8. Ofrenda a las tinieblas (2)
Los pequeños, que desde la primera catástrofe habían visto muy pocas hogueras, se excitaron, saltando de alegría. Bailaron, cantaron y la reunión cobró un aire de fiesta.
Ralph dio al fin por terminado el trabajo y se levantó, enjugándose el sudor de la cara con un sucio brazo.
–Tiene que ser una hoguera mas pequeña. Esta es demasiado grande para poder mantenerla viva.
Piggy se sentó con cuidado en la arena y se dispuso a limpiar su lente. – ¿Por qué no hacemos un experimento? Podíamos intentar hacer una hoguera pequeña con un fuego muy fuerte, y luego le echamos ramas verdes para que salga humo. Seguro que algunas hojas son mejores que otras para el humo.
Al apagarse la hoguera, se apagó con ella la excitación de los muchachos. Los pequeños abandonaron su baile y su canto y se alejaron hacia el mar, o a los frutales, o a los refugios.
Ralph se dejó caer sobre la arena.
–Tendremos que hacer una nueva lista para ver quién se ocupa del fuego.
–Si es que encuentras a alguien.
Miró en torno suyo. Advirtió entonces por vez primera qué pocos eran en realidad los chicos mayores y comprendió por qué había resultado tan arduo el trabajo. – ¿Dónde está Maurice? Piggy volvió a frotar su lente.
–Supongo que… no, no se metería solo en el bosque, ¿verdad?
Ralph se puso en pie de un salto, corrió alrededor de la hoguera y se detuvo junto a Piggy, apartándose la melena con las manos. – ¡Pero es que necesitamos una lista! Estamos tú y yo y Samyeric y…
Con voz normal, pero sin atreverse a mirar a Piggy, preguntó: – ¿Dónde están Bill y Roger?
Piggy se agachó y arrojó un trozo de leña al fuego.
–Supongo que se han ido. Supongo que ellos tampoco van a jugar con nosotros.
Ralph volvió a sentarse y se entretuvo abriendo con los dedos orificios en la arena. Se sorprendió al ver una gota de sangre junto a uno de ellos. Se miró con atención la uña mordida y vio otra gota de sangre que se formaba sobre la piel desgarrada.
Siguió hablando Piggy.
–Les vi salir a escondidas cuando estábamos recogiendo leña. Se fueron por allá, por el mismo camino que tomó él.
Ralph acabó su examen y alzó los ojos. El cielo parecía distinto aquel día, como en atención a los grandes cambios Ocurridos entre ellos, y estaba tan brumoso que en algunas partes el cálido aire parecía blanco. El disco del sol era de un plata plomizo, con lo que parecía más cercano y menos ardiente, y, sin embargo, el aire sofocaba.
–Siempre nos han estado creando problemas, ¿verdad?
Aquella voz le llegaba desde muy cerca, desde su hombro, y parecía inquieta.
–No les necesitamos. Estaremos más contentos ahora, ¿a que sí?
Ralph se sentó. Llegaron los mellizos con un gran tronco a rastras y sonriendo triunfalmente. Soltaron el tronco sobre los rescoldos y una lluvia de chispas salpicó el aire.
–Nos las arreglaremos por nuestra cuenta, ¿verdad?
Durante largo rato, mientras el tronco se secaba, prendía y ardía, Ralph permaneció sentado en la arena sin decir nada. No vio a Piggy acercarse a los mellizos y murmurarles algo; ni vio tampoco a los tres muchachos adentrarse en el bosque.
–Aquí tienes.
Se sobresaltó. A su lado se encontraban Piggy y los mellizos con las manos cargadas de fruta.
–Pensé que no sería mala idea – dijo Piggy – tener un festín o algo por el estilo.
Los tres muchachos se sentaron. Habían traído gran cantidad de fruta, toda ella madura. Cuando Ralph empezó a comer le sonrieron.
