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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (36)

Los desposeídos (36)

Shevek miró para otro lado, con repugnancia. ¿Hasta en el sexo eran egotistas? Acariciarse y copular en presencia de gente sin pareja era tan grosero como comer en presencia de un hambriento. Volvió la atención al grupo que lo rodeaba. Habían abandonado el tema de la predicción, y se habían volcado a la política. Estaban todos discutiendo sobre la guerra, sobre cuál sería el próximo paso de Thu, cuál el próximo paso de A-Io, cuál el del CGM.

—¿Por qué sólo hablan en abstracto? —inquirió intempestivamente, preguntándose mientras hablaba por qué estaba hablando, cuando había resuelto no hacerlo—. No sólo nombres de países, son gentes que se están matando, unos a otros. ¿Por qué van los soldados? ¿Por qué un hombre va a matar a desconocidos?

—Pero si los soldados estancara eso —dijo una mujercita rubia con un ópalo en el ombligo. Varios hombres empezaron a explicarle a Shevek el principio de la soberanía nacional. Vea los interrumpió:

—Pero déjenlo hablar. ¿Cómo resolvería usted el embrollo, Shevek?

—La solución está a la vista.

—¿Dónde?

—¡Anarres!

—Pero lo que hacen ustedes en la Luna no resuelve nuestros problemas aquí.

—El problema del hombre es siempre el mismo. Supervivencia. Especie, grupo, individuo.

—Defensa nacional... —gritó alguien.

Ellos discutían, él discutía. Sabía lo que quería decir: algo claro y verdadero que podía convencer a todos, pero por alguna razón no conseguía decirlo con propiedad. Todo el mundo gritaba. La mujercita rubia palmeó el ancho brazo del sillón en que estaba sentada, y Shevek se instaló junto a ella. La cabeza rasurada y sedosa asomó por debajo de la cabeza de Shevek:

—¡Hola, Hombre de la Luna!—dijo.

Vea se había unido a otro grupo durante un rato, pero ahora estaba otra vez cerca de él. Tenía la cara encendida y los ojos grandes y líquidos. Shevek creyó ver a Pae del otro lado de la sala, pero había tanta gente que las caras se le confundían. Las cosas se sucedían en espasmos y paroxismos, con lagunas intermedias, como si le permitiesen asistir entre bastidores al funcionamiento del cosmos cíclico, según la hipótesis de la vieja Gvarab.

—¡Si no defendemos el principio de autoridad legal, degeneraremos en mera anarquía! —tronó un hombre gordo, malcarado.

—¡Sí, sí, degeneraremos! —dijo Shevek—. Nosotros hemos disfrutado de esa anarquía durante ciento cincuenta años.

Los dedos de los pies de la mujercita rubia, calzados en sandalias de plata, asomaron por debajo de la falda, totalmente recamada de centenares y centenares de perlas diminutas. Vea dijo:

—Pero háblanos de Anarres... ¿cómo es realmente? ¿Es en verdad tan maravilloso?

Estaba sentado en el brazo del sillón, y Vea se había dejado caer en el cojín, a los pies de él, erguida y sumisa, los pechos tiernos clavando en él una mirada ciega, la cara sonriente, complaciente, sonrosada.

Algo sombrío giró en la mente de Shevek, oscureciéndolo todo. Tenía la boca seca. Vació la copa que el camarero acababa de llenarle.

—No sé —dijo. Sentía la lengua casi paralizada—. No. No es maravilloso. Es un mundo feo. No se parece a éste. Anarres es todo polvo y colinas secas. Todo estéril, todo seco. Y la gente no es hermosa. Tienen manos y pies grandes, como yo y como este camarero. Pero no grandes vientres. Se ensucian mucho, y se bañan juntos, nadie aquí lo hace. Las ciudades son muy pequeñas e insignificantes, son tristes. No hay palacios. La vida es opaca, y el trabajo duro. Uno nunca puede tener lo que quiere, y ni siquiera lo que necesita, porque no hay para todos. Ustedes los urrasti tienen suficiente para todos. Aire suficiente, lluvia suficiente, pastos, océanos, alimentos, música, edificios, fábricas, máquinas, libros, ropas, historia. Ustedes son ricos, nosotros pobres. Ustedes tienen, nosotros no tenemos. Todo es hermoso aquí. Menos las caras. En Anarres nada es hermoso, nada excepto las caras. Las otras caras, los hombres y las mujeres. Nosotros no tenemos nada más. Aquí uno ve las joyas, allí uno ve los ojos. Y en los ojos ve el esplendor, el esplendor del espíritu humano. Porque nuestros hombres y mujeres son libres. Y ustedes los poseedores son poseídos. Viven todos en una cárcel. Cada uno a solas, solitario, con el montón de lo que posee. Viven en una cárcel y mueren en una cárcel. Eso veo en los ojos de ustedes... el muro, ¡el muro!

