Mi educación sexual
Hola, chicos, ¿qué tal? ¿Qué tal va todo?
Bienvenidos a un nuevo episodio de Español con Juan, ya sabéis, un podcast en español para aprender español.
Creo que ya os dije en el episodio anterior, y si no os lo dije, pues os lo digo ahora, que he vuelto a Londres después de haber pasado las Navidades y las fiestas de Año Nuevo en Italia y, chicos, ¡qué desastre!
¡Qué desastre!
La vuelta a Londres y la entrada del año 2022 ha sido un absoluto desastre para mí. Desde hace unos días, todo me va mal. Mal, no. Fatal. Todo me va fatal, de verdad. He tenido un montón de problemas.
Bueno, lo peor, lo peor que me ha pasado es que cuando llegué a mi casa de Londres me encontré con que no funcionaba la calefacción. El calentador del gas se había roto mientras yo estaba fuera y no podía encender la calefacción ni tenía agua caliente.
¡Qué horror!
¡Qué horror!
Ya os podéis imaginar, ¿no? Después de estar tranquilo en Italia, dando paseos por la orilla del mar, por la playa, paseando en bicicleta, con buen tiempo, con buena comida…
Llego aquí a Londres y me encuentro con que hace un frío que pela (Un frío que pela, o sea, que hace mucho frío) y que no puedo encender la calefacción. Ni siquiera me podía dar una ducha. Porque, chicos, sinceramente, yo no me meto en la ducha con agua fría. Vamos, no lo hago en verano. Mucho menos en invierno.
Es que, en serio, el agua salía del grifo como si viniera directamente del Polo Norte. Lavar los platos era una tortura para las manos, de verdad.
Preferiría, escuchadme bien, preferiría clavarme un clavo en los cojones (con perdón), preferiría clavarme un clavo en los cojones, en los huevos, antes que ducharme con agua fría.
Vamos, yo no he vivido nunca en un igloo… Un igloo de esos donde viven los esquimales, ¿no? Con las paredes y el techo de hielo, en medio de la Antártida, en Alaska…
No, yo no he vivido ni he estado nunca en igloo, pero no creo que dentro de un igloo haga más frío que en mi casa de Londres sin calefacción y sin agua caliente. De verdad.
¡Qué frío! ¡Qué frío he pasado, chicos! El frío que he pasado estos días no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
Total, que durante unos días he estado muy liado, intentando resolver este problema, buscando un fontanero que viniera urgentemente a mi casa.
Al final tengo que decir que tuve suerte y di con un par de fontaneros bastante buenos que lo han arreglado todo en un par de días.
Y además me ha costado menos de lo que yo pensaba. Yo creía que me iba a costar un huevo y la mitad del otro, pero al final no ha sido para tanto.
Por cierto, la expresión “costar un huevo” yo creo que se entiende, ¿no? Normalmente los estudiantes de español aprenden que cuando algo es caro se dice “cuesta un ojo de la cara” o tal vez “cuesta un riñón”. Esas son, digamos, las versiones “educadas” que se usan en los libros de texto para estudiantes de español. En la vida real, en el español que se habla cada día, lo más frecuente es decir que algo cuesta “un huevo” o “un huevo y la mitad del otro”.
Los huevos, por si alguien no lo entiende, son los testículos.
Algunas personas, algunos estudiantes, son tan inocentes que piensan que cuando los españoles decimos “¡No me toques los huevos!”, “¡qué huevos tienes!” o “¡esto cuesta un huevo!” pues estamos hablando de comida, de los huevos que ponen las gallinas.
No…
Todo depende del contexto, obviamente, pero normalmente, yo creo que en el 90% de las ocasiones, cuando los españoles decimos la palabra “huevos” estamos hablando de los testículos.
De hecho, en uno de los primeros vídeos que hice en YouTube, hace ya muchos años, cuando estaba empezando, hablaba de que a veces podía ser un poco embarazoso ir a una tienda y preguntarle al dependiente “Oiga, perdone, ¿tiene usted huevos?” o en un supermercado preguntar “oye, chico, dónde están los huevos?”
Es embarazoso por el doble sentido de la palabra “huevos” (que pueden ser comida o testículos), lo que a veces da lugar a chistes fáciles, ¿no?
Ya me entendéis, supongo.
Eso pasa con algunas palabras, que tienen un doble sentido y dan lugar al chiste, al chiste fácil y estúpido, ¿no?
Pasa lo mismo con la palabra “pelotas”. Las pelotas (o también las bolas) pueden ser un objeto redondo para jugar al tenis o al pinpon, por ejemplo, pero también pueden ser los testículos (en español tenemos un montón de palabras para testículos, ya os estáis dando cuenta).
Y, claro, este doble significado puede dar lugar también al chiste fácil.
