Querer es poder (2)
“¡Tío, eres el único al que Don Fernando ha suspendido en toda la historia del colegio!”
Estuvieron todo el verano tomándome el pelo. Y yo me pasé todo el verano amargado.
Pensaba: “¡Joder, ahora no podré continuar mis estudios por culpa de la gimnasia!”
Estaba agobiadísimo, como os podéis imaginar.
Además, no tenía ni idea de en qué podía consistir un examen de gimnasia. ¿Qué tenía que hacer? ¿Correr? ¿Saltar el potro? ¿Hacer lanzamiento de pesas? ¿Parar un penalti?
Me pasé todo el verano superangustiado. Además, que yo era un niño que sacaba buenas notas normalmente en todas las asignaturas. Para mí, suspender en junio una asignatura y tener que examinarme en septiembre para recuperarla era una novedad. Yo no estaba acostumbrado.
Pero lo que me parecía más ridículo de todo era que me hubieran suspendido la gimnasia…
Total, que en septiembre, cuando llegó el día del examen, me puse el chándal y me fui al colegio como un animal que lo llevan al matadero. Como un cordero, como una vaca que la llevan al matadero para que la maten. Estaba superacojonado.
Y nada, yo llego allí y… ¿Cómo pensáis que fue el examen de gimnasia? ¿Qué creeis que me dijo Don Fernando que tenía que hacer?
Pues, nada, llego al colegio, vestido con el chándal…
“Don Fernando, que vengo a hacer el examen de recuperación…”
Don Fernando me miró de arriba abajo. Yo creo que ni siquiera me estaba esperando. Yo creo que se había olvidado de que me había suspendido y que tenía que hacer el examen de recuperación.
Y nada. Se me queda mirando y al final me dice: “Toma estos cinco duros (cinco duros eran una moneda de 25 pesetas) y vete al estanco a comprarme un paquete de tabaco. Si tardas menos de veinte minutos en ir y volver estás aprobado”.
Cogí el dinero que me dio y salí disparado al estanco que había en la esquina. Fui echando leches, claro.
Algunos se sorprenderán de que un niño fuera a comprar tabaco. Pero en aquella época se podía hacer. En aquella época, los adolescentes podíamos comprar cigarrillos sin problemas. No sé si era legal, pero nadie te ponía pegas. Era una cosa normal. Se empezaba a fumar hacia los quince o dieciséis años. A veces incluso antes,
Total, que yo volví al colegio con el paquete de cigarrillos en la mano y en menos de veinte minutos. Se lo di a Don Fernando y me dijo: “Enhorabuena. Estás aprobado. Ya te puedes ir a tu casa”.
Ese fue el examen de gimnasia: irle a comprar un paquete de cigarrillos al profesor.
La verdad es que Don Fernando era un profesor fantástico. Creo que nunca lo vi vestido con un chándal ni en pantalones cortos… Jamás. A veces nos daba clase de gimnasia vestido con traje y corbata. Era fantástico.
De hecho, yo creo que nunca lo vi haciendo ejercicio ni jugando al fútbol ni nada. Nunca lo vimos correr ni jugar al fútbol ni hacer ningún tipo de deporte. Él nos decía lo que teníamos que hacer y luego se iba a una esquina y se ponía a leer el periódico y a fumar.
Y por eso mismo nos gustaba a todos. Nos caía muy bien. Hubiera sido mucho peor que nos tocara uno de esos profesores de gimnasia obsesionados con el deporte, con la salud, con hacer ejercicio y tal. Don Fernando era mucho más tranquilo.
Nos decía: “Dadle tres vueltas corriendo al campo de fútbol y luego os ponéis a jugar un partido de veinte minutos cada parte.”
Y ya está. Eso hacíamos. Tres vueltas al campo de fútbol corriendo y luego a jugar un partido. Esa era normalmente la clase de gimnasia.
