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Zurita - L. A. Clarín, 5.2

5.2

Gertrudis tenía unos dedos primorosos para la cocina; era, sobre todo, inteligente en pescado frito, y aun la caldereta la comprendía con un instinto que sólo se revela en una verdadera vocación.

Con los mariscos hacía primores. Si se trataba de dejarlos como Dios les crió, con todos sus encantos naturales, sabiendo a los misterios del Océano, doña Tula conservaba el aroma de la frescura, el encanto salobre con gracia y coquetería, sin menoscabo de los fueros de la limpieza; pero si le era lícito entregarse a los bordados culinarios del idealismo gastronómico, hacía de unas almejas, de unas ostras, de unos percebes o de unos calamares platos exquisitos, que parecían orgías enteras en un bocado, incentivos y voluptuosos de la pasión más lírica y ardiente... ¿Qué más? El mismo Zurita, entusiasmado cierto día con unos cangrejos que le sirvió doña Gertrudis sonriente, llegó a decir que aquel plato era más tentador que toda la literatura erótica de Ovidio, Tibulo y Marcial...

¡Cómo había comido, y cómo comía ahora el buen Aquiles!

En esta parte, diga él lo que quiera, le había venido Dios a ver. Sin conocerlo el mismo catedrático de Ética, que a pesar de los desengaños filosóficos se cuidaba poco de la materia grosera, había ido engordando paulatinamente, y aunque seguía siendo pálido y su musculatura la de un adolescente, las pantorrillas se le habían rellenado, y tenía carne en las mejillas y debajo de la barba. Todo se lo debía a Tula, a la patrona sentimental y despreocupada que ideaba planes satánicos respecto de Aquiles.

Era este el primer huésped a quien había engordado exprofeso la patrona trascendental de Lugarucos.

Tula (Gertrudis Campoarana en el siglo) era toda una señora. Viuda de un americanete rico, se había aburrido mucho bajo las tocas de la viudez; su afición a Jorge Sand primero, a Belot después, y siempre al hombre, le había hecho insoportable la soledad de su estado. La compañía de las mujeres la enojaba, y no habiendo modo de procurarse honestamente en Lugarucos el trato continuo del sexo antagónico, como ella decía, discurrió (y discurrió con el diablo) fingir que su fortuna había tenido grandes pérdidas y poner casa de pupilos decentes para ayuda de sus rentas.

De este modo consiguió Tula rodearse de hombres, cuidar ropa masculina, oler a tabaco, sentir el macho en su casa, suprema necesidad de su existencia.

En cuanto a dejarse enamorar por los pupilos, Tula comprendió que era muy peligroso, porque todos eran demasiado atrevidos, todos querían gozar el dulce privilegio; había celos, rivalidades, y la casa se volvía un infierno. Fue, pues, una Penélope cuyo Ulises no había de volver. Le gritaba la tentación, pero huía de la caída. Coqueteaba con todos los huéspedes, pero no daba su corazón a torcer a ninguno.

Además, el oficio de patrona le fue agradando por sí mismo; a pesar de que era rica, el negocio la sedujo y amó el arte por el arte, es decir, aguó el vino, echó sebo al caldo, galvanizó chuletas y apuró la letra a la carne mechada, como todas las patronas epitelúricas. Era una gran cocinera, pero esotéricamente, es decir, para sus amigos particulares; al vulgo de los pupilos los trataba como las demás patronas que en el mundo han sido.

Mas llegó a Lugarucos Aquiles Zurita, y aquello fue otra cosa. Tula se enamoró del pupilo nuevo por los motivos que van apuntados, y concibió el plan satánico de seducción a que antes se aludía. Poco a poco fue despidiendo a los demás huéspedes, y llegó un día en que Zurita se encontró solo a la mesa. Entonces doña Tula, tímida como una gacela, vestida como una duquesa, le propuso que comieran juntos, porque observaba que estando solo despachaba los platos muy de prisa, y esto era muy malo para el estómago. Aquiles aceptó distraído.

