Mi tía, la espía rusa
Mi tía la enfermera, creo que ya os lo dije la semana pasada, y si no os lo dije os lo digo ahora, era la mayor de sus dos hermanas y fue la única mujer de su familia que se puso a trabajar.
Como creo que ya dije también, en aquella época no estaba bien visto que las mujeres trabajaran, a menos que no fuera en un trabajo apropiado “para señoritas”. El lugar de la mujer era la cocina.
Trabajar de enfermera era, sin embargo, uno de esos trabajos apropiados “para señoritas”, es decir, para mujeres solteras que todavía no habían logrado casarse.
Casarse era, obviamente, el objetivo final de cualquier mujer, pero mientras tanto, mientras llegaba ese ansiado “príncipe azul”, bueno, era aceptable que una mujer realizase ciertos tipos de trabajo. Eso sí, tenían que ser trabajos adecuados a la naturaleza de la mujer, claro, como enfermera, maestra, niñera, secretaria…
Mi tía, aunque no había estudiado enfermería, pudo entrar a trabajar en el hospital clínico de Granada, en gran parte gracias a la necesidad de personal sanitario que durante la guerra civil y en los años de la posguerra había en España.
Me imagino que en aquellos años, los años treinta y cuarenta, en España no eran muy exigentes con los estudios, la formación y los títulos universitarios.
Me imagino que para trabajar en un hospital durante la guerra civil y en la posguerra había dos requisitos fundamentales:
No desmayarse al ver sangre o una herida abierta, ni asustarse al ver un muerto o un herido.
Tener el carnet de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, el partido oficial del bando vencedor en la guerra civil, el bando de Franco.
Mi tía cumplía ambos requisitos.
Ella no se dejaba impresionar fácilmente por ver sangre o por una herida abierta. Al contrario, yo creo que en la sección de urgencias de un hospital, donde llegaba la gente que había sufrido algún accidente grave, algunos ya moribundos, es donde ella se sentía mejor, “en su salsa”, como suele decirse. O, dicho de otra manera, en la sala de urgencias de un hospital se sentía “como pez en el agua”.
Cuando yo era niño, en los años 70, recuerdo que cuando mi tía volvía a casa del trabajo al mediodía, a la hora del almuerzo, solía describir con pelos y señales, en mucho detalle, alguno de los muertos que había visto aquel día o nos contaba el caso de alguien malherido que había llegado medio desangrado al hospital, quizás a causa de un accidente de tráfico o víctima de algún crimen.
A mí me ponía los pelos de punta escucharla y aún hoy recuerdo algunas de las descripciones que hacía mientras estábamos comiendo en la mesa. Le gustaba acompañar sus historias con descripciones y con detalles, algunos tan morbosos que, después de tantos años, aún los recuerdo.
Y ti tía también cumplía el segundo requisito para ser enfermera en la guerra y en la posguerra, el de pertenecer a Falange Española Tradicionalista y de las JONS, el partido de los vencedores en la guerra civil.
Recuerdo que un día que estaba solo y aburrido en casa me puse a hurgar, a rebuscar, en los cajones de un armario viejo de mi tía y encontré su carnet del partido franquista.
Yo entonces debía de tener unos trece o catorce años, pero entendía, más o menos, lo que aquello significaba.
Mi tía no estaba interesada en la política en absoluto y no se había inscrito en la Falange porque sintiera una especial admiración por Franco o por el bando vencedor en la guerra. Simplemente quería sobrevivir. Y para sobrevivir en la España de los años cuarenta y cincuenta, apenas terminada la guerra, había que estar del lado de los vencedores.
Años después comprendí que a mi tía lo que le pasaba en realidad era que tenía miedo, mucho miedo.
Ella a menudo contaba anécdotas o historias que había vivido durante la guerra. Eran historias espeluznantes que se me grabaron en la memoria, como los gritos de dolor que escuchaba por las noches cuando tenía que quedarse a dormir en el hospital.
Decía que durante la guerra civil, a veces tenía que quedarse a dormir en el hospital porque muchos heridos llegaban del frente por la tarde o por noche.
En aquella época mi tía debía de tener unos 18 o 20 años.
