El hombre del labio torcido - 05
Mientras Sherlock Holmes refería esa singular serie de acontecimientos, nuestro carruaje se había deslizado velozmente por los suburbios de la gran ciudad hasta dejar detrás las últimas casas, y ya estábamos en pleno campo. En los momentos en que terminaba su relato, pasamos por dos aldeas de pocas casas.
—Estamos en los suburbios de Lee—me dijo mi compañero. Hemos tocado en tres condados ingleses durante nuestro corto viaje: saliendo de Middlesex, hemos pasado por un extremo de Surrey y ahora estamos en Kent. ¿Ve usted esa luz entre los árboles? Ese es Los Cedros, y al lado de la lámpara está sentada una mujer cuyos oídos ansiosos han percibido ya, no tengo duda, el ruido de los cascos de nuestro caballo.
—Pero ¿por qué no maneja usted este asunto desde su casa?—le pregunté.
—Porque hay muchas averiguaciones que hacer aquí afuera. La señora Saint Clair ha puesto amablemente a mi disposición dos cuartos, y puede usted estar seguro de que hará una buena acogida a mi amigo y colega. Me repugna encontrarme con ella ahora, Watson, porque todavía no tengo noticias de su marido. Ya llegamos. ¡He, oh, eh!
Detuvo el caballo delante de una espaciosa villa que se alzaba en el centro de un parque. Un mozo de cuadra había corrido a tener las riendas.
Holmes y yo saltamos abajo, y seguí a mi compañero por el sendero angosto y tortuoso, cubierto de arena gruesa, que conducía a la casa. Al acercarnos, la puerta se abrió de par en par, y una mujer rubia, de pequeña estatura, apareció en el umbral, vestida con una especie de ligera muselina de seda, con algo de encaje vaporoso, de color rojo, en el cuello y los puños.
Estaba parada, su cuerpo destacándose del torrente de luz, una mano en la puerta, la otra medio alzada en un movimiento ansioso, el talle ligeramente inclinado, la cabeza echada hacia adelante, la cara contraída, los ojos muy abiertos, los labios separados, toda ella una pregunta viviente.
—¿Y?—gritó.—¿Y?
En seguida, al ver que éramos dos, lanzó un grito de esperanza que se convirtió en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
—¿No trae usted buenas noticias?
—Ninguna.
—¿Ni malas?
—No.
—Gracias a Dios por eso. Pero entre usted. Debe usted estar cansado, pues ha tenido usted un día agitado.
—El señor es mi amigo, el doctor Watson. En varias de mis investigaciones me ha prestado servicios de importancia capital, y una feliz casualidad me ha permitido traerle y asociarle conmigo en este asunto.
—Tengo gusto de conocer a usted—dijo ella, estrechándome efusivamente la mano.—Estoy segura de que usted perdonará lo que le falte en esta casa cuando considere el golpe que se ha descargado sobre nosotros tan repentinamente.
—Mi estimada señora—le contesté,—soy soldado viejo, y aunque no lo fuera, veo perfectamente que no necesita usted excusarse. Si puedo servir en algo a usted ó a mi amigo, tendré ciertamente mucho placer.
—Ahora, señor Sherlock Holmes, —dijo la señora cuando entramos en un bien alumbrado comedor, en la mesa del cual estaba servida una cena fría, —tendría mucho gusto en dirigir a usted una ó dos sencillas preguntas, a las cuales ruego a usted conteste también sencillamente.
—Seguramente, señora.
—No se inquiete usted por mí. No soy histérica ni propensa a desmayos. Deseo sencillamente conocer la opinión real de usted, la verdadera.
—¿Sobre qué punto?
—En el fondo de su corazón ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes pareció perplejo ante la pregunta.
—¡Francamente!—repitió ella, parada enfrente de él y mirándole fijamente de arriba abajo, pues Holmes estaba echado hacia atrás en un sillón de mimbres.
—Pues, francamente, señora, no lo creo.
—¿Cree usted que está muerto?
—Sí.
—¿Que ha sido asesinado?
—No digo eso. Quizás…
—¿Y qué día murió?
—El lunes.
—Entonces, usted, señor Holmes, ¿tendría quizás la bondad de explicarme cómo he podido recibir hoy esta carta suya?
Sherlock Holmes saltó de su silla como si hubiera recibido un choque eléctrico.
—¡Qué!—rugió.
—Sí, hoy.
Sonriente, alzaba en el aire una pequeña hoja de papel.
—¿Puedo verla?
—Seguramente.
Holmes le arrebató literalmente de la mano el papel, y extendiéndolo sobre la mesa, le acercó la lámpara y lo examinó atentamente. Yo me había parado, y miraba la carta por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y tenía el sello del correo de Gravesend, con la fecha de ese mismo día, ó mejor dicho, de la víspera, pues era ya mucho más de media noche.
