Capítulo V. El jinete de la noche
El Sargento reaccionó rápidamente y buscó su espada en el cinto.
–¿Es esto Sargento lo que estás buscando? –dijo Zorro sonriendo. El hombre de negro le mostró la espada perdida. Burlándose del sargento García, Zorro lanzó la espada al aire.
–¡En guardia lanceros, Zorro está aquí! – gritó el Sargento.
Pero los lanceros, pensando que Zorro ya estaba preso en la cárcel, no entendían mucho y como se acababan de acostar después de la captura de Don Diego, los refuerzos tardaron en llegar. Sólo el Comandante que estaba poniendo orden en su despacho salió al patio. ..... y vio a Zorro en el techo y a Diego en la celda. A su vez, empezó a llamar a gritos a las guardias, pero Zorro ya había desaparecido cabalgando su fiel Tornado. Su figura se recortaba en la sombra de la noche aclarada sólo por una pálida luna.
El Comandante puso inmediatamente en libertad a Don Diego pidiendo infinitas disculpas.
El Sargento en realidad se alegraba de que su amigo Diego fuera absuelto de toda sospecha. Nadie, aparte Diego, podía imaginar que el traje de Zorro se lo había puesto el fiel Bernardo en esa ocasión. ¡Qué hazaña para un sirviente sordomudo!
Cuando me reuní con Diego en la Hacienda, pasamos el resto de la noche festejando y riéndonos de las disculpas del Comandante y de la credulidad de Sargento.
–¡Qué bien imitas mi voz, era perfecta! –me dijo Diego.
–Lo más difícil fue imitar tu acento de California... ¡pero creo que si me quedo por aquí más tiempo lo sabré imitar mejor!
Tal vez esa noche bebimos demasiado, porque nuestra habitual discreción se nos olvidó...
De pronto la puerta de la sala se abrió y Don Alejandro entró, con una amplia sonrisa en sus labios. Estaba radiante.
–Deberíais hablar en vuestro idioma de signos, de lo contrario todo el mundo sabrá vuestro secreto –nos dijo.
–¿Nos ha escuchado, Padre? –dijo Diego preocupado.
–¡Claro! Y estoy muy contento por ambos.
–Algo me decía que usted Señor, no era sólo un humilde servidor –dijo dirigiéndose a mí– pero admito que me hizo dudar por un momento. ¿Quién es usted Señor?
–Me llamo Manuel Escalante, hijo de Rodrigo Escalante, armero de Toledo. ¡Para servir a usted!
–¡Bien!, en esta casa usted será Don Escalante, Señor, y será mi invitado por el tiempo que desee.
–Esto me honra, Don Alejandro, pero si usted lo permite, quisiera quedarme como Bernardo, el sirviente mudo y sordo: la credibilidad de El Zorro y la seguridad de su hijo dependen de ello –respondí.
–Como quiera, joven, pero sepa que para mí, usted es un verdadero caballero. Además ¡ha salvado a mi hijo! –dijo Don Alejandro feliz.
–En cuanto a ti, Diego, te confieso que la noticia alegra mi corazón. Pensé que te habías convertido en un cobarde que tenía miedo de luchar por la justicia. Con Zorro, venceréis al Comandante abominable y a su cómplice. ¡Estoy seguro!
–Gracias Padre –dijo Diego– pero nada debe salir de estos muros. Sigue considerando a mi amigo como un servidor, sobre todo delante de los criados de la casa.
–Comprendo y sepa ... ¡ehm!, Bernardo, que bajo las órdenes que yo podré impartirle encontrará toda mi admiración.
El pueblo sólo hablaba de El Zorro. La noticia había sido divulgada por los soldados y el Sargento García había sido el más elocuente y locuaz. Según él, El Zorro era capaz de trazar una Z en la mejilla de su contrincante. Por supuesto que Zorro nunca había hecho eso, salvo trazar su signo en una mesa, pero al Sargento le gustaba agregar detalles. García se decía que cuando lo capturara, la gente lo admiraría. Además capturar a un villano requería un coraje excepcional. Pero en verdad, lo que más le interesaba era la gran recompensa que el Alcalde había prometido para quien capturara a Zorro.
Al día siguiente, Diego encontró al Sargento García en la Cantina. Este último, después de unas cuantas copas de vino, confesó que en los próximos días debía acompañar al Comandante a Monterrey con una pequeña escolta. Diego vio la oportunidad para una nueva visita de Zorro al despacho de Monasterio. Tenía que encontrar las pruebas de su culpabilidad.
El estruendo de la calle les hizo salir de la Cantina. Algunos lanceros, dirigidos por un cabo, traían a una joven muchacha hacia el cuartel.
–¿Qué pasa? ¿Quién es esa señorita? –preguntó el Sargento.
–Es la señorita Isabel Sillero, el Comandante pidió que la arrestáramos –fue la respuesta.
–Pero.... ¿Por qué?
–Conspiración –dijo el cabo con un aire desconsolado– el Comandante ve enemigos por todas partes.
–¿Qué arriesga la señorita? –preguntó Don Diego preocupado.
–Por el momento la prisión y a continuación... y el sargento barrió el aire con la mano con un gesto que significaba todo y nada al mismo tiempo.
–¿Qué horrible! –dijo Diego y agregó deprisa: –perdone, Sargento, pero tengo que regresar a la Hacienda, mi padre me pidió que le llevara sus cuentas.
Cuando llegó la noche, Zorro se introdujo hasta la puerta de la celda, donde la señorita dormía. Cuando Isabel vio al hombre de negro lanzó un grito sofocado.
– No tenga miedo, señorita, le haré salir de allí ¡pero no haga ruido! – dijo Zorro poniendo el índice delante de la boca.
Mientras tanto, en la Cantina había comenzado una riña entre los clientes. Zorro aprovechó que los soldados estaban ocupados con la trifulca para coger las llaves que estaban colgadas en la pared, abrir la celda, hacer salir discretamente a Isabel y escaparse con ella sobre Tornado, que esperaba entre las sombras.
El caballo negro galopó hasta la Misión de San Gabriel.
Cuando llegaron allí, Zorro saltó del caballo y tendió su brazo a Isabel y la ayudó a bajarse del caballo.
–¡Fray Felipe! ¿puede proteger a la señorita Isabel Sillero en la Misión? El Comandante la busca –dijo Zorro.
–¡Señor Zorro! ya he oído hablar de usted –dijo el sacerdote –la señorita va a estar a salvo aquí, puede quedarse tranquilo.
–Señor Zorro –dijo Isabel curiosa– ¿puedo ver la cara del hombre que me salvó?
–Lo siento, no puedo mostrarme –dijo Zorro.
Pero de pronto, como volviéndolo a pensar, levantó su máscara hasta la nariz y la besó. Isabel, muy sorprendida, respondió a su beso.
–Voy a rezar por tu pronto regreso, estoy deseando volverte a ver otra vez –dijo emocionada Isabel.
–Lo mismo digo, Isabel, pensaré sólo en ti.
El jinete de la noche volvió a montar en su caballo y desapareció en la oscuridad.
Al día siguiente, don Alejandro recibió huéspedes: su vecino y amigo Don Carlos Pulido venía a visitarle acompañado por su hija Lolita. Lolita era bonita y Don Diego era un hombre muy apuesto. Los padres pensaban que el casamiento estaba ya prácticamente hecho.
En realidad ésta no era la opinión de los directos interesados.