Y… Recuerdo que de niño la oí comentar que a veces se despertaba por los gritos horribles de dolor procedentes de una parte del hospital a la que ella no tenía acceso. Ni ella ni sus compañeras, las otras enfermeras, me imagino que chicas tan jóvenes como ella, sabían con certeza quién gritaba ni a qué se debían los gritos. Cuando preguntaron, alguien les dijo que se trataba de “moros” que se negaban a ir al frente a hacer la guerra y, para obligarlos, los militares los castigaban dándoles latigazos en la espalda.
No sé si sabéis que en el ejército de Franco había muchos soldados de Marruecos, que en España eran conocidos normalmente como “los moros de Franco”.
A mí esta explicación nunca me convenció demasiado, la verdad. Me cuesta imaginar que los militares españoles tuvieran que obligar a golpes de látigo, cada noche, a “los moros” para que fueran a hacer la guerra en el frente. Nunca he oído en ningún lugar que algo así sucediera.
Creo más bien que a mi tía y a las otras enfermeras no les dijeron la verdad; que probablemente aquellos gritos de dolor que escuchaban por las noches eran gritos de dolor de prisioneros políticos que estaban siendo torturados. Esa explicación me convence más.
En cualquier caso, como ya os podéis imaginar, no estoy seguro de que las historias que contaba mi tía durante el almuerzo y la cena fueran las más adecuadas para que las escuchara un niño de doce o trece años, pero, bueno, eran otros tiempos, supongo. En los años setenta la gente no se preocupaba tanto por los traumas infantiles que este tipo de historias pudiera provocar en la mente de un niño.
Como sabéis, al final de la guerra civil empezó la dictadura franquista que duró 40 años.
Tras la muerte de Franco en 1975, volvió la democracia, volvieron los partidos políticos, se legalizó el Partido Comunista y se organizaron las primeras elecciones.
Era el año 1977. Recuerdo que las ciudades se inundaron de propaganda política de todos los partidos. Había carteles electorales por todas partes y mitines en todas las plazas a todas horas; por el centro pasaban coches con altavoces llamando a votar a un partido o a otro; las calles estaban inundadas de octavillas pidiendo el voto y en la televisión, cada partido tenía un espacio publicitario para hacer campaña electoral.
A mi tía la política no le interesaba lo más mínimo. Ella, como tantos viejos de entonces, solo tenía miedo de que la política llevase de nuevo a una guerra civil.
No se fiaba. Había vivido la Segunda República, la Guerra Civil y la posguerra y no se fiaba de nadie. Había visto muy de cerca las consecuencias del enfrentamiento entre gente con ideas diferentes.
El gobierno de España era todavía un gobierno franquista, pero eran franquistas más moderados, que estaban intentando acabar con la dictadura desde dentro porque eran conscientes de que no tenía sentido continuar durante más tiempo con la dictadura de Franco, especialmente cuando Franco había muerto.
Ese gobierno, todavía en manos de los franquistas, convocó elecciones generales en 1977. Eran las primeras elecciones generales que se celebraban en España desde 1936.
Era un momento de mucha ilusión, pero también de mucha incertidumbre. Nadie sabía lo que podía pasar. El Partido Comunista, que acababa de ser legalizado, se presentaba a las elecciones y una parte del ejército ya había mostrado su descontento.
Muchos, sobre todo muchos viejos de entonces que habían vivido la guerra y la posguerra, estaban preocupados.
Estaban ilusionados, sí. La democracia, las elecciones, la vuelta de los exiliados, la legalización de los partidos políticos, la libertad de expresión…
Sí, maravilloso, todo eso estaba muy bien, pero muchos españoles tenían miedo de la reacción del ejército. Sospechaban que una parte del ejército estaba ya preparando un golpe militar para volver a la dictadura.
Y si los militares daban otro golpe de estado, entonces, volvería la guerra, el hambre, los fusilamientos en las tapias de los cementerios…
Muchos viejos de entonces tenían ese miedo, esa preocupación de que en cualquier momento todo volviera a empezar.
Mi tía decía que no iba a votar. ¿Para qué? ¿A quién votar? A ella eso no le interesaba.
Ella lo que quería era irse a la playa en verano y ponerse morena para dar envidia a sus amigas, comprarse un vestido nuevo para lucir sus, todavía, bonitas piernas y tomar una copa en algún bar de lujo con la esperanza de atraer a algún pretendiente que le propusiera matrimonio.