Todos lo estaban mirando.

Shevek oía el sonido de su propia voz todavía vibrando en el silencio, le escocían las orejas. La oscuridad, la tiniebla, volvió a moverse dentro de él.

—Me siento mareado —dijo, y se levantó.

Vea estaba a su lado.

—Venga por aquí —dijo con una risa corta, sofocada.

Se abrió paso entre la gente y Shevek la siguió. Estaba muy pálido ahora, el mareo no se le pasaba; pensó que ella lo conduciría al lavabo, o hasta una ventana donde pudiera respirar un poco de aire fresco. Pero entraron en una habitación grande, iluminada con luces indirectas. Había una cama alta y blanca contra una pared; un espejo cubría la mitad de otra. Se respiraba una fragancia intensa, dulce, a cortinados, a ropa blanca, el perfume de Vea.

—Usted es demasiado —dijo Vea, poniéndose delante de él y mirándolo a la cara en la penumbra, con esa risa sofocada—. Realmente demasiado, usted es imposible... ¡Magnífico! —Le puso las manos sobre los hombros—. ¡Oh, las caras de todos! ¡Se merece un beso! —Y alzándose sobre las puntas de los pies le ofreció la boca, la garganta blanca, los pechos desnudos.

Él la abrazó y la besó en la boca, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego en la garganta y los pechos. Al principio Vea cedió, blanda como si no tuviera huesos; luego se resistió un poco, con pequeñas contorsiones, riendo y empujándolo débilmente, y diciéndole:

—¡Oh, no, no, pórtese bien ahora! A ver, vamos, tenemos que volver a la fiesta. No, Shevek, serénese, ¡no puede ser!

Él no la escuchaba. La arrastró hacia la cama, y ella fue con él aunque sin dejar de hablar. Tironeando con una mano de las complicadas prendas que vestía, Shevek logró abrirse el pantalón. Faltaba el vestido de Vea, la cinta con un lazo colgante pero ceñido al talle que le sujetaba la falda, y que no conseguía desatar.

—Bueno, basta —dijo ella—. No, ahora escuche, Shevek, no puede ser, ahora no. No he tomado un anticonceptivo, en buen lío me veré, si me quedo llena, ¡mi marido vuelve dentro de dos semanas! No, suélteme.— Pero él no podía soltarla, tenía la cara apretada contra la carne perfumada, sudorosa, tierna—. Escuche, no me estropee el vestido, la gente se dará cuenta, por favor. Espere... espere, podemos arreglarlo, podemos buscar un sitio donde encontrarnos, tengo que cuidar mi reputación, no puedo confiar en la doncella, espere un poco, ¡ahora no! ¡Ahora no!

¡Ahora no!

Asustada al fin por aquella urgencia ciega, por la fuerza de Shevek, le puso las dos manos contra el pecho, y lo empujó, todo lo que pudo. Él dio un paso atrás, confundido por aquella voz aguda, asustada, y por aquella lucha; pero no podía detenerse, la resistencia de ella lo excitaba todavía más. La estrechó contra él, y el semen saltó contra la seda blanca del vestido.

—¡Suélteme! ¡Suélteme! —le repetía Vea en el mismo murmullo agudo.

Shevek la soltó. Se sentía aturdido. Manoteó el pantalón, tratando de cerrarlo.

—Lo... siento... pensé que usted quería...

—¡Por amor de Dios! —dijo Vea, mirándose la falda a la luz mortecina, mientras tironeaba de los pliegues para quitársela—. ¡Realmente! Ahora tendré que cambiarme el vestido.

Shevek seguía en pie, inmóvil, la boca abierta, respirando con dificultad, las manos colgantes; de pronto dio media vuelta y salió atolondradamente de la media luz de la habitación. De regreso en la sala iluminada de la fiesta, trastabilló entre la gente amontonada, tropezó con una pierna, encontró el camino bloqueado por cuerpos, ropas, joyas, pechos, ojos, llamas de bujías, muebles. Tropezó contra una mesa. Sobre ella había una fuente de plata con pasteles de carne, crema y hierbas dispuestos en círculos concéntricos, como una enorme flor pálida. Shevek abrió la boca para tomar aliento, cayó doblado sobre la mesa, y vomitó sobre la fuente de planta.