Comieron juntos. Cada comida era un festín. Pocos platos, para que Zurita no se alarmase, pero suculentos y sazonados con pólvora de amor. Tula se convirtió en una Lucrecia Borgia de aperitivos eróticos.

Pero el triste filósofo comía manjares excelentes sin notarlo.

Por las noches daba muchas vueltas en la cama, y también notaba después de cenar un vigor espiritual extraordinario, que le impelía a proyectar grandes hazañas, tal como restaurar él solo, por sí y ante sí el decaído krausismo, o fundar una religión. Lo más peligroso era un sentimentalismo voluptuoso que se apoderaba de él a la hora de la siesta, y al oscurecer, al recorrer los bosques de castaños, las alamedas sembradas de ruiseñores o las playas quejumbrosas.

Doña Tula dejaba hacer, dejaba pasar. Creía en la Química.

No se insinuaba demasiado, porque temía la fuga del psicólogo. Se esmeraba en la cocina y se esmeraba en el tocador. Mucha amabilidad, muchas miradas fijas, pero pacíficas, suaves; muchos perfumes en la ropa, mucha mostaza y muchos y muy buenos mariscos... Esta era su política, su ars amandi.

Lo cual demuestra que Gertrudis tenía mucho más talento que doña Concha y doña Engracia.

Doña Concha quería seducir a un huésped a quien daba chuletas de caballo fósil... ¡Imposible!

Doña Engracia quemaba con los ojos al macilento humanista, pero no le convidaba a comer.

Así él pudo resistir con tanto valor las tentaciones de aquellas dos incautas mujeres.

Ahora la batalla era formidable. Cuando Aquiles comprendió que Tula quería lo que habían querido las otras, ya estaba él bastante rollizo y sentía una virilidad de que antes ni aún noticia tenía. La filosofía materialista comenzó a parecerle menos antipática, y en la duda de si había o no algo más que hechos, se consagró al epicureísmo, en latín por supuesto, no en la práctica.

Leyó mucho al amigo de Mecenas, y se enterneció con aquel melancólico consuelo del placer efímero, que es la unción de la poesía horaciana.

Ovidio también se le apareció otra vez con sus triunfos de amor, con sus noches en vela ante la puerta cruel de su amada, con sus celos de los maridos, con aquellos cantos rápidos, ardientes, en que los favores de una noche se pagaron con la inmortalidad de la poesía... Y pensando en Ovidio fue cuando se le ocurrió advertir el gran peligro en que su virtud estaba cerca de doña Gertrudis Campoarana.

Aquella Circe le quería seducir sobre seguro, esclavizándole por la gula. Sí, Tula era muy literata y debía de saber aquello de Nasón

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».

Aquellos cangrejos, aquellas ostras, aquellas langostas, aquellos calamares, aquellos langostinos en aquellas salsas, aquel sauterne, no eran más que la traducción libre del verso de Ovidio

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».

«¡Huyamos, huyamos también ahora! —pensó Aquiles suspirando—. No se diga —le dijo al mar, su confidente— que mi virtud venció cuando tuvo hambre y metafísica, y que sucumbe cuando tiene hartazgo y positivismo. Yo no sé si hay o no hay metafísica, yo no sé cuál es el criterio de la moralidad...; pero sería un cobarde sucumbiendo ahora».

Y aunque algún neófito naturalista pueda acusar al pobre Aquiles de idealismo e inverosimilitud, lo histórico es que Zurita huyó, huyó otra vez: huyó de Tula como había huido de Concha y de Engracia.

Y eso que ahora negaba en redondo el imperativo categórico.

La carne, aquel marisco hecho carne, le gritaba dentro: ¡amor, mi derecho!

Pero la Psicología, la Lógica y la Ética, que ya no estimaba siquiera, le gritaban: ¡abstención, virtud, pureza... !

Y el eterno José mudó de posada.


