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La familia de Pascual Duarte - Cela, VI

VI

Quince días ha querido la Providencia que pasaran desde que dejé escrito lo que atrás queda, y en ellos, entretenido como estuve con interrogatorios y visitas del defensor por un lado, y con el traslado hasta este nuevo sitio, por otro, no tuve ni un instante libre para coger la pluma. Ahora, después de releer este fajo, todavía no muy grande, de cuartillas, se mezclan en mi cabeza las ideas más diferentes con tal precipitación y tal marea que, por más que pienso, no consigo acertar a qué carta quedarme. Mucha desgracia, como usted habrá podido ver, es la que llevo contada, y pienso que las fuerzas han de decaerme cuando me enfrente con lo que aún me queda, que más desgraciado es todavía; me espanta pensar con qué puntualidad me es fiel la memoria, en estos momentos en que todos los hechos de mi vida —sobre los que no hay maldita la forma de volverme atrás— van quedando escritos en estos papeles con la misma claridad que en un encerado; es gracioso —y triste también, ¡bien lo sabe Dios!— pararse a considerar que si el esfuerzo de memoria que por estos días estoy haciendo se me hubiera ocurrido años atrás, a estas horas, en lugar de estar escribiendo en una celda, estaría tomando el sol en el corral, o pescando anguilas en el regato, o persiguiendo conejos por el monte. Estaría haciendo otra cosa cualquiera de esas que hacen —sin fijarse— la mayor parte de los hombres; estaría libre, como libres están —sin fijarse tampoco— la mayor parte de los hombres; tendría por delante Dios sabe cuántos años de vida, como tienen —sin darse cuenta de que pueden gastarlos lentamente— la mayor parte de los hombres...

El sitio donde me trajeron es mejor; por la ventana se ve un jardincillo, cuidadoso y lamido como una salita, y más allá del jardincillo, hasta la serranía, se extiende la llanada, castaña como la piel de los hombres, por donde pasan —a veces— las reatas de mulas que van a Portugal, los asnillos troteros que van hasta las chozas, las mujeres y los niños que van sólo hasta el pozo.

Yo respiro mi aire, que entra y sale de la celda porque con él no va nada, ese mismo aire que a lo mejor respira mañana o cualquier día el mulero que pasa... Yo veo la mariposa toda de colores que revolea torpe sobre los girasoles, que entra por la celda, da dos vueltas y sale, porque con ella no va nada, y que acabará posándose tal vez sobre la almohada del director... Yo cojo con la gorra el ratón que comía lo que yo ya dejara, lo miro, lo dejo —porque con él no va nada— y veo cómo escapa con su pasito suave a guarecerse en su agujero, ese agujero desde el que sale para comer el rancho del forastero, del que está tan sólo una temporada en la celda de la que ha de salir para el infierno las más de las veces...

Tal vez no me creyera si le dijera que en estos momentos tal tristeza me puebla y tal congoja, que por asegurarle estoy que mi arrepentimiento no menor debe ser que el de un santo; tal vez no me creyera, porque demasiado malos han de ser los informes que de mí conozca y el juicio que de mí se haya formado a estas alturas, pero sin embargo... Yo se lo digo, quizás nada más que por eso de decírselo, quizás nada más que por eso de no quitarme la idea de las mientes de que usted sabrá comprender lo que, le digo, y creer lo que por mi gloria no le juro porque poco ha de valer jurar ya sobre ella... El amargor que me sube a la garganta es talmente como si el corazón me fabricara acíbar en vez de sangre; me sube y me baja por el pecho, dejándome un regusto ácido en el paladar; mojándomela lengua con su aroma, secándome los dentros con su aire pesaroso y maligno como el aire de un nicho.

He parado algún tiempo de escribir; quizás hayan sido veinte minutos, quizás una hora, quizás dos... Por el sendero —¡qué bien se veían desde mi ventana!— cruzaban unas personas. Probablemente ni pensaban en que yo les miraba, de naturales como iban. Eran dos hombres, una mujer y un niño; parecían contentos andando por el sendero. Los hombres tendrían treinta años cada uno; la mujer algo menos; el niño no pasaría de los seis. Iba descalzo, triscando como las cabras alrededor de las matas, vestido con una camisolina que le dejaba el vientre al aire. Trotaba unos pasitos adelante, se paraba, tiraba alguna piedra al pájaro que pasaba... No se parecía en nada, y sin embargo, ¡cómo me recordaba a mi hermano Mario!

La mujer debía ser la madre, tenía la color morena, como todas, y una alegría en todo el cuerpo que mismo uno se sentía feliz al mirar para ella. Bien distinta era de mi madre y sin embargo, ¿por qué sería que tanto me la recordaba?

Usted me perdonará, pero no puedo seguir. Muy poco me falta para llorar... Usted sabe, tan bien como yo, que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera.

Voy a continuar con mi relato; triste es, bien lo sé, pero más triste todavía me parecen estas filosofías, para las que no está hecho mi corazón: esa máquina que fabrica la sangre que alguna puñalada ha de verter...


