Capítulo IV El arresto de Don Diego
El Caballero vestido de negro detuvo su caballo a la entrada del pueblo de Los Ángeles. Todo parecía dormido, sólo se oían algunas voces que provenían de la Cantina en la penumbra del anochecer. Deslizándose en la sombra a lo largo de las paredes de las casas de adobe, Diego pensó en nuestra conversación. Se decía que el apodo de “zorro” le sentaba muy bien... un animal astuto que se deslizaba sigiloso como lo estaba haciendo ahora... Eso es: ¡de ahora en adelante se haría llamar Zorro! Su nombre infundiría el terror entre los potentes que usan su poder para oprimir al pueblo. Tenía la sensación de trabajar en nombre del Rey, para que el pueblo pudiera recuperar la confianza en la Corona española. Eran esos los valores que su padre le había inculcado, pero que se había visto obligado a cumplir de manera secreta para poder llevar a cabo sus planes hasta su objetivo final. Un día tal vez confesará la verdad y todo el mundo sabrá que Don Diego y el Zorro son la misma persona, pero por ahora nadie deberá saberlo.
En la puerta del Cuartel, un lancero desganado estaba de guardia. El hombre se balanceaba de una pierna a la otra y bostezaba continuamente. Zorro rodeó el edificio buscando una saliente de la pared que le permitiera apoyar su pie. Para un común mortal escalar esa pared era imposible, pero Zorro estuvo en el techo en menos de un instante. A cuatro patas en el techo, se asomó para mirar el despacho del Comandante y se dejó caer en el balcón al interior del cuartel. Dentro había luz, pero todo parecía desierto. Zorro entró.
No sabía realmente lo que buscaba: un libro de cuentas, cartas... algo que pudiera probar la culpabilidad de Monasterio y de Don Luis Quintero, el Comandante y el Alcalde unidos en la corrupción. Buscó en los cajones, revolviendo, sin preocuparse de poner orden nuevamente. En cuestión de minutos, y en el silencio total, el piso del despacho del comandante se llenó de documentos y papeles. De repente, una puerta se abrió. Zorro se puso inmediatamente en guardia.
–¡Vaya! ¡Con que esas tenemos: un ladrón en el Cuartel! –exclamó el capitán entrando– ¡Vamos a pasar un buen rato!
Monasterio desenvainó su espada contra Zorro. Los dos hombres se aprestaron al combate.
–No soy un ladrón, soy El Zorro, defensor de los oprimidos. Y voy a ser tu peor pesadilla – dijo Zorro.
El capitán se echó a reír:
–Nunca tengo pesadillas. ¡Señor Zorro, morirás antes del amanecer!
Monasterio lanzó su ataque y cruzó su espada con la de Zorro, que retrocedió. Siguió otra estocada del capitán y Zorro esquivó la hoja de la espada por pocos milímetros. Un tercer pase tuvo el mismo efecto.
–Pero, ¡ataca en vez de huir, cobarde! –exclamó el capitán.
Zorro sonreía. Una sonrisa que molestaba a Monasterio..... hubiera preferido ver que su oponente tenía miedo.
De hecho, Zorro estaba estudiando la táctica para luchar contra el Comandante, que era un buen duelista, pero lejos de la calidad de Pedro González García, su sargento.
En un instante la lucha cambió. Zorro comenzó a atacar a su vez, sin dejar de reír. Las cosas cambiaron para Monasterio.
–¿Y bien Comandante? ¿Retrocedes ahora? ¿Por qué no luchas? –dijo Zorro en tono burlón.
–¡Especie de máscara de carnaval!, ¡fanfarrón!, ¡voy a hacerte tragar la lengua! –gritó fuerte Monasterio para que los lanceros se acercaran.
–Veo que estás buscando refuerzos... así que voy a terminar la pelea antes de que otros lleguen – dijo Zorro.
