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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (29)

Los desposeídos (29)

Tenía miedo de ti. No de cometer un error. Sabía que no era un error. Pero tú eras... tú. No te pareces a la mayoría de la gente, ¿sabes? ¡Te tenía miedo porque sabía que eras mí igual! — concluyó Takver con vehemencia; pero un momento después dijo muy suavemente, con ternura—: En realidad no importa, Shevek, sabes.

Era la primera vez que Takver lo llamaba por el nombre. Se volvió a ella y dijo tartamudeando, ahogándose casi:

—¿No importa? Primero me enseñas... me enseñas lo que importa, lo que realmente importa, lo que he necesitado toda mi vida... y luego me dices que no importa.

Estaban frente a frente ahora, pero no se habían tocado.

—¿Es eso lo que necesitas, entonces?

—Sí. El vínculo. La posibilidad.

—¿Ahora... para toda la vida?

—Ahora y para toda la vida.

Vida, dijo el torrente precipitándose piedras abajo en la tría oscuridad.

Cuando Shevek y Takver volvieron de las montañas se mudaron a una habitación doble. No había ninguna libre cerca del Instituto, pero Takver sabía de una no demasiado distante en un antiguo domicilio del norte de la ciudad. Para conseguir el cuarto fueron a ver a la administradora de manzanas —Abbenay estaba dividido en unos cien distritos administrativos, llamados manzanas—, una tallista de lentes que trabajaba en su casa y mantenía a tres niños de corta edad. Guardaba el fichero de viviendas en el estante alto de un armario, para que no lo alcanzaran los niños. Vio que la habitación estaba registrada como vacante. Shevek y Takver la registraron como ocupada, y firmaron.

Tampoco la mudanza fue complicada. Shevek llevó una caja con papeles, y la manta anaranjada. Takver tuvo que hacer tres viajes. Primero a la proveeduría de ropas del distrito a conseguir un conjunto de prendas nuevas para cada uno, algo que ella sentía oscura pero intensamente como indispensable para iniciar la sociedad. Luego fue a su antiguo dormitorio, una vez en busca de ropas y papeles, y otra, con Shevek, para llevarse una cantidad de objetos curiosos: complejas formas concéntricas de alambre que se movían y se transformaban lentamente hacia adentro cuando las colgaba del techo. Las había hecho con restos de alambres y las herramientas del depósito de material de artesanía, y las llamaba Ocupantes del Espacio Deshabitado. Una de las dos sillas del cuarto estaba decrépita, de modo que la llevaron al taller de reparaciones, donde consiguieron una sólida. Con esto completaron el mobiliario. La nueva habitación tenía el techo alto, lo que la hacía aireada y con espacio de sobra para los ocupantes. El domicilio se levantaba en una de las colinas bajas de Abbenay, y el cuarto tenía una ventana esquinada que recibía el sol de la tarde, con vista a la ciudad, las calles y las plazas, los tejados, el verde de los parques, y más allá las llanuras.

La vida en común después de la larga soledad, el goce abrupto, pusieron a prueba la estabilidad de Shevek y de Takver. En las primeras décadas Shevek tenía arranques salvajes de exaltación y de angustia; ella tenía accesos de mal humor. Los dos eran ultrasensibles y poco experimentados. La tensión se disipó poco a poco, mientras iban conociéndose. El hambre sexual persistía como un deleite apasionado, el deseo de comunión se renovaba en ellos diariamente porque se satisfacía diariamente.

Ahora era claro para Shevek, y le hubiera parecido un desatino pensar de otra manera, que los años de desdicha en esta ciudad habían sido parte de esta gran felicidad presente, pues lo habían llevado a ella, preparado para ella. Todo cuanto le había ocurrido era parte de lo que ocurría ahora. Takver no veía aquella oscura concatenación de efecto/causa/efecto, pero ella no conocía la física temporal. Veía el tiempo ingenuamente como un camino que se extendía, allá adelante. Uno caminaba hacia adelante y llegaba a algún lugar. Si tenía suerte, llegaba a un lugar al que valía la pena llegar.

