbilindo, ponderado, serio, silencioso. A la luz de la luna, el grupo tiene, probablemente, un aire extraño y fantasmal.

—¿Le molesta a usted, Torremocha? Si le molesta, me callo.

En las palabras del guardia civil de los mostachos queda temblando como un vago deje de burlona y cachondilla ironía.

—No, señor Pérez, siga usted.

El señor Pérez se siente en la obligación de explicar:

—Es que aquí al amigo Torremocha, ¿sabe usted?, se le tomaron las aficiones con el Glorioso Movimiento Nacional. Cambió el servicio de los santos por el servicio de las armas, y para mí que se quedó entre Pinto y Valdemoro.

El guardia Torremocha calla, pero en su silencio no hay nada de conformidad.

—¿Usted leía el Muchas gracias?

—Algunas veces.

—¡Vaya revista! ¡Qué repajoleros, qué cosas se les ocurrían! ¿Y la Crónica?

—También de vez en cuando.

—Yo entonces estaba destinado en Carabanchel y en cuanto que se terciaba, ¡zas!, me plantaba en Madrid y me iba de cabeza al Eslava o al Martín. ¡Ahora estoy hecho un carcamal!

El guardia Pérez se atusa el bigote y chupa del pitillo. Con el mosquetón en bandolera y pidiendo la cédula a los caminantes por las carreteras de la Alcarria, el guardia Pérez es un hombre que vive de recuerdos.

Kilómetro y medio o dos kilómetros más adelante, en el cruce que lleva a Chillaron del Rey, el viajero desdobla su manta y se echa a dormir al borde de la carretera, al pie de un espino. No hace frío ninguno. La noche está en calma y estrellada. Una lechuza silba desde un olivo y un grillo canta entre los cardos. El viajero, que está cansado, pronto se duerme con un sueño tranquilo, profundo, reparador...

Se despierta aún de noche, bebe un trago de vino, se come dos naranjas y un tranco de pan, y echa a andar, quizá más fuerte que nunca, sin notar ni el morral, ni las piernas, ni el camino.

Le sorprende el primer claro del amanecer a la vista ya de Pareja, en un terreno de buena vega y bien cultivada, en un campo rojo de arcilla, lleno de huertas entre las que se ve, de vez en cuando, algún ladrillar con las gentes ya afanadas al trabajo.

Pareja es un pueblo industrioso y grande, con casas nuevas al lado de otras en ruinas y una fonda en la plaza principal. La plaza es amplia y cuadrada, y en el centro tiene una fuente de varios caños, con un pilón alrededor, y un olmo añoso —olma le llaman, porque es redondo—, copudo, matriarcal, un olmo tan viejo, quizá, como la piedra más vieja del pueblo.

Una fuente en la plaza

y una olma vieja.

Una cigüeña pasa

sobre Pareja.

En torno a la fuente, las mujeres aguardan para llenar sus cantarillos y sus botijos. Las mujeres llevan el cántaro en la cadera y una caña hueca al hombro; la caña la usan para guiar el agua que cae de la fuente, a dos varas del borde del pilón. Las mujeres de Pareja tienen una rara maestría en cazar —o mejor, en pescar— el agua sin que se les caiga ni una gota.

El viajero entra en la fonda; quiere desayunar algo caliente, lavarse y después sentarse a descansar un rato. La fonda tiene unas mecedoras que cautivan y unas chicas coloradas, simpáticas, gorditas, que ríen mientras trajinan afanosas de un lado para otro; llevando unos cacharros, vaciando un orinal, limpiando el polvo de los muebles, haciendo una cama, fregando el suelo, todo al mismo tiempo, todo en desorden, todo con alegría. Una de las chicas se llama Elena y la otra María. El viajero, mientras ve hacer a Elena y a María, nota que le invade un sopor optimista. El desayuno, realmente, está muy bueno. Chillan los gorriones en el olmo de la plaza, ante el balcón abierto lleno de macetas de geranios, y un canario amarillo canta en su jaula, erizando las plumitas de la garganta. Un gato duerme al sol, dentro del cuarto, en la esquina de la esterilla de esparto, y un niño pequeño mea gloriosamente, desafiadoramente, desde el balcón.

En la habitación de al lado, por la puerta abierta, se ve un mocito raquítico y gesticulante, un mocito epiléptico y quizá medio chiflado, que está sentado en una silla baja, con las piernas mal gobernadas envueltas en una manta. Al viajero le invade, de repente, el remordimiento de conciencia.

A la plaza llega, entre una nube de polvo y una bandada de chiquillos, un autobús canijo, bullidor y saltarín, que se detiene unos minutos, para que se baje la gente, y se marcha después por el camino de Escamilla, alborotando como un condenado. Al cabo de un rato, cuando ya debe ir el autobús muy lejos, todavía se le oye renquear cuando se callan, un instante, los gorriones del olmo.

