Capítulo III. El territorio del Zorro
A la llegada de los soldados, empecé a recoger las maletas con la ayuda del servidor que nos había recibido. Diego había adquirido un aire tímido con una sonrisa un poco tonta. Llevaba ropa bonita a la última moda de Madrid, que contrastaba con la ropa sencilla que pude encontrar a bordo para mí.
El grupo de soldados se detuvo con una gran polvareda a pocos metros de distancia. Diego se quitó de encima el polvo de su ropa sin perder su sonrisa y miró fijo al Comandante que lideraba los soldados.
–Don Diego Vega... ¿es usted verdad? –le preguntó secamente el Comandante.
–Sí, Comandante –respondió Diego con voz tímida y suave.
–¿No está usted armado, Señor? –inquirió el militar.
–¿Y por qué debería estarlo? ¿La región ya no es tan segura como antes? –preguntó Diego.
–Permítame que me presente –dijo, evitando la pregunta, –soy el capitán Enrique Ramón Monasterio, Comandante de este reparto.
Y éste es el sargento Pedro González García – dijo, señalándolo con la mano.
–Conozco al sargento García –dijo Diego–, íbamos a la misma escuela cuando éramos niños.
–¡Sí, sí! –respondió el sargento, un gigante con una fuerza excepcional y un espadachín formidable, avergonzándose un poco de tener que admitir que conocía a ese debilucho. –¡Pero el Diego que yo ví partir me parecía mucho más rebelde y animado!
–Es cierto –dijo Diego –pero en España tuve la oportunidad de aprender otros placeres diferentes de la lucha y creedme, mucho más civilizados ...
–¿Y cuáles son esos placeres? –preguntó el Comandante.
–La poesía, la lectura, la música –respondió don Diego.
–Y dígame: ese hombre que está con usted, ¿quién es?
–Es Bernardo, mi servidor: es sordomudo.
–Ah, ¿sí? –dijo Monasterio desenfundando su arma –¡Veamos!
En ese momento yo estaba de espaldas al grupo, porque estaba amarrando las maletas a la diligencia. El tiro del fusil de Monasterio resonó detrás de mis botas. No me moví mínimamente, porque me esperaba algo así..... Seguí amarrando las maletas como si nada hubiera sucedido.
Cuando me volví, Diego me dijo por nuestro código de señal: –¡Bravo, Manuel, no se te ha movido un pelo! Los hemos convencido a estos tontos.
–¿Qué hace? –preguntó el Comandante, sorprendido por los gestos.
–Le doy las gracias por haber cargado el equipaje, Comandante, ésta es la única manera de comunicarse con él – contestó Diego.
Yo le respondí a Diego por el mismo código.
–¿Pero qué dice? –preguntó García.
–Dice que todo está listo y podemos partir hacia la hacienda –dijo Diego, sabiendo que podíamos decir cualquier cosa porque nuestro código era indescifrable.
–¡Un momento! partiréis sólo cuando el Sargento haya inspeccionado vuestro equipaje –dijo el Comandante dándoles la espalda sin esperar una respuesta y espoleando a su caballo, que se puso al galope veloz dirigiéndose al pueblo.
Una vez que el Comandante se perdió de vista, García, que no quería volver a bajar el equipaje y revisar entre los vestidos perfumados de Diego, se dirigió a sus soldados:
–No será necesario revisar el equipaje, conozco a Don Diego: ¡puede partir!
–¡Gracias, Sargento! si le parece, mañana nos vemos en la Cantina y le ofreceré una copa de vino – dijo Diego.
–Muchas gracias, Don Diego, acepto con gusto: ¡hace tanto calor!
Cuando la diligencia llegó a la Hacienda de la familia Vega y los caballos se detuvieron, un hombre se acercó sonriendo a Diego, abriendo los brazos para abrazarlo.
–¡Padre! – exclamó Diego.
–¡Finalmente hijo mío! Ven y cuéntame tu viaje –exclamó Don Alejandro acompañando a Diego hacia los sillones del patio sin siquiera dirigirme la palabra.
Más tarde, cuando Diego me encontró en su habitación me confesó que su padre estaba muy decepcionado con él y que lo tomaba por un hombre débil que tiene miedo de las armas.
–El capitán Monasterio es un ser ávido de dinero que aprovechando de su posición y con la ayuda de don Luis Quintero, el Alcalde de Los Ángeles, malversan los fondos recaudados para su propio beneficio –dijo Diego. – Mi padre no tiene ninguna prueba, pero los fondos recibidos por el Gobernador son muy inferiores a los recaudados con los impuestos. El Comandante hace trampas con los libros contables. Además, todos aquellos que no pueden pagar, son encarcelados y azotados. Mi padre, con un grupo de amigos, está listo para luchar contra el ejército, pero esto sería considerado como un acto de rebelión contra la Corona. ¡No puedo dejar que eso suceda! ¿Qué puedo hacer?
–¡Hagamos como los astutos zorros que buscan en el gallinero lo que necesitan! –le contesté.
–¡Pero claro! –dijo Diego. Bastaría que un zorro encontrara en la oficina del Comandante los verdaderos libros contables de la Corona y con esta prueba el Gobernador podría condenar al Comandante.
–Pero ahora, Bernardo, ¡fíjate en esto! –me señaló.
Y diciendo así se acercó a un enorme armario macizo de estilo español. Bajo una pequeña ranura del mueble me mostró un mecanismo y lo presionó. En ese momento, el fondo del armario se movió, revelando una escalera que descendía bajo la casa.
–Este subterráneo fue construido por mi abuelo, para huir en caso de ataque de los indios. Dudo que mi padre conozca su presencia. Lo descubrí poco antes de salir para España. Lleva a una cueva detrás de la Hacienda. Su entrada es invisible desde el exterior porque está ocultada por arbustos.
Nuestro zorro podía hacer de ella su refugio. Hay espacio suficiente como para albergar un caballo y otro acceso secreto a los establos para entrar el forraje discretamente.
–Tomaré uno de los varios caballos de mi padre y lo ocultaré en la cueva. Esta noche, iré a la oficina del Comandante para encontrar las pruebas.
Luego, hurgando en una de las numerosas maletas que estaban en la habitación, Diego sacó una capa de raso negro y brillante, de otra sacó un sombrero negro y finalmente, completó su traje con una camisa, pantalones y botas del mismo color.
–Va a ser necesario que esconda la cara... ¡dame ese pañuelo! –dijo después de haberse vestido.
Después abrió un baúl de madera detrás de la cama y sacó una espada de oficial.
–Es la espada de mi abuelo, ¡dime lo que piensas de ella! –me dijo lanzándomela de forma que la empuñadura estuviera de mi lado.
La cogí al vuelo, diciendo:
–¡Qué equilibrio! Un arma simple pero formidable: ¡magnífica!
Diego estaba feliz de mostrar su espada al hijo de un armero. Esa noche, un jinete enmascarado salió de la cueva y cabalgó bajo la luna hacia el cuartel.