El hombre del labio torcido - 07
Los dos acercamos la cabeza a la ventanilla. El preso estaba echado, con la cara vuelta hacia nosotros, sumido en un sueño muy profundo: su respiración era lenta y pesada. Era un hombre de mediana estatura, vestido con las ropas propias de su profesión, con una camisa de color asomando por los desgarrones de su harapiento saco. Estaba como el inspector había dicho, en extremo sucio, pero la mugre que le cubría la cara no podía ocultar su repulsiva fealdad. Un ancho costurón, resto de una antigua herida, le atravesaba desde el ojo hasta la barba, y por la contracción que había producido levantaba un lado del labio superior, de modo que tres dientes quedaban descubiertos en perpetua risa burlona. Una mata de pelo rubio, muy claro, le cubría la frente hasta muy cerca de los ojos.
—¿No es una beldad?—dijo el inspector.
—Cierto que necesita que lo laven—observó Holmes.—Yo tenía la idea de que pudiera necesitarlo, y me he tomado la libertad de traer los utensilios necesarios.
Abrió su maleta al decir esto, y sacó de ella, con asombro mío, una enorme esponja de baño.
—¡Je, je! Es usted muy bromista—dijo riéndose el inspector.
—Ahora—continuó Holmes,—si usted tiene la gran amabilidad de abrir esta puerta sin hacer ruido, en seguida daremos a nuestro hombre un aspecto más decente.
—Pues no sé por qué no lo haríamos —dijo el inspector. ¿No es cierto que un huésped así es un descrédito para nuestras celdas?
Deslizó la llave en la cerradura, y los tres entramos muy quedo en la celda. El durmiente se volvió a medias, y en seguida tornó a sumirse en un profundo sueño. Holmes se acercó al jarro de agua, mojó su esponja, y en seguida frotó con ella vigorosamente por dos veces la cara del preso, de arriba abajo y de derecha a izquierda.
—¡Presento a ustedes—gritó—al señor Neville Saint Clair, de Lee, condado de Kent!
Nunca, en mi vida, había visto nada semejante. La cara del hombre se peló bajo la esponja como un árbol al que le hubieran arrancado la corteza. Desaparecido el color moreno sucio del cutis! Desaparecidos, también, la horrible cicatriz que marcaba la cara de arriba abajo, y el torcido labio que le daba tan repulsiva expresión! Un tirón arrancó el enmarañado cabello rojo, y allí, sentado en la cama, quedaba un hombre de rostro pálido y triste, de aspecto refinado, de cabellos negros y cutis suave, frotándose los ojos y mirando en su derredor, asombrado y soñoliento. Pero luego, dándose cuenta de su posición, prorrumpió en un grito y se arrojó de cara contra la almohada.
—¡Gran Dios!—exclamó el inspector.—Es él, ciertamente, el desaparecido. Le conozco por la fotografia.
El hombre se volvió con la expresión atrevida de quien se abandona a su destino.
—Y si así fuera,—dijo—¿podrían ustedes decirme de qué se me acusa?
—De haber hecho desaparecer al señor Neville Saint… ¡oh, vamos! no se le puede acusar a usted de eso, a no ser que se le dé la forma de tentativa de suicidio—dijo el inspector con gesto agrio. La verdad es que hace veintisiete años que estoy en la fuerza, y éste es el caso más extraordinario que he visto.
—Si yo soy Neville Saint Clair, es evidente que no se ha cometido crimen alguno, y que, por consiguiente, se me tiene preso ilegalmente.
—No se ha cometido un crimen, pero sí un grave error—dijo Holmes.—Mejor hubiera sido que tuviera usted confianza en su esposa.
—No era por mi mujer, era por mis hijos—gimió el preso.—¡Dios mediante, nunca hubiera consentido en que se avergonzaran de su padre! Dios mio! ¡Qué situación! ¿Qué puedo hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó a su lado en la cama y le dió unos golpecitos cariñosos en el hombro.
—Si deja usted a una corte de justicia el cuidado de aclarar el asunto—dijo—por supuesto que le será difícil evitar la publicidad. Por el contrario si convence usted a las autoridades de policía de que no es posible la acusación contra usted, no veo la razón para que la cuestión llegue hasta los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de cualquier cosa que usted nos diga, y la someterá a las correspondientes autoridades. Así, el asunto nunca irá hasta los tribunales.
—¡Bendito sea usted!—exclamó el preso fervorosamente.—Habría soportado la prisión, sí, hasta la muerte en el cadalso, antes que dejar mi miserable secreto como una mancha de familia a mis hijos.
Ustedes son los primeros en oír lo que voy a decirles. Mi padre fue un maestro de escuela de Chasterfield, donde recibí una excelente educación. En mi juventud viajé, me hice actor, y por último entré de reporter en Londres en un diario de la tarde. Un día, mi director quiso una serie de artículos acerca de la mendicidad en la metrópoli, y yo me ofrecí para proporcionárselos. Ese fue el punto de partida de todas mis aventuras. Sólo ensayando la mendicidad como aficionado podía yo conocer los hechos que debían servir de base a mis artículos. En mis tiempos de actor había, por supuesto, aprendido todos los secretos del disfraz, y en lo relativo a la pintura de la cara me había hecho famoso por mi habilidad. Así, pues, llegado el momento, utilicé esa habilidad. Me pinté la cara, y para hacerme lo más digno de compasión, me fabriqué una buena cicatriz y me torcí un lado del labio sujetándolo con la ayuda de un pedazo de yeso color de carne. En seguida, con una peluca de cabellos rojos y un traje adecuado, me situé en el lugar más transitado de la City, ostensiblemente para vender fósforos, pero en realidad para pedir limosna. Siete horas estuve allí, y cuando volví a mi casa, vi, con sorpresa, que había recibido nada menos que veintiséis chelines y cuatro peniques.
Escribí mis artículos y casi no pensé en el asunto hasta que, algún tiempo después, endosé un pagaré de un amigo, y me encontré con mi firma protestada por 25 libras. Se me hablan agotado los resortes para encontrar ese dinero, cuando de improviso me asaltó una idea. Supliqué al acreedor que me concediera un plazo de quince días, pedí a mis jefes una licencia de la misma duración, y empleé ese tiempo en mendigar en la City, disfrazado. A los diez días tenía ya reunida la suma y pagué la deuda.