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La familia de Pascual Duarte - Cela, XVI

XVI

Un nido de alacranes se revolvió en mi pecho y, en cada gota de sangre de mis venas, una víbora me mordía la carne.

Salí a buscar al asesino de mi mujer, al deshonrador de mi hermana, al hombre que más hiel llevó a mis pechos; me costó trabajo encontrarlo de huido como andaba. El bribón tuvo noticia de mi llegada, puso tierra por medio y en cuatro meses no volvió a aparecer por Almendralejo; yo salí en su captura, fui a casa de la Nieves, vi a la Rosario... ¡Cómo había cambiado! Estaba aviejada, con la cara llena de arrugas prematuras, con las ojeras negras y el pelo lacio; daba pena mirarla, con lo hermosa que fuera.

—¿Qué vienes a buscar?

—¡Vengo a buscar un hombre!

—Poco hombre es quien escapa del enemigo.

—Poco...

—Y poco hombre es quien no aguarda una visita que se espera.

—Poco... ¿Dónde está?

—No sé; ayer salió.

—¿Para dónde salió?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—No.

—¿Estás segura?

—Tan segura como que ahora es de día.

Parecía ser cierto lo que decía; la Rosario me demostró su cariño cuando volvió a la casa, para cuidarme, dejando al Estirao.

—¿Sabes si fue muy lejos?

—Nada me dijo.

No hubo más solución que soterrar el genio; pagar con infelices la furia que guardamos para los ruines, nunca fue cosa de hombres.

—¿Sabías lo que pasaba?

—Sí.

—¿Y tan callado lo tenías?

—¿A quién lo había de decir?

—No, a nadie...

En realidad, verdad era que a nadie había tenido a quien decírselo; hay cosas que no a todos interesan, cosas que son para llevarlas a cuestas uno solo, como una cruz de martirio, y callárselas a los demás. A la gente no se le puede decir todo lo que nos pasa, porque en la mayoría de los casos no nos sabrían ni entender.

La Rosa se vino conmigo.

—No quiero estar aquí ni un solo día más; estoy cansada.

Y volvió para casa, tímida y corno sobrecogida, humilde y trabajadora como jamás la había visto; me cuidaba con un regalo que nunca llegué —y, ¡ay!, lo que es peor—, nunca llegaré a agradecérselo bastante. Me tenía siempre preparada una camisa limpia, me administraba los cuartos con la mejor de las haciendas, me guardaba la comida caliente si es que me retrasaba... ¡Daba gusto vivir así! Los días pasaban suaves como plumas; las noches tranquilas como en un convento, y los pensamientos funestos —que en otro tiempo tanto me persiguieran— parecían como querer remitir. ¡Qué lejanos me parecían los días azarosos de La Coruña! ¡Qué perdido en el recuerdo se me aparecía a veces el tiempo de las puñaladas! La memoria de Lola, que tan profunda brecha dejara en mi corazón, se iba cerrando y los tiempos pasados iban siendo, poco a poco, olvidados, hasta que la mala estrella, esa mala estrella que parecía corno empeñada en perseguirme, quiso resucitarlos para mi mal.

Fue en la taberna de Martinete; me lo dijo el señorito Sebastián.

—¿Has visto al Estirao?

—No, ¿por qué?

—Nada; porque dicen que anda por el pueblo.

—¿Por el pueblo?

—Eso dicen.

—¡No me querrás engañar!

—¡Hombre, no te pongas así; como me lo dijeron, te lo digo! ¿Por qué te había de engañar?

Me faltó tiempo para ver lo que había de cierto en sus palabras. Salí corriendo para mi casa; iba como una centella, sin mirar ni dónde pisaba. Me encontré a mi madre en la puerta.

—¿Y la Rosario?

Ahí dentro está.

—¿Sola?

—Sí, ¿por qué?

Ni contesté; pasé a la cocina y allí me la encontré, removiendo el puchero.

—¿Y el Estirao?