A la plaza llega un viejo que toca una campanilla. La gente le hace corro y el viejo se sube a unas piedras. En la mano izquierda lleva unos papelillos y con la derecha acciona y gesticula como un agitador político. El viajero, que está muy cómodo en su mecedora, no quiere levantarse para escuchar; se conforma con coger al vuelo, de cuando en cuando, algo de lo que el viejo dice. El mocito canijo, que debe estar ya muy harto de su silla, no puede levantarse para oír; como a la fuerza ahorcan, se aguanta y mira para la plaza con un gesto de envidia, estúpido y bestial.

El viejo, que lleva birrete de terciopelo verde y gasta barbita blanca, pregona su mercancía. Tiene voz de gato o de mujer y se desgañita para que lo oigan mejor. Es pequeño y encorvado y parece judío. Entrecortadamente, el viajero entiende el discurso del buhonero.

—¡La oración de la Virgen del Carmen y El sepulcro o lo que puede el amor! ¡El bonito tango del brigadier Villacampa y las canciones de la Parrala y la Pelona! ¡Las décimas compuestas por un reo estando en capilla en la ciudad de Sevilla, llamado Vicente Pérez, corneta de la Habana! ¡Siento renacer en mí tu amor al saber que volverás!, la última creación de la Celia Gámez. ¡Las atrocidades de Margarita Cisneros, joven natural de Tamarite! ¡A cinco! ¡Compre usted la bonita copla de moda, a cinco!

El mocito anormal hace gestos al viajero para que le haga caso. El viajero le dice: “¿Qué quieres?”, pero no entiende lo que quiere porque el muchacho casi no sabe hablar.

Cuando llega hasta su silla, el muchacho le pregunta tartamudeando y muy azarado:

—Oiga, ¿ése es de aquí?

—No, hijo, ése no es de aquí; ése es de Priego.

—Ya me parecía; yo no lo había visto nunca.

Una cigüeña pasa, volando, muy bajo, sobre el olmo.

—Oiga, ¿me da usted un pitillo?

—Tómalo.

—Oiga, si vienen mis hermanas y ven humo, usted dice que es suyo, ¿eh?

—Bueno.

La cigüeña lleva una culebrita de agua en el pico y desaparece por encima de las casas.

Pareja es un pueblo donde la gente tiene ideas. Un rico, dos o tres años atrás, plantó judías en lugar de cebada. Echó un bando diciendo que a todo el que quisiera trabajar para él poniendo judías, le pagaba a veinte céntimos el golpe. El golpe significa lo mismo que el agujero y cada surco tiene seis golpes. Ofreció también que por escavanar cada golpe con el escavillo, daría un céntimo. Cuando llegó la cosecha y echó cuentas, se encontró con que se había gastado treinta mil pesetas y había sacado judías por valor de mil.

La cigüeña volvió a pasar sobre el olmo, en sentido contrario.

A la hora del almuerzo, el viajero comió con apetito y muy abundantemente. Elena y María eran dos buenas amas de casa. El viajero comió sopas de ajo, con dos huevos escalfados, pescadilla frita, que estaba algo pasada, y una pierna de corderito con ensalada de tomates y lechuga.

Después, el viajero charla un rato con Elena y con María. Elena y María son dos chicas trabajadoras, honestas, sanas de cuerpo y de alma, complacientes, risueñas, muy guapas; en Pareja todas las mujeres son muy guapas. Elena y María son, sin duda, un buen partido para cualquiera. A Elena le gusta la cocina y a María, los niños. A Elena le gustan los hombres morenos y a María los rubios. A Elena le gustan los bailes en la plaza y a María, los paseos por la vega. A Elena le gustan los perros y a María los gatos. A Elena le gusta el cordero asado y a María, la tortilla francesa. A Elena le gusta el café y a María, no. A Elena le gusta la misa mayor y a María, no. A Elena le gusta leer el periódico y a María, no: a María le gusta leer novelas donde se diga que una muchachita campesina, que era bellísima, se casa con un duque joven y hermoso, y tienen muchos hijos, y viven felices, y encienden la chimenea por el invierno, y abren los balcones de par en par, por el verano.

El viajero, mientras oye hablar a Elena y a María piensa, deleitosamente, en la poligamia. Hace buena temperatura y el estómago está lleno de nobles y antiguos manjares, de bocados históricos y vetustos como campos de batalla. Si no fuera porque se ha propuesto —y no hay, o no debe haber, quien lo apee de la burra— no dormir nunca dos días seguidos en un mismo pueblo, el viajero hubiera sentado sus reales en Pareja, en la fonda de la plaza, y no se hubiera movido de allí en los días de su vida. Hay, a veces, temibles sensaciones de bienestar capaces de derribar montañas; contra ellas hay que luchar con valor, como contra un enemigo. Después, cuando pasa el tiempo, se nota como una gotita de acíbar en el corazón...

