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El sueño de un hombre ridículo - Dostoyevski, V.

V.

¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo los pervertí a todos! Ignoro cómo pudo haber sucedido aquello, no lo sé, no lo recuerdo con claridad. El sueño sobrevoló milenios, dejando en mí únicamente la sensación de totalidad. Sólo sé que la causa del pecado fui yo. Igual que la espantosa triquina, como el átomo de la peste que contagia a países enteros, del mismo modo también yo contagié aquella Tierra, feliz y sin pecado antes de mi llegada. Aprendieron a mentir y les gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh! Eso puede que ocurriera de un modo inocente, como una broma, una coquetería, o un juego amoroso, de veras, puede que se iniciara como un átomo, pero ese átomo de la mentira penetró en sus corazones y les gustó. A continuación nació rápidamente la lujuria, ésta engendró los celos, y los celos la crueldad... ¡Oh! No lo sé, no lo recuerdo, pero pronto, muy pronto, brotaron las primeras gotas de sangre: ellos se asombraron y se horrorizaron y comenzaron a dispersarse y a separarse. Comenzaron a crearse las alianzas, pero ya de los unos en contra de los otros. Aparecieron los reproches, las recriminaciones. Conocieron la vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el conocimiento del honor, y en cada agrupación apareció su bandera. Empezaron a torturar a los animales y éstos se alejaron de ellos penetrando en el bosque y se convirtieron en sus enemigos. Comenzó la lucha por la separación, el aislamiento, la individualidad, y la propiedad privada. Empezaron a hablar diferentes lenguas. Conocieron el dolor y lo amaron, ansiaron el sufrimiento. Fue entonces cuando surgió entre ellos la ciencia. Cuando se hicieron malvados, empezaron a hablar de la hermandad y la humanidad, y comprendieron esas ideas. Cuando se hicieron criminales, inventaron la justicia, prescribiéndose a sí mismos códigos enteros para custodiarla; y con el fin de salvaguardar su vigencia, impusieron la guillotina. Apenas se acordaban de lo que habían perdido y no querían creer que hubo un tiempo en que fueron inocentes y felices. Se reían incluso de la posibilidad de su felicidad pasada, denominándola sueño. No podían darle forma en su imaginación pero, cosa rara y curiosa: una vez perdida la fe en la felicidad pasada, a la que llamaron cuento, sintieron tantas ganas de ser nuevamente inocentes y felices que, como niños, cayeron ante el deseo de su corazón, lo divinizaron y construyeron templos y empezaron a rezar a su misma idea, a su mismos “deseos”, creyendo plenamente a su vez en la imposibilidad de su cumplimiento y su realización, pero adorándolo y venerándolo con lágrimas. Y, sin embargo, si se les hubiera dado la posibilidad de retornar a aquel estado de felicidad e inocencia que perdieron, y si alguien se lo hubiera mostrado de nuevo preguntándoles si deseaban regresar a ese estado, probablemente se habrían negado. Me respondieron: “Sabemos que somos falsos, malos e injustos, pero lo sabemos y lloramos por ello; nosotros mismos nos torturamos por ello, y probablemente nos castigamos más que aquel misericordioso Juez que nos juzgará y cuyo nombre desconocemos. Pero tenemos la ciencia, y por medio de ella buscaremos nuevamente la verdad, aunque la acogeremos ya más conscientemente. El conocimiento está por encima del sentimiento, la conciencia de la vida está por encima de la vida misma. La ciencia nos proporcionará sabiduría, y ésta nos descubrirá leyes, y el conocimiento de las leyes, la felicidad que está por encima de la felicidad”. Esto fue lo que dijeron y, después de esas palabras, empezaron a quererse más a sí mismos que a sus prójimos, y les resultó imposible obrar de otro modo. Todos empezaron a ser tan celosos de su persona que procuraban, por todos los medios, humillar y menoscabar a los demás, convirtiendo esto en la finalidad de su vida. Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: los débiles, de buena voluntad, se supeditaron a los más fuertes, con la finalidad de ayudarles a oprimir a los más débiles que ellos mismos. Surgieron los defensores de la justicia que, con lágrimas en los ojos, veían a ver esa gente y le hablaban de su orgullo, de la pérdida del equilibrio, la armonía y el pudor. La gente se reía de ellos o los apedreaba. A las puertas de los templos se derramaba sangre santa. Y, a pesar de todo, empezó a surgir gente que se planteó la forma de volver a unir a todos de nuevo, con el fin de que cada cual, sin dejar de amarse a sí mismo más que a sus prójimos, no molestara a su vez a nadie, y se pudiera continuar viviendo de ese modo juntos, como si se tratara de una sociedad conforme consigo misma. A causa de esta idea se desencadenaron guerras enteras. Todos cuantos luchaban creían fielmente que la ciencia, la sabiduría y el sentimiento de autoprotección obligarían finalmente al hombre a reunirse en una sociedad de concordia y racionalidad, y mientras tanto, para acelerar su llegada, los “más sabios”, ansiosos de ver triunfar su idea, aniquilaban a los “menos sabios” que no la entendían. Pero el sentimiento de autoprotección comenzó pronto a debilitarse; aparecieron los orgullosos y los voluptuosos que exigían directamente todo o nada. Para obtenerlo recurrían al crimen, y de no conseguirlo, al suicidio. Surgieron religiones de culto al no ser y a la destrucción, con el único placer de la eterna futilidad. Finalmente esa gente se cansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostros se dibujó el sufrimiento, y proclamaron que el sufrimiento era la belleza, ya que únicamente éste tenía sentido. Dedicaban canciones a sus sufrimientos. Yo daba vueltas sin saber qué hacer, y lloraba por ellos, pero los amaba probablemente más que antes, cuando en sus rostros aún no había sufrimiento y eran tan inocentes y maravillosos. Llegué a amar su mancillada Tierra más que antes, cuando aún era paraíso, sólo porque en ella había aparecido el dolor. ¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, pero única y exclusivamente para mí, mientras que ahora lloraba por ellos, y me compadecía de ellos. Les tendí las manos desesperado, culpándome, maldiciéndome y despreciándome a mí mismo. Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y sólo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira. Les rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última gota de mi sangre. Pero ellos se limitaban a burlarse de mí y a tomarme por un chiflado. Me disculpaban, diciendo que recibieron aquello que ellos mismos habían deseado, y que todo cuanto entonces sucedía no podía no haber sucedido. Finalmente me hicieron saber que yo comenzaba a ser un peligro para ellos, y que sí, si no me callaba, me encerrarían en un psiquiátrico. Entonces el dolor penetró con tanta fuerza en mi alma que mi corazón se estremeció y me sentí morir; en ese instante... bueno en ese instante, me desperté.

Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora sólo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar! Decidí dedicarme a la predicación en aquel mismo instante y, lógicamente, para el resto de mi vida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba a predicar? ¡Pues la Verdad, ya que la había visto con mis propios ojos y había descubierto toda su gloria!