La Rosario pareció como sobresaltarse; levantó la cabeza y con calma, por lo menos por fuera, me soltó

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque está en el pueblo.

—¿En el pueblo?

—Eso me han dicho.

—Pues por aquí no ha arrimado.

—¿Estás segura?

—¡Te lo juro!

No hacía falta que me lo jurase; era verdad, aún no había llegado, aunque había de llegar al poco rato, jaque como un rey de espadas, flamenco como un faraón.

Se encontró con la puerta guardada por mi madre.

—¿Está Pascual?

—¿Para qué le quieres?

—Para nada; para hablar de un asunto.

—¿De un asunto?

—Sí; de un asunto que tenemos entre los dos.

—Pasa. Ahí lo tienes en la cocina.

El Estirao entró sin descubrirse, silbando una copla.

—¡Hola, Pascual!

—¡Hola, Paco!

Descúbrete, que estás en una casa.

El Estirao se descubrió.

—¡Si tú lo quieres!

Quería aparentar calma y serenidad, pero no acababa de conseguirlo; se le notaba nerviosillo y como azarado.

—¡Hola, Rosario!

—¡Hola, Paco!

Mi hermana le sonrió con una sonrisa cobarde que me repugnó; el hombre también sonreía, pero su boca al sonreír parecía como si hubiera perdido la color.

—¿Sabes a lo que vengo?

—Tú dirás. —¡A llevarme a la Rosario!

—Ya me lo figuraba. Estirao, a la Rosario no te la llevas tú.

—¿Que no me la llevo?

—No.

—¿Quién lo habrá de impedir?

—Yo.

—¿Tú?

—Sí, yo, ¿o es que te parezco poca cosa?

—No mucha...

En aquel momento estaba frío como un lagarto y bien pude medir todo el alcance de mis actos. Me tenté la ropa, medí las distancias y, sin dejarle seguir con la palabra para que no pasase lo de la vez anterior, le di tan fuerte golpe con una banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto contra la campana de la chimenea. Trató de incorporarse, desenvainó el cuchillo, y en su faz se veían unos fuegos que espantaban; tenía los huesos de la espalda quebrados y no podía moverse. Lo cogí, lo puse orilla de la carretera, y le dejé.

—Estirao, has matado a mi mujer...

—¡Que era una zorra!

—Que sería lo que fuese, pero tú la has matado. Has deshonrado a mi hermana...

—¡Bien deshonrada estaba cuando yo la cogí!

—¡Deshonrada estaría, pero tú la has hundido! ¿Quieres callarte ya? Me has buscado las vueltas hasta que me encontraste; yo no he querido herirte, yo no quise quebrarte el costillar...

—¡Que sanará algún día, y ese día!

—¿Ese día, qué? —¡Te pegaré dos tiros igual que a un perro rabioso!

—¡Repara en que te tengo a mi voluntad!

—¡No sabrás tú matarme!

—¿Que no sabré matarte?

—No.

—¿Por qué lo dices? ¡Muy seguro te sientes!

—¡Porque aún no nació el hombre!

Estaba bravo el mozo.

—¿Te quieres marchar ya?

—¡Ya me iré cuando quiera!

—¡Que va a ser ahora mismo!

—¡Devuélveme a la Rosario!

—¡No quiero!

—¡Devuélvemela, que te mato!

—¡Menos matar! ¡Ya vas bien con lo que llevas!

—¿No me la quieres dar?

—¡No!

El Estirao, haciendo un esfuerzo supremo, intentó echarme a un lado. Lo sujeté del cuello y lo hundí contra el suelo.

—¡Échate fuera!

—¡No quiero!

Forcejeamos, lo derribé, y con una rodilla en el pecho le hice la confesión:

—No te mato porque se lo prometí...

—¿A quién?

—A Lola.

—¿Entonces, me quería?

Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte... La carne del pecho hacia el mismo ruido que si estuviera en el asador... Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza —sin fuerza— para un lado...