El viajero, con tanta felicidad, acaba durmiéndose en la mecedora. Elena y María, que son discretas, lo han dejado solo; pero el viajero, entre sueños, las adivina hablando —a Elena, con su voz de niño; a María con su voz de niña— de sus aficiones, de sus ligeros pesares, de lo caro que se está poniendo todo.

Cuando se despierta, ya el sol se ha puesto y las primeras sombras caen sobre el olmo de la plaza. El viajero ha debido dormir muchas horas. Nota un ligero escalofrío, se levanta y cierra el balcón. Después se sienta de nuevo y fuma un cigarrillo. Nadie viene y la habitación está casi a oscuras. Sale al pasillo, da dos palmadas, se abre la puerta de la cocina que ilumina todo el rellano de la escalera, y se oye una voz que dice: “¡Va!” Quien dio la voz fue Elena; quien acude es María.

—¿Llamaba usted?

—Sí, hija. ¿Dónde está la luz?

—Está ahí, pero espere usted; en ese cuarto no hay bombilla.

El viajero se calla y María también. María había dicho que aquel cuarto estaba sin bombilla, con una tristeza inmensa y hasta temblándole un poco la voz. El viajero sonríe. María se vuelve a la cocina. El viajero está indeciso unos momentos. Cuando llega a la cocina se encuentra a María, hecha un mar de lágrimas, sentada en una banqueta baja al lado del fuego. Elena, que está pelando una cebolla, mira al viajero con un mirar feroz, insospechado. Los ojos le brillan como si tuviera calentura y el seno le palpita con violencia.

—¿Qué ha dicho usted a mi hermana?

Su voz, antes bellamente opaca, suena ahora con un timbre metálico odioso.

—Yo...

Elena le interrumpe, no le deja hablar.

—Usted coge su morral y se va. ¡Como hay Dios! Me debe usted catorce pesetas.

* * *

El viajero, cariacontecido, se fue a dormir a un tejar, a orillas del arroyo Empolveda. En el tejar vivía un hombre solo, un hombre que no se andaba con rodeos.

—¿Viene usted con buen fin?

—Con el mejor fin del mundo, se lo juro.

—¿Trae usted armas?

—No, señor: este cuchillo de monte. Lo llevo siempre encima, es una promesa.

—Pues siga usted con él; ese cuchillo no corta.

—Gracias.

—No hay que darlas. ¿Vamos a ser amigos?

—Eso es lo que voy buscando.

—Pues espere usted un momento, que vamos a echar un trago.

El hombre descolgó la bota de la pared.

—Tome usted.

—Usted primero.

—No; primero usted, yo soy el amo.

El viajero echó un trago de vino, áspero y dulzón, y pasó la bota al hombre.

—Oiga usted: a mí no me gusta preguntar más de lo necesario, pero, ¿por qué no se quedó usted en el pueblo?

El viajero no sabe qué contestar y disimula.

—Pues ya ve usted, manías... Estoy ya un poco harto de pueblos y de posadas.

El hombre ríe.

—¡Pues aquí tenemos una muy buena!

—¿En Pareja?

—Hombre, claro, no va a ser en Madrid. La posada de la plaza tiene fama de ser muy buena.

El viajero le mira.

—Sí, eso me han dicho.

El hombre volvió a reír, echó otro trago y suspiró.

—Bueno, ¡qué voy a decir yo! ¡Bien se habla de que el amor lo ve todo con buenos ojos! Una de las chiquitas de la posada, la María, ¡es lástima que no la conociera usted!, se va a casar conmigo para la primavera, si Dios quiere. Yo ya lo estoy deseando porque ¡dormir aquí, pudiendo hacerlo en la posada!

A la luz del candil, la faz del hombre parecía la de un bienaventurado. Con la imaginación poblada de dorados proyectos, el hombre del tejar semejaba un angelito grandullón, tosco y bebedor de vino tinto: un angelito al que la gracia alumbrase por dentro.

El viajero tuvo que vencerse un poco.

—Pues que sean ustedes muy felices.

—Gracias; eso espero.