Pero cuando Shevek retomó esa metáfora, y la expuso en su propio lenguaje, explicando que si el pasado y el futuro no llegaban a ser parte del presente por obra de la memoria y la intención, no había, en términos humanos, ningún camino, ningún lugar a donde ir, ella asintió antes que él hubiera explicado la mitad de la teoría.

—Exactamente —dijo—. Eso es lo que estuve haciendo los últimos cuatro años. No es todo suerte. Sólo en parte.

Tenía veintitrés años, medio menos que Shevek. Había crecido en una comunidad agrícola, Valle Redondo, en el Noreste. Era un paraje aislado, y antes de ir al Instituto de Poniente del Norte había trabajado más duramente que la mayoría de los jóvenes anarresti. En Valle Redondo apenas había gente para hacer las tareas más indispensables, y como los índices de producción eran allí mínimos dentro de la economía general, las computadoras de la Divtrab no lo tenían en cuenta. A los ocho años, Takver había trabajado en el molino tres horas diarias, separando la paja y las piedras del grano de holum, luego de tres horas de escuela. Poca de la enseñanza práctica que había recibido de niña tenía como objeto el enriquecimiento personal: había sido parte de la lucha de la comunidad por la supervivencia. En las épocas de siembra y cosecha todos los mayores de diez y los menores de sesenta trabajaban en los campos, el día entero. A los quince se había ocupado de coordinar los programas de trabajo en las cuatrocientas parcelas agrícolas de Valle Redondo, y había ayudado a la dietista en el refectorio de la ciudad. No había nada fuera de lo común en todo esto, y Takver no lo recordaba a menudo, pero había contribuido sin duda a modificar ciertos aspectos de su carácter y opiniones. Shevek se alegraba de haber hecho su parte de kleggich, porque Takver despreciaba a la gente que evitaba los trabajos físicos.

—Míralo a Tinan —decía—, lloriqueando y gimiendo porque ha conseguido un puesto de cuatro décadas en la cosecha de raíces de holum. ¡Es tan delicado como un huevo de pez! ¿Habrá tocado alguna vez la suciedad? —Takver no era particularmente caritativa, y tenía un temperamento violento.

Había estudiado biología en el Instituto Regional de Poniente del Norte, con suficiente éxito como para decidir trasladarse al Instituto Central y seguir estudiando allí. Al cabo de un año había solicitado un puesto en un nuevo sindicato. Estaban montando un laboratorio para estudiar el mejoramiento y la propagación de los peces comestibles en los tres océanos de Anarres. Cuando le preguntaban qué hacía, respondía:

—Soy genetista ictícola. —Le gustaba el trabajo; combinaba dos elementos que ella valoraba: la investigación minuciosa, concreta, y una meta específica. Sin un trabajo de este tipo no se habría sentido satisfecha. Pero no le bastaba. La mayor parte de lo que pasaba por la mente y el espíritu de Takver tenía poco que ver con la genética de los peces.

El interés que sentía por los paisajes y las criaturas vivas era apasionado. Ese interés, débilmente expresado por las palabras «amor a la naturaleza», le parecía a Shevek algo mucho más vasto que el amor. Hay almas, pensaba, a las que nunca se les ha cortado el cordón umbilical. Que nunca se desprenden del seno del universo. Esas almas no ven en la muerte a un enemigo; desean pudrirse y transformarse en humus. Era extraño ver a Takver tomar en la mano una hoja, o hasta una piedra. Se transformaba en una prolongación de la hoja o la piedra, o ellas en una prolongación de Takver.

Le mostró a Shevek los estanques de agua marina en el laboratorio, cincuenta o más familias de peces, grandes y pequeños, parduscos y llamativos, elegantes y grotescos. Shevek estaba fascinado y un poco intimidado.

En los océanos de Anarres abundaba la vida animal, que faltaba en la tierra. En aquellos mares, incomunicados durante millones de años, las formas de vida habían evolucionado siguiendo distintos cursos. Eran de una variedad prodigiosa. Nunca se le había ocurrido a Shevek que la vida pudiera proliferar con tanto ímpetu, con tanta exuberancia, que la exuberancia fuera quizá la cualidad esencial de la vida.