XVI XVI

Un nido de alacranes se revolvió en mi pecho y, en cada gota de sangre de mis venas, una víbora me mordía la carne.

Salí a buscar al asesino de mi mujer, al deshonrador de mi hermana, al hombre que más hiel llevó a mis pechos; me costó trabajo encontrarlo de huido como andaba. El bribón tuvo noticia de mi llegada, puso tierra por medio y en cuatro meses no volvió a aparecer por Almendralejo; yo salí en su captura, fui a casa de la Nieves, vi a la Rosario... ¡Cómo había cambiado! Estaba aviejada, con la cara llena de arrugas prematuras, con las ojeras negras y el pelo lacio; daba pena mirarla, con lo hermosa que fuera.

—¿Qué vienes a buscar?

—¡Vengo a buscar un hombre!

—Poco hombre es quien escapa del enemigo.

—Poco...

—Y poco hombre es quien no aguarda una visita que se espera.

—Poco... ¿Dónde está?

—No sé; ayer salió.

—¿Para dónde salió?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—No.

—¿Estás segura?

—Tan segura como que ahora es de día.

Parecía ser cierto lo que decía; la Rosario me demostró su cariño cuando volvió a la casa, para cuidarme, dejando al Estirao.

—¿Sabes si fue muy lejos?

—Nada me dijo.

No hubo más solución que soterrar el genio; pagar con infelices la furia que guardamos para los ruines, nunca fue cosa de hombres.

—¿Sabías lo que pasaba?

—Sí.

—¿Y tan callado lo tenías?

—¿A quién lo había de decir?

—No, a nadie...

En realidad, verdad era que a nadie había tenido a quien decírselo; hay cosas que no a todos interesan, cosas que son para llevarlas a cuestas uno solo, como una cruz de martirio, y callárselas a los demás. A la gente no se le puede decir todo lo que nos pasa, porque en la mayoría de los casos no nos sabrían ni entender.

La Rosa se vino conmigo.

—No quiero estar aquí ni un solo día más; estoy cansada.

Y volvió para casa, tímida y corno sobrecogida, humilde y trabajadora como jamás la había visto; me cuidaba con un regalo que nunca llegué —y, ¡ay!, lo que es peor—, nunca llegaré a agradecérselo bastante. Me tenía siempre preparada una camisa limpia, me administraba los cuartos con la mejor de las haciendas, me guardaba la comida caliente si es que me retrasaba... ¡Daba gusto vivir así! Los días pasaban suaves como plumas; las noches tranquilas como en un convento, y los pensamientos funestos —que en otro tiempo tanto me persiguieran— parecían como querer remitir. ¡Qué lejanos me parecían los días azarosos de La Coruña! ¡Qué perdido en el recuerdo se me aparecía a veces el tiempo de las puñaladas! La memoria de Lola, que tan profunda brecha dejara en mi corazón, se iba cerrando y los tiempos pasados iban siendo, poco a poco, olvidados, hasta que la mala estrella, esa mala estrella que parecía corno empeñada en perseguirme, quiso resucitarlos para mi mal.

Fue en la taberna de Martinete; me lo dijo el señorito Sebastián.

—¿Has visto al Estirao?

—No, ¿por qué?

—Nada; porque dicen que anda por el pueblo.

—¿Por el pueblo?

—Eso dicen.

—¡No me querrás engañar!

—¡Hombre, no te pongas así; como me lo dijeron, te lo digo! ¿Por qué te había de engañar?

Me faltó tiempo para ver lo que había de cierto en sus palabras. Salí corriendo para mi casa; iba como una centella, sin mirar ni dónde pisaba. Me encontré a mi madre en la puerta.

—¿Y la Rosario?

Ahí dentro está.

—¿Sola?

—Sí, ¿por qué?

Ni contesté; pasé a la cocina y allí me la encontré, removiendo el puchero.

—¿Y el Estirao?