Y desde entonces predico. A parte de ello, amo a todo el mundo, y más aún a los que se burlan de mí. Ignoro por qué sucedió de ese modo, no sé ni puedo explicarlo, pero que así sea. Ellos dicen que ahora me embrollo, es decir, que si ya ahora me embrollo, entonces ¿qué será más adelante? La verdad es inapelable: me confundo, y más adelante probablemente me confundiré aún más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de predicar mejor, es decir, hasta dar con las palabras adecuadas y los hechos que vaya a exponer, pues es sumamente difícil de llevar a cabo. Sí, todo ello lo estoy viendo ahora tan claro como el día, pero atiéndame: ¿quién no se embrolla? Y mientras tanto, todos tienen la misma finalidad, o al menos tienden hacia ello, desde el más sabio hasta el último bandido, sólo que por distintos caminos. Ésta es una verdad antigua, pero he aquí que hay algo nuevo en ella: no debo desviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi y sé, que la gente puede ser maravillosa y feliz, sin perder la cualidad de vivir en la Tierra. No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas. Y, sin embargo, ellos no paran de burlarse de esa fe mía. Pero ¿cómo podría no creer? Si yo vi la verdad; y no es que la haya inventado en mi cabeza, sino que la vi; la vi, y su viva imagen llenó mi alma para toda la eternidad. La vi con tanta plenitud e integridad que no puedo admitir que no exista entre los hombres. ¿Además, cómo voy a embrollarme? Claro que es posible que me confunda unas cuantas veces, pero seguiré hablando incluso con otras palabras, aunque no por mucho tiempo: la viva imagen de lo que vi siempre estará a mi lado y me corregirá y orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno de lozanía, e iré siguiendo mi propósito aunque necesite mil años. ¿Saben una cosa? Al principio incluso quise ocultar que los había pervertido a todos, pero fue un error. ¡He aquí el primer error! Sin embargo, la verdad me susurró que estaba mintiendo, me protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo se construye el paraíso, porque no sé transmitirlo con palabras. Después de mi sueño, perdí las palabras. O al menos los vocablos más importantes, los más necesarios. Qué más da: yo marcharé y predicaré sin descanso, porque, a pesar de todo, lo vi con mis ojos, aunque no sepa transmitirlo. Pero esto es algo que no entienden aquellos que se burlan de mí, que dicen: “¡Fue un sueño, un delirio, una alucinación!”. ¡Oh! ¿Acaso eso es de sabios? ¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo, predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan sólo una hora, todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. ¡Además, sólo se trata de una verdad antiquísima, leída y repetida billones de veces, pero que no terminó de arraigar! Porque “la conciencia de la vida está por encima de la vida misma, el conocimiento de las leyes de la felicidad excede a la propia felicidad”. ¡Contra eso es contra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Si todos lo desearan, las cosas cambiarían al instante. Por fin encontré aquella pequeña... ¡Y seguiré adelante, seguiré!


V.

¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo los pervertí a todos! Ignoro cómo pudo haber sucedido aquello, no lo sé, no lo recuerdo con claridad. El sueño sobrevoló milenios, dejando en mí únicamente la sensación de totalidad. Sólo sé que la causa del pecado fui yo. Igual que la espantosa triquina, como el átomo de la peste que contagia a países enteros, del mismo modo también yo contagié aquella Tierra, feliz y sin pecado antes de mi llegada. Aprendieron a mentir y les gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh! Eso puede que ocurriera de un modo inocente, como una broma, una coquetería, o un juego amoroso, de veras, puede que se iniciara como un átomo, pero ese átomo de la mentira penetró en sus corazones y les gustó. A continuación nació rápidamente la lujuria, ésta engendró los celos, y los celos la crueldad... ¡Oh! No lo sé, no lo recuerdo, pero pronto, muy pronto, brotaron las primeras gotas de sangre: ellos se asombraron y se horrorizaron y comenzaron a dispersarse y a separarse. Comenzaron a crearse las alianzas, pero ya de los unos en contra de los otros. Aparecieron los reproches, las recriminaciones. Conocieron la vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el conocimiento del honor, y en cada agrupación apareció su bandera. Empezaron a torturar a los animales y éstos se alejaron de ellos penetrando en el bosque y se convirtieron en sus enemigos. Comenzó la lucha por la separación, el aislamiento, la individualidad, y la propiedad privada. Empezaron a hablar diferentes lenguas. Conocieron el dolor y lo amaron, ansiaron el sufrimiento. Fue entonces cuando surgió entre ellos la ciencia. Cuando se hicieron malvados, empezaron a hablar de la hermandad y la humanidad, y comprendieron esas ideas. Cuando se hicieron criminales, inventaron la justicia, prescribiéndose a sí mismos