×

Usamos cookies para ayudar a mejorar LingQ. Al visitar este sitio, aceptas nuestras politicas de cookie.


image

La familia de Pascual Duarte - Cela, XVII

XVII

Tres años me tuvieron encerrado, tres años lentos, largos como la amargura, que si al principio creí que nunca pasarían, después pensé que hablan sido un sueño; tres años trabajando, día a día, en el taller de zapatero del penal; tomando, en los recreos, el sol en el patio, ese sol que tanto agradecía; viendo pasar las horas con el alma anhelante, las horas cuya cuenta —para mi mal— suspendió antes de tiempo mi buen comportamiento.

Da pena pensar que las pocas veces que en esta vida se me ocurrió no portarme demasiado mal, esa fatalidad, esa mala estrella que, como ya más atrás le dije, parece como complacerse en acompañarme, torció y dispuso las cosas de forma tal que la bondad no acabó para servir a mi alma para maldita la cosa. Peor aún: no sólo para nada sirvió, sino que a fuerza de desviarse y de degenerar siempre a algún mal peor me hubo de conducir. Si me hubiera portado mal hubiera estado en Chinchilla los veintiocho años que me salieron; me hubiera podrido vivo como todos los presos, me hubiera aburrido hasta enloquecer, hubiera desesperado, hubiera maldecido de todo lo divino, me hubiera acabado por envenenar del todo, pero allí estaría, purgando lo cometido, libre de nuevos delitos de sangre, preso y cautivo —bien es verdad—, pero con la cabeza tan segura sobre mis hombros como al nacer, libre de toda culpa, si no es el pecado original; si me hubiera portado ni fu ni fa, como todos sobre poco más o menos, los veintiocho años se hubieran convertido en catorce o dieciséis, mi madre se hubiera muerto de muerte natural para cuando yo consiguiese la libertad, mí hermana Rosario habría perdido ya su juventud, con su juventud su belleza, y con su belleza su peligro, y yo —este pobre yo, este desgraciado derrotado que tan poca compasión en usted y en la sociedad es capaz de provocar— hubiera salido manso como una oveja, suave como una manta, y alejado probablemente del peligro de una nueva caída. A estas horas estaría quién sabe si viviendo tranquilo, en cualquier lugar, dedicado a algún trabajo que me diera para comer, tratando de olvidar lo pasado para no mirar más que para lo por venir; a lo mejor lo había conseguido ya... Pero me porté lo mejor que pude, puse buena cara al mal tiempo, cumplí excediéndomelo que se me ordenaba, logré enternecer a la justicia, conseguí los buenos informes del director..., y me soltaron; me abrieron las puertas; me dejaron indefenso ante todo lo malo. Me dijeron:

—Has cumplido, Pascual; vuelve a la lucha, vuelve a la vida, vuelve a aguantar a todos, a hablar con todos, a rozarte otra vez con todos.

Y creyendo que me hacían un favor, me hundieron para siempre.

Estas filosofías no se me habían ocurrido de la primera vez que este capítulo —y los dos que siguen— escribí; pero me los robaron (todavía no me he explicado por qué me los quisieron quitar), aunque a usted le parezca tan extraño que no me lo crea, y entristecido por un lado con esta maldad sin justificación que tanto dolor me causa, y ahogado en la repetición, por la otra banda, que me fuerza el recuerdo y me decanta las ideas, a la pluma me vinieron y, como no considero penitencia el contrariarme las voluntades, que bastantes penitencias para la flaqueza de mi espíritu, ya que no para mis muchas culpas, tengo con lo que tengo, ahí las dejo, frescas corno me salieron, para que usted las considere como le venga en gana.

Cuando salí encontré al campo más triste, mucho más triste, de lo que me habla figurado. En los pensamientos que me daban cuando estaba preso, me lo imaginaba —vaya usted a saber por qué— verde y lozano como las praderas, fértil y hermoso como los campos de trigo, con los campesinos dedicados afanosamente a su labor, trabajando alegres de sol a sol, cantando, con la bota de vino a la vera y la cabeza vacía de malas ocurrencias, para encontrarlo a la salida yermo y agostado como los cementerios, deshabitado y solo como una ermita lugareña al siguiente día de la patrona...

