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Tres Cuentos, Ep.40 - Mecanópolis - Miguel de Unamuno (1)

Ep.40 - Mecanópolis - Miguel de Unamuno (1)

Variación xii

Pedro Salinas

¡Qué hermosa es la ciudad, oh Contemplado,

que eriges a la vista!

Capital de los ocios, rodeada

de espumas fronterizas,

en las torres celestes atalayan

blancas nubes vigías.

Flotante sobre el agua, hecha y deshecha

por luces sucesivas,

los que la sombra alcázares derrumba

el alba resucita.

Su riqueza es la luz, la sin moneda,

la que nunca termina,

la que después de darse un día entero

amanece más rica.

Todo en ella son canjes -ola y nube,

horizonte y orilla-,

bellezas que se cambian, inocentes

de la mercadería.

Por tu hermosura, sin mancharla nunca

resbala la codicia,

la que mueve el contrato, nunca el aire

en las velas henchidas,

hacia la gran ciudad de los negocios,

la ciudad enemiga.

No hay nadie, allí, que mire; están los ojos

a sueldo, en oficinas.

Vacío abajo corren ascensores,

corren vacío arriba,

transportan a fantasmas impacientes:

la nada tiene prisa.

Si se aprieta un botón se aclara el mundo,

la duda se disipa.

Fragmento del poema de Pedro Salinas Variación XII. Tomado de https://hellopoetry.com/poem/1980381/variacion-xii/

*

Bienvenida

Bienvenidos queridas y queridos oyentes de Tres Cuentos, el podcast bilingüe dedicado a las narrativas literarias, históricas y tradicionales latinoamericanas. Soy Carolina Quiroga-Stultz, y hoy continuamos con la Ciencia Ficción Hispanoamericana.

La introducción de este episodio es un fragmento del poema “Variación XII” del español Pedro Salinas y Serrano, en el cual establece una oposición entre la pureza del mar y la fealdad de la ciudad del comercio. Escogí este poema como antesala al tema de hoy.

*

Llegué a la obra del español Don Miguel de Unamuno cuando leí el libro en inglés Cosmos Latinos, An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain, (Cosmos Latinos: Antología de la Ciencia Ficción Latinoamericana y de España), editado por Andrea L. Bell & Yolanda Molina-Gavilán, publicado por Wesleyan University Press.

Alguien pensará, que es curioso llegar a la obra de un autor español a través de su traducción en inglés, pero a veces hay que dar algunos rodeos para encontrar el origen.

Cuando leí el cuento de Unamuno, Mecanopolis, fue como "obsesión a primera lectura". Sentí que debía averiguar más acerca del autor. Leí otros de sus cuentos y terminé leyendo una tesis de cerca de 300 páginas sobre la vida y obra de Unamuno.

Me obsesioné con saber por qué el autor había concebido un mundo sin humanos. Rara vez me ha pasado esto, pero después de aprender más sobre su vida y las numerosas cartas que escribió, su obsesión se hizo mía. Lo llamaré "el efecto Unamuno".

En esta ocasión hemos contado con la colaboración de Florencia Puddington, quien leyó Mecanópolis, y Yamid Zuluaga, quien leyó Los Viajes de Turismundo. Florencia y Yamid son los anfitriones del podcast literario Contratapas. Por supuesto, les contaré más acerca de ellos cuando lleguemos a los comentarios.

Un hombre perdido en el desierto tiene una visión de un lugar, que, como el desierto, parece lleno y vacío, finito e infinito, silencioso pero opresivo, un mundo poblado por máquinas.

Mecanópolis

Por Miguel de Unamuno

Leído y adaptado por María Florencia Puddington

Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas las de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

*

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed.

Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él.

Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver algo verde a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; más cuando llegué, me encontré, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.

*

No sé cuántas horas estaría durmiendo, y si fueron horas, o días, o meses, o años. Lo que sé es que me levanté otro, enteramente otro. Los horrendos padecimientos se habían borrado de la memoria o poco menos. «¡Pobrecillos!», me dije al recordar a mis compañeros de exploración muertos en la empresa.

Me levanté volví a comer fruta y beber agua, y me dispuse a recorrer el oasis. Y he aquí que a los pocos pasos me encuentro con una estación de ferrocarril, pero enteramente desierta. No se veía un alma en ella.