En la tierra, las plantas crecían bien, a su manera, ralas y espinosas, pero los animales que habían intentado respirar el aire oxigenado renunciaron al proyecto cuando el clima del planeta entró en una era milenaria de polvo y sequedad. Las bacterias sobrevivían, muchas de ellas litófagas, y había unos cuantos centenares de especies de lombrices y crustáceos.

El hombre se adaptó con cautela y peligro a esta ecología precaria. Si pescaba, pero sin una excesiva codicia, y si cultivaba, utilizando desechos orgánicos como fertilizantes, podía adaptarse. Pero no pudo adaptar a ningún otro ser vivo. No había pasto para los herbívoros. No había herbívoros para los carnívoros. No había insectos que fecundaran las flores; los árboles frutales importados eran siempre fertilizados a mano. Para no poner en peligro el delicado equilibrio de la vida no introdujeron de Urras ninguna especie animal. Sólo fueron los Colonos, y tan expurgados por fuera y por dentro que llevaron consigo sólo un mínimo de fauna y de flora privadas. Ni siquiera la pulga había llegado a Anarres.

—Me gusta la biología marina —dijo Takver a Shevek frente a los acuarios—; es tan compleja, una verdadera maraña. Este pez se come a aquel que come a los pequeños que comen a los ciliados que comen bacterias, y así sigue la ronda. En la tierra no hay más que tres familias, todas invertebradas, si descontamos al hombre. Nosotros los anarresti estamos artificialmente aislados. En el Viejo Mundo hay dieciocho familias de animales terrestres; hay clases, como los insectos, que tienen tantas especies que nunca han podido contarlas, y algunas de esas especies tienen poblaciones de miles de millones. Piensa en eso: por donde mires, animales, otras criaturas que comparten contigo el aire y la tierra. Hacen que te sientas tanto más uní pane. —Siguió con la mirada la curva fugitiva de un pequeño pez azul a través del estanque en sombras. Shevek, absorto, seguía el rastro del pez y el rastro de los pensamientos de Takver. Vagabundeó un rato entre las piscinas, y volvió a menudo con ella al laboratorio y a los acuarios, despojándose de su arrogancia de físico ante aquellas vidas pequeñas y extrañas, seres para quienes el presente es eterno, seres que no se explican a sí mismos y nunca necesitan explicarles a los hombres por qué son así. La mayoría de los anarresti trabajaban de cinco a siete horas diarias, con dos a cuatro días libres cada década. Los pormenores de regularidad, puntualidad, días libres, etcétera, eran decididos entre el individuo y el grupo, cuadrilla, sindicato o federación que coordinase el trabajo, en cualquier nivel en que pudieran mejorarse la eficiencia y la cooperación. Takver investigaba también por cuenta de ella, pero el trabajo y los peces tenían sus propias e imperiosas demandas: pasaba de dos a diez horas diarias en el laboratorio, sin jornadas de descanso. Shevek tenía a la sazón dos puestos docentes, un curso de matemática avanzada en un centro de aprendizaje y otro en el Instituto. Los dos eran matutinos y volvía al cuarto al mediodía. Por lo general Takver aún no había regresado. El edificio estaba en silencio. El sol no había dado aún la vuelta hasta la doble ventana que miraba al sur y al oeste y dominaba la ciudad y las llanuras. La habitación estaba fresca y en sombras. Los delicados móviles concéntricos suspendidos del techo a distintas alturas se movían con la introvertida precisión, el silencio y el misterio de los órganos corporales o los procesos de una mente. Shevek se sentaba a la mesa debajo de las ventanas y se ponía a trabajar, leyendo o haciendo notas o cálculos. Poco a poco entraba el sol, los rayos pasaban por encima de los papeles que estaban sobre la mesa, por encima de las manos sobre los papeles, e inundaban el cuarto de luz. Y Shevek trabajaba.


