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El Alquimista, El Alquimista Episodio 18

El Alquimista Episodio 18

Dos noches después, cuando se preparaba para dormir, el muchacho miró en dirección al astro que seguían durante la noche.

Le pareció que el horizonte estaba un poco más bajo, porque sobre el desierto había centenares de estrellas. -Es el oasis -dijo el camellero. -¿Y por qué no vamos inmediatamente? -Porque necesitamos dormir. El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a nacer.

Frente a él, donde las pequeñas estrellas habían estado durante la noche, se extendía una fila interminable de palmeras que cubría todo el horizonte.

-¡Lo conseguimos!

-dijo el Inglés, que también acababa de levantar- se. El muchacho, sin embargo, permaneció callado.

Había aprendido el silencio del desierto y se contentaba con mirar las palmeras que tenía delante de él. Aún debía caminar mucho para llegar a las Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más que un recuerdo. Pero ahora era el momento presente, la fiesta que había descrito el camellero, y él estaba procurando vivirlo con las lecciones de su pasado y los sueños de su futuro.

Un día, aquella visión de millares de palmeras sería sólo un recuerdo. Pero para él, en este momento, significaba sombra, agua y un refugio para la guerra. De la misma manera que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una hilera de palmeras podía significar un milagro. «El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.

«Cuando los tiempos van de prisa, las caravanas corren también», pensó el Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y animales al Oasis.

Los habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el polvo cubría el sol del desierto y los niños saltaban de excitación al ver a los extraños. El Alquimista vio cómo los jefes tribales se aproximaban al Jefe de la Caravana y conversaban largamente entre sí. Pero nada de todo aquello interesaba al Alquimista.

Ya había visto a mucha gente llegar y partir, mientras el Oasis y el desierto permanecían invariables. Había visto a reyes y mendigos pisando aquellas arenas que siempre cambiaban de forma a causa del viento, pero que eran las mismas que él había conocido de niño. Aun así, no conseguía contener en el fondo de su corazón un poco de la alegría de vida que todo viajero experimentaba cuando, después de tierra amarilla y cielo azul, el verde de las palmeras aparecía delante de sus ojos.

«Tal vez Dios haya creado el desierto para que el hombre pueda sonreír con las palmeras», pensó. Después decidió concentrarse en asuntos más prácticos.

Sabía que en aquella caravana venía el hombre al cual debía enseñar parte de sus secretos. Las señales se lo habían contado. Aún no conocía a ese hombre, pero sus ojos experimentados lo reconocerían en cuanto lo viese. Esperaba que fuese alguien tan capaz como su aprendiz anterior.

«No sé por qué estas cosas tienen que ser transmitidas de boca a oreja», pensaba.

No era exactamente porque fueran secretas, pues Dios revelaba pródigamente sus secretos a todas las criaturas. Él sólo tenía una explicación para este hecho: las cosas tenían que ser transmitidas así porque estarían hechas de Vida Pura, y este tipo de vida difícilmente consigue ser captado en pinturas o palabras.

Porque las personas se fascinan con pinturas y palabras y terminan olvidando el Lenguaje del Mundo.

Los recién llegados fueron conducidos inmediatamente ante los jefes tribales de al-Fayum.

El muchacho no podía creer lo que estaba viendo: en vez de ser un pozo rodeado de palmeras -como había leído cierta vez en un libro de historia-, el oasis era mucho mayor que muchas aldeas de España. Tenía trescientos pozos, cincuenta mil palmeras datileras y muchas tiendas de colores diseminadas entre ellas. -Parece las Mil y Una Noches -dijó el Inglés, impaciente por encontrarse con el Alquimista.

E n seguida se vieron rodeados de chiquillos, que contemplaban curiosos a los animales, los camellos y las personas que llegaban.

Los hombres querían saber si habían visto algún combate y las mujeres se disputaban los tejidos y piedras que los mercaderes habían traído. El silencio del desierto parecía un sueño distante; las personas hablaban sin parar, reían y gritaban, como si hubiesen salido de un mundo espiritual para estar de nuevo entre los hombres. Estaban contentos y felices. A pesar de las precauciones del día anterior, el camellero explicó al muchacho que los oasis en el desierto eran siempre considerados terreno neutral, porque la mayor parte de sus habitantes eran mujeres y niños, y había oasis en ambos bandos.

Así, los guerreros lucharían en las arenas del desierto, pero respetarían los oasis como ciudades de refugio. El Jefe de la Caravana los reunió a todos con cierta dificultad y comenzó a darles instrucciones.

Permanecerían allí hasta que la guerra entre los clanes hubiese terminado. Como eran visitantes, deberían compartir las tiendas con los habitantes del oasis, que les cederían los mejores lugares. Era la hospitalidad que imponía la Ley. Después pidió que todos, inclusive sus propios centinelas, entregasen las armas a los hombres indicados por los jefes tribales. -Son las reglas de la guerra -explicó el Jefe de la Caravana.

De esta manera, los oasis no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros. Para sorpresa del muchacho, el Inglés sacó de su chaqueta un revólver cromado y lo entregó al hombre que recogía las armas.

-¿Para qué quiere un revólver?

-preguntó. -Para aprender a confiar en los hombres -repuso el Inglés.

Estaba contento por haber llegado al final de su búsqueda. El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro.

Cuanto más se acercaba a su sueño, más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba aquello que el viejo rey había llamado «suerte del principiante». Lo único que él sabía que funcionaba era la prueba de la persistencia y del coraje de quien busca su Leyenda Personal.

Por eso no podía apresurarse, ni impacientarse. Si actuara así, terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su camino.