Chinchilla es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena, gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia; al pueblo que volvería a encontrar otra vez en el mismo sitio, a mi casa que resplandecía al sol como una joya, a mi familia que me esperaría para más lejos, que no se imaginaría que pronto habría de estar con ellos, a mi madre que en tres años a lo mejor Dios había querido suavizar, a mi hermana, a mi querida y santa hermana, que saltaría de gozo al verme.

El tren tardó en llegar, tardó muchas horas. Extraño estoy de que un hombre que tenía en el cuerpo tantas horas de espera notase con impaciencia tal un retraso de hora más, hora menos, pero lo cierto es que así ocurría, que me impacientaba, que me descomponía el aguardar como si algún importante negocio me comiese los tiempos. Anduve por la estación, fui a la cantina, paseé por un campo que había contiguo... Nada; el tren no llegaba, el tren no asomaba todavía, lejano como aún andaba por el retraso. Me acordaba del penal, que se veía allá lejos, por detrás del edificio de la estación; parecía desierto, pero estaba lleno hasta los bordes, guardador de un montón de desgraciados con cuyas vidas se podían llenar tantos cientos de páginas como ellos eran. Me acordaba del director, de la última vez que le vi; era un viejecito calvo, con un bigote cano, y unos ojos azules como el cielo; se llamaba don Conrado. Yo le quería como a un padre, le estaba agradecido de las muchas palabras de consuelo que —en tantas ocasiones— para mí tuviera. La última vez que le vi fue en su despacho, adonde me mandó llamar.

—¿Da su permiso, don Conrado?

—Pasa, hijo.

Su voz estaba ya cascada por los años y por los achaques, y cuando nos llamaba hijos parecía como si se le enterneciera más todavía, como si le temblara al pasar por los labios. Me mandó sentar al otro lado de la mesa; me alargó la tabaquera, grande, de piel de cabra; sacó un librito de papel de fumar que me ofreció también.

—¿Un pitillo?

—Gracias, don Conrado.

Don Conrado se rió.

—Para hablar contigo lo mejor es mucho humo. ¡Así se te ve menos esa cara tan fea que tienes!

Soltó la carcajada, una carcajada que al final se mezcló con un golpe de tos, con un golpe de tos que le duró hasta sofocarlo, hasta dejarlo abotargado y rojo como un tomate. Echó mano de un cajón y sacó dos copas y una botella de coñac. Yo me sobresalté; siempre me había tratado bien —cierto es—, pero nunca como aquel día.

—¿Qué pasa, don Conrado?

—Nada, hijo, nada... ¡Anda, bebe..., por tu libertad!

Volvió a acometerle la tos. Yo iba a preguntar:

—¿Por mi libertad?

Pero él me hacía señas con la mano para que no dijese nada. Esta vez pasó al revés; fue en risa en lo que acabó la tos.

—Sí.

¡Todos los pillos tenéis suerte!

Y se reía, gozoso de poder darme la noticia, contento de poder ponerme de patas en la calle. ¡Pobre don Conrado, qué bueno era! ¡Si él supiera que lo mejor que podría pasarme era no salir de allí! Cuando volví a Chinchilla, a aquella casa, me lo confesó con lágrimas en los ojos, en aquellos ojos que eran sólo un poco más azules que las lágrimas.

—¡Bueno, ahora en serio! Lee...

Me puso ante la vista la orden de libertad. Yo no creía lo que estaba viendo.

—¿Lo has leído?

—Sí, señor.

Abrió una carpeta y sacó dos papeles iguales, el licenciamiento.

—Toma, para ti; con eso puedes andar por donde quieras. Firma aquí; sin echar borrones.

Doblé el papel, lo metí en la cartera... ¡Estaba libre! Lo que pasó por mí en aquel momento ni lo sabría explicar. Don Conrado se puso grave; me soltó un sermón sobre la honradez y las buenas costumbres, me dio cuatro consejos sobre los impulsos que si hubiera tenido presentes me hubieran ahorrado más de un disgusto gordo, y cuando terminó, y como fin de fiesta, me entregó veinticinco pesetas en nombre de la junta de Damas Regeneradoras de los Presos, institución benéfica que estaba formada en Madrid para acudir en nuestro auxilio.

Tocó un timbre y vino un oficial de prisiones. Don Conrado me alargó la mano.