Recuerdo un día que, de niño, cuando vivía en Granada, mi amigo Miguel y yo (Miguel era mi mejor amigo de entonces) queríamos comprar una pelota pequeña para jugar.
Creo que era domingo por la mañana y todas las tiendas estaban cerradas. La única tienda que había abierta en el barrio era un quiosco de prensa donde, aparte de vender periódicos y revistas, también vendían lotería, cigarrillos, pilas, caramelos, chicles y algunos juguetes para niños muy pequeños.
Nosotros, Miguel y yo, teníamos unos ocho años. Bueno, Miguel tenía un año más que yo. Supongo que él tenia nueve años y yo ocho.
Y, bueno, pues queríamos preguntarle al tío del quisco si vendía pelotas pequeñas, pero ninguno de los dos, ni Miguel ni yo, queríamos entrar y preguntar. Nos daba vergüenza porque, bueno, porque “pelotas” se podía entender también como testículos, ¿no?
—Entra tú y preguntas —me dijo mi amigo Miguel. Como era mayor que yo, solía darme órdenes. Cuando él no quería hacer algo, me decía que lo hiciera yo. En aquella época era así, los chicos mayores les daban órdenes a los más pequeños.
—¡No, yo no! ¡Ve tú! —le dije yo.
Ninguno de los dos quería ir.
No lo decíamos, pero lo que pasaba es que nos daba vergüenza decir la palabra “pelotas”. Y sobre todo nos daba vergüenza preguntarle al tío de la tienda, al tío del quiosco, si tenía pelotas.
Además, lo que pasaba es que el tío del quiosco era un hombre muy extrovertido, que estaba siempre de broma y que a menudo le tomaba el pelo a la gente. No tenía ninguna maldad, pero para dos niños tímidos como nosotros podía resultar un poco difícil soportar sus bromas.
Total, que tanto Miguel como yo estábamos seguros de que el tío del quiosco haría algún chiste fácil si íbamos y le preguntábamos “¿Tiene usted pelotas?”
Tener pelotas (como tener cojones o tener huevos) significa “ser valiente”, tener valor, ser macho… En fin, entendéis, ¿no?
Y nosotros estábamos seguros de que si íbamos y le preguntábamos al tío “¿tiene usted pelotas?” Seguramente el tío haría algún chiste fácil y nos tomaría el pelo.
Estuvimos un rato dando vueltas, nerviosos, caminando arriba y abajo por la calle, sin atrevernos a entrar y pensando en cómo podríamos hacerle la pregunta al tío del quiosco de forma que no nos respondiera con un chiste fácil ni nos tomara el pelo.
Al final, como yo no quería ir, Miguel se decidió a entrar en la tienda primero. Yo iba detrás de él, mirando al suelo y sin atreverme a levantar la cabeza. Lo que hacía la situación aún peor era que la tienda estaba llena de gente. Era el único lugar del barrio para comprar el periódico los domingos por la mañana. Y estaba siempre hasta los topes.
Entonces, cuando ya estábamos los dos dentro de la tienda, escuché a mi amigo Miguel que le preguntaba al tío del quiosco:
—¿Tiene usted pelotillas para jugar?
“¡Pelotillas para jugar!”
De todas las preguntas que podía hacer, aquella era la peor de todas, en mi opinión. “¡Pelotillas” ¿A quién se le ocurre decir “pelotillas para jugar”? Era ridículo.
Yo quería que la tierra me tragase, de verdad. “¡Pelotillas para jugar!”
Cuando Miguel terminó de hacer la pregunta, todas las cabezas se volvieron hacia nosotros. Todos los clientes se callaron, dejaron de hablar y se volvieron hacia nosotros para mirarnos.
En la tienda se hizo el silencio. Toda la gente que había en la tienda en ese momento estaban expectantes, querían saber cuál sería la respuesta del tío del quiosco.
Y el tío del quiosco nos miró por encima de las gafas y nos soltó muy serio: “Tengo pelotillas, pero para jugar no”.
Obviamente, todos en la tienda se echaron a reír y nosotros nos pusimos rojos como dos tomates y salimos pitando de allí. Nos fuimos echando leches de allí, vamos.
Fue uno de los momentos más embarazosos de mi infancia y de hecho, aunque ya han pasado un montón de años de aquello, todavía me acuerdo y, si soy sincero, todavía me da un poco de vergüenza recordar aquel episodio.
Yo es que he sido siempre muy tímido y siempre me ha dado mucha vergüenza hablar de ciertos temas y usar ciertas palabras en público.
Siempre me han dado vergüenza las palabras que hacen referencia a la escatología o a la sexualidad.
Por ejemplo, aunque ahora puedo decir palabras como “cagar”, “mear”, “culo”... En realidad me producen todavía cierta incomodidad, no las uso mucho y me da vergüenza incluso si las oigo en boca de otras personas… Si son otras personas las que las dicen.