Un tren, también desierto, sin maquinista ni fogonero, estaba humeando. Se me ocurrió subir, por curiosidad, a uno de sus vagones. Me senté en él; cerré, no sé por qué, la portezuela, y el tren se puso en marcha. Experimenté un loco terror y me entraron ganas de arrojarme por la ventanilla. Pero diciéndome: «Veamos en qué para esto», me contuve.

Era tal la velocidad del tren, que ni podía darme cuenta del paisaje circunstante. Tuve que cerrar las ventanillas. Era un vértigo horrible. Y cuando el tren al cabo se paró, me encontré en una magnífica estación muy superior a cuantas por acá conocemos. Me apeé y salí.

Renuncio a describirte la ciudad. No podemos ni soñar todo lo que de magnificencia, de suntuosidad, de comodidad y de higiene estaba allí acumulado. Por cierto, que no me daba cuenta para qué todo aquel aparato de higiene, pues no se veía ser vivo alguno. Ni hombres, ni animales. Ni un perro cruzaba la calle; ni una golondrina, el cielo.

Vi en un soberbio edificio un rótulo que decía: Hotel, escrito así, como lo escribimos nosotros, y allí me metí. Completamente desierto. Llegué al comedor. Había en él dispuesta una muy sólida comida. Una lista sobre la mesa, y cada manjar que en ella figuraba con su número, y luego un vasto tablero con botones numerados. No había sino tocar un botón y surgía del fondo de la mesa el plato que se deseara.

Después de haber comido salí a la calle. La cruzaban tranvías y automóviles, todos vacíos. No había sino acercarse, hacerles una seña y paraban. Tomé un automóvil y me dejé llevar. Fui a un magnífico parque geológico, en que se mostraba los distintos terrenos, todo con sus explicaciones en cartelitos. La explicación estaba en español, sólo que con ortografía fonética.

Salí del parque; vi que pasaba un tranvía con este rótulo: «Al Museo de Pintura», y lo tomé. Había allí todos los cuadros más famosos y en sus verdaderos originales. Me convencí de que cuantos tenemos por acá, en nuestros museos, no son sino reproducciones muy hábilmente hechas. Al pie de cada cuadro una doctísima explicación de su valor histórico y estético, hecha con la más exquisita sobriedad. En media hora de visita allí aprendí sobre pintura más que en doce años de estudio por aquí.

Por una explicación que leí en un cartel de la entrada vi que en Mecanópolis se consideraba al Museo de Pintura como parte del Museo Paleontológico. Era para estudiar los productos de la raza humana que había poblado aquella tierra antes que las máquinas la suplantaran. Parte de la cultura paleontológica de los mecanopolitas -¿quiénes?- eran también la sala de música y las más de las bibliotecas, de que estaba llena la ciudad.

¿A qué he de molestarte más? Visité la gran sala de conciertos, donde los instrumentos tocaban solos. Estuve en el Gran Teatro. En un cine acompañado de fonógrafo, pero de tal modo, que la ilusión era completa. Pero me heló el alma el que yo era el único espectador. ¿Dónde estaban los mecanopolitas?

Cuando a la mañana siguiente me desperté en el cuarto de mi hotel, me encontré, en la mesilla de noche, El Eco de Mecanópolis, con noticias de todo el mundo recibidas en la estación de telegrafía sin hilos. Allá, al final, traía esta noticia: «Ayer tarde arribó a nuestra ciudad, no sabemos cómo, un pobre hombre de los que aún quedaban por ahí. Le auguramos malos días».

Mis días, en efecto, empezaron a hacérseme torturantes. Y es que empecé a poblar mi soledad de fantasmas. Es lo más terrible de la soledad, que se puebla al punto. Di en creer que todas aquellas máquinas, aquellos edificios, aquellas fábricas, aquellos artefactos, eran regidos por almas invisibles, intangibles y silenciosas. Di en creer que aquella gran ciudad estaba poblada de hombres como yo, pero que iban y venían sin que los viese ni los oyese ni tropezara con ellos.

Me creí víctima de una terrible enfermedad, de una locura. El mundo invisible con que poblé la soledad humana de Mecanópolis se me convirtió en una martirizadora pesadilla. Empecé a dar voces, a increpar a las máquinas, a suplicarlas.

Llegué hasta caer de rodillas delante de un automóvil, implorando de él misericordia. Estuve a punto de arrojarme, aterrado, cogí el periódico, a ver lo que pasaba en el mundo de los hombres, y me encontré con esta noticia: «Como preveíamos, el pobre hombre que vino a dar, no sabemos cómo, a esta incomparable ciudad de Mecanópolis, se está volviendo loco. Su espíritu, lleno de preocupaciones ancestrales y de supersticiones respecto al mundo invisible, no puede hacerse al espectáculo del progreso. Le compadecemos».