VIII DEL ARROYO DE LA SOLEDAD AL ARROYO EMPOLVEDA VIII VOM STROM SOLEDAD ZUM STROM EMPOLVEDA VIII FROM THE SOLEDAD CREEK TO THE EMPOLVEDA CREEK VIII DU RUISSEAU SOLEDAD AU RUISSEAU EMPOLVEDA VIII DA RIBEIRA DE SOLEDAD À RIBEIRA DE EMPOLVEDA

El viajero, antes de comer, sale de Budia a orilla del arroyo de Lapelos, que va a dar al Tajo. Había pensado volver a Durón por el mismo camino por el que subiera hasta Budia, pero cambia de parecer y se mete por el monte, a veces por sendas casi borradas, para acercarse hasta El Olivar. Después bajará otra vez hasta Durón a tomar la carretera.

El Olivar está a media legua de Budia, monte arriba. Es un pueblo miserable, perdido en la sierra, en tierra de lobos y rodeado de barrancos.

Un pastor guarda la majada en el hocino de un arroyo. Es un hombre cincuentón, barbaján, con la piel curtida, que habla poco al principio, hasta que se va animando. He is a man in his fifties, bearded, with tanned skin, who speaks little at first, until he becomes more animated. Se llama Roque y ha cazado un garduño a palos, un garduño que enseña al viajero. His name is Roque and he has hunted a marten with sticks, a marten that teaches the traveler.

—¿Cuánto me da?

—Pida usted.

—No, yo no pido.

El hombre tira el garduño.

—Ya me dará algo, si se lo quiere llevar.

—¿Hacen dos duros?

El pastor abre unos ojos de asombro.

—¡Vengan!

El viajero saca dos duros, se los da al pastor y toca el garduño con el pie.

—Ya es mío.

—Espere usted que se lo desuelle. Así pronto hiede.

El pastor le quita la piel con maestría, en un abrir y cerrar los ojos. Después le da tres o cuatro navajazos en el pecho en carne viva y se lo tira a los perros, que lo devoran con ansia, gruñendo sin parar un momento.

El viajero, que ha repostado en Budia, abre el morral para comer.

—¿Se puede beber esta agua?

—Yo no he reventado. -I did not burst.

El viajero abre una lata de escabeche y se la ofrece al pastor.

—Ya he comido.

—No importa.

—Bueno.

El pastor se la come y después se bebe el aceite. El viajero abre otra lata; se equivocó al pensar que con aquélla iba a haber bastante para los dos. La lata decía por fuera, entre otras cosas: “Peso neto, 750 gramos ”. Después bebe un cuenco de leche que le da el pastor.

—Nunca falta una artuña que nos mantenga. -There is never a lack of an artuña to support us.

Sobre el hocino hay un balcón natural desde el que se ve el Tajo. El viajero sube con el pastor, y las ovejas, mientras tanto, se quedan con los perros.

—No se ha de perder ninguna, descuide usted.

Todo el gobierno es cosa del adalid.

El viajero y el pastor, en la subida, cambian un trozo de cecina por dos naranjas. Después beben un trago de la cantimplora.

—Bonita vista.

—Sí, eso dicen. Oiga, ¿usted es de Guadalajara, por un casual?

—No, ¿por qué?

—Por nada; todos los de Guadalajara, cuando suben hasta aquí, dicen lo mismo.

El viajero hace como que no oye y se pone a hablar de lo bueno que debe ser el terreno de orillas del río.

—Sí, señor, ¡ya lo creo! Ese terreno sí que es bueno; aquí, ¿sabe usted?, lo pobre es la sierra; en cuanto que usted baja hasta el llano ya empieza a encontrarse un terreno muy alegre, muy agradecido.

—¿Y lo cultivan bien?

—Sí, señor, sí, tan bien como en cualquier lado, por no decir mejor.

El viajero, mientras baja, hablando y fumando un pitillo con el pastor, ve a lo lejos un niño con aire salvaje, con el pelo cayéndole sobre la nuca y el pecho al aire. El niño está parado, de pie sobre una piedra, a unos cien pasos de distancia. El viajero lo llama y el niño ni se mueve, ni contesta. El pastor aconseja al viajero que lo deje.

—No le haga caso, yo lo conozco bien. Ése es uno de El Olivar que le dicen Saturnino. Anda siempre por ahí, a ver lo que caza. Es un chico muy guitarra, muy retoriquero; es un buen pardal. Yo, el año pasado, a poco más lo derribo de un cantazo. Me faltaron dos corderuelos de socesto y para mí que fue él quien se los llevó.

—¿Y está siempre en el monte?

—Sí, señor, siempre; es igual que un garduño, hasta tiene el pelo del garduño. Pero lo que yo digo, ya lo domarán en las quintas. Vamos, si está apuntado; ése, a lo mejor, ni está apuntado.