–Gracias – dijo. Después, acentuando la agradable sorpresa, repitió: – ¡Gracias!
–Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta – dijo Piggy -. Los que crean problemas en esta isla son ellos, que no tienen ni pizca de sentido común. Haremos una hoguera pequeña, que arda bien…
Ralph recordó lo que le había estado preocupando. – ¿Dónde está Simón?
–No sé.
–No se habrá ido a la montaña, ¿verdad?
Piggy prorrumpió en estrepitosa risa y tomó más fruta.
–A lo mejor – se tragó el bocado -. Está como una cabra.
Simón había atravesado la zona de los frutales, pero aquel día los pequeños andaban demasiado ocupados con la hoguera de la playa para correr tras él. Continuó su camino entre las lianas hasta alcanzar la gran estera tejida junto al claro y, a gatas, penetró en ella.
Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertía sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguían su interminable danza. Se arrodilló y le alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecía simplemente vibrar de calor; pero ahora le amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no había manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; después una sed enorme.
Permaneció sentado.
En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeño grupo de muchachos. Parecía radiante de felicidad.
–A cazar – dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejanísimo, aquellos muchachos habían formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los ángeles.
–Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe. Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente.
–Y ahora… en cuanto a esa fiera… Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque.
–Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera.
Les dirigió un ademán afirmativo con la cabeza:
–Nos vamos a olvidar de la fiera. – ¡Eso es! – ¡Eso! – ¡Vamos a olvidarla!
Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró.
–Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla.
Desde lo más profundo de sus atormentados espíritus, asintieron apasionadamente.
–Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñón del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona.
Hizo un silencio y después continuó con voz más pausada:
–Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie.
–Ahora, al bosque, a cazar.
Dio media vuelta y salió a paso rápido; segundos después todos le seguían dócilmente.
Una vez en el bosque, se dispersaron con cierto recelo. Pronto se topó Jack con unas raíces sueltas, arrancadas, que anunciaban la presencia de un cerdo, y momentos después encontraban huellas más recientes. Jack mandó callar a los muchachos con una seña y se adelantó él solo. Se sentía feliz; vestía la húmeda oscuridad del bosque como si fuesen sus antiguas prendas. Se deslizó por una cuesta hasta llegar a una zona de roca y árboles diseminados al borde del mar.
Los cerdos, como hinchadas bolsas de tocino, disfrutaban sensualmente la sombra de los árboles. No soplaba ni la más ligera brisa y nada pudieron sospechar; además, la experiencia había prestado a Jack el silencio mismo de las sombras. Se apartó sigilosamente del lugar y dio instrucciones a los ocultos cazadores. Después fueron acercándose todos, palmo a palmo, sudando en el silencio y el calor. Bajo los árboles se movió distraídamente una oreja: algo apartada de los demás, sumergida en arrobo maternal, descansaba la hembra más grande de la manada. Era negra y rosada; un hilera de cochinillos que dormitaban o se apretujaban contra la madre y gruñían, orlaban sus enormes ubres.
Jack se detuvo a una quincena de metros de la manada y con su brazo extendido señaló a la hembra. Miró a su alrededor para cerciorarse de que todos habían comprendido, y los muchachos asintieron con la cabeza. La fila de brazos derechos giró en arco hacia atrás. – ¡Ahora!
La manada se sobresaltó; desde una distancia de diez metros escasos, las lanzas de maderas con puntas endurecidas al fuego volaron hacia el animal elegido. Uno de los cochinillos, con alaridos enloquecidos, corrió a lanzarse al mar arrastrando tras sí la lanza de Roger. La cerda lanzó un angustiado chillido y se levantó tambaleándose, con dos lanzas clavadas en su grueso flanco. Los muchachos avanzaron gritando; los cochinillos se dispersaron y la hembra, rompiendo la fila que venía hacia ella, aplastó los obstáculos y penetró en el bosque. – ¡A por ella!