No pude ya resistir esto de verme compadecido por aquellos misteriosos seres invisibles, ángeles o demonios -que es lo mismo-, que yo creía que habitaban Mecanópolis. Pero de pronto me asaltó una idea terrible, y era la de que las máquinas aquellas tuviesen su alma, un alma mecánica, y que eran las máquinas mismas las que me compadecían. Esta idea me hizo temblar. Creí encontrarme ante la raza que ha de dominar la tierra deshumanizada.

Salí como loco y fui a echarme delante del primer tranvía eléctrico que pasó.

Cuando desperté del golpe me encontré de nuevo en el oasis de donde partí. Eché a andar, llegué a la tienda de unos beduinos, y al encontrarme con uno de ellos, le abracé llorando. ¡Y qué bien nos entendimos aun sin entendernos! Me dieron de comer, me agasajaron, y a la noche salí con ellos, y tendidos en el suelo, mirando al cielo estrellado, oramos juntos. No había máquina alguna en derredor nuestro.

Y desde entonces he concebido un verdadero odio a eso que llamamos progreso, y hasta a la cultura, y ando buscando un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, que llore y ría como yo río y lloro, y donde no haya una sola máquina y fluyan todos los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen.

FIN

Comentario

Muy bien, regresemos a la realidad y dejemos atrás aquel lugar desértico hecho por maquinas. Esperemos que la espantosa visión de aquel viajero se quede tan solo como un mal sueño y jamás se materialice en el futuro de nuestra humanidad.

Pero antes de contarles más acerca de Don Miguel de Unamuno, y de por qué acabe leyendo una tesis de casi 300 páginas acerca de su vida y obra, mejor les presento las voces que contribuyeron al episodio de hoy.

Florencia Puddington, quien nos deleitó con el primer cuento, es licenciada y profesora en letras, egresada de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Yamid Zuluaga, quien nos leerá el cuento final, es escritor y comunicador social, egresado de la Universidad de Pamplona, en Colombia.

Ep.40 - Mecanópolis - Miguel de Unamuno (1) Ep.40 - Mecanópolis - Miguel de Unamuno (1) Ep.40 - Mecanopolis - Miguel de Unamuno (1) Ep.40 - メカノポリス - ミゲル・デ・ウナムーノ (1)

Variación xii

Pedro Salinas

¡Qué hermosa es la ciudad, oh Contemplado,

que eriges a la vista!

Capital de los ocios, rodeada

de espumas fronterizas,

en las torres celestes atalayan

blancas nubes vigías.

Flotante sobre el agua, hecha y deshecha

por luces sucesivas,

los que la sombra alcázares derrumba

el alba resucita.

Su riqueza es la luz, la sin moneda,

la que nunca termina,

la que después de darse un día entero

amanece más rica.

Todo en ella son canjes -ola y nube,

horizonte y orilla-,

bellezas que se cambian, inocentes

de la mercadería.

Por tu hermosura, sin mancharla nunca

resbala la codicia,

la que mueve el contrato, nunca el aire

en las velas henchidas,

hacia la gran ciudad de los negocios,

la ciudad enemiga.

No hay nadie, allí, que mire; están los ojos

a sueldo, en oficinas.

Vacío abajo corren ascensores,

corren vacío arriba,

transportan a fantasmas impacientes:

la nada tiene prisa.

Si se aprieta un botón se aclara el mundo,

la duda se disipa.

Fragmento del poema de Pedro Salinas __Variación XII__. Tomado de https://hellopoetry.com/poem/1980381/variacion-xii/

*

Bienvenida

Bienvenidos queridas y queridos oyentes de Tres Cuentos, el podcast bilingüe dedicado a las narrativas literarias, históricas y tradicionales latinoamericanas. Soy Carolina Quiroga-Stultz, y hoy continuamos con la Ciencia Ficción Hispanoamericana.

La introducción de este episodio es un fragmento del poema “Variación XII” del español Pedro Salinas y Serrano, en el cual establece una oposición entre la pureza del mar y la fealdad de la ciudad del comercio. Escogí este poema como antesala al tema de hoy.

*

Llegué a la obra del español Don Miguel de Unamuno cuando leí el libro en inglés __Cosmos Latinos, An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain__, (Cosmos Latinos: Antología de la Ciencia Ficción Latinoamericana y de España), editado por Andrea L. Bell & Yolanda Molina-Gavilán, publicado por Wesleyan University Press.