De árbitro, Don Fernando siempre ponía a uno de los niños con mejor comportamiento del colegio. Uno que no tenía ni idea de jugar al fútbol y al que nadie hacía caso, claro.
En fin, eran otros tiempos.
Es que antes era así. Si no se te daba bien jugar al fútbol y si no destacabas en nada en particular, pues la gente te veía como un niño aburrido, mediocre, poco inteligente…
A mí es que no se me daba nada bien. Yo estaba un poco gordito y no se me daba bien el fútbol, no se me daba bien hacer ejercicio, no se me daba bien saltar al potro… Tampoco se me daban bien los juegos de mesa como el Monopoly o el parchís, perdía siempre al ajedrez, dibujaba fatal, no sabía cantar, no tocaba ningún instrumento de música…
En fin, era, lo que se dice, un inútil total.
Al final, claro, uno crecía con la idea de que era poco menos que idiota, que no sabía hacer nada. Poco a poco ibas interiorizando que no se te daba bien hacer nada y, claro, el resultado es que terminas por tener una autoestima muy baja, ¿no? Acabas pensando que todo el mundo es mejor que tú.
Lo que pasa es que, yo no sé vosotros, pero en mi caso, cuando yo era niño había muy poca variedad de actividades en el colegio donde yo iba y, claro, si no se te daban bien las actividades que se hacían en el colegio o los juegos a los que jugaban los niños del barrio, pues estabas perdido. Todos te consideraban como un inútil. Y, lo que es peor, tú crecías pensando que eras un inútil que no sabías hacer nada.
Y así crecí yo. Yo creo que la primera vez que hice algo que se me daba bien fue cuando en clase de gimnasia nos dieron la posibilidad de jugar al baloncesto, al basket, no solo al fútbol. Es que al principio prácticamente solo se podía jugar al fútbol, que es considerado el deporte rey en España. De hecho, se llama así: el deporte rey. Supongo que simplemente porque en España es el deporte más popular, el que mueve a las masas.
Pero resulta que en los años setenta, España empezó a destacar también en las competiciones internacionales de baloncesto. No sé, no lo recuerdo bien, pero hubo unos años que la selección española de baloncesto tuvo muchos triunfos y eso quizás hizo que el baloncesto se hiciera un deporte muy popular. El resultado fue que en el colegio abrieron una cancha de baloncesto.
Y, bueno, a mí me dio por probar un poco y resultó que, mira tú por donde, se me daba bien jugar al baloncesto. De hecho, en el equipo de mi clase era de los mejores y en la competición que hacíamos todos los años, conseguí tres medallas.
¡Tres medallas! ¡Tres medallas en baloncesto!
Como os podéis imaginar, yo estaba superorgulloso de aquellas medallas. Para mí significaban tanto… Las puse en la pared de mi cuarto y de vez en cuando las miraba recordando algunas jugadas de los partidos que había jugado, repitiendo en mi memoria los movimientos que había hecho para evitar a los jugadores del equipo contrario, los errores que había cometido, lo que podría mejorar la próxima vez…
El baloncesto me dio la oportunidad de descubrir que había algo que yo hacía bien. Por primera vez me sentía bien conmigo mismo. Era la primera vez que se me reconocía por hacer algo bien. Yo era bueno en algo. Y era una sensación genial.
Luego, unos años más tarde, me pasó algo parecido con la literatura.
Cuando yo era niño, lo que hacíamos en las clases de literatura era estudiar de memoria nombres de escritores, su lugar de nacimiento, los títulos de algunas de sus obras y, quizás, de vez en cuando, leer algunos párrafos sacados de algún libro famoso. Las clases de literatura consistían entonces en memorizar datos que servían para pasar el examen. Nada más. Al día siguiente del examen se olvidaba casi todo lo que se había estudiado. Eso era lo normal.
Pero un año después llegó al colegio una profesora nueva de literatura. Era una chica muy joven. Por lo menos a nosotros nos parecía muy joven. Era tan joven que a mí, que ya tenía unos quince años, me parecía extraño llamarla de usted.