Corrieron por la trocha, pero el bosque estaba demasiado oscuro y cerrado, y Jack, maldiciendo, tuvo que detener a los muchachos y conformarse con escudriñar entre los árboles. Permaneció en silencio por algún tiempo, pero respiraba con tanta energía que los demás se sintieron atemorizados y se miraron con intranquilo asombro. Por fin apuntó al suelo con un dedo extendido.
–Ahí…
Antes de que los demás tuviesen tiempo de examinar la gota de sangre, Jack ya se había vuelto para rastrear una huella y tantear una rama que cedía al tacto. Avanzó, con misteriosa certeza y seguridad, seguido por los cazadores.
Se detuvo ante un matorral.
–Ahí dentro.
Rodearon el matorral, pero la cerda volvió a escapar, con la punzada de una nueva lanza en su flanco. Los extremos de las lanzas, arrastrándose por el suelo, estorbaban los movimientos del animal y las afiladas puntas, cortadas en cruz, eran un tormento. Al tropezar con un árbol, una de las lanzas se hundió aún más; cualquiera de los cazadores podía ya seguir fácilmente las gotas de sangre viva. La tarde, brumosa, húmeda y asfixiante, pasaba lentamente; sangrante y enloquecida, la cerda avanzaba con creciente dificultad, y los cazadores la perseguían, unidos a ella por el deseo, excitados por la larga persecución y la sangre derramada. Podían verla ahora y estuvieron a punto de alcanzarla, pero con un esfuerzo supremo logró de nuevo distanciarse de ellos. Estaba ya a su alcance cuando penetró en un claro donde brillaban las flores multicolores y las mariposas bailaban en círculos en el aire cálido y pesado.
Allí, abatido por el calor, el animal se desplomó y los cazadores se arrojaron sobre la presa. Enloqueció ante aquella espantosa irrupción de un mundo desconocido; gruñía y embestía; el aire se llenó de sudor, de ruido, de sangre y de terror. Roger corría alrededor de aquel montón, y en cuanto asomaba la piel de la cerda clavaba en ella su lanza. Jack, encima del animal, lo apuñalaba con el cuchillo. Roger halló un punto de apoyo para su lanza y la fue hundiendo hasta que todo su cuerpo pesaba sobre ella. La punta del arma se hundía lentamente y los gruñidos aterrorizados se convirtieron en un alarido ensordecedor. En ese momento, Jack encontró la garganta del animal y la sangre caliente saltó en borbotones sobre sus manos. El animal quedó inmóvil bajo los muchachos, que descansaron sobre su cuerpo, rendidos y complacidos. En el centro del claro, las mariposas seguían absortas en su danza.
Cedió, al fin, la tensión inmediata al acto de matar. Los muchachos se apartaron y Jack se levantó, con las manos extendidas.
–Mirad.
Jack sonreía y agitaba las manos, mientras los muchachos reían ante sus malolientes palmas. Jack sujetó a Maurice y le frotó las mejillas con aquella suciedad. Roger comenzaba a sacar su lanza cuando los muchachos lo advirtieron por primera vez. Robert sintetizó el descubrimiento en una frase que los demás acogieron con gran alborozo: – ¡Por el mismísimo culo! – ¿Has oído? – ¿Habéis oído lo que ha dicho? – ¡Por el mismísimo culo!
Esta vez fueron Robert y Maurice quienes se encargaron de representar los dos papeles, y la manera de imitar Maurice los esfuerzos de la cerda por esquivar la lanza resultó tan graciosa que los muchachos prorrumpieron en carcajadas.
Pero incluso aquello acabó por aburrirles. Jack comenzó a limpiarse en una roca las manos ensangrentadas. Después se puso a trabajar en el animal: le rajó el vientre, arrancó las calientes bolsas de tripas brillantes y las amontonó sobre la roca, mientras los otros le observaban. Hablaba sin abandonar lo que hacía.