11. El Peñón del castillo (3)
Entonces, la monstruosa masa encarnada saltó al istmo y Ralph se arrojó al suelo mientras la tribu prorrumpía en chillidos.
La roca dio de pleno sobre el cuerpo de Piggy, desde el mentón a las rodillas: la caracola estalló en un millar de blancos fragmentos y dejó de existir. Piggy, sin una palabra, sin tiempo ni para un lamento, saltó por los aires, al costado de la roca, girando al mismo tiempo. La roca botó dos veces y se perdió en la selva. Piggy cayó a más de doce metros de distancia y quedó tendido boca arriba sobre la cuadrada losa roja que emergía del mar. El cráneo se partió y de él salió una materia que enrojeció en seguida. Los brazos y las piernas de Piggy temblaron un poco, como las patas de un cerdo después de ser degollado. El mar respiró de nuevo con un largo y pausado suspiro; las aguas hirvieron, blancas y rosadas, sobre la roca, y al retirarse, en la succión, el cuerpo de Piggy había desaparecido. El silencio aquella vez fue total. Los labios de Ralph esbozaron una palabra, pero no surgió sonido alguno.
Bruscamente, Jack se separó de la tribu y empezó a gritar enfurecido: – ¿Ves? ¿Ves? ¡Eso es lo que te espera! ¡Lo digo en serio! ¡Te has quedado sin caracola! Corrió inclinado hacia delante. – ¡Soy el Jefe!
Con maldad, con la peor intención, arrojó su lanza contra Ralph. La punta rasgó la piel y la carne sobre las costillas de Ralph; se partió y se fue a parar al agua. Ralph estuvo a punto de desvanecerse, más por el pánico que por el dolor, y la tribu, que gritaba ahora con la misma violencia que su Jefe, avanzó hacia él. Sintió junto a su mejilla el zumbido de otra lanza, que no logró alcanzarle por estar curvada, y después, otra, arrojada desde lo alto por Roger. Los mellizos quedaban escondidos detrás de la tribu, y los anónimos rostros diabólicos invadían el istmo. Ralph dio vuelta y escapó. A sus espaldas surgió un gran ruido que parecía proceder de innumerables gaviotas. Obedeciendo a un instinto hasta entonces ignorado por él, giró bruscamente hacia el descampado y las lanzas se perdieron en el espacio. Vio el cuerpo decapitado del cerdo y pudo saltar a tiempo sobre él. Momentos después entraba bajo la protección de la selva, aplastando ramas y follaje.
El jefe se paró junto al cerdo abatido, dio la vuelta y alzó los brazos. – ¡Atrás! ¡A la fortaleza!
Pronto regresó la bulliciosa tribu al istmo, donde Roger salió a su encuentro. El Jefe le habló con dureza: – ¿Por qué no estás de guardia?
Los ojos de Roger reflejaban gravedad.
–Acababa de bajar para…
Emanaba de él ese horror que infunde el verdugo. El Jefe no le dijo más y volvió su mirada hacia Samy-eric.
–Tenéis que entrar en la tribu.
–Suéltame… -…y a mí.
El Jefe arrebató una de las pocas lanzas que quedaban y con ella sacudió las costillas a Sam. – ¿Qué es lo que te proponías, eh? – dijo el enfurecido Jefe -. ¿Qué es eso de venir aquí con lanzas? ¿Qué es eso de negarte A entrar en mi tribu, eh?
Los movimientos de la lanza se sucedían rítmicamente. Sam gritó: – ¡Así no se juega!
Roger pasó junto al jefe y estuvo a punto de empujarle con el hombro. Los gritos cesaron; Samyeric, tendidos en el suelo, alzaban los ojos en mudo terror. Roger se acercó a ellos como quien esgrime una misteriosa autoridad.
Ralph se había detenido en un soto a examinar sus heridas. La parte afectada cubría varios centímetros del lado derecho del tórax, y una herida inflamada y ensangrentada señalaba el lugar donde la lanza le había alcanzado. Tenía la melena cubierta de suciedad y los mechones de pelo se enredaban como los zarcillos de una trepadora. Se había producido arañazos y erosiones en todo el cuerpo durante su huida por el bosque.