La Rosario pareció como sobresaltarse; levantó la cabeza y con calma, por lo menos por fuera, me soltó

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque está en el pueblo.

—¿En el pueblo?

—Eso me han dicho.

—Pues por aquí no ha arrimado.

—¿Estás segura?

—¡Te lo juro!

No hacía falta que me lo jurase; era verdad, aún no había llegado, aunque había de llegar al poco rato, jaque como un rey de espadas, flamenco como un faraón.

Se encontró con la puerta guardada por mi madre.

—¿Está Pascual?

—¿Para qué le quieres?

—Para nada; para hablar de un asunto.

—¿De un asunto?

—Sí; de un asunto que tenemos entre los dos.

—Pasa. Ahí lo tienes en la cocina.

El Estirao entró sin descubrirse, silbando una copla.

—¡Hola, Pascual!

—¡Hola, Paco!

Descúbrete, que estás en una casa.

El Estirao se descubrió.

—¡Si tú lo quieres!

Quería aparentar calma y serenidad, pero no acababa de conseguirlo; se le notaba nerviosillo y como azarado.

—¡Hola, Rosario!

—¡Hola, Paco!

Mi hermana le sonrió con una sonrisa cobarde que me repugnó; el hombre también sonreía, pero su boca al sonreír parecía como si hubiera perdido la color.

—¿Sabes a lo que vengo?

—Tú dirás. —¡A llevarme a la Rosario!

—Ya me lo figuraba. Estirao, a la Rosario no te la llevas tú.

—¿Que no me la llevo?

—No.

—¿Quién lo habrá de impedir?

—Yo.

—¿Tú?

—Sí, yo, ¿o es que te parezco poca cosa?

—No mucha...

En aquel momento estaba frío como un lagarto y bien pude medir todo el alcance de mis actos. Me tenté la ropa, medí las distancias y, sin dejarle seguir con la palabra para que no pasase lo de la vez anterior, le di tan fuerte golpe con una banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto contra la campana de la chimenea. Trató de incorporarse, desenvainó el cuchillo, y en su faz se veían unos fuegos que espantaban; tenía los huesos de la espalda quebrados y no podía moverse. Lo cogí, lo puse orilla de la carretera, y le dejé.

—Estirao, has matado a mi mujer...

—¡Que era una zorra!

—Que sería lo que fuese, pero tú la has matado. Has deshonrado a mi hermana...

—¡Bien deshonrada estaba cuando yo la cogí!

—¡Deshonrada estaría, pero tú la has hundido! ¿Quieres callarte ya? Me has buscado las vueltas hasta que me encontraste; yo no he querido herirte, yo no quise quebrarte el costillar...

—¡Que sanará algún día, y ese día!

—¿Ese día, qué? —¡Te pegaré dos tiros igual que a un perro rabioso!

—¡Repara en que te tengo a mi voluntad!

—¡No sabrás tú matarme!

—¿Que no sabré matarte?

—No.

—¿Por qué lo dices? ¡Muy seguro te sientes!

—¡Porque aún no nació el hombre!

Estaba bravo el mozo.

—¿Te quieres marchar ya?

—¡Ya me iré cuando quiera!

—¡Que va a ser ahora mismo!

—¡Devuélveme a la Rosario!

—¡No quiero!

—¡Devuélvemela, que te mato!

—¡Menos matar! ¡Ya vas bien con lo que llevas!

—¿No me la quieres dar?

—¡No!

El Estirao, haciendo un esfuerzo supremo, intentó echarme a un lado. Lo sujeté del cuello y lo hundí contra el suelo.

—¡Échate fuera!

—¡No quiero!

Forcejeamos, lo derribé, y con una rodilla en el pecho le hice la confesión:

—No te mato porque se lo prometí...

—¿A quién?

—A Lola.

—¿Entonces, me quería?

Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte... La carne del pecho hacia el mismo ruido que si estuviera en el asador... Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza —sin fuerza— para un lado...