5.2

Gertrudis tenía unos dedos primorosos para la cocina; era, sobre todo, inteligente en pescado frito, y aun la caldereta la comprendía con un instinto que sólo se revela en una verdadera vocación.

Con los mariscos hacía primores. Si se trataba de dejarlos como Dios les crió, con todos sus encantos naturales, sabiendo a los misterios del Océano, doña Tula conservaba el aroma de la frescura, el encanto salobre con gracia y coquetería, sin menoscabo de los fueros de la limpieza; pero si le era lícito entregarse a los bordados culinarios del idealismo gastronómico, hacía de unas almejas, de unas ostras, de unos percebes o de unos calamares platos exquisitos, que parecían orgías enteras en un bocado, incentivos y voluptuosos de la pasión más lírica y ardiente... ¿Qué más? El mismo Zurita, entusiasmado cierto día con unos cangrejos que le sirvió doña Gertrudis sonriente, llegó a decir que aquel plato era más tentador que toda la literatura erótica de Ovidio, Tibulo y Marcial...

¡Cómo había comido, y cómo comía ahora el buen Aquiles!

En esta parte, diga él lo que quiera, le había venido Dios a ver. Sin conocerlo el mismo catedrático de Ética, que a pesar de los desengaños filosóficos se cuidaba poco de la materia grosera, había ido engordando paulatinamente, y aunque seguía siendo pálido y su musculatura la de un adolescente, las pantorrillas se le habían rellenado, y tenía carne en las mejillas y debajo de la barba. Todo se lo debía a Tula, a la patrona sentimental y despreocupada que ideaba planes satánicos respecto de Aquiles.

Era este el primer huésped a quien había engordado exprofeso la patrona trascendental de Lugarucos.

Tula (Gertrudis Campoarana en el siglo) era toda una señora. Viuda de un americanete rico, se había aburrido mucho bajo las tocas de la viudez; su afición a Jorge Sand primero, a Belot después, y siempre al hombre, le había hecho insoportable la soledad de su estado. La compañía de las mujeres la enojaba, y no habiendo modo de procurarse honestamente en Lugarucos el trato continuo del sexo antagónico, como ella decía, discurrió (y discurrió con el diablo) fingir que su fortuna había tenido grandes pérdidas y poner casa de pupilos decentes para ayuda de sus rentas.

De este modo consiguió Tula rodearse de hombres, cuidar ropa masculina, oler a tabaco, sentir el macho en su casa, suprema necesidad de su existencia.

En cuanto a dejarse enamorar por los pupilos, Tula comprendió que era muy peligroso, porque todos eran demasiado atrevidos, todos querían gozar el dulce privilegio; había celos, rivalidades, y la casa se volvía un infierno. Fue, pues, una Penélope cuyo Ulises no había de volver. Le gritaba la tentación, pero huía de la caída. Coqueteaba con todos los huéspedes, pero no daba su corazón a torcer a ninguno.

Además, el oficio de patrona le fue agradando por sí mismo; a pesar de que era rica, el negocio la sedujo y amó el arte por el arte, es decir, aguó el vino, echó sebo al caldo, galvanizó chuletas y apuró la letra a la carne mechada, como todas las patronas epitelúricas. Era una gran cocinera, pero esotéricamente, es decir, para sus amigos particulares; al vulgo de los pupilos los trataba como las demás patronas que en el mundo han sido.

Mas llegó a Lugarucos Aquiles Zurita, y aquello fue otra cosa. Tula se enamoró del pupilo nuevo por los motivos que van apuntados, y concibió el plan satánico de seducción a que antes se aludía. Poco a poco fue despidiendo a los demás huéspedes, y llegó un día en que Zurita se encontró solo a la mesa. Entonces doña Tula, tímida como una gacela, vestida como una duquesa, le propuso que comieran juntos, porque observaba que estando solo despachaba los platos muy de prisa, y esto era muy malo para el estómago. Aquiles aceptó distraído.

