Capítulo 18 (1)
XVIII
Aureliano no abandonó en mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de memoria las leyendas fantásticas del libro desencuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los apuntes sobre la ciencia demonológica, las claves de la piedra filosofal, las centurias de Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval. A cualquier hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un plato de arroz con tajadas de plátano fritas, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo. Se preocupaba por cortarle el pelo, por sacarle las liendres, por adaptarle la ropa vieja que encontraba en baúles olvidados, y cuando empezó a despuntarle el bigote le llevó la navaja barbera y la totumita para la espuma del coronel Aureliano Buendía. Ninguno de los hijos de este se le pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre todo por los pómulos pronunciados, y la línea resuelta y un poco despiadada de los labios. Como le ocurrió a Úrsula con Aureliano Segundo cuando este estudiaba en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad creía que Aureliano hablaba solo. En realidad, conversaba con Melquíades. Un mediodía ardiente, poco después de la muerte de los gemelos, vio contra la reverberación de la ventana al anciano lúgubre con el sombrero de alas de cuervo, como la materialización de un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de nacer. Aureliano había terminado de clasificar el alfabeto de los pergaminos. Así que cuando Melquíades le preguntó si había descubierto en qué lengua estaban escritos, él no vaciló para contestar.
—En sánscrito —dijo.
Melquíades le reveló que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender el sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser descifrados. Fue él quien le indicó que en el callejón que terminaba en el río, y donde en los tiempos de la compañía bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, un sabio catalán tenía una tienda de libros donde había un Sanskrit Primer que sería devorado por las polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su larga vida Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando Aureliano le pidió que le llevara el libro que había de encontrar entre la Jerusalén libertada y los poemas de Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los anaqueles. Como no sabía leer, se aprendió de memoria la parrafada, y consiguió el dinero con la venta de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que solo ella y Aureliano sabían dónde los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa.
Aureliano avanzaba en los estudios del sánscrito, mientras Melquíades iba haciéndose cada vez menos asiduo y más lejano, esfumándose en la claridad radiante del mediodía. La última vez que Aureliano lo sintió era apenas una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre en los médanos de Singapur». El cuarto se hizo entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir en aserrín la sabiduría de los libros y los pergaminos.
En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.
Para Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Solo en una casa como aquella era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la habría puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que solo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.
—Me rindo —le dijo a Aureliano—. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.
Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos. Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella.
Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y solo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en el rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no solo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero. Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación. Aquella correspondencia interminable le hizo perder el sentido del tiempo, sobre todo después de que se fue Santa Sofía de la Piedad. Se había acostumbrado a llevar la cuenta de los días, los meses y los años, tomando como puntos de referencia las fechas previstas para el retorno de los hijos. Pero cuando estos modificaron los plazos una y otra vez, las fechas se le confundieron, los términos se le traspapelaron, y las jornadas se parecieron tanto las unas a las otras que no se sentían transcurrir. En lugar de impacientarse, experimentaba una honda complacencia con la demora. No la inquietaba que muchos años después de anunciarle las vísperas de sus votos perpetuos, José Arcadio siguiera diciendo que esperaba terminar los estudios de alta teología para emprender los de diplomacia, porque ella comprendía que era muy alta y empedrada de obstáculos la escalera de caracol que conducía a la silla de San Pedro. En cambio, el espíritu se le exaltaba con noticias que para otros hubieran sido insignificantes, como aquella de que su hijo había visto al Papa. Experimentó un gozo similar cuando Amaranta Úrsula le mandó decir que sus estudios se prolongaban más del tiempo previsto, porque sus excelentes calificaciones le habían merecido privilegios que su padre no tomó en consideración al hacer las cuentas.