Alguien pensará, que es curioso llegar a la obra de un autor español a través de su traducción en inglés, pero a veces hay que dar algunos rodeos para encontrar el origen.

Cuando leí el cuento de Unamuno, __Mecanopolis__, fue como "obsesión a primera lectura". Sentí que debía averiguar más acerca del autor. Leí otros de sus cuentos y terminé leyendo una tesis de cerca de 300 páginas sobre la vida y obra de Unamuno.

Me obsesioné con saber por qué el autor había concebido un mundo sin humanos. Rara vez me ha pasado esto, pero después de aprender más sobre su vida y las numerosas cartas que escribió, su obsesión se hizo mía. Lo llamaré "el efecto Unamuno".

En esta ocasión hemos contado con la colaboración de Florencia Puddington, quien leyó __Mecanópolis__, y Yamid Zuluaga, quien leyó __Los Viajes de Turismundo__. Florencia y Yamid son los anfitriones del podcast literario Contratapas. Por supuesto, les contaré más acerca de ellos cuando lleguemos a los comentarios.

Un hombre perdido en el desierto tiene una visión de un lugar, que, como el desierto, parece lleno y vacío, finito e infinito, silencioso pero opresivo, un mundo poblado por máquinas.

Mecanópolis

Por Miguel de Unamuno

Leído y adaptado por María Florencia Puddington

Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas las de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

*

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed.

Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él.

Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver algo verde a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; más cuando llegué, me encontré, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.

*

No sé cuántas horas estaría durmiendo, y si fueron horas, o días, o meses, o años. Lo que sé es que me levanté otro, enteramente otro. Los horrendos padecimientos se habían borrado de la memoria o poco menos. «¡Pobrecillos!», me dije al recordar a mis compañeros de exploración muertos en la empresa.

Me levanté volví a comer fruta y beber agua, y me dispuse a recorrer el oasis. Y he aquí que a los pocos pasos me encuentro con una estación de ferrocarril, pero enteramente desierta. No se veía un alma en ella.

Un tren, también desierto, sin maquinista ni fogonero, estaba humeando. Se me ocurrió subir, por curiosidad, a uno de sus vagones. Me senté en él; cerré, no sé por qué, la portezuela, y el tren se puso en marcha. Experimenté un loco terror y me entraron ganas de arrojarme por la ventanilla. Pero diciéndome: «Veamos en qué para esto», me contuve.

Era tal la velocidad del tren, que ni podía darme cuenta del paisaje circunstante. Tuve que cerrar las ventanillas. Era un vértigo horrible. Y cuando el tren al cabo se paró, me encontré en una magnífica estación muy superior a cuantas por acá conocemos. Me apeé y salí.

Renuncio a describirte la ciudad. No podemos ni soñar todo lo que de magnificencia, de suntuosidad, de comodidad y de higiene estaba allí acumulado. Por cierto, que no me daba cuenta para qué todo aquel aparato de higiene, pues no se veía ser vivo alguno. Ni hombres, ni animales. Ni un perro cruzaba la calle; ni una golondrina, el cielo.

Vi en un soberbio edificio un rótulo que decía: Hotel, escrito así, como lo escribimos nosotros, y allí me metí. Completamente desierto. Llegué al comedor. Había en él dispuesta una muy sólida comida. Una lista sobre la mesa, y cada manjar que en ella figuraba con su número, y luego un vasto tablero con botones numerados. No había sino tocar un botón y surgía del fondo de la mesa el plato que se deseara.

Después de haber comido salí a la calle. La cruzaban tranvías y automóviles, todos vacíos. No había sino acercarse, hacerles una seña y paraban. Tomé un automóvil y me dejé llevar. Fui a un magnífico parque geológico, en que se mostraba los distintos terrenos, todo con sus explicaciones en cartelitos. La explicación estaba en español, sólo que con ortografía fonética.

Salí del parque; vi que pasaba un tranvía con este rótulo: «Al Museo de Pintura», y lo tomé. Había allí todos los cuadros más famosos y en sus verdaderos originales. Me convencí de que cuantos tenemos por acá, en nuestros museos, no son sino reproducciones muy hábilmente hechas. Al pie de cada cuadro una doctísima explicación de su valor histórico y estético, hecha con la más exquisita sobriedad. En media hora de visita allí aprendí sobre pintura más que en doce años de estudio por aquí.