Los desposeídos (29)

Tenía miedo de ti. No de cometer un error. Sabía que no era un error. Pero tú eras... tú. No te pareces a la mayoría de la gente, ¿sabes? ¡Te tenía miedo porque sabía que eras mí igual! — concluyó Takver con vehemencia; pero un momento después dijo muy suavemente, con ternura—: En realidad no importa, Shevek, sabes.

Era la primera vez que Takver lo llamaba por el nombre. Se volvió a ella y dijo tartamudeando, ahogándose casi:

—¿No importa? Primero me enseñas... me enseñas lo que importa, lo que realmente importa, lo que he necesitado toda mi vida... y luego me dices que no importa.

Estaban frente a frente ahora, pero no se habían tocado.

—¿Es eso lo que necesitas, entonces?

—Sí. El vínculo. La posibilidad.

—¿Ahora... para toda la vida?

—Ahora y para toda la vida.

Vida, dijo el torrente precipitándose piedras abajo en la tría oscuridad.

Cuando Shevek y Takver volvieron de las montañas se mudaron a una habitación doble. No había ninguna libre cerca del Instituto, pero Takver sabía de una no demasiado distante en un antiguo domicilio del norte de la ciudad. Para conseguir el cuarto fueron a ver a la administradora de manzanas —Abbenay estaba dividido en unos cien distritos administrativos, llamados manzanas—, una tallista de lentes que trabajaba en su casa y mantenía a tres niños de corta edad. Guardaba el fichero de viviendas en el estante alto de un armario, para que no lo alcanzaran los niños. Vio que la habitación estaba registrada como vacante. Shevek y Takver la registraron como ocupada, y firmaron.

Tampoco la mudanza fue complicada. Shevek llevó una caja con papeles, y la manta anaranjada. Takver tuvo que hacer tres viajes. Primero a la proveeduría de ropas del distrito a conseguir un conjunto de prendas nuevas para cada uno, algo que ella sentía oscura pero intensamente como indispensable para iniciar la sociedad. Luego fue a su antiguo dormitorio, una vez en busca de ropas y papeles, y otra, con Shevek, para llevarse una cantidad de objetos curiosos: complejas formas concéntricas de alambre que se movían y se transformaban lentamente hacia adentro cuando las colgaba del techo. Las había hecho con restos de alambres y las herramientas del depósito de material de artesanía, y las llamaba Ocupantes del Espacio Deshabitado. Una de las dos sillas del cuarto estaba decrépita, de modo que la llevaron al taller de reparaciones, donde consiguieron una sólida. Con esto completaron el mobiliario. La nueva habitación tenía el techo alto, lo que la hacía aireada y con espacio de sobra para los ocupantes. El domicilio se levantaba en una de las colinas bajas de Abbenay, y el cuarto tenía una ventana esquinada que recibía el sol de la tarde, con vista a la ciudad, las calles y las plazas, los tejados, el verde de los parques, y más allá las llanuras.

La vida en común después de la larga soledad, el goce abrupto, pusieron a prueba la estabilidad de Shevek y de Takver. En las primeras décadas Shevek tenía arranques salvajes de exaltación y de angustia; ella tenía accesos de mal humor. Los dos eran ultrasensibles y poco experimentados. La tensión se disipó poco a poco, mientras iban conociéndose. El hambre sexual persistía como un deleite apasionado, el deseo de comunión se renovaba en ellos diariamente porque se satisfacía diariamente.

Ahora era claro para Shevek, y le hubiera parecido un desatino pensar de otra manera, que los años de desdicha en esta ciudad habían sido parte de esta gran felicidad presente, pues lo habían llevado a ella, preparado para ella. Todo cuanto le había ocurrido era parte de lo que ocurría ahora. Takver no veía aquella oscura concatenación de efecto/causa/efecto, pero ella no conocía la física temporal. Veía el tiempo ingenuamente como un camino que se extendía, allá adelante. Uno caminaba hacia adelante y llegaba a algún lugar. Si tenía suerte, llegaba a un lugar al que valía la pena llegar.

