Cómo escapar de la niña prodigio | Sabina Urraca | TEDxMadrid
Traductor: Javi Garriz Revisor: Sebastian Betti
Antes de aprender a escribir, yo no quería ser escritora;
antes de aprender a escribir, yo quería bailar.
Ya sé que es un ejercicio un poco narcisista y extraño, tipo:
"ven a ver las diapositivas de mi viaje a Croacia",
pero os pido que miréis un momento esta foto.
Esa Navidad aprendí a leer
con la ayuda de mi tío Xavi y una pizarrita.
Hay una cierta mitología familiar
que cuenta que la noche de Nochebuena no sabía leer
y el día de Navidad ya sabía leer casi perfectamente.
Como os digo es una mitología familiar,
pero bueno, ahí está, todo el mundo estaba asombrado, nadie se lo creía;
y creo que a partir de entonces,
ya no quise ser otra cosa más que escritora.
Pero, sabéis, esa persona que siempre dice que va a escribir un libro,
que está siempre ahí, siempre está esa promesa de:
"voy a sacar mi libro... una trilogía... tengo pensado..."
Esa persona era yo.
Esa persona fui yo durante muchísimos años. Me mudaba de casa, y cada casa a la que llegaba
era la casa en la que yo finalmente iba a escribir mi novela;
Cada mesa, recuerdo acariciar mesas y pensar:
"aquí sí, aquí voy a escribir yo mi novela". Me da bastante vergüenza decirlo, pero lo digo,
reventé tres ordenadores antes de escribir mi libro,
reventé los ordenadores a base de escribir otras cosas, mails,
escuchar música, ver series, derramar líquido sobre ellos...
Y cada ordenador, al comprarlo pensaba: "este sí, este va a ser el ordenador".
¿Por qué no escribía nada?
¿Por qué no conseguía escribir yo esa novela que tanto me rondaba?
Porque estaba absolutamente paralizada
por las expectativas que se habían hecho los demás
y que me había hecho yo misma de mí a lo largo de toda mi infancia.
Yo escribí mi primer cuento a los 12 años,
mi primer cuento serio,
había escrito otras cosas pero esto fue "el cuento".
Se llamaba "Victoria", trataba de una niña que se tiraba por la ventana,
se intentaba suicidar pero no lo conseguía y se quedaba coja
y bastante mal de la cabeza, (Risas)
la llevaban a un sanatorio mental y después terminaba con 30 años,
viviendo en la calle y absolutamente demente.
Y un día, guiada por una especie de instinto,
volvía a la casa familiar.
Recuerdo que Victoria llevaba un vestido de terciopelo verde
y una boquilla de fumar con forma de cocodrilo,
que eran elementos muy importantes
en el imaginario de la niña gótica de 12 años que yo era.
Entonces Victoria, guiada por su instinto, volvía a su casa familiar,
enfilaba el pasillo, porque se encontraba la puerta abierta,
entonces su padre agarraba una escopeta, y ¡pum! la mataba.
Y ella antes de morir recordaba algo de la buena educación que le habían dado,
y decía: "gracias".
Este cuento fue una absoluta sensación en mi colegio,
recuerdo dos profesores que no se creyeron
que ese cuento lo había escrito yo.
Un "no me lo creo", no de asombro,
no, no me creían, creían que era una mentirosa.
Incluso lo llegué a leer en un recital al que me llevaron mis padres
era un recital de gente adulta, contaban cuentos a lo largo de la noche
y yo me lo aprendí de memoria y fui allí y lo conté.
Y en un momento, en una pequeña pausa del cuento que tenía que hacer,
una pausa dramática, la gente se levantó y hubo una ovación,
y todo el mundo empezó a aplaudir.
Y ese momento, de alguna manera,
marcó ya para siempre lo que vendría a continuación.
Escribí otras cosas, sí, lo intenté.
Pero nada parecía tan letal como ese primer cuento.
De alguna manera quedé esperando que me viniese de alguna parte,
porque parecía que ese cuento no había venido de mí,
sino que me lo habían enviado por error antes de tiempo.
Y de alguna manera me quedé esperando volver a escribir algo
que nadie se creyese que yo había escrito.
Y ahí nació esa pequeña aura de niña prodigio,
un aura de niña prodigio a nivel isla, nivel ciudad pequeña, nivel barrio,
nivel colegio con profesores bastante incompetentes, debo decirlo,
pero al fin y al cabo, un aura a mi medida.
Y eso quedó ahí, marcando.
Recuerdo que a los 15 años,
como tres años después de aquello,
escribí un cuento que se llamaba "Soy una escritora frustrada".
(Risas)
De alguna manera yo me di cuenta de que no iba a salir de ese círculo,
que los demás y yo misma habíamos creado.
Cuando hace dos años me fui a vivir al campo
al sur de España, por fin a escribir mi libro,
estuve tres meses sin escribir absolutamente nada.
Vivía en una casa aislada, muy aislada,
estaba a una hora del pueblo más cercano.
Tenía que caminar media hora por un camino de cabras,
luego hacer autostop y hacer otra media hora en coche
-- si alguien me cogía en autostop -- hasta el pueblo.