—¡Grosera letra!—murmuró Holmes. Esta no puede ser la letra del esposo de usted, señora.
—No; pero la de la carta lo es.
—Veo también que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a averiguar la dirección que tenía que poner.
—¿Cómo puede usted saber eso?
—El nombre, como usted ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto tiene el color grisáceo, que muestra que se ha empleado el papel secante. Si todo hubiera sido escrito de una vez y luego secado, no habría una sola parte con este color negro profundo. El hombre ha escrito el nombre, y luego ha habido una pausa antes de que escribiera la dirección, lo que no puede significar sino que ésta no le era familiar. El punto es, por supuesto, una bagatela; pero nada hay tan importante como las bagatelas. Veamos ahora la carta. ¡Ah! ¡Aquí ha venido incluso algo!
— Sí, un anillo, un anillo de sello.
—¿Y usted está segura de que esta es la letra de su esposo?
—Una de sus letras.
—¿Una?
—Su letra de cuando escribía a prisa. Se parece muy poco a su letra, y, sin embargo, estoy segura de que es su letra.
«Mi muy amada, no te asustes. Todo se arreglará, y bien. Ha habido un gran error que puede requerir algún tiempo para ser rectificado. Espera con paciencia.—Neville.»
—Escrito con lápiz en una hoja, arrancada de un libro, tamaño en octavo, sin marca de agua. ¡Hum! Puesto hoy en la estafeta de Gravesend por un hombre que tenía sucio el dedo pulgar. ¡Ja! Y la goma del sobre ha sido mojada, si no me equivoco mucho, por una persona que había estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene duda de que ésta es la letra de su esposo, señora?
—Ninguna. Neville ha escrito esas palabras.
—Y la carta fue expedida hoy de Gravesend. Pues bien, señora Saint Clair, las nubes se disipan; pero no me atrevería a decir que el peligro ha pasado.
—Pero Neville debe estar vivo, señor Holmes.
—A menos que esta sea una hábil falsificación para ponernos en un rastro equivocado. El anillo, al fin y al cabo, nada prueba; pueden habérselo quitado.
—¡No, no! Esta, esta, esta es su misma letra.
—Muy bien. Pero, asimismo, la carta puede haber sido escrita el lunes y expedida hoy.
—Eso es posible.
—Y si es así, puede haber sucedido mucho desde entonces.
—¡Oh! No debe usted desalentarme, señor Holmes. Estoy segura de que mi marido está bien. Hay entre nosotros tanta simpatía y tan intensa, que si le hubiera ocurrido un mal yo lo sabría. El mismo día que lo vi por última vez, estando él en el dormitorio, se cortó, y yo, que me encontraba en el corredor, me precipité a los altos, con la más completa seguridad de que le había sucedido algo. ¿Cree usted que semejante pequeñez repercutiría en mí, y que su muerte no lo haría?
—He visto demasiado para no saber que la impresión de una mujer puede ser más valiosa que la conclusión de un razonador analítico. Y usted, en esta carta, tiene ciertamente una valiosa pieza de comprobación que corrobora su manera de pensar. Pero si el esposo de usted está vivo y puede escribir cartas por qué se mantiene alejado de usted?
—No puedo imaginarlo. Eso es inexplicable.
—Y el lunes, antes de marcharse, ¿nada dijo?
—No.
—¿Y usted se sorprendió de verle en el callejón de Swandan?
—Muchísimo.
—¿La ventana estaba abierta?
—Sí.
—Entonces ¿él podía haberla llamado a usted?
—Lo podía.
—¿Pero, según entiendo, sólo lanzó un grito inarticulado?
—Sí.
—¿En que pedía socorro, a lo que pareció a usted?
—Si agitaba las manos.
—Pero el grito podía haber sido de sorpresa. El asombro de verla a usted podía haberle hecho alzar los brazos.
—Es posible.
—¿Y usted cree que lo arrastraron de atrás?
—Desapareció tan repentinamente…
—Podía haber saltado hacia atrás. ¿No vió usted a nadie más en el cuarto?
No; pero, aquel hombre horrible confesó que había estado allí, y el láscar estaba al pie de la escalera.
—Eso es. ¿El esposo de usted en todo lo que usted pudo ver, tenía puestas sus ropas?
—Pero no tenía cuello ni corbata: vi perfectamente claro su cuello desnudo.
—¿Había hablado alguna vez del callejón Swandan?
—Nunca.
—¿Le notó usted alguna vez señales de que hubiera fumado opio?
—Nunca.
—Gracias, señora Saint Clair. Esos son los principales puntos acerca de los cuales quería yo estar absolutamente cierto. Ahora vamos mi amigo y yo a comer algo, y enseguida a retirarnos, pues mañana podemos tener un día muy ocupado.