El viajero, de vuelta a la majada, se despide de su amigo Roque y sale en busca de Durón. El pueblo no se ve hasta que se está encima. El viajero se ha desviado un poco y llega al pueblo por el monte de Trascastillo, a cuya falda va el paso del Tirador, por donde cruzó el día anterior, ya de noche, camino de Budia. La ladera del Trascastillo es muy escarpada, casi cortada a pico; hay un momento en que parece que se va a poder dar un salto hasta el monte Castillo de Maraña. La bajada hay que hacerla con calma, para no rodar y romperse las costillas, y el viajero, hacia mitad del camino, se sienta a descansar un rato. Por el paso del Tirador, al lado de la carretera, corre el arroyo de la Soledad, con unas praderitas a las márgenes, casi tapadas por la arboleda; es un paisajito muy bucólico que parece sacado de un tapiz.

Durón es un pueblo que está en tres pedazos, dos en la ladera, y otro, más pequeño, a orilla del camino que tomará el viajero y al lado de la huerta.

A la puerta de las casas el viajero ve, como la tarde anterior, el mismo grupo de hombres y de mujeres, la misma turbulenta nube de niños. Durón es un pueblo donde la gente es abierta y simpática y trata bien al que va de camino; al viajero se le muestra curiosa e incluso amable. Es gracioso observar lo distintos que son, a tan escasa distancia unos de otro, los budieros de los durones; en Durón la gente habla y ríe y se muestra propicia.

—Si llega usted a Pareja no deje de subir a Casasana, es mi pueblo.

Quien habla es una mujer joven, madre de un niño de dos años que se sube a un carro que allí hay, en la cuneta, se cae, llora un poco, se vuelve a subir, vuelve a caerse, llora otro poco y, según explican al viajero, se pasa así la tarde. De vez en cuando la madre le da un azote en el culo y entonces el niño llora más fuerte durante unos momentos, da un paseíto gritando por entre la gente y, como es natural, se sube de nuevo al carro.

—Mi madre es la que tiene la posada, dígale usted que me ha visto y que estoy bien, que estamos todos bien. Mi hermano es concejal en Casasanas y se llama Fabián, Fabián Gabarda, apúntelo usted no se le vaya a olvidar.

Cuatro o seis chopos delgados como silbidos se cimbrean a la brisa de la tarde.

Un viejo medio desdentado, con gafas, boina y cayado, con barba de seis días y la chaqueta de pana echada sobre el hombro, a la torera, habla con el viajero.

—Y entonces, usted, mozo, ¿vive en Madrid?

—Sí, señor.

—¿Conoce usted al Ramiro, el del instituto oftálmico?

—No, señor.

—¿Y al Julián?

—No, al Julián tampoco lo conozco.

El viejo de las gafas mira al viajero con desconfianza, como diciendo: “No; éste no viene de Madrid. ¡Dios sabrá de dónde ha salido! Si viniese de Madrid conocería al Ramiro y al Julián; los conoce todo el mundo”.

El viejo mira para el suelo y da unos golpecitos a los cantos con el bastón. Después levanta la cabeza de nuevo y habla.

—Yo estuve en Madrid el año que acabó la guerra; fui a operarme unas cataratas. Me acompañó mi hijo Paco, yo no me podía valer. Ahora está en el campo; si usted se aguarda un poco lo podrá conocer; ya no creo que tarde. Yo ya no voy al campo, ya no valgo; estuve yendo más de cuarenta años, sin dejar un día, hasta que me rendí.

El viejo sonríe.

—El tiempo acaba con todo, ya ve usted. Cuando me quedé inútil, mi hijo Paco andaba por los doce años aún no cumplidos. Le di la herramienta y le dije: “Aquí tienes los aperos; el campo ya sabes dónde está”. El hijo es bueno y, desde entonces, es el que lleva todo. Nosotros, ¿sabe usted?, somos los dos solos; la madre murió cuando nació el muchacho. Al Paquito más le vale trabajar lo que es suyo; vamos, es lo que pienso yo.

El viajero bebe un cuenco de leche de oveja, que le ha ofrecido una de las mujeres. Después se despide y se va. El camino se ha hecho para andar y el sentarse al borde del camino, a hablar con la gente, acaba enviciando.

A poco de salir de Durón, antes de llegar el empalme del Tajo, se le echa la noche encima. La oscuridad llega de prisa, casi precipitadamente.

En el empalme, una pareja de la guardia civil le pide los papeles.

—¿Adonde va usted de camino a estas horas?

—Quería acercarme hasta Pareja.

—¿Hasta Pareja? Se va a tirar toda la noche andando; hay más de tres leguas, cerca de cuatro. ¡Allá usted! La documentación está en regla...

El viajero y la guardia civil andan juntos durante una hora, hasta el puente.

—Nosotros nos quedamos. A Pareja se va todo seguido. En el primer cruce tire usted a la derecha, en el segundo métase a la izquierda.