Al principio no tenía Internet, tenía muy mala cobertura,
no tenía agua corriente en casa, algunas veces se iba la luz...
no era un pueblo, era una casa,
había más casas pero estábamos bastante alejados todos.
Es decir, tenía las condiciones perfectas para al fin escribir mi libro,
y a pesar de eso estuve tres meses sin escribir nada.
Estaba absolutamente paralizada por mis expectativas.
Entonces recordé "Melón por la noche".
"Melón por la noche" eran unas viñetas
que hice en una época en la que trabajaba como guionista,
en una oficina, en una productora,
estaba realmente amargada, era una jornada interminable,
era un trabajo que me parecía absurdo.
Y bueno, hice estas viñetas en las que se me ve a mí misma
-- antes llevaba el pelo corto --
metida en la cama, en una noche de insomnio terrible,
y encima de la cama, a los pies, una niña que soy yo misma de pequeña,
exigiéndome cosas.
Esto hacía alusión obviamente
a lo de que comer melón por la noche te causa unas pesadillas horribles.
La niña me exigía cosas, fantasías infantiles, exigencias tipo:
"deja el trabajo y monta un puesto de perritos calientes
que se llame La Sirenita", ya está. (Risas)
Había más viñetas de "Melón por la noche", pero solo conservo esta,
la encontré un poco por casualidad, la verdad, y me pareció muy representativo
y muy curioso, porque en aquel momento me salió así,
pero esta figura, este niño que tú fuiste
es una figura que se usa mucho en la autoayuda más facilona, voy a decir,
como este niño interior,
y se plantea esta pregunta que es:
"si tu niño interior, el niño que fuiste,
pudiese verte ahora como adulto,
¿estaría orgulloso de ti?" (Risas)
Es una pregunta que me parece directamente paranoide,
de manía persecutoria en plan ¡mi niño interno me persigue!
(Risas)
Pero aquí se ve claramente qué era lo que me estaba pasando a mí,
es muy curioso porque las exigencias eran todas un poco frívolas
y en ninguna de estas viñetas
se hablaba de "deja el trabajo y escribe un libro".
Yo sé que era porque escribir un libro
no es que fuese una espina clavada que yo tuviese,
era directamente como un hacha clavada que me asomaba por el lomo,
era imposible ya quitármela.
Y, sin embargo, a mi alrededor seguía habiendo muchísima gente
que creía muchísimo en mí, creían que iba a escribir un libro,
y decían "sí, tú eres escritora".
Pero por suerte también hubo dos personas en concreto
que se dieron cuenta de este muro que yo tenía delante,
de este agujero negro que había delante de mí.
Uno de ellos, el escritor Félix Romeo, fue mi maestro.
A los veintipocos años, estando una noche de fiesta por Madrid con él y otros amigos, muy borrachos, me dijo:
"tú nunca escribirás nada porque tienes demasiada ambición".
Era un momento de estos de la noche que estás borracho
y todo es definitivo, letal, (Risas)
y obviamente me vine abajo, absolutamente.
Me eché a llorar, me obligaron a beber, seguí bebiendo, en fin.
(Risas)
Esa fue la última vez que vi a a Félix Romeo.
Félix murió poco tiempo después
de una manera absolutamente abrupta y desoladora.
Dejando muchísima tristeza, pero dejando también,
además de la terrible tristeza que yo tenía,
sentía que me había dejado una maldición.
Esa última frase que me había dicho,
eso era prácticamente lo último que habíamos hablado.
No podía volver Félix, a decirme:
"tía, era broma, te lo decía para picarte y que escribieras algo".
Ya está, Félix no podía desdecirse,
y eso se me quedó clavado muy profundo.
Tiempo después fui a una adivina china
que atendía en su restaurante
-- el restaurante en el que trabajaba --
y que te decía según el lugar, la fecha y la hora de tu nacimiento,
cómo iba a ser tu vida.
Porque se suponía que el destino estaba marcado, tú no lo podías cambiar.
Obviamente, una de las primeras cosas que le pregunté fue:
¿Voy a escribir un libro?
Y ella me dijo: "Tú no, tú no, tú en absoluto vas a escribir un libro,
(Risas)
tú vas a ser maestra,
vas tener problemas de corazón,
(Risas)
y además eres el cerdo en el horóscopo chino,
con lo cual lo que te importa en la vida, lo importante para ti, es la comida,
si tienes comida, vas a estar bien". (Risas)
Me quedé absolutamente horrorizada,
me fui muy enfadada, intentaba buscar signos de falsa autenticidad,
algo que me hiciese no creerme lo que me había dicho esa mujer:
"miró el móvil muchas veces mientras me atendía",
"había gente pasando por el restaurante que escuchaban mi destino,
¡lo estaba escuchando más gente!" (Risas)
Total, que volví a casa y no cené,
para demostrarme que la comida no era tan importante para mí,
(Risas)
me fui a dormir y me desperté en mitad de la noche
con un hambre horrorosa y lloré, lloré muchísimo.
Y fue en ese momento de desesperación,
en el campo, intentando escribir el libro,
esos tres meses en los que prácticamente ni me sentaba a la mesa,
cuando volví a encontrar esta foto.