—Adiós, hijo. ¡Qué Dios te guarde!

Yo no cabía en mí de gozo. Se volvió hacia el oficial.

—Muñoz, acompañe a este señor hasta la puerta. Llévelo antes a la administración; va socorrido con ocho días.

A Muñoz no lo volví a ver en los días de mi vida. A don Conrado, sí; tres años y medio más tarde.

El tren acabó por llegar; tarde o temprano todo llega en esta vida, menos el perdón de los ofendidos, que a veces parece como que disfruta en alejarse. Monté en mi departamento y después de andar dando tumbos de un lado para otro durante día y medio, di alcance a la estación del pueblo, que tan conocida me era, y en cuya vista había estado pensando durante todo el viaje. Nadie, absolutamente nadie, si no es Dios que está en las Alturas, sabía que yo llegaba, y sin embargo —no sé por qué rara manía de ideas— momento llegó a haber en que imaginaba el andén lleno de gentes jubilosas que me recibían con los brazos al aire, agitando pañuelos, voceando mi nombre a los cuatro puntos.

Cuando llegué, un frío agudo como una daga se me clavó en el corazón. En la estación no había nadie. Era de noche; el jefe, el señor Gregorio, con su farol de mecha que tenía un lado verde y otro rojo, y su banderola enfundada en su caperuza de lata, acababa de dar salida al tren. Ahora se volvería hacia mí, me reconocería, me felicitaría.

—¡Caramba, Pascual! ¡Y tú por aquí!

—Sí, señor Gregorio. ¡Libre!

—¡Vaya, vaya!

Y se dio media vuelta sin hacerme más caso. Se metió en su caseta. Yo quise gritarle:

—¡Libre, señor Gregorio! ¡Estoy libre!, porque pensé que no se había dado cuenta. Pero me quedé un momento parado y desistí de hacerlo.

La sangre se me agolpó a los oídos y las lágrimas estuvieron a pique de aparecerme en ambos ojos. Al señor Gregorio no le importaba nada mi libertad.

Salí de la estación con el fardo del equipaje al hombro, torcí por una senda que desde ella llevaba hasta la carretera donde estaba mi casa, sin necesidad de pasar por el pueblo, y empecé a caminar. Iba triste, muy triste; toda mi alegría la matara el señor Gregorio con sus tristes palabras, y un torrente de funestas ideas, de presagios desgraciados, que en vano yo trataba de ahuyentar, me atosigaban la memoria. La noche estaba clara, sin una nube, y la luna, como una hostia, allí estaba, clavada, en el medio del cielo. No quería pensar en el frío que me invadía.

Un poco más adelante, a la derecha del sendero, hacia la mitad del camino, estaba el cementerio, en el mismo sitio donde lo dejé, con la misma tapia de adobes negruzcos, con su alto ciprés que en nada había mudado, con su lechuza silbadora entre las ramas. El cementerio donde descansaba mi padre de su furia; Mario, de su inocencia; mi mujer, su abandono, y el Estirao, su mucha chulería. El cementerio donde se pudrían los restos de mis dos hijos, del abortado y de Pascualillo, que en los once meses de vida que alcanzó fuera talmente un sol...

¡Me daba resquemor llegar al pueblo, así, solo, de noche, y pasar lo primero por junto al camposanto! ¡Parecía como si la Providencia se complaciera en ponérmelo delante, en hacerlo de propósito para forzarme a caer en la meditación de lo poco que somos!

La sombra de mi cuerpo iba siempre delante, larga, muy larga, tan larga como un fantasma, muy pegada al suelo, siguiendo el terreno, ora tirando recta por el camino, ora subiéndose a la tapia del cementerio, como queriendo asomarse. Corrí un poco; la sombra corrió también. Me paré; la sombra también paró. Miré para el firmamento; no había una sola nube en todo su redor. La sombra había de acompañarme, paso a paso, hasta llegar.

Cogí miedo, un miedo inexplicable; me imaginé a los muertos saliendo en esqueleto a mirarme pasar. No me atrevía a levantar la cabeza; apreté el paso; el cuerpo parecía que no me pesaba; el cajón tampoco. En aquel momento parecía como si tuviera más fuerza que nunca. Llegó el instante en que llegué a estar al galope como un perro huido; corría, corría como un loco, como un poseído. Cuando llegué a mi casa estaba rendido; no hubiera podido dar un paso más...