—Lo llevaré a casa —dijo Pae.

—Llévalo, por favor —dijo Vea—. ¿Estuviste buscándolo, Saio?

—¡Oh!, un poco. Felizmente Demacre te telefoneó.

—Él se alegrará de veros, seguramente.

—No tendremos ningún problema con él. Se desvaneció en el vestíbulo. ¿Puedo usar tu teléfono antes de irme?

—Dale mis cariños al jefe —dijo Vea con malicia.

Oiie había ido al piso de su hermana acompañado por Pae, y se marchó con él. Se sentaron en el asiento medio de la gran limusina del gobierno de la que Pae disponía siempre, mediante una simple llamada, la misma que había llevado a Shevek desde el puerto el verano anterior. Ahora yacía en el asiento trasero, tal como ellos lo habían dejado.

—¿Estuvo con tu hermana todo el día, Demacre?

—Desde el mediodía, parece.

—¡Gracias a Dios!

—¿Por qué te preocupa tanto que pueda ir a los barrios bajos? Cualquier odoniano está ya convencido de que somos una caterva de esclavos asalariados y oprimidos, ¿qué diferencia hay si ve algunas pruebas?

—No me importa lo que él vea. Lo que no queremos es que lo vean a él. ¿No has leído los periódicos? ¿O las octavillas que circulaban la semana pasada en la Ciudad Vieja, sobre el «Precursor»? El mito, el que vendrá antes del milenio, «un extranjero, un paria, un exiliado, trayendo en las manos vacías el tiempo por venir». Citaban eso. Uno de esos malditos arranques de humor apocalíptico, propios del populacho. Buscan un mascarón de proa. Un catalizador. Hablan de una huelga general. Nunca aprenderán. De todos modos necesitan una lección. Maldita chusma rebelde, que luchen contra Thu, es lo único bueno que alguna vez conseguiremos de ellos.

Ninguno de los dos volvió a hablar durante el trayecto.

El sereno de la Residencia de Docentes Decanos los ayudó a subir a Shevek. Lo descargaron como un fardo sobre la cama. El aliento del hombre borracho era repugnante; Oiie se apartó de la cama, y el temor y el amor que sentía por Shevek crecieron en él, cada sentimiento estrangulando al otro. Arrugó el ceño, y murmuró:

—Imbécil de mierda. —Apagó la luz y volvió al otro cuarto. Pae estaba en pie junto al escritorio revisando los papeles de Shevek.

—Deja eso —dijo Oiie, mientras la expresión de repugnancia se le acentuaba en el rostro—. Vamos. Son las dos de la mañana. Estoy cansado.

—¿Qué ha estado haciendo ese bastardo, Demacre? Nada todavía, absolutamente nada. ¿Será un farsante? ¿Habremos traído de Utopía un condenado campesino ingenuo? ¿Dónde está su teoría? ¿Dónde está nuestro vuelo instantáneo? ¿Dónde está nuestra ventaja sobre los hainianos? ¡Nueve, diez meses alimentando al bastardo, para nada! —No obstante, se metió en el bolsillo uno de los trabajos, antes de seguir a Oiie hacia la puerta.

Capítulo 8

Estaban afuera, en los campos de atletismo del Parque Norte de Abbenay, seis de ellos, en el oro largo y el calor y el polvo del anochecer. Todos se sentían gratamente repletos, porque la comilona se había prolongado a lo largo de la tarde, un festival y un festín callejero con manjares cocinados al aire libre. Era la fiesta del pleno verano, el Día de la Insurrección, conmemorando el primer gran levantamiento en Nio Esseia en el año urrasti 740, nacía casi doscientos años. Los cocineros y trabajadores del refectorio eran ese día los invitados de honor del resto de la comunidad, pues había sido un sindicato de cocineros y camareros el que iniciara la huelga que llevó a la insurrección. Había numerosas tradiciones y festivales de esa naturaleza en Anarres, algunos instituidos por los Colonizadores y otros, como los de la Cosecha y el Solsticio, que habían surgido espontáneamente, del ritmo natural de la vida en el planeta y la necesidad de quienes trabajaban juntos de celebrar juntos.