Pero cuando Shevek retomó esa metáfora, y la expuso en su propio lenguaje, explicando que si el pasado y el futuro no llegaban a ser parte del presente por obra de la memoria y la intención, no había, en términos humanos, ningún camino, ningún lugar a donde ir, ella asintió antes que él hubiera explicado la mitad de la teoría.

—Exactamente —dijo—. Eso es lo que estuve haciendo los últimos cuatro años. No es todo suerte. Sólo en parte.

Tenía veintitrés años, medio menos que Shevek. Había crecido en una comunidad agrícola, Valle Redondo, en el Noreste. Era un paraje aislado, y antes de ir al Instituto de Poniente del Norte había trabajado más duramente que la mayoría de los jóvenes anarresti. En Valle Redondo apenas había gente para hacer las tareas más indispensables, y como los índices de producción eran allí mínimos dentro de la economía general, las computadoras de la Divtrab no lo tenían en cuenta. A los ocho años, Takver había trabajado en el molino tres horas diarias, separando la paja y las piedras del grano de holum, luego de tres horas de escuela. Poca de la enseñanza práctica que había recibido de niña tenía como objeto el enriquecimiento personal: había sido parte de la lucha de la comunidad por la supervivencia. En las épocas de siembra y cosecha todos los mayores de diez y los menores de sesenta trabajaban en los campos, el día entero. A los quince se había ocupado de coordinar los programas de trabajo en las cuatrocientas parcelas agrícolas de Valle Redondo, y había ayudado a la dietista en el refectorio de la ciudad. No había nada fuera de lo común en todo esto, y Takver no lo recordaba a menudo, pero había contribuido sin duda a modificar ciertos aspectos de su carácter y opiniones. Shevek se alegraba de haber hecho su parte de kleggich, porque Takver despreciaba a la gente que evitaba los trabajos físicos.

—Míralo a Tinan —decía—, lloriqueando y gimiendo porque ha conseguido un puesto de cuatro décadas en la cosecha de raíces de holum. ¡Es tan delicado como un huevo de pez! ¿Habrá tocado alguna vez la suciedad? —Takver no era particularmente caritativa, y tenía un temperamento violento.

Había estudiado biología en el Instituto Regional de Poniente del Norte, con suficiente éxito como para decidir trasladarse al Instituto Central y seguir estudiando allí. Al cabo de un año había solicitado un puesto en un nuevo sindicato. Estaban montando un laboratorio para estudiar el mejoramiento y la propagación de los peces comestibles en los tres océanos de Anarres. Cuando le preguntaban qué hacía, respondía:

—Soy genetista ictícola. —Le gustaba el trabajo; combinaba dos elementos que ella valoraba: la investigación minuciosa, concreta, y una meta específica. Sin un trabajo de este tipo no se habría sentido satisfecha. Pero no le bastaba. La mayor parte de lo que pasaba por la mente y el espíritu de Takver tenía poco que ver con la genética de los peces.

El interés que sentía por los paisajes y las criaturas vivas era apasionado. Ese interés, débilmente expresado por las palabras «amor a la naturaleza», le parecía a Shevek algo mucho más vasto que el amor. Hay almas, pensaba, a las que nunca se les ha cortado el cordón umbilical. Que nunca se desprenden del seno del universo. Esas almas no ven en la muerte a un enemigo; desean pudrirse y transformarse en humus. Era extraño ver a Takver tomar en la mano una hoja, o hasta una piedra. Se transformaba en una prolongación de la hoja o la piedra, o ellas en una prolongación de Takver.

Le mostró a Shevek los estanques de agua marina en el laboratorio, cincuenta o más familias de peces, grandes y pequeños, parduscos y llamativos, elegantes y grotescos. Shevek estaba fascinado y un poco intimidado.

En los océanos de Anarres abundaba la vida animal, que faltaba en la tierra. En aquellos mares, incomunicados durante millones de años, las formas de vida habían evolucionado siguiendo distintos cursos. Eran de una variedad prodigiosa. Nunca se le había ocurrido a Shevek que la vida pudiera proliferar con tanto ímpetu, con tanta exuberancia, que la exuberancia fuera quizá la cualidad esencial de la vida.