Comieron juntos. Cada comida era un festín. Pocos platos, para que Zurita no se alarmase, pero suculentos y sazonados con pólvora de amor. Tula se convirtió en una Lucrecia Borgia de aperitivos eróticos.

Pero el triste filósofo comía manjares excelentes sin notarlo.

Por las noches daba muchas vueltas en la cama, y también notaba después de cenar un vigor espiritual extraordinario, que le impelía a proyectar grandes hazañas, tal como restaurar él solo, por sí y ante sí el decaído krausismo, o fundar una religión. Lo más peligroso era un sentimentalismo voluptuoso que se apoderaba de él a la hora de la siesta, y al oscurecer, al recorrer los bosques de castaños, las alamedas sembradas de ruiseñores o las playas quejumbrosas. The most dangerous thing was a voluptuous sentimentality that seized him at siesta time, and after dark, when walking through the chestnut forests, the avenues strewn with nightingales or the plaintive beaches.

Doña Tula dejaba hacer, dejaba pasar. Creía en la Química.

No se insinuaba demasiado, porque temía la fuga del psicólogo. Se esmeraba en la cocina y se esmeraba en el tocador. Mucha amabilidad, muchas miradas fijas, pero pacíficas, suaves; muchos perfumes en la ropa, mucha mostaza y muchos y muy buenos mariscos... Esta era su política, su ars amandi.

Lo cual demuestra que Gertrudis tenía mucho más talento que doña Concha y doña Engracia.

Doña Concha quería seducir a un huésped a quien daba chuletas de caballo fósil... ¡Imposible!

Doña Engracia quemaba con los ojos al macilento humanista, pero no le convidaba a comer.

Así él pudo resistir con tanto valor las tentaciones de aquellas dos incautas mujeres.

Ahora la batalla era formidable. Cuando Aquiles comprendió que Tula quería lo que habían querido las otras, ya estaba él bastante rollizo y sentía una virilidad de que antes ni aún noticia tenía. La filosofía materialista comenzó a parecerle menos antipática, y en la duda de si había o no algo más que hechos, se consagró al epicureísmo, en latín por supuesto, no en la práctica.

Leyó mucho al amigo de Mecenas, y se enterneció con aquel melancólico consuelo del placer efímero, que es la unción de la poesía horaciana.

Ovidio también se le apareció otra vez con sus triunfos de amor, con sus noches en vela ante la puerta cruel de su amada, con sus celos de los maridos, con aquellos cantos rápidos, ardientes, en que los favores de una noche se pagaron con la inmortalidad de la poesía... Y pensando en Ovidio fue cuando se le ocurrió advertir el gran peligro en que su virtud estaba cerca de doña Gertrudis Campoarana.

Aquella Circe le quería seducir sobre seguro, esclavizándole por la gula. Sí, Tula era muy literata y debía de saber aquello de Nasón

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».

Aquellos cangrejos, aquellas ostras, aquellas langostas, aquellos calamares, aquellos langostinos en aquellas salsas, aquel sauterne, no eran más que la traducción libre del verso de Ovidio

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».

«¡Huyamos, huyamos también ahora! —pensó Aquiles suspirando—. No se diga —le dijo al mar, su confidente— que mi virtud venció cuando tuvo hambre y metafísica, y que sucumbe cuando tiene hartazgo y positivismo. Yo no sé si hay o no hay metafísica, yo no sé cuál es el criterio de la moralidad...; pero sería un cobarde sucumbiendo ahora».

Y aunque algún neófito naturalista pueda acusar al pobre Aquiles de idealismo e inverosimilitud, lo histórico es que Zurita huyó, huyó otra vez: huyó de Tula como había huido de Concha y de Engracia.

Y eso que ahora negaba en redondo el imperativo categórico.

La carne, aquel marisco hecho carne, le gritaba dentro: ¡amor, mi derecho!

Pero la Psicología, la Lógica y la Ética, que ya no estimaba siquiera, le gritaban: ¡abstención, virtud, pureza... !

Y el eterno José mudó de posada.