códigos enteros para custodiarla; y con el fin de salvaguardar su vigencia, impusieron la guillotina. Apenas se acordaban de lo que habían perdido y no querían creer que hubo un tiempo en que fueron inocentes y felices. Se reían incluso de la posibilidad de su felicidad pasada, denominándola sueño. No podían darle forma en su imaginación pero, cosa rara y curiosa: una vez perdida la fe en la felicidad pasada, a la que llamaron cuento, sintieron tantas ganas de ser nuevamente inocentes y felices que, como niños, cayeron ante el deseo de su corazón, lo divinizaron y construyeron templos y empezaron a rezar a su misma idea, a su mismos “deseos”, creyendo plenamente a su vez en la imposibilidad de su cumplimiento y su realización, pero adorándolo y venerándolo con lágrimas. Y, sin embargo, si se les hubiera dado la posibilidad de retornar a aquel estado de felicidad e inocencia que perdieron, y si alguien se lo hubiera mostrado de nuevo preguntándoles si deseaban regresar a ese estado, probablemente se habrían negado. Me respondieron: “Sabemos que somos falsos, malos e injustos, pero lo sabemos y lloramos por ello; nosotros mismos nos torturamos por ello, y probablemente nos castigamos más que aquel misericordioso Juez que nos juzgará y cuyo nombre desconocemos. Pero tenemos la ciencia, y por medio de ella buscaremos nuevamente la verdad, aunque la acogeremos ya más conscientemente. El conocimiento está por encima del sentimiento, la conciencia de la vida está por encima de la vida misma. La ciencia nos proporcionará sabiduría, y ésta nos descubrirá leyes, y el conocimiento de las leyes, la felicidad que está por encima de la felicidad”. Esto fue lo que dijeron y, después de esas palabras, empezaron a quererse más a sí mismos que a sus prójimos, y les resultó imposible obrar de otro modo. Todos empezaron a ser tan celosos de su persona que procuraban, por todos los medios, humillar y menoscabar a los demás, convirtiendo esto en la finalidad de su vida. Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: los débiles, de buena voluntad, se supeditaron a los más fuertes, con la finalidad de ayudarles a oprimir a los más débiles que ellos mismos. Surgieron los defensores de la justicia que, con lágrimas en los ojos, veían a ver esa gente y le hablaban de su orgullo, de la pérdida del equilibrio, la armonía y el pudor. La gente se reía de ellos o los apedreaba. A las puertas de los templos se derramaba sangre santa. Y, a pesar de todo, empezó a surgir gente que se planteó la forma de volver a unir a todos de nuevo, con el fin de que cada cual, sin dejar de amarse a sí mismo más que a sus prójimos, no molestara a su vez a nadie, y se pudiera continuar viviendo de ese modo juntos, como si se tratara de una sociedad conforme consigo misma. A causa de esta idea se desencadenaron guerras enteras. Todos cuantos luchaban creían fielmente que la ciencia, la sabiduría y el sentimiento de autoprotección obligarían finalmente al hombre a reunirse en una sociedad de concordia y racionalidad, y mientras tanto, para acelerar su llegada, los “más sabios”, ansiosos de ver triunfar su idea, aniquilaban a los “menos sabios” que no la entendían. Pero el sentimiento de autoprotección comenzó pronto a debilitarse; aparecieron los orgullosos y los voluptuosos que exigían directamente todo o nada. Para obtenerlo recurrían al crimen, y de no conseguirlo, al suicidio. Surgieron religiones de culto al no ser y a la destrucción, con el único placer de la eterna futilidad. Finalmente esa gente se cansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostros se dibujó el sufrimiento, y proclamaron que el sufrimiento era la belleza, ya que únicamente éste tenía sentido. Dedicaban canciones a sus sufrimientos. Yo daba vueltas sin saber qué hacer, y lloraba por ellos, pero los amaba probablemente más que antes, cuando en sus rostros aún no había sufrimiento y eran tan inocentes y maravillosos. Llegué a amar su mancillada Tierra más que antes, cuando aún era paraíso, sólo porque en ella había aparecido el dolor. ¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, pero única y exclusivamente para mí, mientras que ahora lloraba por ellos, y me compadecía de ellos. Les tendí las manos desesperado, culpándome, maldiciéndome y despreciándome a mí mismo. Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y sólo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira. Les rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última gota de mi sangre. Pero ellos se limitaban a burlarse de mí y a tomarme por un chiflado. Me disculpaban, diciendo que recibieron aquello que ellos mismos habían deseado, y que todo cuanto entonces sucedía no podía no haber sucedido. Finalmente me hicieron saber que yo comenzaba a ser un peligro para ellos, y que sí, si no me callaba, me encerrarían en un psiquiátrico. Entonces el dolor penetró con tanta fuerza en mi alma que mi corazón se estremeció y me sentí morir; en ese instante... bueno en ese instante, me desperté.

Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora sólo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar! Decidí dedicarme a la predicación en aquel mismo instante y, lógicamente, para el resto de mi vida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba a predicar? ¡Pues la Verdad, ya que la había visto con mis propios ojos y había descubierto toda su gloria!

Y desde entonces predico. A parte de ello, amo a todo el mundo, y más aún a los que se burlan de mí. Ignoro por qué sucedió de ese modo, no sé ni puedo explicarlo, pero que así sea. Ellos dicen que ahora me embrollo, es decir, que si ya ahora me embrollo, entonces ¿qué será más adelante? La verdad es inapelable: me confundo, y más adelante probablemente me confundiré aún más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de predicar mejor, es decir, hasta dar con las palabras adecuadas y los hechos que vaya a exponer, pues es sumamente difícil de llevar a cabo. Sí, todo ello lo estoy viendo ahora tan claro como el día, pero atiéndame: ¿quién no se embrolla? Y mientras tanto, todos tienen la misma finalidad, o al menos tienden hacia ello, desde el más sabio hasta el último bandido, sólo que por distintos caminos. Ésta es una verdad antigua, pero he aquí que hay algo nuevo en ella: no debo desviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi y sé, que la gente puede ser maravillosa y feliz, sin perder la cualidad de vivir en la Tierra. No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas. Y, sin embargo, ellos no paran de burlarse de esa fe mía. Pero ¿cómo podría no creer? Si yo vi la verdad; y no es que la haya inventado en mi cabeza, sino que la vi; la vi, y su viva imagen llenó mi alma para toda la eternidad. La vi con tanta plenitud e integridad que no puedo admitir que no exista entre los hombres. ¿Además, cómo voy a embrollarme? Claro que es posible que me confunda unas cuantas veces, pero seguiré hablando incluso con otras palabras, aunque no por mucho tiempo: la viva imagen de lo que vi siempre estará a mi lado y me corregirá y orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno de lozanía, e iré siguiendo mi propósito aunque necesite mil años. ¿Saben una cosa? Al principio incluso quise ocultar que los había pervertido a todos, pero fue un error. ¡He aquí el primer error! Sin embargo, la verdad me susurró que estaba mintiendo, me protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo se construye el paraíso, porque no sé transmitirlo con palabras. Después de mi sueño, perdí las palabras. O al menos los vocablos más importantes, los más necesarios. Qué más da: yo marcharé y predicaré sin descanso, porque, a pesar de todo, lo vi con mis ojos, aunque no sepa transmitirlo. Pero esto es algo que no entienden aquellos que se burlan de mí, que dicen: “¡Fue un sueño, un delirio, una alucinación!”. ¡Oh! ¿Acaso eso es de sabios? ¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo, predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan sólo una hora, todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. ¡Además, sólo se trata de una verdad antiquísima, leída y repetida billones de veces, pero que no terminó de arraigar! Porque “la conciencia de la vida está por encima de la vida misma, el conocimiento de las leyes de la felicidad excede a la propia felicidad”. ¡Contra eso es contra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Si todos lo desearan, las cosas cambiarían al instante. Por fin encontré aquella pequeña... ¡Y seguiré adelante, seguiré!