No era joven, pero, como dice el refrán, “la esperanza es lo último que se pierde” y ella, aunque ya no fuera una niña, si se arreglaba un poco, aún podía conseguir que algunos hombres se dieran la vuelta en la calle para mirarle el culo. Y eso, a ella, la excitaba mucho más que las propuestas de cualquier partido político.
Recuerdo que el día de las elecciones, el quince de junio de 1977, estuvimos todo el día en casa. Ella no fue a trabajar y yo tampoco fui al colegio. Era miércoles, pero creo recordar que el gobierno lo había declarado un día de fiesta para facilitar que la gente acudiese a votar.
Durante el día mi tía estuvo tranquila, haciendo algunas tareas de la casa, leyendo un poco, haciendo ganchillo…
De repente, algo pasó.
Las urnas cerraban a las ocho de la tarde y a eso de las siete y media alguien la llamó por teléfono. Yo no sabía quién la había llamado ni qué le había dicho, pero a partir de esa llamada su humor cambió.
La vi que entraba nerviosa en el baño y se maquillaba rápidamente. Luego fue a su dormitorio y empezó a vestirse deprisa.
“¡Niño! ¿Dónde están las papeletas para votar?”, me gritó.
¿Qué? ¿Cómo? Yo no entendía nada. A última hora, cuando las urnas estaban a punto de cerrar, ¿ella había decidido que quería votar? Aquello me pareció muy raro.
“¡Niño, busca las papeletas!”, me grito otra vez.
Todos los partidos políticos habían mandado por correo un montón papeletas de voto, cada partido la suya, claro, para que fuera más fácil votar por ellos.
Nos habían llegado cada día las papeletas de Alianza Popular, de Unión de Centro Democrático, del Partido Socialista Obrero Español, del Partido Comunista….
Mi tía las había ido tirando a la basura a medida que las encontraba en el buzón. Ni las leía ni le interesaba saber lo que decían. Ella no iba a votar de todas formas.
Sin embargo, ahora, de pronto, cuando faltaban solo quince minutos para que cerraran las urnas, a ella se le ocurría que quería ir a votar. Había cambiado de opinión repentinamente. Y yo no entendía por qué.
“¿Dónde están las papeletas, niño?” Insistía ella, cada vez más nerviosa.
Yo buscaba por toda la casa, pero no las encontraba.
“¡Aquí están! ¡Aquí están!” La escuché decir. Al final, ella misma había encontrado las papeletas que buscaba.
Yo no entendía por qué había cambiado de opinión, por qué había decidido ir a votar así, tan de repente.
Pero lo que más curiosidad me daba era saber por qué partido pensaba votar.
Mientras se ponía los zapatos y sin que ella se diera cuenta, le abrí el bolso y miré las papeletas que había cogido.
No me lo podía creer: ¡el Partido Comunista de España!
Tuve que morderme la lengua para no echarme a reír. ¡El Partido Comunista de España! ¡Mi tía iba a votar por el Partido Comunista de España!
Yo solo tenía trece años, pero sabía que era raro que una falangista como mi tía votase por el Partido Comunista.
¿Qué hacía mi tía, con un carnet de Falange, votando por los comunistas?
Se me disparó la imaginación.
¿Había sido siempre una comunista y nunca se lo había dicho a nadie?
¿Había trabajado como espía para la Unión Soviética?
Empecé a pensar que quizás mi tía había llevado una doble vida durante muchos años, por un lado una enfermera franquista con carnet de la Falange; por otro lado, una infiltrada comunista, una espía soviética…
La empecé a mirar con otros ojos. De hecho, era tan rubia, tenía los ojos tan azules y parecía tan diferente del resto de sus hermanas que pensé en la posibilidad de que en realidad fuera rusa…
Luego, por la noche, finalmente lo comprendí todo.
Mientras veíamos en la tele las noticias, alguien, supongo que la misma persona que la había llamado unas horas antes, la llamó otra vez por teléfono.
Yo no sabia quién era, pero por la conversación, por lo que la escuché decir, pude deducir, más o menos, lo que había pasado.