Como digo, yo siempre he sido muy tímido para estas cosas. Yo era de los niños más tímidos de mi barrio, de los que nunca decían palabrotas. Me ponía rojo con nada.
Recuerdo la primera vez que entré en una farmacia para comprar preservativos, es decir, condones.
Esto fue, claro, muchos años más tarde, cuando yo ya tenía alrededor de veinte años.
Por cierto, antes de que se me olvide, algunas personas piensan que un preservativo es algo que se pone en algunos alimentos para conservarlos. No, eso se llama “conservantes” o “aditivos”. Los preservativos son un método anticonceptivo. ¿Vale?
A los preservativos también se les puede llamar “condones”. Pero “condón” en español es una palabra un poco vulgar. En la calle, sí, se dice normalmente “condón”, pero si vas a una farmacia, por ejemplo, normalmente vas a pedir “preservativos”. No condones.
Bueno, total, que, como decía, recuerdo la primera vez que entré en una farmacia para comprar condones. Yo tenía, eso, unos veinte años.
No sé, supongo que sería al principio de los años ochenta, más o menos. No estoy seguro.
En el franquismo, durante la dictadura de Franco, estaba prohibida la venta de cualquier tipo de método anticonceptivo. Los preservativos incluidos, claro.
Durante el régimen de Franco, la Iglesia Católica había tenido una gran influencia sobre la educación, la política, la cultura y las costumbres de la sociedad y todo lo que estaba relacionado con la sexualidad estaba sometido a una estricta vigilancia y un control para que estuviera siempre de acuerdo con la moral y los preceptos de la Iglesia Católica.
De hecho, en la España de Franco se hablaba del Nacional-Catolicismo, en contraste con el régimen nazi de Alemania, que defendía el Nacional-Socialismo. O sea, mientras los nazis en Alemania tenían el Nacional-Socialismo, nosotros teníamos el Nacional-Catolicismo.
Esto creo que ya ilustra bastante bien la influencia de la Iglesia Católica en España durante los años del franquismo y cómo era la sociedad de aquella época.
Total, lo que quiero decir con todo esto es que yo era muy tímido, de niño y también de joven, y me daba mucha vergüenza todo lo que estuviese relacionado con el sexo y con la escatología. Yo nunca decía palabrotas, por ejemplo.
Era un niño de la escuela franquista, educado en el nacional-catolicismo. O sea, que de educación sexual: cero.
En aquella época, como digo, todas estas cosas eran tabú. El sexo era algo sucio, vergonzoso, de lo que no se podía hablar en público.
Encima, yo iba a una escuela de curas, de sacerdotes, donde estudiábamos religión y rezábamos todos los días y donde la única educación sexual que recibíamos era en clase de Biología, cuando la profesora nos explicaba la reproducción de las plantas, de las flores, de como iban pasando las abejas de una flor a otra….
En fin, ahí acababa toda nuestra formación en materia de sexo. Eso era todo.
Además, era una escuela donde solo había niños. En aquellos años, lo normal era que hubiera colegios para niños y colegios para niñas. Como se decía entonces: los niños tenían que estar con los niños y las niñas con las niñas. ¡Los niños con los niños y las niñas con las niñas!
Lo normal era eso, que los niños y las niñas estuviéramos siempre separados. Incluso fuera del colegio, en la calle, también estábamos separados.
En el barrio donde yo vivía, por ejemplo, los niños jugábamos solo con los niños y las niñas jugaban solo con las niñas. Teníamos incluso juegos diferentes: los niños teníamos juegos de niños y las niñas tenían juegos de niñas. Y si algún niño jugaba a algún juego “de niñas”, como saltar a la comba o la rayuela, entonces los demás niños lo llamaban “mariquita”, mariquita, que era lo peor que te podían llamar.
De hecho, a mí todavía, a mis años, me resulta muy extraño, por ejemplo, ver a los hombres que saltan a la cuerda en el gimnasio o a las niñas pequeñas jugando al fútbol en el parque. Porque, para mí, saltar a la cuerda es de niñas y jugar al fútbol, de niños.
Lo cual demuestra que la educación que recibimos de pequeños, las ideas o los estereotipos que nos meten de chicos en la cabeza nos influyen muchísimo, incluso cuando somos ya mayores. Es como un lavado de cerebro, ¿no? Muchas de las ideas y creencias que tenemos de mayores no son más que ideas que nos pusieron de pequeños en la cabeza.
Pero en fin, ese es otro tema. No me quiero enrollar ahora hablando de todo eso, pero sí, el caso es, como estaba diciendo, que en la escuela en la que yo me eduqué pues no se estudiaba nada sobre sexualidad y no teníamos ni idea de todos estos temas, mucho menos sobre métodos anticonceptivos.