Los desposeídos (36)

Shevek miró para otro lado, con repugnancia. ¿Hasta en el sexo eran egotistas? Acariciarse y copular en presencia de gente sin pareja era tan grosero como comer en presencia de un hambriento. Volvió la atención al grupo que lo rodeaba. Habían abandonado el tema de la predicción, y se habían volcado a la política. Estaban todos discutiendo sobre la guerra, sobre cuál sería el próximo paso de Thu, cuál el próximo paso de A-Io, cuál el del CGM.

—¿Por qué sólo hablan en abstracto? —inquirió intempestivamente, preguntándose mientras hablaba por qué estaba hablando, cuando había resuelto no hacerlo—. No sólo nombres de países, son gentes que se están matando, unos a otros. ¿Por qué van los soldados? ¿Por qué un hombre va a matar a desconocidos?

—Pero si los soldados estancara eso —dijo una mujercita rubia con un ópalo en el ombligo. Varios hombres empezaron a explicarle a Shevek el principio de la soberanía nacional. Vea los interrumpió:

—Pero déjenlo hablar. ¿Cómo resolvería usted el embrollo, Shevek?

—La solución está a la vista.

—¿Dónde?

—¡Anarres!

—Pero lo que hacen ustedes en la Luna no resuelve nuestros problemas aquí.

—El problema del hombre es siempre el mismo. Supervivencia. Especie, grupo, individuo.

—Defensa nacional... —gritó alguien.

Ellos discutían, él discutía. Sabía lo que quería decir: algo claro y verdadero que podía convencer a todos, pero por alguna razón no conseguía decirlo con propiedad. Todo el mundo gritaba. La mujercita rubia palmeó el ancho brazo del sillón en que estaba sentada, y Shevek se instaló junto a ella. La cabeza rasurada y sedosa asomó por debajo de la cabeza de Shevek:

—¡Hola, Hombre de la Luna!—dijo.

Vea se había unido a otro grupo durante un rato, pero ahora estaba otra vez cerca de él. Tenía la cara encendida y los ojos grandes y líquidos. Shevek creyó ver a Pae del otro lado de la sala, pero había tanta gente que las caras se le confundían. Las cosas se sucedían en espasmos y paroxismos, con lagunas intermedias, como si le permitiesen asistir entre bastidores al funcionamiento del cosmos cíclico, según la hipótesis de la vieja Gvarab.

—¡Si no defendemos el principio de autoridad legal, degeneraremos en mera anarquía! —tronó un hombre gordo, malcarado.

—¡Sí, sí, degeneraremos! —dijo Shevek—. Nosotros hemos disfrutado de esa anarquía durante ciento cincuenta años.

Los dedos de los pies de la mujercita rubia, calzados en sandalias de plata, asomaron por debajo de la falda, totalmente recamada de centenares y centenares de perlas diminutas. Vea dijo:

—Pero háblanos de Anarres... ¿cómo es realmente? ¿Es en verdad tan maravilloso?

Estaba sentado en el brazo del sillón, y Vea se había dejado caer en el cojín, a los pies de él, erguida y sumisa, los pechos tiernos clavando en él una mirada ciega, la cara sonriente, complaciente, sonrosada.

Algo sombrío giró en la mente de Shevek, oscureciéndolo todo. Tenía la boca seca. Vació la copa que el camarero acababa de llenarle.

—No sé —dijo. Sentía la lengua casi paralizada—. No. No es maravilloso. Es un mundo feo. No se parece a éste. Anarres es todo polvo y colinas secas. Todo estéril, todo seco. Y la gente no es hermosa. Tienen manos y pies grandes, como yo y como este camarero. Pero no grandes vientres. Se ensucian mucho, y se bañan juntos, nadie aquí lo hace. Las ciudades son muy pequeñas e insignificantes, son tristes. No hay palacios. La vida es opaca, y el trabajo duro. Uno nunca puede tener lo que quiere, y ni siquiera lo que necesita, porque no hay para todos. Ustedes los urrasti tienen suficiente para todos. Aire suficiente, lluvia suficiente, pastos, océanos, alimentos, música, edificios, fábricas, máquinas, libros, ropas, historia. Ustedes son ricos, nosotros pobres. Ustedes tienen, nosotros no tenemos. Todo es hermoso aquí. Menos las caras. En Anarres nada es hermoso, nada excepto las caras. Las otras caras, los hombres y las mujeres. Nosotros no tenemos nada más. Aquí uno ve las joyas, allí uno ve los ojos. Y en los ojos ve el esplendor, el esplendor del espíritu humano. Porque nuestros hombres y mujeres son libres. Y ustedes los poseedores son poseídos. Viven todos en una cárcel. Cada uno a solas, solitario, con el montón de lo que posee. Viven en una cárcel y mueren en una cárcel. Eso veo en los ojos de ustedes... el muro, ¡el muro!