Y esta nueva profesora empezó a hacer cosas diferentes. Cada semana teníamos que leer un libro y hacer un comentario escrito diciendo lo que nos había parecido y por qué el libro que habíamos leído esa semana. Creo que fue ahí donde empecé a cogerle el gusto a la lectura. Y también a la escritura.
Fue con esta profesora con la que descubrí por primera vez que se me daba bien escribir.
No quiero decir con esto que yo tuviera pretensiones literarias. No, no era eso. Yo no quería ser escritor. Pero por lo menos me di cuenta de que había algo que se me daba bien: comentar libros y escribir historias.
Ella me daba siempre muy buenas notas, me animaba a seguir leyendo, me decía que mis comentarios eran muy interesantes y me pedía que leyera lo que había escrito delante de la clase. A mí me daba vergüenza leer lo que yo había escrito delante de todos, pero en el fondo me sentía orgulloso de mí mismo. Había encontrado otra cosa, aparte del baloncesto, que se me daba bien.
Algunos años más tarde, cuando estaba haciendo un curso para preparar el acceso a la universidad, la profesora de literatura, que era otra profesora diferente, una profesora que no me conocía de nada, recuerdo que un día dijo en clase, refiriéndose a mí: “Tú eres muy raro. En clase nunca dices nada, no abres la boca, estás siempre callado, pero leer tus exámenes es un placer”.
No me gustó que dijera que yo era “raro” delante de toda la clase, pero me encantó lo que dijo de que para ella era un placer leer mis exámenes.
Así que, poco a poco me fui convenciendo de que había ciertas cosas que yo sabía hacer bien. No muchas, la verdad. Seguía siendo un negado para el fútbol y para el ajedrez, por ejemplo, pero dentro de mí se fue despertando la idea de que yo no era tan inútil como pensaba. Que había ciertas cosas que no se me daban mal.
Y me di cuenta también de algo muy importante. Había cosas que yo no sabía hacer y que, por naturaleza, quizás no haría bien nunca. Como correr, jugar al fútbol, cantar…
Pero había otras que seguramente podía aprender a hacerlas bien. Ese descubrimiento fue clave para mí.
Yo antes pensaba que si uno no sabía hacer algo, era porque era así: un inútil, un torpe, un negado… Yo era así por naturaleza. Había nacido de esa manera y no había nada que hacer. Había que aceptarlo y basta.
Ahora, sin embargo, había descubierto que había ciertas cosas que, si me lo proponía, podía hacerlas bien. Lo único que tenía que hacer era aprender a hacerlas.
Por ejemplo, yo en los últimos años del colegio tuve muchos problemas con las matemáticas. Suspendí muchos examenes y estaba muy angustiado porque no lograba entender a la profesora. Odiaba la asignatura, sinceramente.
Mis amigos e incluso mi familia me decían que yo era un negado para las matemáticas. Que no servía para los números, vamos.
Por eso cuando dije que quería estudiar psicología en la universidad, todos se llevaron las manos a la cabeza. ¿Psicología? ¿Tú? ¡Estás loco!
Lo que pasaba es que la carrera de Psicología tenía (y me imagino que aún tiene) muchas asignaturas de matemáticas. Una gran parte de la carrera consistía en estudiar matemáticas, concretamente estadística.
Mi familia y mucha gente que me conocía pues, eso, se llevaron la manos a la cabeza: ¡Estás loco! ¡Vas a suspender! Se te dan fatal los números…
Yo, sin embargo, estaba convencido, estaba seguro de que si me lo proponía podía conseguir lo que quisiera.
Había descubierto algo fundamental, algo que me iba a ser útil el resto de mi vida: había descubierto que si no sabía hacer algo, no era porque yo fuese un inútil, un torpe o un incapaz, sino porque nadie me lo había enseñado. O no me lo habían enseñado bien. No porque yo fuera menos inteligente que los demás.