En la tierra, las plantas crecían bien, a su manera, ralas y espinosas, pero los animales que habían intentado respirar el aire oxigenado renunciaron al proyecto cuando el clima del planeta entró en una era milenaria de polvo y sequedad. Las bacterias sobrevivían, muchas de ellas litófagas, y había unos cuantos centenares de especies de lombrices y crustáceos.

El hombre se adaptó con cautela y peligro a esta ecología precaria. Si pescaba, pero sin una excesiva codicia, y si cultivaba, utilizando desechos orgánicos como fertilizantes, podía adaptarse. Pero no pudo adaptar a ningún otro ser vivo. No había pasto para los herbívoros. No había herbívoros para los carnívoros. No había insectos que fecundaran las flores; los árboles frutales importados eran siempre fertilizados a mano. Para no poner en peligro el delicado equilibrio de la vida no introdujeron de Urras ninguna especie animal. Sólo fueron los Colonos, y tan expurgados por fuera y por dentro que llevaron consigo sólo un mínimo de fauna y de flora privadas. Ni siquiera la pulga había llegado a Anarres.

—Me gusta la biología marina —dijo Takver a Shevek frente a los acuarios—; es tan compleja, una verdadera maraña. Este pez se come a aquel que come a los pequeños que comen a los ciliados que comen bacterias, y así sigue la ronda. En la tierra no hay más que tres familias, todas invertebradas, si descontamos al hombre. Nosotros los anarresti estamos artificialmente aislados. En el Viejo Mundo hay dieciocho familias de animales terrestres; hay clases, como los insectos, que tienen tantas especies que nunca han podido contarlas, y algunas de esas especies tienen poblaciones de miles de millones. Piensa en eso: por donde mires, animales, otras criaturas que comparten contigo el aire y la tierra. Hacen que te sientas tanto más uní pane. —Siguió con la mirada la curva fugitiva de un pequeño pez azul a través del estanque en sombras. Shevek, absorto, seguía el rastro del pez y el rastro de los pensamientos de Takver. Vagabundeó un rato entre las piscinas, y volvió a menudo con ella al laboratorio y a los acuarios, despojándose de su arrogancia de físico ante aquellas vidas pequeñas y extrañas, seres para quienes el presente es eterno, seres que no se explican a sí mismos y nunca necesitan explicarles a los hombres por qué son así. La mayoría de los anarresti trabajaban de cinco a siete horas diarias, con dos a cuatro días libres cada década. Los pormenores de regularidad, puntualidad, días libres, etcétera, eran decididos entre el individuo y el grupo, cuadrilla, sindicato o federación que coordinase el trabajo, en cualquier nivel en que pudieran mejorarse la eficiencia y la cooperación. Takver investigaba también por cuenta de ella, pero el trabajo y los peces tenían sus propias e imperiosas demandas: pasaba de dos a diez horas diarias en el laboratorio, sin jornadas de descanso. Shevek tenía a la sazón dos puestos docentes, un curso de matemática avanzada en un centro de aprendizaje y otro en el Instituto. Los dos eran matutinos y volvía al cuarto al mediodía. Por lo general Takver aún no había regresado. El edificio estaba en silencio. El sol no había dado aún la vuelta hasta la doble ventana que miraba al sur y al oeste y dominaba la ciudad y las llanuras. La habitación estaba fresca y en sombras. Los delicados móviles concéntricos suspendidos del techo a distintas alturas se movían con la introvertida precisión, el silencio y el misterio de los órganos corporales o los procesos de una mente. Shevek se sentaba a la mesa debajo de las ventanas y se ponía a trabajar, leyendo o haciendo notas o cálculos. Poco a poco entraba el sol, los rayos pasaban por encima de los papeles que estaban sobre la mesa, por encima de las manos sobre los papeles, e inundaban el cuarto de luz. Y Shevek trabajaba.