Por una explicación que leí en un cartel de la entrada vi que en Mecanópolis se consideraba al Museo de Pintura como parte del Museo Paleontológico. Era para estudiar los productos de la raza humana que había poblado aquella tierra antes que las máquinas la suplantaran. Parte de la cultura paleontológica de los mecanopolitas -¿quiénes?- eran también la sala de música y las más de las bibliotecas, de que estaba llena la ciudad.

¿A qué he de molestarte más? Visité la gran sala de conciertos, donde los instrumentos tocaban solos. Estuve en el Gran Teatro. En un cine acompañado de fonógrafo, pero de tal modo, que la ilusión era completa. Pero me heló el alma el que yo era el único espectador. ¿Dónde estaban los mecanopolitas?

Cuando a la mañana siguiente me desperté en el cuarto de mi hotel, me encontré, en la mesilla de noche, __El Eco de Mecanópolis__, con noticias de todo el mundo recibidas en la estación de telegrafía sin hilos. Allá, al final, traía esta noticia: «Ayer tarde arribó a nuestra ciudad, no sabemos cómo, un pobre hombre de los que aún quedaban por ahí. Le auguramos malos días».

Mis días, en efecto, empezaron a hacérseme torturantes. Y es que empecé a poblar mi soledad de fantasmas. Es lo más terrible de la soledad, que se puebla al punto. Di en creer que todas aquellas máquinas, aquellos edificios, aquellas fábricas, aquellos artefactos, eran regidos por almas invisibles, intangibles y silenciosas. Di en creer que aquella gran ciudad estaba poblada de hombres como yo, pero que iban y venían sin que los viese ni los oyese ni tropezara con ellos.

Me creí víctima de una terrible enfermedad, de una locura. El mundo invisible con que poblé la soledad humana de Mecanópolis se me convirtió en una martirizadora pesadilla. Empecé a dar voces, a increpar a las máquinas, a suplicarlas.

Llegué hasta caer de rodillas delante de un automóvil, implorando de él misericordia. Estuve a punto de arrojarme, aterrado, cogí el periódico, a ver lo que pasaba en el mundo de los hombres, y me encontré con esta noticia: «Como preveíamos, el pobre hombre que vino a dar, no sabemos cómo, a esta incomparable ciudad de Mecanópolis, se está volviendo loco. Su espíritu, lleno de preocupaciones ancestrales y de supersticiones respecto al mundo invisible, no puede hacerse al espectáculo del progreso. Le compadecemos».

No pude ya resistir esto de verme compadecido por aquellos misteriosos seres invisibles, ángeles o demonios -que es lo mismo-, que yo creía que habitaban Mecanópolis. Pero de pronto me asaltó una idea terrible, y era la de que las máquinas aquellas tuviesen su alma, un alma mecánica, y que eran las máquinas mismas las que me compadecían. Esta idea me hizo temblar. Creí encontrarme ante la raza que ha de dominar la tierra deshumanizada.

Salí como loco y fui a echarme delante del primer tranvía eléctrico que pasó.

Cuando desperté del golpe me encontré de nuevo en el oasis de donde partí. Eché a andar, llegué a la tienda de unos beduinos, y al encontrarme con uno de ellos, le abracé llorando. ¡Y qué bien nos entendimos aun sin entendernos! Me dieron de comer, me agasajaron, y a la noche salí con ellos, y tendidos en el suelo, mirando al cielo estrellado, oramos juntos. No había máquina alguna en derredor nuestro.

Y desde entonces he concebido un verdadero odio a eso que llamamos progreso, y hasta a la cultura, y ando buscando un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, que llore y ría como yo río y lloro, y donde no haya una sola máquina y fluyan todos los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen.

FIN

Comentario

Muy bien, regresemos a la realidad y dejemos atrás aquel lugar desértico hecho por maquinas. Esperemos que la espantosa visión de aquel viajero se quede tan solo como un mal sueño y jamás se materialice en el futuro de nuestra humanidad.

Pero antes de contarles más acerca de Don Miguel de Unamuno, y de por qué acabe leyendo una tesis de casi 300 páginas acerca de su vida y obra, mejor les presento las voces que contribuyeron al episodio de hoy.

Florencia Puddington, quien nos deleitó con el primer cuento, es licenciada y profesora en letras, egresada de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Yamid Zuluaga, quien nos leerá el cuento final, es escritor y comunicador social, egresado de la Universidad de Pamplona, en Colombia.