Puse el bulto en el suelo y me senté sobre él. No se oía ningún ruido; Rosario y mi madre estarían, a buen seguro, durmiendo, ajenas del todo a que yo había llegado, a que yo estaba libre, a pocos pasos de ellas. ¡Quién sabe si mi hermana no habría rezado una salve —la oración que más le gustaba— en el momento de meterse en la cama, porque a mí me soltasen! ¡Quién sabe si a aquellas horas no estaría soñando, entristecida, en mi desgracia, imaginándome tumbado sobre las tablas de la celda, con la memoria puesta en ella, que fue el único afecto sincero que en mi vida tuve! Estaría a lo mejor sobresaltada, presa de una pesadilla.

Y yo estaba allí, estaba ya allí, libre, sano como una manzana, listo para volver a empezar, para consolarla, para mimarla, para recibir su sonrisa.

No sabía lo que hacer; pensé llamar... Se asustarían; nadie llama a esas horas. A lo mejor ni se atrevían a abrir; pero tampoco podía seguir allí, tampoco era posible esperar al día sentado sobre el cajón.

Por la carretera venían dos hombres conversando en voz alta; iban distraídos, como contentos; venían de Almendralejo, quién sabe si de ver a las novias. Pronto los reconocí: eran León, el hermano de Martinete, y el señorito Sebastián. Yo me escondí; no sé por qué, pero su vista me apresuraba.

Pasaron muy cerca de la casa, muy cerca de mí; su conversación era bien clara.

—Ya ves lo que a Pascual le pasó.

—Y no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera.

—Defender a la mujer.

—Claro.

—Y está en Chinchilla, a más de un día de tren, ya va para tres años...

Sentí una profunda alegría; me pasó como un rayo por la imaginación la idea de salir, de presentarme ante ellos, de darles un abrazo..., pero preferí no hacerlo; en la cárcel me hicieron más calmoso, me quitaron impulsos.

Esperé a que se alejaran. Cuando calculé verlos ya suficientemente lejos, salí de la cuneta y fui a la puerta. Allí estaba el cajón; no lo habían visto. Si lo hubieran visto se hubieran acercado y yo hubiera tenido que salir a explicarles, y se hubieran creído que me ocultaba, que los huía.

No quise pensarlo más; me acerqué hasta la puerta y di dos golpes sobre ella. Nadie me respondió; esperé unos minutos. Nada. Volví a golpearla, esta vez con más fuerza. En el interior se encendió un candil.

—¡Quién!

—¡Soy yo!

—¿Quién?

Era la voz de mi madre. Sentí alegría al oírla, para qué mentir. Yo, Pascual.

—¿Pascual?

—Sí, madre. ¡Pascual!

Abrió la puerta; a la luz del candil parecía una bruja.

—¿Qué quieres?

—¿Que qué quiero?

—Sí.

—Entrar. ¿Qué voy a querer?

Estaba extraña. ¿Por qué me trataría así?

—¿Qué le pasa a usted, madre?

—Nada, ¿por qué?

—No, ¡como la veía como parada!

Estoy por asegurar que mi madre hubiera preferido no verme.

Los odios de otros tiempos parecían como querer volver a hacer presa en mí. Yo trataba de ahuyentarlos, de echarlos a un lado.

—¿Y la Rosario?

—Se fue.

—¿Se fue?

—Sí.

—¿A dónde?

—A Almendralejo.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—¿Liada?

—Sí.

—¿Con quién?

—¿A ti qué más te da?

Parecía como si el mundo quisiera caerme sobre la cabeza. No veía claro; pensé si no estarla soñando. Estuvimos los dos un corto rato callados.

—¿Y por qué se fue?

—¡Ya ves!

—¿No quería esperarme?

—No sabía que habías de venir. Estaba siempre hablando de ti... ¡Pobre Rosario, qué vida de desgracia llevaba con lo buena que era!

—¿Os faltó de comer?

—A veces.

—¿Y se marchó por eso?

—¡Quién sabe!

Volvimos a callar.

—¿La ves?

—Sí; viene con frecuencia. ¡Como él está también aquí!

—¿Él?

—Sí.

—¿Quién es?

—El señorito Sebastián.