Todos lo estaban mirando.

Shevek oía el sonido de su propia voz todavía vibrando en el silencio, le escocían las orejas. La oscuridad, la tiniebla, volvió a moverse dentro de él.

—Me siento mareado —dijo, y se levantó.

Vea estaba a su lado.

—Venga por aquí —dijo con una risa corta, sofocada.

Se abrió paso entre la gente y Shevek la siguió. Estaba muy pálido ahora, el mareo no se le pasaba; pensó que ella lo conduciría al lavabo, o hasta una ventana donde pudiera respirar un poco de aire fresco. Pero entraron en una habitación grande, iluminada con luces indirectas. Había una cama alta y blanca contra una pared; un espejo cubría la mitad de otra. Se respiraba una fragancia intensa, dulce, a cortinados, a ropa blanca, el perfume de Vea.

—Usted es demasiado —dijo Vea, poniéndose delante de él y mirándolo a la cara en la penumbra, con esa risa sofocada—. Realmente demasiado, usted es imposible... ¡Magnífico! —Le puso las manos sobre los hombros—. ¡Oh, las caras de todos! ¡Se merece un beso! —Y alzándose sobre las puntas de los pies le ofreció la boca, la garganta blanca, los pechos desnudos.

Él la abrazó y la besó en la boca, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego en la garganta y los pechos. Al principio Vea cedió, blanda como si no tuviera huesos; luego se resistió un poco, con pequeñas contorsiones, riendo y empujándolo débilmente, y diciéndole:

—¡Oh, no, no, pórtese bien ahora! A ver, vamos, tenemos que volver a la fiesta. No, Shevek, serénese, ¡no puede ser!

Él no la escuchaba. La arrastró hacia la cama, y ella fue con él aunque sin dejar de hablar. Tironeando con una mano de las complicadas prendas que vestía, Shevek logró abrirse el pantalón. Faltaba el vestido de Vea, la cinta con un lazo colgante pero ceñido al talle que le sujetaba la falda, y que no conseguía desatar.

—Bueno, basta —dijo ella—. No, ahora escuche, Shevek, no puede ser, ahora no. No he tomado un anticonceptivo, en buen lío me veré, si me quedo llena, ¡mi marido vuelve dentro de dos semanas! No, suélteme.— Pero él no podía soltarla, tenía la cara apretada contra la carne perfumada, sudorosa, tierna—. Escuche, no me estropee el vestido, la gente se dará cuenta, por favor. Espere... espere, podemos arreglarlo, podemos buscar un sitio donde encontrarnos, tengo que cuidar mi reputación, no puedo confiar en la doncella, espere un poco, ¡ahora no! ¡Ahora no!

¡Ahora no!

Asustada al fin por aquella urgencia ciega, por la fuerza de Shevek, le puso las dos manos contra el pecho, y lo empujó, todo lo que pudo. Él dio un paso atrás, confundido por aquella voz aguda, asustada, y por aquella lucha; pero no podía detenerse, la resistencia de ella lo excitaba todavía más. La estrechó contra él, y el semen saltó contra la seda blanca del vestido.

—¡Suélteme! ¡Suélteme! —le repetía Vea en el mismo murmullo agudo.

Shevek la soltó. Se sentía aturdido. Manoteó el pantalón, tratando de cerrarlo.

—Lo... siento... pensé que usted quería...

—¡Por amor de Dios! —dijo Vea, mirándose la falda a la luz mortecina, mientras tironeaba de los pliegues para quitársela—. ¡Realmente! Ahora tendré que cambiarme el vestido.

Shevek seguía en pie, inmóvil, la boca abierta, respirando con dificultad, las manos colgantes; de pronto dio media vuelta y salió atolondradamente de la media luz de la habitación. De regreso en la sala iluminada de la fiesta, trastabilló entre la gente amontonada, tropezó con una pierna, encontró el camino bloqueado por cuerpos, ropas, joyas, pechos, ojos, llamas de bujías, muebles. Tropezó contra una mesa. Sobre ella había una fuente de plata con pasteles de carne, crema y hierbas dispuestos en círculos concéntricos, como una enorme flor pálida. Shevek abrió la boca para tomar aliento, cayó doblado sobre la mesa, y vomitó sobre la fuente de planta.