El Alquimista Episodio 18 Der Alchemist Episode 18 The Alchemist Episode 18

Dos  noches después, cuando se preparaba para dormir, el muchacho  miró en dirección al astro que seguían durante la noche.

Le pareció  que el horizonte estaba un poco más bajo, porque sobre el desierto  había centenares de estrellas. -Es el oasis -dijo el camellero. -¿Y por qué no vamos inmediatamente? -Porque necesitamos dormir. El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a nacer.

Frente  a él, donde las pequeñas estrellas habían estado durante la noche, se extendía  una fila interminable de palmeras que cubría todo el horizonte.

-¡Lo  conseguimos!

-dijo el Inglés, que también acababa de levantar- se. El muchacho, sin embargo,  permaneció callado.

Había aprendido el  silencio del desierto y se contentaba con mirar las palmeras que tenía  delante de él. Aún debía caminar mucho para llegar a las Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más que un recuerdo. Pero  ahora era el momento presente, la fiesta que había descrito el camellero,  y él estaba procurando vivirlo con las lecciones de su pasado  y los sueños de su futuro.

Un día, aquella visión de millares de palmeras sería sólo un recuerdo. Pero para él, en este momento, significaba  sombra, agua y un refugio para la guerra. De la misma manera  que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una hilera de palmeras podía significar un milagro. «El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.

«Cuando  los tiempos van de prisa, las caravanas corren también», pensó  el Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y animales  al Oasis.

Los habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el  polvo cubría el sol del desierto y los niños saltaban de excitación al  ver a los extraños. El Alquimista vio cómo los jefes tribales se aproximaban  al Jefe de la Caravana y conversaban largamente entre sí. Pero  nada de todo aquello interesaba al Alquimista.

Ya había visto a mucha gente llegar y partir, mientras  el Oasis y el desierto permanecían  invariables. Había visto a reyes y mendigos pisando aquellas arenas que siempre cambiaban de forma a  causa del viento, pero que eran  las mismas que él había conocido de niño. Aun así, no conseguía contener en el fondo de su corazón  un poco de la alegría de vida que todo viajero  experimentaba cuando, después de tierra amarilla y cielo azul,  el verde de las palmeras aparecía delante de sus ojos.

«Tal vez Dios haya  creado el desierto para que el hombre pueda sonreír con las palmeras», pensó. Después  decidió concentrarse en asuntos más prácticos.

Sabía que en  aquella caravana venía el hombre al cual debía enseñar parte de sus secretos. Las señales se lo habían contado. Aún no conocía a ese hombre, pero sus ojos experimentados lo reconocerían en cuanto lo viese. Esperaba que fuese alguien tan capaz como su aprendiz anterior.

«No  sé por qué estas cosas tienen que ser transmitidas de boca a oreja»,  pensaba.

No era exactamente porque fueran secretas, pues Dios revelaba pródigamente sus secretos a todas las criaturas. Él  sólo tenía una explicación para este hecho: las cosas tenían que ser  transmitidas así porque estarían hechas de Vida Pura, y este tipo de vida difícilmente consigue ser captado en pinturas o palabras.

Porque  las personas se fascinan con pinturas y palabras y terminan olvidando el Lenguaje del Mundo.

Los  recién llegados fueron conducidos inmediatamente ante los jefes tribales de al-Fayum.

El muchacho no  podía creer lo que estaba viendo:  en vez de ser un pozo rodeado de palmeras -como había leído cierta vez en un libro de historia-, el oasis era mucho mayor que muchas  aldeas de España. Tenía trescientos pozos, cincuenta mil palmeras  datileras y muchas tiendas de colores diseminadas entre ellas. -Parece  las Mil y Una Noches -dijó el Inglés, impaciente por encontrarse con el Alquimista.

E n seguida se vieron rodeados de chiquillos, que contemplaban curiosos a  los animales, los camellos y las personas que llegaban.

Los hombres  querían saber si habían visto algún combate y las mujeres se disputaban los tejidos y piedras que  los mercaderes habían traído. El silencio  del desierto parecía un sueño distante; las personas hablaban sin  parar, reían y gritaban, como si hubiesen salido de un mundo espiritual  para estar de nuevo entre los hombres. Estaban contentos y felices. A  pesar de las precauciones del día anterior, el camellero explicó al  muchacho que los oasis en el desierto eran siempre considerados terreno  neutral, porque la mayor parte de sus habitantes eran mujeres y  niños, y había oasis en ambos bandos.

Así, los guerreros lucharían en las  arenas del desierto, pero respetarían los oasis como ciudades de refugio. El  Jefe de la Caravana los reunió a todos con cierta dificultad y comenzó  a darles instrucciones.

Permanecerían allí hasta que la guerra entre  los clanes hubiese terminado. Como eran visitantes, deberían compartir  las tiendas con los habitantes del oasis, que les cederían los mejores  lugares. Era la hospitalidad que imponía la Ley. Después pidió que todos, inclusive  sus propios centinelas, entregasen las armas a los hombres indicados por los jefes tribales. -Son las reglas de la  guerra -explicó el Jefe de la Caravana.

De esta manera, los oasis no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros. Para  sorpresa del muchacho, el Inglés sacó de su chaqueta un revólver cromado y lo entregó al hombre que recogía las armas.

-¿Para qué quiere un revólver?

-preguntó. -Para  aprender a confiar en los hombres -repuso el Inglés.

Estaba contento por haber llegado al final de su búsqueda. El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro.

Cuanto más se acercaba a su sueño, más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba aquello que  el viejo rey había llamado «suerte del principiante». Lo único que él sabía que funcionaba era la prueba de la persistencia y del coraje de quien busca su  Leyenda Personal.

Por eso no  podía apresurarse, ni impacientarse. Si actuara así, terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su camino.