Creí morir. Hubiera dado dinero por haberme visto todavía en el penal.


XVII XVII

Tres años me tuvieron encerrado, tres años lentos, largos como la amargura, que si al principio creí que nunca pasarían, después pensé que hablan sido un sueño; tres años trabajando, día a día, en el taller de zapatero del penal; tomando, en los recreos, el sol en el patio, ese sol que tanto agradecía; viendo pasar las horas con el alma anhelante, las horas cuya cuenta —para mi mal— suspendió antes de tiempo mi buen comportamiento.

Da pena pensar que las pocas veces que en esta vida se me ocurrió no portarme demasiado mal, esa fatalidad, esa mala estrella que, como ya más atrás le dije, parece como complacerse en acompañarme, torció y dispuso las cosas de forma tal que la bondad no acabó para servir a mi alma para maldita la cosa. Peor aún: no sólo para nada sirvió, sino que a fuerza de desviarse y de degenerar siempre a algún mal peor me hubo de conducir. Si me hubiera portado mal hubiera estado en Chinchilla los veintiocho años que me salieron; me hubiera podrido vivo como todos los presos, me hubiera aburrido hasta enloquecer, hubiera desesperado, hubiera maldecido de todo lo divino, me hubiera acabado por envenenar del todo, pero allí estaría, purgando lo cometido, libre de nuevos delitos de sangre, preso y cautivo —bien es verdad—, pero con la cabeza tan segura sobre mis hombros como al nacer, libre de toda culpa, si no es el pecado original; si me hubiera portado ni fu ni fa, como todos sobre poco más o menos, los veintiocho años se hubieran convertido en catorce o dieciséis, mi madre se hubiera muerto de muerte natural para cuando yo consiguiese la libertad, mí hermana Rosario habría perdido ya su juventud, con su juventud su belleza, y con su belleza su peligro, y yo —este pobre yo, este desgraciado derrotado que tan poca compasión en usted y en la sociedad es capaz de provocar— hubiera salido manso como una oveja, suave como una manta, y alejado probablemente del peligro de una nueva caída. A estas horas estaría quién sabe si viviendo tranquilo, en cualquier lugar, dedicado a algún trabajo que me diera para comer, tratando de olvidar lo pasado para no mirar más que para lo por venir; a lo mejor lo había conseguido ya... Pero me porté lo mejor que pude, puse buena cara al mal tiempo, cumplí excediéndomelo que se me ordenaba, logré enternecer a la justicia, conseguí los buenos informes del director..., y me soltaron; me abrieron las puertas; me dejaron indefenso ante todo lo malo. Me dijeron:

—Has cumplido, Pascual; vuelve a la lucha, vuelve a la vida, vuelve a aguantar a todos, a hablar con todos, a rozarte otra vez con todos.

Y creyendo que me hacían un favor, me hundieron para siempre.

Estas filosofías no se me habían ocurrido de la primera vez que este capítulo —y los dos que siguen— escribí; pero me los robaron (todavía no me he explicado por qué me los quisieron quitar), aunque a usted le parezca tan extraño que no me lo crea, y entristecido por un lado con esta maldad sin justificación que tanto dolor me causa, y ahogado en la repetición, por la otra banda, que me fuerza el recuerdo y me decanta las ideas, a la pluma me vinieron y, como no considero penitencia el contrariarme las voluntades, que bastantes penitencias para la flaqueza de mi espíritu, ya que no para mis muchas culpas, tengo con lo que tengo, ahí las dejo, frescas corno me salieron, para que usted las considere como le venga en gana.

Cuando salí encontré al campo más triste, mucho más triste, de lo que me habla figurado. En los pensamientos que me daban cuando estaba preso, me lo imaginaba —vaya usted a saber por qué— verde y lozano como las praderas, fértil y hermoso como los campos de trigo, con los campesinos dedicados afanosamente a su labor, trabajando alegres de sol a sol, cantando, con la bota de vino a la vera y la cabeza vacía de malas ocurrencias, para encontrarlo a la salida yermo y agostado como los cementerios, deshabitado y solo como una ermita lugareña al siguiente día de la patrona...