Uniendo la acción a la palabra, Zorro tocó con la punta de su sable la guarda de la espada de Monasterio y rápidamente, con un molinete, se la arrebató de la mano. La espada fue a estrellarse contra una viga del techo, fuera del alcance de su dueño. Desarmado, el comandante se mostró sorprendido y empezó a temer por su vida.
Se oían los pasos de los soldados que se acercaban bajando las escaleras del cuartel.
–Debo marcharme ahora Comandante, pero sé que voy a verte de nuevo. Mientras tanto cuídate y no robes más dinero al pueblo y a la Corona española, y para que pienses a menudo en El Zorro, voy a dejarte un recuerdo...
Con un salto subió al pupitre, lo liberó con una patada y trazó una gran Z en la madera, justo delante de donde el capitán se sentaba todos los días.
–¡Adiós! –dijo Zorro saliendo por el balcón justo cuando los lanceros entraban al despacho.
–¡Te encontraré, canalla! –rugió el Comandante.
–¡Lanceros! ¡Atrapad a ese hombre! – ordenó.
El galope de un caballo resonó por las calles. El Zorro se había marchado.
–¿Quién era? –dijo alarmado el sargento García, mientras entraba.
–¡Un ladrón, hurgó por todas partes! –respondió el Comandante. –Tengo mis sospechas acerca de su identidad porque, aunque estaba enmascarado, creo que lo he reconocido.
–¿En quién piensa usted? –preguntó el sargento.
–En Don Diego, Sargento, ¿no me ha contado usted que cuando erais adolescentes fingíais ambos un duelo con bastones de madera?
–Sí, es cierto, él tenía mucho talento y hasta me ganó varias veces. Me parecía curioso que se le hubiera pasado la habilidad... –contestó García, dudando.
–Y su regreso al pueblo de Los Ángeles corresponde exactamente con la llegada de El Zorro, ¡no puede ser una coincidencia! –replicó el Comandante.
–¡Comandante! Aunque sea mi amigo, voy ahora mismo a arrestarlo.
–Muy bien sargento, y póngalo en la cárcel, le interrogaré mañana.
¡A las órdenes! – dijo García.
Media hora más tarde, el sargento y algunos hombres despertaron a la gente de la Hacienda de Don Alejandro Vega. A Diego, que estaba en su cama, le pidieron que se vistiera y que siguiera a los soldados, a pesar de las amenazas y los gritos de Don Alejandro. Yo ayudé a Diego a vestirse e intercambié una mirada que valía por todos los mensajes: nos entendimos inmediatamente.
Diego fue trasladado a una celda, pero gracias a su rango, se le permitió llevar un libro, una manta y quedarse con sus zapatos.
El sargento García, desconsolado al ver a su amigo en esa situación, le llevó un plato de frijoles, pan y una jarra de vino que había obtenido en la Cantina, despertando al cantinero que acababa de acostarse. Había puesto todo en la cuenta de Don Diego, porque su modesto salario no le permitía pagar todo eso.
–¿De qué se me acusa, García? –preguntó Don Diego.
–De ser un ladrón enmascarado que se hace llamar Zorro –contestó el Sargento.
–¿Y usted qué piensa? –objetó Don Diego.
–No sé qué pensar, lo creí por un momento, pero ahora lo dudo –fue la respuesta sincera del sargento.
Gracias García por esta comida, pero no tengo mucha hambre. Guarde ese vino para usted. ¿Puedo quedarme con la vela? Quisiera leer un poco.
–¡Por supuesto Don Diego! Sólo asegúrese de no quemar la paja del lecho, respondió el sargento, llevándose la jarra.
–¡No tan rápido! –dijo una voz en la oscuridad– ¡abre la celda!
El sargento y Diego miraron hacia donde venía la voz... Una figura toda vestida de negro salió de la penumbra y se colocó delante de ellos.
–Pienso que este hombre es inocente, ¡déjalo libre! –dijo Zorro.
Aquella era la prueba para el Sargento: ¡Don Diego no podía ser El Zorro!