Cuando por fin recobró el aliento decidió que el cuidado de sus heridas habría de esperar. ¿Cómo iba a oír el paso de unos pies descalzos si se encontraba chapuzándose en el agua? ¿Cómo iba a estar a salvo junto al arroyuelo o en la playa abierta?
Escuchó atentamente. No se hallaba muy lejos del Peñón del Castillo. En los primeros momentos de pánico creyó oír el ruido de la persecución, pero no había sido más que una breve incursión de los cazadores por los bordes de la zona boscosa, quizá en busca de las lanzas perdidas, porque al poco rato corrieron de vuelta hacia la soleada roca como si les hubiese aterrado la oscuridad detrás de los ojos, con ambas manos, el pelo. El cráneo y su propio rostro se encontraban casi al mismo nivel; los dientes se mostraban en una sonrisa, y las vacías cuencas parecían sujetar, como por magia, la mirada de Ralph. ¿Qué era aquello?
El cráneo le contemplaba como alguien que conoce todas las respuestas, pero se niega a revelarlas. Se vio sobrecogido de pánico e ira febriles. Golpeó con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a él como un juguete y volvía a su sitio siempre con la misma sonrisa, obligando a Ralph a asestarle nuevos golpes y a gritarle sus insultos. Se detuvo para frotarse los nudillos lastimados y contemplar la estaca vacía, mientras el cráneo, partido en dos, le sonreía aún desde el suelo a dos metros. Arrancó la temblorosa estaca y a modo de lanza lo interpuso entre él y los blancos trozos. Después se apartó poco a poco, sin desviar la mirada de aquel cráneo que sonreía al cielo.
Cuando el verde resplandor del horizonte desapareció y llegó la noche, Ralph regresó al soto frente al Peñón del Castillo. Al asomarse comprobó que la cima aún estaba ocupada y que el vigilante, quienquiera que fuese, tenía su lanza preparada. Se arrodilló entre las sombras, con una amarga sensación de soledad. Eran salvajes, desde luego, pero eran personas como él. Y en aquellos momentos los escondidos terrores de la profunda noche emprendían su camino.
Ralph gimió quedamente. A pesar de su agotamiento, el temor a la tribu no le permitía cobijarse en el descanso ni el sueño. ¿No sería posible penetrar osadamente en la fortaleza, decir «vengo en son de paz», sonreír y dormir en compañía de los otros? ¿No podría actuar como si aún fueran niños, colegiales que en otro tiempo decían cosas como «Señor, sí, señor» y llevaban gorras de uniforme? La respuesta del sol mañanero quizá hubiera sido «sí», pero la oscuridad y el terror de la muerte decían «no». Allí tumbado, en la oscuridad, comprendió que era un desterrado.
–Y sólo por tener un poco de sentido común.
Se frotó una mejilla con el antebrazo y pudo percibir el áspero olor a sal y sudor y el hedor de la suciedad. A su izquierda, las olas del océano respiraban, se contraían y volvían a hervir sobre la roca.
Oyó ruidos que venían de detrás del Peñón del Castillo. Escuchó atentamente, desviando su mente del movimiento del mar, y logró descifrar un cántico familiar. – ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
La tribu danzaba. En alguna parte, tras aquella rocosa muralla, habría un círculo oscuro, un fuego resplandeciente y carne. Estarían saboreando tanto el alimento como el sosiego de su seguridad.
Un ruido más cercano le espantó. Unos cuantos salvajes escalaban el Peñón del Castillo hacia la cima y pudo oír algunas voces. Se acercó unos cuantos metros a gatas y observó que la figura sobre la roca cambiaba de forma y se agrandaba. Sólo dos muchachos en toda la isla hablaban y se movían de aquel modo.
Ralph reclinó la cabeza sobre los brazos y aceptó aquel descubrimiento como una nueva herida. Samyeric se habían unido a Ja tribu. Defendían el Peñón del Castillo contra él. No había posibilidad alguna de rescatarles y formar con ellos una tribu de deportados, al otro extremo de la isla. Samyeric eran salvajes como los demás; Piggy había muerto y la caracola estallado en mil pedazos. Al cabo de un rato, el vigilante se retiró. Los dos que permanecieron no parecían sino una oscura prolongación de la roca. Tras ellos apareció una estrella que fue momentáneamente eclipsada por el movimiento de las siluetas.