Chinchilla es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena, gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia; al pueblo que volvería a encontrar otra vez en el mismo sitio, a mi casa que resplandecía al sol como una joya, a mi familia que me esperaría para más lejos, que no se imaginaría que pronto habría de estar con ellos, a mi madre que en tres años a lo mejor Dios había querido suavizar, a mi hermana, a mi querida y santa hermana, que saltaría de gozo al verme.

El tren tardó en llegar, tardó muchas horas. Extraño estoy de que un hombre que tenía en el cuerpo tantas horas de espera notase con impaciencia tal un retraso de hora más, hora menos, pero lo cierto es que así ocurría, que me impacientaba, que me descomponía el aguardar como si algún importante negocio me comiese los tiempos. Anduve por la estación, fui a la cantina, paseé por un campo que había contiguo... Nada; el tren no llegaba, el tren no asomaba todavía, lejano como aún andaba por el retraso. Me acordaba del penal, que se veía allá lejos, por detrás del edificio de la estación; parecía desierto, pero estaba lleno hasta los bordes, guardador de un montón de desgraciados con cuyas vidas se podían llenar tantos cientos de páginas como ellos eran. Me acordaba del director, de la última vez que le vi; era un viejecito calvo, con un bigote cano, y unos ojos azules como el cielo; se llamaba don Conrado. Yo le quería como a un padre, le estaba agradecido de las muchas palabras de consuelo que —en tantas ocasiones— para mí tuviera. La última vez que le vi fue en su despacho, adonde me mandó llamar.

—¿Da su permiso, don Conrado?

—Pasa, hijo.

Su voz estaba ya cascada por los años y por los achaques, y cuando nos llamaba hijos parecía como si se le enterneciera más todavía, como si le temblara al pasar por los labios. Me mandó sentar al otro lado de la mesa; me alargó la tabaquera, grande, de piel de cabra; sacó un librito de papel de fumar que me ofreció también.

—¿Un pitillo?

—Gracias, don Conrado.

Don Conrado se rió.

—Para hablar contigo lo mejor es mucho humo. ¡Así se te ve menos esa cara tan fea que tienes!

Soltó la carcajada, una carcajada que al final se mezcló con un golpe de tos, con un golpe de tos que le duró hasta sofocarlo, hasta dejarlo abotargado y rojo como un tomate. Echó mano de un cajón y sacó dos copas y una botella de coñac. Yo me sobresalté; siempre me había tratado bien —cierto es—, pero nunca como aquel día.

—¿Qué pasa, don Conrado?

—Nada, hijo, nada... ¡Anda, bebe..., por tu libertad!

Volvió a acometerle la tos. Yo iba a preguntar:

—¿Por mi libertad?

Pero él me hacía señas con la mano para que no dijese nada. Esta vez pasó al revés; fue en risa en lo que acabó la tos.

—Sí.

¡Todos los pillos tenéis suerte!

Y se reía, gozoso de poder darme la noticia, contento de poder ponerme de patas en la calle. ¡Pobre don Conrado, qué bueno era! ¡Si él supiera que lo mejor que podría pasarme era no salir de allí! Cuando volví a Chinchilla, a aquella casa, me lo confesó con lágrimas en los ojos, en aquellos ojos que eran sólo un poco más azules que las lágrimas.

—¡Bueno, ahora en serio! Lee...

Me puso ante la vista la orden de libertad. Yo no creía lo que estaba viendo.

—¿Lo has leído?

—Sí, señor.

Abrió una carpeta y sacó dos papeles iguales, el licenciamiento.

—Toma, para ti; con eso puedes andar por donde quieras. Firma aquí; sin echar borrones.

Doblé el papel, lo metí en la cartera... ¡Estaba libre! Lo que pasó por mí en aquel momento ni lo sabría explicar. Don Conrado se puso grave; me soltó un sermón sobre la honradez y las buenas costumbres, me dio cuatro consejos sobre los impulsos que si hubiera tenido presentes me hubieran ahorrado más de un disgusto gordo, y cuando terminó, y como fin de fiesta, me entregó veinticinco pesetas en nombre de la junta de Damas Regeneradoras de los Presos, institución benéfica que estaba formada en Madrid para acudir en nuestro auxilio.

Tocó un timbre y vino un oficial de prisiones. Don Conrado me alargó la mano.

—Adiós, hijo. ¡Qué Dios te guarde!