—Lo llevaré a casa —dijo Pae.

—Llévalo, por favor —dijo Vea—. ¿Estuviste buscándolo, Saio?

—¡Oh!, un poco. Felizmente Demacre te telefoneó.

—Él se alegrará de veros, seguramente.

—No tendremos ningún problema con él. Se desvaneció en el vestíbulo. ¿Puedo usar tu teléfono antes de irme?

—Dale mis cariños al jefe —dijo Vea con malicia.

Oiie había ido al piso de su hermana acompañado por Pae, y se marchó con él. Se sentaron en el asiento medio de la gran limusina del gobierno de la que Pae disponía siempre, mediante una simple llamada, la misma que había llevado a Shevek desde el puerto el verano anterior. Ahora yacía en el asiento trasero, tal como ellos lo habían dejado.

—¿Estuvo con tu hermana todo el día, Demacre?

—Desde el mediodía, parece.

—¡Gracias a Dios!

—¿Por qué te preocupa tanto que pueda ir a los barrios bajos? Cualquier odoniano está ya convencido de que somos una caterva de esclavos asalariados y oprimidos, ¿qué diferencia hay si ve algunas pruebas?

—No me importa lo que él vea. Lo que no queremos es que lo vean a él. ¿No has leído los periódicos? ¿O las octavillas que circulaban la semana pasada en la Ciudad Vieja, sobre el «Precursor»? El mito, el que vendrá antes del milenio, «un extranjero, un paria, un exiliado, trayendo en las manos vacías el tiempo por venir». Citaban eso. Uno de esos malditos arranques de humor apocalíptico, propios del populacho. Buscan un mascarón de proa. Un catalizador. Hablan de una huelga general. Nunca aprenderán. De todos modos necesitan una lección. Maldita chusma rebelde, que luchen contra Thu, es lo único bueno que alguna vez conseguiremos de ellos.

Ninguno de los dos volvió a hablar durante el trayecto.

El sereno de la Residencia de Docentes Decanos los ayudó a subir a Shevek. Lo descargaron como un fardo sobre la cama. El aliento del hombre borracho era repugnante; Oiie se apartó de la cama, y el temor y el amor que sentía por Shevek crecieron en él, cada sentimiento estrangulando al otro. Arrugó el ceño, y murmuró:

—Imbécil de mierda. —Apagó la luz y volvió al otro cuarto. Pae estaba en pie junto al escritorio revisando los papeles de Shevek.

—Deja eso —dijo Oiie, mientras la expresión de repugnancia se le acentuaba en el rostro—. Vamos. Son las dos de la mañana. Estoy cansado.

—¿Qué ha estado haciendo ese bastardo, Demacre? Nada todavía, absolutamente nada. ¿Será un farsante? ¿Habremos traído de Utopía un condenado campesino ingenuo? ¿Dónde está su teoría? ¿Dónde está nuestro vuelo instantáneo? ¿Dónde está nuestra ventaja sobre los hainianos? ¡Nueve, diez meses alimentando al bastardo, para nada! —No obstante, se metió en el bolsillo uno de los trabajos, antes de seguir a Oiie hacia la puerta.

Capítulo 8

Estaban afuera, en los campos de atletismo del Parque Norte de Abbenay, seis de ellos, en el oro largo y el calor y el polvo del anochecer. Todos se sentían gratamente repletos, porque la comilona se había prolongado a lo largo de la tarde, un festival y un festín callejero con manjares cocinados al aire libre. Era la fiesta del pleno verano, el Día de la Insurrección, conmemorando el primer gran levantamiento en Nio Esseia en el año urrasti 740, nacía casi doscientos años. Los cocineros y trabajadores del refectorio eran ese día los invitados de honor del resto de la comunidad, pues había sido un sindicato de cocineros y camareros el que iniciara la huelga que llevó a la insurrección. Había numerosas tradiciones y festivales de esa naturaleza en Anarres, algunos instituidos por los Colonizadores y otros, como los de la Cosecha y el Solsticio, que habían surgido espontáneamente, del ritmo natural de la vida en el planeta y la necesidad de quienes trabajaban juntos de celebrar juntos.