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Quince días ha querido la Providencia que pasaran desde que dejé escrito lo que atrás queda, y en ellos, entretenido como estuve con interrogatorios y visitas del defensor por un lado, y con el traslado hasta este nuevo sitio, por otro, no tuve ni un instante libre para coger la pluma. Ahora, después de releer este fajo, todavía no muy grande, de cuartillas, se mezclan en mi cabeza las ideas más diferentes con tal precipitación y tal marea que, por más que pienso, no consigo acertar a qué carta quedarme. Mucha desgracia, como usted habrá podido ver, es la que llevo contada, y pienso que las fuerzas han de decaerme cuando me enfrente con lo que aún me queda, que más desgraciado es todavía; me espanta pensar con qué puntualidad me es fiel la memoria, en estos momentos en que todos los hechos de mi vida —sobre los que no hay maldita la forma de volverme atrás— van quedando escritos en estos papeles con la misma claridad que en un encerado; es gracioso —y triste también, ¡bien lo sabe Dios!— pararse a considerar que si el esfuerzo de memoria que por estos días estoy haciendo se me hubiera ocurrido años atrás, a estas horas, en lugar de estar escribiendo en una celda, estaría tomando el sol en el corral, o pescando anguilas en el regato, o persiguiendo conejos por el monte. Estaría haciendo otra cosa cualquiera de esas que hacen —sin fijarse— la mayor parte de los hombres; estaría libre, como libres están —sin fijarse tampoco— la mayor parte de los hombres; tendría por delante Dios sabe cuántos años de vida, como tienen —sin darse cuenta de que pueden gastarlos lentamente— la mayor parte de los hombres...

El sitio donde me trajeron es mejor; por la ventana se ve un jardincillo, cuidadoso y lamido como una salita, y más allá del jardincillo, hasta la serranía, se extiende la llanada, castaña como la piel de los hombres, por donde pasan —a veces— las reatas de mulas que van a Portugal, los asnillos troteros que van hasta las chozas, las mujeres y los niños que van sólo hasta el pozo.

Yo respiro mi aire, que entra y sale de la celda porque con él no va nada, ese mismo aire que a lo mejor respira mañana o cualquier día el mulero que pasa... Yo veo la mariposa toda de colores que revolea torpe sobre los girasoles, que entra por la celda, da dos vueltas y sale, porque con ella no va nada, y que acabará posándose tal vez sobre la almohada del director... Yo cojo con la gorra el ratón que comía lo que yo ya dejara, lo miro, lo dejo —porque con él no va nada— y veo cómo escapa con su pasito suave a guarecerse en su agujero, ese agujero desde el que sale para comer el rancho del forastero, del que está tan sólo una temporada en la celda de la que ha de salir para el infierno las más de las veces...

Tal vez no me creyera si le dijera que en estos momentos tal tristeza me puebla y tal congoja, que por asegurarle estoy que mi arrepentimiento no menor debe ser que el de un santo; tal vez no me creyera, porque demasiado malos han de ser los informes que de mí conozca y el juicio que de mí se haya formado a estas alturas, pero sin embargo... Yo se lo digo, quizás nada más que por eso de decírselo, quizás nada más que por eso de no quitarme la idea de las mientes de que usted sabrá comprender lo que, le digo, y creer lo que por mi gloria no le juro porque poco ha de valer jurar ya sobre ella... El amargor que me sube a la garganta es talmente como si el corazón me fabricara acíbar en vez de sangre; me sube y me baja por el pecho, dejándome un regusto ácido en el paladar; mojándomela lengua con su aroma, secándome los dentros con su aire pesaroso y maligno como el aire de un nicho.

He parado algún tiempo de escribir; quizás hayan sido veinte minutos, quizás una hora, quizás dos... Por el sendero —¡qué bien se veían desde mi ventana!— cruzaban unas personas. Probablemente ni pensaban en que yo les miraba, de naturales como iban. Eran dos hombres, una mujer y un niño; parecían contentos andando por el sendero. Los hombres tendrían treinta años cada uno; la mujer algo menos; el niño no pasaría de los seis. Iba descalzo, triscando como las cabras alrededor de las matas, vestido con una camisolina que le dejaba el vientre al aire. Trotaba unos pasitos adelante, se paraba, tiraba alguna piedra al pájaro que pasaba... No se parecía en nada, y sin embargo, ¡cómo me recordaba a mi hermano Mario!

La mujer debía ser la madre, tenía la color morena, como todas, y una alegría en todo el cuerpo que mismo uno se sentía feliz al mirar para ella. Bien distinta era de mi madre y sin embargo, ¿por qué sería que tanto me la recordaba?

Usted me perdonará, pero no puedo seguir. Muy poco me falta para llorar... Usted sabe, tan bien como yo, que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera.

Voy a continuar con mi relato; triste es, bien lo sé, pero más triste todavía me parecen estas filosofías, para las que no está hecho mi corazón: esa máquina que fabrica la sangre que alguna puñalada ha de verter...