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

Los tres hombres se sientan a fumar un pitillo. Los guardias son simpáticos. Uno es viejo y bigotudo, con aire de guardia civil de tiempos de García Prieto, y cuenta chistes verdes, de una procacidad trasnochada. El otro es joven, casi barbilindo, ponderado, serio, silencioso. A la luz de la luna, el grupo tiene, probablemente, un aire extraño y fantasmal.

—¿Le molesta a usted, Torremocha? Si le molesta, me callo.

En las palabras del guardia civil de los mostachos queda temblando como un vago deje de burlona y cachondilla ironía.

—No, señor Pérez, siga usted.

El señor Pérez se siente en la obligación de explicar:

—Es que aquí al amigo Torremocha, ¿sabe usted?, se le tomaron las aficiones con el Glorioso Movimiento Nacional. Cambió el servicio de los santos por el servicio de las armas, y para mí que se quedó entre Pinto y Valdemoro.

El guardia Torremocha calla, pero en su silencio no hay nada de conformidad.

—¿Usted leía el Muchas gracias?

—Algunas veces.

—¡Vaya revista! ¡Qué repajoleros, qué cosas se les ocurrían! ¿Y la Crónica?

—También de vez en cuando.

—Yo entonces estaba destinado en Carabanchel y en cuanto que se terciaba, ¡zas!, me plantaba en Madrid y me iba de cabeza al Eslava o al Martín. ¡Ahora estoy hecho un carcamal!

El guardia Pérez se atusa el bigote y chupa del pitillo. Con el mosquetón en bandolera y pidiendo la cédula a los caminantes por las carreteras de la Alcarria, el guardia Pérez es un hombre que vive de recuerdos.

Kilómetro y medio o dos kilómetros más adelante, en el cruce que lleva a Chillaron del Rey, el viajero desdobla su manta y se echa a dormir al borde de la carretera, al pie de un espino. No hace frío ninguno. La noche está en calma y estrellada. Una lechuza silba desde un olivo y un grillo canta entre los cardos. El viajero, que está cansado, pronto se duerme con un sueño tranquilo, profundo, reparador...

Se despierta aún de noche, bebe un trago de vino, se come dos naranjas y un tranco de pan, y echa a andar, quizá más fuerte que nunca, sin notar ni el morral, ni las piernas, ni el camino.

Le sorprende el primer claro del amanecer a la vista ya de Pareja, en un terreno de buena vega y bien cultivada, en un campo rojo de arcilla, lleno de huertas entre las que se ve, de vez en cuando, algún ladrillar con las gentes ya afanadas al trabajo.

Pareja es un pueblo industrioso y grande, con casas nuevas al lado de otras en ruinas y una fonda en la plaza principal. La plaza es amplia y cuadrada, y en el centro tiene una fuente de varios caños, con un pilón alrededor, y un olmo añoso —olma le llaman, porque es redondo—, copudo, matriarcal, un olmo tan viejo, quizá, como la piedra más vieja del pueblo.

Una fuente en la plaza

y una olma vieja.

Una cigüeña pasa

sobre Pareja.

En torno a la fuente, las mujeres aguardan para llenar sus cantarillos y sus botijos. Las mujeres llevan el cántaro en la cadera y una caña hueca al hombro; la caña la usan para guiar el agua que cae de la fuente, a dos varas del borde del pilón. Las mujeres de Pareja tienen una rara maestría en cazar —o mejor, en pescar— el agua sin que se les caiga ni una gota.

El viajero entra en la fonda; quiere desayunar algo caliente, lavarse y después sentarse a descansar un rato. La fonda tiene unas mecedoras que cautivan y unas chicas coloradas, simpáticas, gorditas, que ríen mientras trajinan afanosas de un lado para otro; llevando unos cacharros, vaciando un orinal, limpiando el polvo de los muebles, haciendo una cama, fregando el suelo, todo al mismo tiempo, todo en desorden, todo con alegría. Una de las chicas se llama Elena y la otra María. El viajero, mientras ve hacer a Elena y a María, nota que le invade un sopor optimista. El desayuno, realmente, está muy bueno. Chillan los gorriones en el olmo de la plaza, ante el balcón abierto lleno de macetas de geranios, y un canario amarillo canta en su jaula, erizando las plumitas de la garganta. Un gato duerme al sol, dentro del cuarto, en la esquina de la esterilla de esparto, y un niño pequeño mea gloriosamente, desafiadoramente, desde el balcón.

En la habitación de al lado, por la puerta abierta, se ve un mocito raquítico y gesticulante, un mocito epiléptico y quizá medio chiflado, que está sentado en una silla baja, con las piernas mal gobernadas envueltas en una manta. Al viajero le invade, de repente, el remordimiento de conciencia.