Yo no cabía en mí de gozo. Se volvió hacia el oficial.

—Muñoz, acompañe a este señor hasta la puerta. Llévelo antes a la administración; va socorrido con ocho días.

A Muñoz no lo volví a ver en los días de mi vida. A don Conrado, sí; tres años y medio más tarde.

El tren acabó por llegar; tarde o temprano todo llega en esta vida, menos el perdón de los ofendidos, que a veces parece como que disfruta en alejarse. Monté en mi departamento y después de andar dando tumbos de un lado para otro durante día y medio, di alcance a la estación del pueblo, que tan conocida me era, y en cuya vista había estado pensando durante todo el viaje. Nadie, absolutamente nadie, si no es Dios que está en las Alturas, sabía que yo llegaba, y sin embargo —no sé por qué rara manía de ideas— momento llegó a haber en que imaginaba el andén lleno de gentes jubilosas que me recibían con los brazos al aire, agitando pañuelos, voceando mi nombre a los cuatro puntos.

Cuando llegué, un frío agudo como una daga se me clavó en el corazón. En la estación no había nadie. Era de noche; el jefe, el señor Gregorio, con su farol de mecha que tenía un lado verde y otro rojo, y su banderola enfundada en su caperuza de lata, acababa de dar salida al tren. Ahora se volvería hacia mí, me reconocería, me felicitaría.

—¡Caramba, Pascual! ¡Y tú por aquí!

—Sí, señor Gregorio. ¡Libre!

—¡Vaya, vaya!

Y se dio media vuelta sin hacerme más caso. Se metió en su caseta. Yo quise gritarle:

—¡Libre, señor Gregorio! ¡Estoy libre!, porque pensé que no se había dado cuenta. Pero me quedé un momento parado y desistí de hacerlo.

La sangre se me agolpó a los oídos y las lágrimas estuvieron a pique de aparecerme en ambos ojos. Al señor Gregorio no le importaba nada mi libertad.

Salí de la estación con el fardo del equipaje al hombro, torcí por una senda que desde ella llevaba hasta la carretera donde estaba mi casa, sin necesidad de pasar por el pueblo, y empecé a caminar. Iba triste, muy triste; toda mi alegría la matara el señor Gregorio con sus tristes palabras, y un torrente de funestas ideas, de presagios desgraciados, que en vano yo trataba de ahuyentar, me atosigaban la memoria. La noche estaba clara, sin una nube, y la luna, como una hostia, allí estaba, clavada, en el medio del cielo. No quería pensar en el frío que me invadía.

Un poco más adelante, a la derecha del sendero, hacia la mitad del camino, estaba el cementerio, en el mismo sitio donde lo dejé, con la misma tapia de adobes negruzcos, con su alto ciprés que en nada había mudado, con su lechuza silbadora entre las ramas. El cementerio donde descansaba mi padre de su furia; Mario, de su inocencia; mi mujer, su abandono, y el Estirao, su mucha chulería. El cementerio donde se pudrían los restos de mis dos hijos, del abortado y de Pascualillo, que en los once meses de vida que alcanzó fuera talmente un sol...

¡Me daba resquemor llegar al pueblo, así, solo, de noche, y pasar lo primero por junto al camposanto! ¡Parecía como si la Providencia se complaciera en ponérmelo delante, en hacerlo de propósito para forzarme a caer en la meditación de lo poco que somos!

La sombra de mi cuerpo iba siempre delante, larga, muy larga, tan larga como un fantasma, muy pegada al suelo, siguiendo el terreno, ora tirando recta por el camino, ora subiéndose a la tapia del cementerio, como queriendo asomarse. Corrí un poco; la sombra corrió también. Me paré; la sombra también paró. Miré para el firmamento; no había una sola nube en todo su redor. La sombra había de acompañarme, paso a paso, hasta llegar.

Cogí miedo, un miedo inexplicable; me imaginé a los muertos saliendo en esqueleto a mirarme pasar. No me atrevía a levantar la cabeza; apreté el paso; el cuerpo parecía que no me pesaba; el cajón tampoco. En aquel momento parecía como si tuviera más fuerza que nunca. Llegó el instante en que llegué a estar al galope como un perro huido; corría, corría como un loco, como un poseído. Cuando llegué a mi casa estaba rendido; no hubiera podido dar un paso más...