Sin embargo esta foto,
que siempre había sido mi foto adorable de la infancia, "qué maja por favor",
de pronto, me pareció escalofriante.
Porque me veía en este gesto de esfuerzo,
una niña tan pequeña con las manos extendidas,
con las piernas tan perfectamente alineadas
la lengua fuera del esfuerzo, intentando ser perfecta,
que me dio la sensación de que ya ahí estaba paralizada,
de que ya ahí las expectativas me estaban comiendo.
Y fue entonces cuando decidí empezar a escribir basura.
¿Cómo escribía basura?
Había varios métodos, era una especie de escritura abandonada.
Yo me sentaba delante del teclado,
y me pasaba algo muy fuerte,
que yo no era capaz ni siquiera de mirar el ordenador de frente,
escribía de reojo y por otro lado
intentaba hacer otra cosa o estar mirando otra cosa.
Sentía que solo así podía escribir,
sin entregarme completamente a esa tarea,
no otorgándole la importancia que le había otorgado toda mi vida
y la importancia que me había paralizado, en realidad.
Escribía de reojo, abandonadamente,
como si estuviese jugando a escribir en lugar de escribiendo.
Era curioso porque muchas veces se iba la luz en mi casa, y en ese momento
-- mi pantalla es de estas terribles, modernas, reflectantes --
de repente me veía reflejada si entraba luz de luna por la ventana,
me veía reflejada de golpe en la pantalla
y lo que veía ahí era todo lo contrario de esa niña con tutú rojo,
tensa, con las piernas alineadas.
No había nada de esa rectitud, era como una especie de bestia deforme
con los ojos desencajados, escribiendo automáticamente,
de una forma animal.
Pero pasaba una cosa con ese tipo de escritura,
yo el único lema con el que me he sentido identificada en la vida
es una frase de Dorothy Parker que dice:
"Odio escribir, adoro haber escrito".
Y en esos días y noches de escritura, allí en el campo, perdida,
por primera vez, escribiendo mal, disfruté escribiendo.
Las últimas noches de escritura de la novela fueron bastante decisivas,
porque yo sentía el peso de esas dos maldiciones.
Yo nunca iba a escribir nada,
incluso el día y la hora de mi nacimiento marcaban
que yo nunca iba a escribir un libro.
La última noche recuerdo que todo el rato miraba al techo
pensando que me caería una piedra en el último momento,
o salía de casa con miedo a tropezarme con una rama
y romperme la crisma. (Risas)
Pensé en no terminar el libro para así poder seguir viviendo eternamente,
no sé, era una locura. (Risas)
Pero ahí, jugando a escribir, finalmente terminé ese libro.
Y ahí, a través de ese tipo de escritura desordenada,
pude al fin escribir mi primera novela, que ya está publicada
y que se llama precisamente "Las niñas prodigio",
aunque trata de todo lo contrario,
de niñas no prodigio como yo misma.
Terminado el libro,
pensé que había vencido a la niña a los pies de la cama,
a la niña del tutú rojo, perfecta, que me decía:
"haz esto, haz lo otro, tienes que ser perfecta".
Como si en una de las viñetas de "Melón por la noche"
yo me hubiese incorporado de la cama y la hubiese estrangulado hasta matarla.
Pensé que la había matado, de verdad lo pensaba,
y he estado prácticamente un año pensando que la había conseguido exterminar.
Ahora he empezado a escribir mi segundo libro
y obviamente la niña vuelve a aparecer, a los pies de la cama,
vuelve a aparecer en todo momento.
Entonces, he decidido atreverme
a hacer cosas que no es que no sean perfectas,
es que son absolutamente imperfectas.
Por ejemplo, hace poco di un concierto.
Yo no canto, canto absolutamente fatal,
pero compuse unas canciones con unos amigos
y dimos un concierto aquí, en Plaza Matadero.
En la prueba de sonido, que era de día, había gente en la terraza del bar;
se reían a carcajadas de mi prueba de sonido,
de lo mal que cantaba, era auténticamente bochornoso.
Y lo pasé mal, pero de alguna manera marcó un precedente
de algo que creo que debo hacer.
Porque sé que cada vez que yo inicie algo nuevo,
cualquier cosa, cada vez que me pongo a escribir,
que se supone es la tarea en la que ella, la niña, me tiene paralizada,
ella va a aparecer.
Y lo único que puedo hacer es aprender a domarla.
Me permito escribir desde la despreocupación y el juego,
me invento canciones y me grabo cantándolas mal,
acepto cosas y retos que podrían terminar en catástrofe y humillación,
-- no ya esta charla, que también -- (Risas)
sino que hago cosas, "performances" que yo jamás haría. Y cuando hago estas cosas,
siento que esta niña exigente está asustadísima,
que ni siquiera se atreve a salir y así no asfixia lo que estoy haciendo,
está en su escondrijo.
Pero me gusta pensar que desde su escondrijo,
poco a poco va a ir viendo estas cosas y va a llegar un momento en el que quizá
ella también se divierta, igual que yo.
Gracias.
(Aplausos)