A la plaza llega, entre una nube de polvo y una bandada de chiquillos, un autobús canijo, bullidor y saltarín, que se detiene unos minutos, para que se baje la gente, y se marcha después por el camino de Escamilla, alborotando como un condenado. Al cabo de un rato, cuando ya debe ir el autobús muy lejos, todavía se le oye renquear cuando se callan, un instante, los gorriones del olmo.

A la plaza llega un viejo que toca una campanilla. La gente le hace corro y el viejo se sube a unas piedras. En la mano izquierda lleva unos papelillos y con la derecha acciona y gesticula como un agitador político. El viajero, que está muy cómodo en su mecedora, no quiere levantarse para escuchar; se conforma con coger al vuelo, de cuando en cuando, algo de lo que el viejo dice. El mocito canijo, que debe estar ya muy harto de su silla, no puede levantarse para oír; como a la fuerza ahorcan, se aguanta y mira para la plaza con un gesto de envidia, estúpido y bestial.

El viejo, que lleva birrete de terciopelo verde y gasta barbita blanca, pregona su mercancía. Tiene voz de gato o de mujer y se desgañita para que lo oigan mejor. Es pequeño y encorvado y parece judío. Entrecortadamente, el viajero entiende el discurso del buhonero.

—¡La oración de la Virgen del Carmen y El sepulcro o lo que puede el amor! ¡El bonito tango del brigadier Villacampa y las canciones de la Parrala y la Pelona! ¡Las décimas compuestas por un reo estando en capilla en la ciudad de Sevilla, llamado Vicente Pérez, corneta de la Habana! ¡Siento renacer en mí tu amor al saber que volverás!, la última creación de la Celia Gámez. ¡Las atrocidades de Margarita Cisneros, joven natural de Tamarite! ¡A cinco! ¡Compre usted la bonita copla de moda, a cinco!

El mocito anormal hace gestos al viajero para que le haga caso. El viajero le dice: “¿Qué quieres?”, pero no entiende lo que quiere porque el muchacho casi no sabe hablar.

Cuando llega hasta su silla, el muchacho le pregunta tartamudeando y muy azarado:

—Oiga, ¿ése es de aquí?

—No, hijo, ése no es de aquí; ése es de Priego.

—Ya me parecía; yo no lo había visto nunca.

Una cigüeña pasa, volando, muy bajo, sobre el olmo.

—Oiga, ¿me da usted un pitillo?

—Tómalo.

—Oiga, si vienen mis hermanas y ven humo, usted dice que es suyo, ¿eh?

—Bueno.

La cigüeña lleva una culebrita de agua en el pico y desaparece por encima de las casas.

Pareja es un pueblo donde la gente tiene ideas. Un rico, dos o tres años atrás, plantó judías en lugar de cebada. Echó un bando diciendo que a todo el que quisiera trabajar para él poniendo judías, le pagaba a veinte céntimos el golpe. El golpe significa lo mismo que el agujero y cada surco tiene seis golpes. Ofreció también que por escavanar cada golpe con el escavillo, daría un céntimo. Cuando llegó la cosecha y echó cuentas, se encontró con que se había gastado treinta mil pesetas y había sacado judías por valor de mil.

La cigüeña volvió a pasar sobre el olmo, en sentido contrario.

A la hora del almuerzo, el viajero comió con apetito y muy abundantemente. Elena y María eran dos buenas amas de casa. El viajero comió sopas de ajo, con dos huevos escalfados, pescadilla frita, que estaba algo pasada, y una pierna de corderito con ensalada de tomates y lechuga.

Después, el viajero charla un rato con Elena y con María. Elena y María son dos chicas trabajadoras, honestas, sanas de cuerpo y de alma, complacientes, risueñas, muy guapas; en Pareja todas las mujeres son muy guapas. Elena y María son, sin duda, un buen partido para cualquiera. A Elena le gusta la cocina y a María, los niños. A Elena le gustan los hombres morenos y a María los rubios. A Elena le gustan los bailes en la plaza y a María, los paseos por la vega. A Elena le gustan los perros y a María los gatos. A Elena le gusta el cordero asado y a María, la tortilla francesa. A Elena le gusta el café y a María, no. A Elena le gusta la misa mayor y a María, no. A Elena le gusta leer el periódico y a María, no: a María le gusta leer novelas donde se diga que una muchachita campesina, que era bellísima, se casa con un duque joven y hermoso, y tienen muchos hijos, y viven felices, y encienden la chimenea por el invierno, y abren los balcones de par en par, por el verano.

