El hombre del labio torcido - 06
Habían puesto nuestra disposición un dormitorio espacioso y cómodo, con dos camas, y pronto me halló entre las sábanas, pues estaba rendido de cansancio después de mi noche de aventuras. Sherlock Holmes era hombre de pasar, cuando tenía en la mente un problema para resolver, días y hasta una semana sin descansar, volviéndolo y revolviéndolo, reconstruyendo los hechos, mirándolos desde todos los puntos de vista, hasta haberlo resuelto ó haberse convencido de que sus datos eran insuficientos. Pronto vi que se preparaba para una noche entera en vela. Se quitó el saco y el chaleco, se puso una amplia bata azul, y luego fue de un lado a otro del cuarto, reuniendo almohadas de su cama y cojines del sofá y de los sillones. Con ellos construyó una especie de diván oriental, sobre el cual se encaramó con las piernas cruzadas, con una onza de tabaco fuerte y una caja de fósforos por delante. A la luz débil de la lámpara le vi sentado allí, con una vieja pipa de palo de rosa entre los labios, los ojos fijos sin expresión, en un rincón del cielo raso, envuelto en las espirales del humo azul, silencioso, inmóvil, la luz reflejándose con brillo en sus pronunciadas facciones aguileñas. Así estaba cuando me quedé dormido, y así estaba cuando una repentina imprecación me despertó, y al abrir los ojos encontré la habitación inundada por el sol de verano. La pipa estaba todavía entre sus labios, el humo seguía elevándose hacia el techo, el cuarto estaba lleno de un inmenso olor de tabaco, pero nada había quedado del montón de picadura que la noche anterior tenia Sherlock Holmes por delante.
—¿Despierto, Watson?—me preguntó.
—Sí.
—¿Capaz de un paseo matinal?
—Seguramente.
—Entonces, vístase usted. Todavía no se mueve nadie en la casa, pero yo sé donde duerme el mozo de cuadra; y pronto habremos levantado la caza.
Se sonreía al hablar, los ojos brillaban y parecía un hombre distinto del sombrío meditador de la noche anterior.
Al empezará vestirme miré mi reloj. Nada tenía de extraño el que todavía no se hubiera levantado nadie: eran las cuatro y veinticinco. Todavía no había concluido mis preparativos, cuando Holmes volvió con la noticia de que el mozo estaba enjaezando el caballo.
—Quiero ensayar una pequeña teoría—dijo, poniéndose los botines.—Me parece, Watson, que en este momento está usted en presencia de uno de los más rematados tontos de Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí hasta Charing Cross; pero creo que ahora ya tengo la llave del asunto.
—¿Y dónde está?—le pregunté sonriéndome.
—En el cuarto de baño—contestó.—¡Oh, si! No me chanceo—continuó, al ver mi mirada de incredulidad.—Acabo de estar en el cuarto de baño, y de allí la he sacado, y la tengo dentro de esta maleta. Venga usted conmigo, amiguito, y ya veremos si entra ó no en la cerradura.
Bajamos la escalera con el menor ruido posible, y luego nos encontramos afuera en el brillante sol de la mañana. Delante de la verja nos esperaba nuestro coche con el caballo enganchado, sujeto de la brida por el mozo a medio vestir. Subimos, y a escape partimos hacia Londres. Algunos carros iban por el camino, cargados de legumbres para la metrópoli, pero las villas que se alineaban a ambos lados estaban tan silenciosas y sin vida como una ciudad de sueños.
—El caso ha sido singular en algunos puntos —dijo Holmes, lanzando el caballo al galope. Confieso que he sido tan ciego como un topo, pero más vale adquirir tarde la sabiduría que nunca.
En la ciudad, los más madrugadores empezaban apenas a mirar por las ventanas con ojos soñolientos al pasar nosotros por el lado de Surrey. Cruzamos el camino y el puente de Waterloo, y una vez al otro lado del río, nos precipitamos por la calle Wellington a la derecha para detenernos pon fin en la calle Bow. Sherlock Holmes era muy conocido por la policía, y los dos vigilantes de la puerta lo saludaron. Uno de ellos tuvo el caballo, mientras el otro nos guió al interior.
—¿Quién está de servicio?—preguntó Holmes.
—El inspector Bradstreet, señor.
—¡Ah Bradstreet! ¿cómo está usted?—Un corpulento oficial, vestido con un saco galoneado y una gorra también con insignias, había bajado al pasadizo embaldosado.—Deseo hablar con usted una palabra, Bradstreet.
—Con mucho gusto, señor Holmes. Entre usted en mi oficina.
En la pequeña oficina había sobre la mesa un abultado directorio y un teléfono en la pared. El inspector se sentó detrás de su escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes? —He venido por el asunto de ese mendigo Boone el que ha sido acusado de complicidad en la desaparición del señor Neville Saint Clair, de Lee.
—Sí; la trajeron y se le guarda para las nuevas investigaciones.
—Así me han dicho. ¿Lo tiene usted aquí?
—En las celdas.
—¿Está quieto?
—¡Oh! No da la menor molestia. Pero es un canalla muy sucio.
—¿Sucio?
—Sí. Lo más que podemos conseguir es que se lave las manos, y tiene la cara tan negra como la de un deshollinador. Pero una vez que se halla definido su situación, le haremos tomar un buen baño, de los reglamentarios en la prisión, y creo que si usted lo viera, convendría conmigo en que lo necesita.
—Mucho me gustaría verlo.
—¿Le gustaría a usted? Pues es fácil. Venga usted por aquí. Deje usted su maleta.
—No, voy a llevarla.
—Muy bien.—Tenga usted la bondad de venir por este lado.
Nos guió por un pasadizo, abrió una puerta cerrada con cerrojos, bajó por una escalera de caracol, y nos condujo así a un corredor.
—La tercera de la derecha es la suya—dijo el inspector.—¡Esta es!
Abrió sin ruido, tirando hacia atrás la hoja, una ventanilla hecha en la parte superior de la puerta, y miró hacia adentro.
—Duerme—dijo.—Puede usted verle bien de aquí.