Al parecer esa persona le había dicho a mi tía que en los colegios electorales, el presidente de la mesa tenía una lista con los nombres de todos los vecinos del barrio y hacía una cruz con un bolígrafo al lado del nombre de la persona que votaba.
Eso a mi tía le dio mucho miedo. Supongo que le recordó los años de la dictadura, cuando llamar la atención, decir algo en contra del gobierno no estaba bien visto…
Y, al fin y al cabo, el gobierno, un gobierno que era todavía franquista, había organizado las elecciones y quería que la gente votase…
¿Y si luego iban a buscar a la gente que no había votado?
Franco había muerto, sí, pero el gobierno que organizaba las elecciones estaba formado por mucha gente del régimen franquista.
¿Sería peligroso no votar en unas elecciones que había organizado el propio gobierno?
A mi tía no le gustaba la idea de que el gobierno tuviera una lista de toda las personas que iban a votar y de las que no iban a votar… Supongo que eso de una lista de nombres con una cruz al lado de algunos nombres le trajo malos recuerdos del pasado.
Por eso mi tía se puso tan nerviosa.
Además, si todo el mundo iba a votar, era porque había que votar. Ella no quería ser diferente. Ella no quería distinguirse. Ella no quería destacarse ni llamar la atención.
Ser diferente, en su cabeza, era peligroso.
Al final se puso tan nerviosa y empezó a tener tanto miedo que decidió ir a votar, por si las moscas.
Pero… ¿A quién? ¿Votar a quién?
Bueno, eso no importaba. Eso era lo de menos. Al fin y al cabo nadie iba a saber nunca a quién había votado ella. El voto era secreto.
Y, claro, como había tirado a la basura casi todas las papeletas de los partidos políticos que nos habían llegado, las únicas que encontró fueron las papeletas del Partido Comunista de España. Quizás, incluso, las tuvo que rebuscar en el cubo de la basura.
Supongo que pensó que, al fin y al cabo, daba igual. Total, nadie se iba a enterar nunca de que ella había votado a los comunistas…
Lo que no se esperaba era que su sobrino de trece años la espiase y que cuarenta años después, contara su secreto a los cuatro vientos en un podcast que escuchan miles de personas en todo el mundo: que ella, con carnet de falangista, termino votando por el Partido Comunista de España, los grandes “enemigos de Dios y de España”, como decía la propaganda franquista.
Esas son las ironías del destino, ¿no?
Bueno chicos, pues esta es la historia de mi tía, la “espía rusa”.
Espero no haberos defraudado demasiado. La semana pasada os había dicho que mi tía quizás había sido una espía de la unión soviética, una infiltrada comunista en el régimen de Franco, pero no… la realidad es mucho más sencilla, menos espectacular. Mi tía no era una “mata hari”.
Su colaboración con el partido comunista fue bastante más “modesta", por decirlo de alguna manera. Fue a votar por miedo a las represalias del gobierno franquista y dio su voto al Partido Comunista, el partido más odiado por los franquistas, por casualidad, porque fueron las únicas papeletas que encontró en la casa.
Qué paradoja, ¿no?
Total, que mi tía la enfermera ni era comunista ni era espía ni era rusa ni era nada. En realidad tampoco era enfermera ya que nunca había estudiado en la universidad ni había ido a la escuela de enfermería para obtener un título. Todo lo que sabía de enfermería lo había aprendido trabajando.
Y ahora estoy empezando a sospechar que a lo mejor ni siquiera era rubia… ¿Tal vez se teñía el pelo de rubio para llamar más la atención?
Quién sabe…
En fin, mi tía era solo una pobre chica, algo coqueta y vanidosa, eso sí, que vivió en una España muy diferente de la España de hoy, y que desde joven hizo lo que tenía que hacer para sobrevivir. Nada más.
Si viviera en la España de hoy, yo me la imagino haciendo vídeos en YouTube… Tendría mucho más éxito que yo, por supuesto.
Siento la decepción, chicos, pero, qué queréis que os diga, algo tenía que deciros para manteneros en ascuas y que escucharais el episodio de hoy, ¿no?
Un abrazo a todos y a todas y nos vemos, no, no, no… no nos vemos, nos escuchamos la próxima semana, aquí en Español Con Juan.
¡Hasta pronto!