Capítulo II. El regreso a California
La esgrima era como un juego para nosotros y era aún más interesante cuando combatíamos en secreto en la sala de armas, que cuando nos ejercitábamos en la clase con los compañeros y el maestro de esgrima. El hecho de tener un adversario del que conocíamos hasta el más mínimo movimiento, daba al combate una enorme fluidez. No podíamos, delante de nuestros compañeros de curso, esgrimir la espada con la destreza impecable que habíamos adquirido sin ofenderlos con nuestro estilo y nuestra clase, así es que reservábamos ese tipo de lucha intensa para cuando combatíamos entre nosotros a escondidas.
Una noche nuestro maestro de armas nos sorprendió en pleno duelo y acercándose nos dijo con voz profunda:
–¡Muy bien Señores, enhorabuena! Nunca había visto a ninguno de mis estudiantes combatir de esa manera! Y no recuerdo a dos espadachines de vuestra clase. La técnica que usáis se asemeja mucho a la mía, pero vosotros ponéis en el combate vuestra propia personalidad.
Pero... ¿por qué no lucháis así durante la clase de esgrima? –preguntó el maestro.
–Es que no queremos que nuestros compañeros y amigos piensen que no son dignos de nosotros. Si les ganamos con demasiada frecuencia se resentirán, Maestro –respondió Diego.
–Y usted, Señor Escalante, ¿qué piensa? – inquirió el maestro.
–Usted bien sabe que los pensamientos de Diego son los míos, Maestro –le dije con una sonrisa.
–Sí, ya me había dado cuenta de ello, vosotros dos hacéis una buena pareja, ¡sois unos verdaderos zorros astutos! –rebatió el maestro.
Diego pensó: unos zorros…… eso nos representaba muy bien. Ser comparados a ese bonito animal tan inteligente que se lleva las aves de corral sin ser descubierto, era para nosotros el mejor de los cumplidos.
–Pero ante todo –dijo el maestro – vosotros sois unos verdaderos caballeros, y el altruismo hacia vuestros compañeros os honra. ¡Buenas noches, Señores y buen viaje de regreso! Las clases ya se terminan y pronto volveréis a vuestras casas. ¡Os echaré de menos!
El maestro tenía razón, ya había pasado mucho tiempo desde nuestra llegada a la Universidad como adolescentes. Nos habíamos vuelto ya unos jóvenes hombres fuertes, con la cabeza llena de las enseñanzas de los filósofos, de la poesía de los antiguos escritores, pero sobre todo con el cuerpo musculoso y la espada precisa, rápida y firme.
Había llegado el momento de dejar la Universidad y por lo tanto de separarnos, ya que Diego volvería pronto a la casa de su padre en California y yo a Toledo. Diego no encontraba las palabras para decirme adiós.
–Vuelves a California, ¿verdad? –le pregunté cortando el largo silencio.
–Sí, –dijo Diego– mi padre me necesita allí.
–¿Crees que en tu país aceptarían a otro español más? –dije riendo.
Me miró sorprendido, diciéndome: –¿Te gustaría ir a California? ¿Hablas en serio?
–Muy en serio –le dije– tanto es así que ya escribí a mi padre y…. ¡él está de acuerdo! Hasta me hizo la propuesta de instalar allí un negocio para vender armas de Toledo. Y esta mañana he recibido dinero para los gastos iniciales.
–¡Es maravilloso, amigo mío! Hay un barco que parte la semana que viene, ¿estarás listo para entonces? –preguntó Diego entusiasmado.
– Estoy ya listo, incluso si tuviera que partir esta noche –le respondí.
Una semana después, la Santa Lucía zarpaba del puerto de Barcelona, llevándonos a bordo. Después de haber navegado por el Océano Atlántico, doblado el Cabo de Hornos y vuelto a remontar por el Océano Pacífico, nuestra última escala fue en Ilo, pequeño puerto del Perú. Mientras los marineros reponían los víveres y el agua del navío, Diego y yo desembarcamos y aprovechamos para ir a la Cantina del puerto.
Mientras conversábamos delante de una buena copa de vino, unos marineros se acercaron.
–¿Vais a California? –nos preguntó uno de ellos.
–¡Sí! –respondí– al pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles del Río de Porciúncula, en Alta California.
–¡Lo veis, es como yo decía! –dijo el marinero sonriendo y dirigiéndose a sus compañeros. Luego, volviéndose de nuevo hacia nosotros nos advirtió:
–¡Atención! ¡ese territorio está gobernado por sinvergüenzas!
Diego se levantó de su silla con la empuñadura de la espada en la mano, diciendo:
–¡Excúsese de lo que dijo, señor, no le permitiré que insulte a la Corona o a mi país!
–¡Cálmese joven!, sepa que en su lugar yo no haría ver las armas en Los Ángeles... ¡Tenga mucho cuidado con el Comandante y siga mi consejo! Se lo digo por su bien. Evite ser demasiado rebelde, créame, ese hombre es el mismísimo diablo y me alegro de estar tan lejos de él.
La mirada de Diego cruzó la mía: el hombre estaba diciendo la verdad porque su sonrisa se había desvanecido y se veía que hablaba muy en serio.
Una vez de vuelta a bordo, mi amigo me susurró:
–Los pequeños zorros deberán ser cautelosos... será mejor llegar a Los Ángeles sin hacerse notar demasiado. Creo que deberemos ocultar nuestra capacidad con las armas, pero, ¿de qué manera?
–Nada más simple, olvida lo que has aprendido sobre las armas en la Universidad y conviértete en un joven petimetre y un poco tímido, pero que conoce todos los poemas griegos y latinos –le dije en tono de broma.
–¡Fantástico! –comentó Diego tomando en serio mi broma.
–¿Y tú?, ¿qué haremos contigo? no puede haber dos hombres mansos, no sería creíble ... –agregó.
–¿No podría yo pasar por tu sirviente, un tonto que te sigue por todos lados y por qué no, sordomudo? –contesté.
–¡Excelente! Por lo menos podremos entender-nos con nuestro código, ¡todo el mundo lo va a creer! Nadie va a sospechar si te hablo por señas. Creo que también debemos cambiar tu nombre, el tuyo es demasiado conocido y no suena como el nombre de un criado, ¿qué te parece Bernardo?
–¡Vale, es perfecto! –dije.
Cuando desembarcamos, fueron un joven y su criado, tan tonto como sordo y mudo, quienes pusieron las maletas en el muelle. Un servidor enviado por Don Alejandro vino a recibirnos para advertirnos que no mostráramos nuestras armas, pero ya para entonces nuestras espadas y nuestras pistolas estaban descansando en el fondo del océano desde hacía varias horas. Un pelotón de lanceros se dirigía al galope hacia nosotros. Diego sonreía inocentemente esperándolos.