Ralph siguió adelante a gatas, tanteando el escarpado terreno como un ciego. Vastas extensiones de aguas apenas perceptibles se extendían a su derecha y junto a su mano izquierda estaba el inquieto océano, tan temible como la boca de un pozo. Una vez por minuto las aguas se alzaban en torno a la losa de la muerte y caían como flores en una pradera de blancura. Ralph siguió a rastras hasta que alcanzó el borde de la entrada.
Justo encima de él se hallaban los vigías y pudo ver la punta de una lanza asomando sobre la roca. Muy suavemente llamó:
–Samyeric…
No hubo respuesta. Debía hablar más alto si quería hacerse oír, pero así llamaría la atención de aquellos seres pintarrajeados y hostiles que festejaban junto al fuego. Se armó de valor y empezó a escalar, buscando a tientas los salientes de la roca. La estaca que había servido de soporte a una calavera le estorbaba, pero no quería deshacerse de su única arma. Estaba casi a la altura de los mellizos cuando habló de nuevo.
–Samyeric…
Oyó una exclamación y un brusco movimiento en la roca. Los mellizos estaban abrazados, balbuceando algo indescifrable.
–Soy yo, Ralph.
Atemorizado por si salían corriendo a dar la alarma, se alzó hasta asomar la cabeza y los hombros sobre el borde de la cima. Bajo él, a gran distancia, pudo ver la luminosa floración envolviendo la losa.
–Soy yo, no os asustéis.
Por fin se agacharon y vieron su cara.
–Creíamos que era… -…no sabíamos lo que era… -…creíamos…
Recordaron su nuevo y vergonzoso vasallaje. Eric permaneció callado, pero Sam se esforzó por cumplir con su deber.
–Será mejor que te vayas, Ralph. Vete ya… Sacudió su lanza, esbozando un gesto enérgico.
–Lárgate, ¿me oyes?
Eric le secundó con la cabeza y sacudió la lanza en el aire. Ralph se apoyó sobre sus brazos, sin moverse.
–Os vine a ver a los dos.
Hablaba con gran esfuerzo; sentía dolor en la garganta, aunque no la tenía herida.
–Os vine a ver a los dos…
Meras palabras no podían expresar el sordo dolor que sentía. Guardó silencio, mientras las brillantes estrellas se derramaban y bailaban por todo el cielo. Sam se movió intranquilo.
–En serio, Ralph, es mejor que te vayas. Ralph volvió a alzar los ojos.
–Vosotros dos no os habéis pintarrajeado. ¿Cómo podéis…? Si fuese de día…
Si fuese de día sentirían el escozor de la vergüenza por admitir aquellas cosas. Pero la noche era oscura. Eric habló primero, pero en seguida los mellizos reanudaron su habla antifonal.
–Tienes que irte porque aquí no estás seguro… -…nos obligaron. Nos hicieron daño… – ¿Quién? ¿Jack?
–Oh no…
Se inclinaron cerca de él y bajaron sus voces.
–Vete, Ralph… -…es una tribu… -…no podíamos hacer otra cosa… Cuando de nuevo habló Ralph, lo hizo con voz más apagada; parecía faltarle el aliento. – ¿Pero qué he hecho yo? Me era simpático… y yo sólo quería que nos viniesen a rescatar…
De nuevo se derramaron las estrellas por el cielo. Eric sacudió la cabeza preocupado.
–Escucha, Ralph. No trates de hacer las cosas con sentido común. Eso ya se acabó…
–Olvídate del Jefe… -…tienes que irte por tu propio bien…
–El Jefe y Roger… -…sí, Roger…
–Te odian, Ralph. Van a acabar contigo.
–Van a salir a cazarte mañana.
–Pero, ¿por qué?
–No sé. Y Jack, el Jefe, nos ha dicho que será peligroso… -…y que tenemos que tener mucho cuidado y arrojar las lanzas como lo haríamos contra un cerdo.
–Vamos a extendernos en una fila y cruzar toda la isla… -…avanzaremos desde aquí… -…hasta que te encontremos.
–Tenemos que dar una señal. Así.
Eric alzó la cabeza y dándose con la palma de la mano en la boca lanzó un leve aullido.