La faja atigrada - 07
La habitación del Dr. Grimesby Roylott era más grande que la de su entenada, pero estaba amueblada con tanta sencillez como aquella. Una cama de campaña, un pequeño estante de madera lleno de libros, los más de carácter técnico. Un sillón al lado de la cama, una silla de madera frente a la pared, una mesa redonda y una alta caja de hierro eran las principales cosas que la mirada encontraba. Holmes recorrió lentamente el cuarto, examinándolo todo con el más intenso interés.
—¿Qué hay aquí? —preguntó, golpeando con la mano la caja de hierro.
—Los papeles de negocio de mi padrastro.
—Entonces, ¿usted ha visto el interior?
—Sólo una vez. Hace algunos años. Me acuerdo de que estaba llena de papeles.
—¿No hay adentro un gato, por ejemplo?
—No. ¡Qué idea tan extraña!
—¡Porque…mire usted!—y señaló una pequeña taza de leche puesta sobre la caja de hierro.
—No, no tenemos gato en la casa, pero tenemos un cinocéfalo y un leopardo.
—¡Ah, sí, por supuesto! Bueno, aunque un leopardo es en verdad un gato grande. Y yo no creo que una tacita de leche baste a llenar sus necesidades. Hay un punto que yo desearía aclarar.
Se arrodilló delante de la silla de madera y examinó el asiento con la mayor atención.
—Gracias. El punto está aclarado —dijo, levantándose y guardándose la lente en el bolsillo.
—¡Hola! ¡Aquí hay algo interesante!
El objeto que había llamado su atención era un pequeño látigo de perro colgado en una esquina de la cama. El látigo estaba enroscado, de modo que formaba un lazo corredizo.
—¿Qué piensa usted de esto, Watson?
—Es un látigo bastante común, pero no sé por qué puede estar atado.
—Eso sí que no común, ¿verdad? ¡Ay de mí! Este es un mundo muy malo y cuando un hombre consagra su inteligencia al crimen, es peor todavía. Creo que ya he visto bastante, señorita Stoner, y con el permiso de usted, vamos a dar un paseo afuera en el césped.
Nunca había visto tan sombría la cara de mi amigo, ni sus cejas tan arrugadas como cuando salimos del teatro de sus investigaciones. Habíamos dado varios paseos por el césped, y ni la señorita Stoner ni yo intentamos interrumpir sus pensamientos, hasta que él se despertó.
—Es absolutamente esencial, señorita Stoner—dijo—que siga usted al pie de la letra mi consejo, en todo y por todo.
—Lo haré, no lo dude usted.
—El asunto es demasiado serio para que haya ninguna vacilación. La vida de usted puede depender de la manera como ejecute usted mis instrucciones.
—Aseguro a usted que me pongo en sus manos.
—En primer lugar, mi amigo y yo tenemos que pasar la noche en el cuarto de usted.
Tanto la señorita Stoner como yo lo miramos con asombro.
—Sí, tiene que ser así. Voy a explicarme.
—¿Creo que esa de allí es la posada de la aldea?
—Sí, esa es La Corona.
—Muy bien. ¿Se ven de allí las ventanas del cuarto de usted?
—Se ven muy bien.
—Usted se encerrará en su cuarto con el pretexto de un dolor de cabeza cuando su padrastro venga. Después, cuando le oiga a usted retirarse a su cuarto, abre usted las ventanas, pone su lámpara en ella para que nosotros la veamos, Y luego, se va usted con todas las cosas que pueda necesitar al cuarto en que dormía usted antes. No dudo de que, a pesar de las reparaciones, se podrá usted arreglar así por una noche.
—¡Oh, sí! Fácilmente.
—Lo demás, déjelo usted de nuestra cuenta.
—Pero, ¿qué van ustedes a hacer?
—Pasaremos la noche en el cuarto de usted y averiguaremos la causa del ruido que la ha molestado.
—Creo, señor Holmes, que usted se ha formado ya una opinión, —dijo la señorita Stoner poniendo una mano sobre el brazo de mi amigo.
—Tal vez me la habré formado.
—Entonces, por compasión, dígame usted cuál fue la causa de la muerte de mi hermana.
—Antes de hablar quiero tener pruebas más terminantes.
—Por lo menos, ¿podría usted decirme si mi idea es correcta cuando pienso que mi hermana murió por efecto de un susto repentino.
—No, yo no lo creo. Pienso que probablemente hubo para su muerte una causa más positiva. Y ahora señorita Stoner, nosotros tenemos que salir de aquí, pues si el Dr. Roylott volviera y nos viera, habríamos perdido el viaje. Hasta la vista. Y tenga usted valor, pues, si hace usted lo que le he dicho, puede usted estar segura de que pronto alejaremos de su persona los peligros que la amenazan.
No tuvimos dificultad, Sherlock Holmes y yo, para que nos alquilaran un dormitorio y una sala en la Posada de la Corona. Estaban en el piso alto, y de nuestra ventana podíamos dominar la vista de la avenida que conducía de la verja a la casa y del ala habitada de la mansión de Stoke Moran.