Todos estos temas eran temas tabú de los que no se hablaba en la escuela ni en la tele ni en el cine ni en los periódicos…
Al poco tiempo de la muerte de Franco, todo esto empezó a cambiar. Poco a poco se empezó a hablar en la tele de sexualidad, en las películas había escenas de desnudos, se podían ver escenas de amor y sexo con más facilidad, el lenguaje también se fue liberando y se hablaba de forma más clara…
Y recuerdo que allá por los años ochenta, quizás al inicio de los años ochenta, con la llegada de la democracia y la liberación de las costumbres, llegaron los preservativos a las farmacias, los primeros preservativos, que hasta entonces habían estado prohibidos.
Y yo recuerdo que las primeras veces que iba a la farmacia a comprar preservativos lo pasaba fatal. Yo iba con mi novia de entonces, ¿no? Ella se quedaba en la puerta, claro. A ella le daba mucha más vergüenza que a mí, por supuesto. Ella era una chica, una mujer. Y entrar juntos habría sido mucho peor. Eso estaba fuera de cuestión. Era algo que tenía que hacer yo solo.
Pero me daba mucha vergüenza. Me daba una vergüenza enorme entrar en una farmacia y pedir una caja de preservativos.
Lo que hacía era que iba a una farmacia de otro barrio, donde nadie me conocía. Ni se me ocurría ir a la farmacia de mi barrio, donde todo el mundo me conocía. Eso nunca. Me habría muerto de vergüenza si me ve alguien del barrio en la farmacia comprando condones. Habría sido terrible.
Entonces, como digo, mi novia y yo íbamos a una farmacia de otro barrio donde nadie nos conocía. Yo entonces… Ah, bueno, había una condición fundamental. Mejor dicho, dos condiciones fundamentales para que yo entrase en la farmacia a comprar preservativos.
Que el farmacéutico fuera un hombre. Si era una mujer, si era una farmacéutica, entonces yo no entraba. Buscaba otra farmacia donde hubiera un hombre, un farmacéutico. Que no hubiera ningún cliente en la farmacia. Si había otras personas dentro, en la farmacia, entonces yo no entraba. Solo si se daban estas dos condiciones, yo entraba en la farmacia a comprar preservativos.
Mi novia, como digo, se quedaba fuera esperándome. Ella no entraba conmigo.
Luego, lo que pasaba es que a veces, una vez que yo estaba dentro, llegaban otros clientes o me atendía una mujer en lugar de un hombre… Entonces me ponía muy nervioso, empezaba a tartamudear y al final terminaba por pedir un paquete de sacarina o una caja de aspirinas.
De hecho, en mi casa yo tenía una montaña de cajas de aspirina y de sacarina porque a menudo no podía articular la palabra “preservativos” delante de otras personas.
Por ejemplo, yo entraba y decía: “quería una caja de….”
Y entonces hacía una pausa, respiraba profundamente, miraba hacia los lados, miraba hacia el suelo, miraba hacia arriba, volvía a respirar otra vez…
“Quería una caja de…”
Muchas veces me ponía tan nervioso que acababa diciendo “una caja de…. Aspirinas”.
En fin… Ahora me río, pero, de verdad que lo pasaba muy mal.
Lo peor era cuando mi novia me veía salir de la farmacia con una caja de aspirinas en la mano en lugar de los preservativos.
Ella me decía “¿Otra? ¿Otra caja de aspirinas?”
Era todo muy humillante, la verdad.
Aunque yo ya tenía veinte años y en España había democracia, yo seguía siendo un niño de la escuela franquista, un producto del Nacional Catolicismo.
Y lo sigo siendo, ¿eh? Lo sigo siendo. Como decía antes, hay cosas que nos meten de pequeños en la cabeza y que luego es muy difícil quitarnos de encima.
Yo no sé por qué os estoy hablando de todo esto, ¿eh?
Empecé hablando de que a mi vuelta a Londres no tenía calefacción, que he pasado mucho frío, que tuve que llamar al fontanero para que arreglara el calentador… Y de ahí me he ido enrollando y pasando de un tema a otro hasta terminar hablando de la venta de preservativos en España.
¡Típico! ¡Típico de un podcast como este! Este es un podcast sin ton ni son, sin orden ni concierto, sin lógica, sin orden, sin estructura, sin organización…
Un caos, un caos total.
Me enrollo como una persiana y nada más.
En fin, chicos, no me enrollo más. Yo creo que ya basta por hoy, ¿no?
Si tenéis ganas de seguir escuchando mis rollos, nos vemos la próxima semana, en el próximo episodio… ¡No! ¡No nos vemos! ¡Nos escuchamos, aquí, en Español Con Juan!
Un podcast en español para aprender español con historias tan tontas como las que os he contado hoy.
¡Nos vemos!
¡Hasta pronto!