El viajero, mientras oye hablar a Elena y a María piensa, deleitosamente, en la poligamia. Hace buena temperatura y el estómago está lleno de nobles y antiguos manjares, de bocados históricos y vetustos como campos de batalla. Si no fuera porque se ha propuesto —y no hay, o no debe haber, quien lo apee de la burra— no dormir nunca dos días seguidos en un mismo pueblo, el viajero hubiera sentado sus reales en Pareja, en la fonda de la plaza, y no se hubiera movido de allí en los días de su vida. Hay, a veces, temibles sensaciones de bienestar capaces de derribar montañas; contra ellas hay que luchar con valor, como contra un enemigo. Después, cuando pasa el tiempo, se nota como una gotita de acíbar en el corazón...

El viajero, con tanta felicidad, acaba durmiéndose en la mecedora. Elena y María, que son discretas, lo han dejado solo; pero el viajero, entre sueños, las adivina hablando —a Elena, con su voz de niño; a María con su voz de niña— de sus aficiones, de sus ligeros pesares, de lo caro que se está poniendo todo.

Cuando se despierta, ya el sol se ha puesto y las primeras sombras caen sobre el olmo de la plaza. El viajero ha debido dormir muchas horas. Nota un ligero escalofrío, se levanta y cierra el balcón. Después se sienta de nuevo y fuma un cigarrillo. Nadie viene y la habitación está casi a oscuras. Sale al pasillo, da dos palmadas, se abre la puerta de la cocina que ilumina todo el rellano de la escalera, y se oye una voz que dice: “¡Va!” Quien dio la voz fue Elena; quien acude es María.

—¿Llamaba usted?

—Sí, hija. ¿Dónde está la luz?

—Está ahí, pero espere usted; en ese cuarto no hay bombilla.

El viajero se calla y María también. María había dicho que aquel cuarto estaba sin bombilla, con una tristeza inmensa y hasta temblándole un poco la voz. El viajero sonríe. María se vuelve a la cocina. El viajero está indeciso unos momentos. Cuando llega a la cocina se encuentra a María, hecha un mar de lágrimas, sentada en una banqueta baja al lado del fuego. Elena, que está pelando una cebolla, mira al viajero con un mirar feroz, insospechado. Los ojos le brillan como si tuviera calentura y el seno le palpita con violencia.

—¿Qué ha dicho usted a mi hermana?

Su voz, antes bellamente opaca, suena ahora con un timbre metálico odioso.

—Yo...

Elena le interrumpe, no le deja hablar.

—Usted coge su morral y se va. ¡Como hay Dios! Me debe usted catorce pesetas.

* * *

El viajero, cariacontecido, se fue a dormir a un tejar, a orillas del arroyo Empolveda. En el tejar vivía un hombre solo, un hombre que no se andaba con rodeos.

—¿Viene usted con buen fin?

—Con el mejor fin del mundo, se lo juro.

—¿Trae usted armas?

—No, señor: este cuchillo de monte. Lo llevo siempre encima, es una promesa.

—Pues siga usted con él; ese cuchillo no corta.

—Gracias.

—No hay que darlas. ¿Vamos a ser amigos?

—Eso es lo que voy buscando.

—Pues espere usted un momento, que vamos a echar un trago.

El hombre descolgó la bota de la pared.

—Tome usted.

—Usted primero.

—No; primero usted, yo soy el amo.

El viajero echó un trago de vino, áspero y dulzón, y pasó la bota al hombre.

—Oiga usted: a mí no me gusta preguntar más de lo necesario, pero, ¿por qué no se quedó usted en el pueblo?

El viajero no sabe qué contestar y disimula.

—Pues ya ve usted, manías... Estoy ya un poco harto de pueblos y de posadas.

El hombre ríe.

—¡Pues aquí tenemos una muy buena!

—¿En Pareja?

—Hombre, claro, no va a ser en Madrid. La posada de la plaza tiene fama de ser muy buena.

El viajero le mira.

—Sí, eso me han dicho.

El hombre volvió a reír, echó otro trago y suspiró.

—Bueno, ¡qué voy a decir yo! ¡Bien se habla de que el amor lo ve todo con buenos ojos! Una de las chiquitas de la posada, la María, ¡es lástima que no la conociera usted!, se va a casar conmigo para la primavera, si Dios quiere. Yo ya lo estoy deseando porque ¡dormir aquí, pudiendo hacerlo en la posada!

A la luz del candil, la faz del hombre parecía la de un bienaventurado. Con la imaginación poblada de dorados proyectos, el hombre del tejar semejaba un angelito grandullón, tosco y bebedor de vino tinto: un angelito al que la gracia alumbrase por dentro.

El viajero tuvo que vencerse un poco. The traveler had to give up a little.

—Pues que sean ustedes muy felices.

—Gracias; eso espero.