Puse el bulto en el suelo y me senté sobre él. No se oía ningún ruido; Rosario y mi madre estarían, a buen seguro, durmiendo, ajenas del todo a que yo había llegado, a que yo estaba libre, a pocos pasos de ellas. ¡Quién sabe si mi hermana no habría rezado una salve —la oración que más le gustaba— en el momento de meterse en la cama, porque a mí me soltasen! ¡Quién sabe si a aquellas horas no estaría soñando, entristecida, en mi desgracia, imaginándome tumbado sobre las tablas de la celda, con la memoria puesta en ella, que fue el único afecto sincero que en mi vida tuve! Estaría a lo mejor sobresaltada, presa de una pesadilla.

Y yo estaba allí, estaba ya allí, libre, sano como una manzana, listo para volver a empezar, para consolarla, para mimarla, para recibir su sonrisa.

No sabía lo que hacer; pensé llamar... Se asustarían; nadie llama a esas horas. A lo mejor ni se atrevían a abrir; pero tampoco podía seguir allí, tampoco era posible esperar al día sentado sobre el cajón.

Por la carretera venían dos hombres conversando en voz alta; iban distraídos, como contentos; venían de Almendralejo, quién sabe si de ver a las novias. Pronto los reconocí: eran León, el hermano de Martinete, y el señorito Sebastián. Yo me escondí; no sé por qué, pero su vista me apresuraba.

Pasaron muy cerca de la casa, muy cerca de mí; su conversación era bien clara.

—Ya ves lo que a Pascual le pasó.

—Y no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera.

—Defender a la mujer.

—Claro.

—Y está en Chinchilla, a más de un día de tren, ya va para tres años...

Sentí una profunda alegría; me pasó como un rayo por la imaginación la idea de salir, de presentarme ante ellos, de darles un abrazo..., pero preferí no hacerlo; en la cárcel me hicieron más calmoso, me quitaron impulsos.

Esperé a que se alejaran. Cuando calculé verlos ya suficientemente lejos, salí de la cuneta y fui a la puerta. Allí estaba el cajón; no lo habían visto. Si lo hubieran visto se hubieran acercado y yo hubiera tenido que salir a explicarles, y se hubieran creído que me ocultaba, que los huía.

No quise pensarlo más; me acerqué hasta la puerta y di dos golpes sobre ella. Nadie me respondió; esperé unos minutos. Nada. Volví a golpearla, esta vez con más fuerza. En el interior se encendió un candil.

—¡Quién!

—¡Soy yo!

—¿Quién?

Era la voz de mi madre. Sentí alegría al oírla, para qué mentir. Yo, Pascual.

—¿Pascual?

—Sí, madre. ¡Pascual!

Abrió la puerta; a la luz del candil parecía una bruja.

—¿Qué quieres?

—¿Que qué quiero?

—Sí.

—Entrar. ¿Qué voy a querer?

Estaba extraña. ¿Por qué me trataría así?

—¿Qué le pasa a usted, madre?

—Nada, ¿por qué?

—No, ¡como la veía como parada!

Estoy por asegurar que mi madre hubiera preferido no verme.

Los odios de otros tiempos parecían como querer volver a hacer presa en mí. Yo trataba de ahuyentarlos, de echarlos a un lado.

—¿Y la Rosario?

—Se fue.

—¿Se fue?

—Sí.

—¿A dónde?

—A Almendralejo.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—¿Liada?

—Sí.

—¿Con quién?

—¿A ti qué más te da?

Parecía como si el mundo quisiera caerme sobre la cabeza. No veía claro; pensé si no estarla soñando. Estuvimos los dos un corto rato callados.

—¿Y por qué se fue?

—¡Ya ves!

—¿No quería esperarme?

—No sabía que habías de venir. Estaba siempre hablando de ti... ¡Pobre Rosario, qué vida de desgracia llevaba con lo buena que era!

—¿Os faltó de comer?

—A veces.

—¿Y se marchó por eso?

—¡Quién sabe!

Volvimos a callar.

—¿La ves?

—Sí; viene con frecuencia. ¡Como él está también aquí!

—¿Él?

—Sí.

—¿Quién es?

—El señorito Sebastián.

Creí morir. Hubiera dado dinero por haberme visto todavía en el penal.