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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (39)

Los desposeídos (39)

De modo que la posibilidad y aun la realidad de la separación servían a menudo para fortalecer la lealtad de los compañeros. Mantener una fidelidad genuina y espontánea en el seno de una sociedad que no imponía sanciones morales contra la infidelidad, y mantenerla durante separaciones voluntariamente aceptadas, que podían sobrevenir en cualquier momento y prolongarse durante años, era una suerte de desafío. Pero los seres humanos gustan del desafío, buscan la libertad en la adversidad.

En el año 164 muchas personas que nunca la habían buscado probaron esa clase de libertad, y les gustó, les gustó aquella impresión de que pasaban por una prueba peligrosa. La sequía que comenzara en el verano de 163 no disminuyó en el invierno. En el verano de 164 llegó la escasez, y la amenaza de un desastre si la sequía se prolongaba.

El racionamiento era estricto; las leyes de trabajo, una necesidad imperiosa. El trabajo de cultivar y distribuir alimentos en cantidad suficiente era ahora convulsivo, desesperado. Sin embargo, la gente no estaba desesperada. Odo había escrito: «Un niño libre de la culpa de la propiedad y el peso de la competencia económica crecerá con el deseo de hacer lo que necesita hacer, y con la capacidad de disfrutar lo que hace. Es el trabajo inútil lo que enturbia el corazón. El deleite de la madre que amamanta, del estudioso, del cazador afortunado, del buen cocinero, del artesano hábil, de cualquiera que hace un trabajo necesario y lo hace bien, esta alegría perdurable es tal vez la fuente más profunda de la afectividad humana y de la vida en sociedad». Hubo una corriente subterránea de alegría, en ese sentido, en aquel verano de Abbenay. Todos disfrutaban del trabajo por duro que fuese, predispuestos a dejar de lado cualquier preocupación tan pronto como hacían lo que podía hacerse. La vieja insignia de la «solidaridad» había revivido. Entusiasmaba descubrir que al fin y al cabo el vínculo era más fuerte que todo cuanto lo ponía a prueba.

A principios del verano unos carteles de la CPD aconsejaron reducir en una hora la jornada de trabajo, pues las proteínas proporcionadas por los comedores eran insuficientes para un consumo normal de energía. La actividad exuberante de las calles de la ciudad ya había declinado. La gente que salía temprano del trabajo vagabundeaba por las plazas, jugaba a los bolos en los parques secos, se sentaba en las puertas de los talleres y conversaba con los transeúntes. La población de la ciudad había menguado bastante, pues varios millares se habían marchado a trabajar a los campos como voluntarios, o enviados por la Divtrab. Pero la confianza mutua mitigaba la depresión o la angustia.

—Ya saldremos del paso —decían, serenamente. Y torrentes de vitalidad corrían casi a flor de piel. Cuando fallaron los pozos de agua de los suburbios del norte, los voluntarios, especializados y no especializados, adultos y adolescentes, trabajando en los ratos libres, instalaron caños maestros traídos de, otros distritos, y la obra fue ejecutada en treinta horas.

A fines del verano Shevek fue enviado a una leva agrícola de emergencia en la comunidad de Saltos Colorados, en Levante del Sur. Con el aliciente de alguna lluvia caída en la estación tormentosa ecuatorial, estaban tratando de obtener una cosecha de granos de holum, plantarla y segarla antes de que volviera la sequía.

Shevek había estado esperando un destino de emergencia, pues los trabajos en la construcción habían concluido, y él se había anotado en el padrón de tareas generales. Durante todo el verano no había hecho otra cosa que dictar cursos, leer, acudir a cualquier llamada de voluntarios en la-manzana del domicilio o en la ciudad, y volver a casa a reunirse con Takver y la pequeña. Takver, después de cinco décadas, trabajaba nuevamente en el laboratorio, pero sólo por las mañanas. Como madre lactante tenía derecho a un suplemento de proteínas e hidratos de carbono, y aprovechaba ese derecho; sus amigos ya no podían compartir con ella las sobras de comida; no había sobras. Takver estaba delgada pero se sentía cada vez mejor, y la niña era pequeña pero robusta.

Shevek disfrutaba mucho con la niña. Como la tenía a su cargo por las mañanas (sólo la dejaban en la escuela de párvulos cuando él daba clase o trabajaba como voluntario) tenia la convicción de que la niña lo necesitaba: carga y recompensa de la paternidad. La niña, un bebé despierto y vivaz, era el público perfecto para las reprimidas fantasías verbales de Shevek, lo que Takver llamaba su vena loca. Sentaba a la pequeña sobre las rodillas y le recitaba descabelladas conferencias cosmológicas, explicándole por qué el tiempo era en realidad el espacio vuelto del revés, y el cronón la víscera dada vuelta del quantum, y la distancia una de las propiedades accidentales de la luz. Le ponía a la niña apodos extravagantes y siempre distintos, y le enumeraba mnemotécnicas absurdas: El tiempo es vesánico, el tiempo es tiránico, súper-mecánico, súper-orgánico —¡pop!— y allí la pequeña daba un saltito en el aire, chillando y agitando los puños gordezuelos. Los dos se sentían muy satisfechos con estos ejercicios. Cuando recibió el aviso de un nuevo destino, se sintió desgarrado. Pero junto con la triste necesidad de separarse de Takver y el bebé tenía la seguridad formal de que estaría de vuelta dentro de sesenta días. Mientras contara con eso no tenía por qué quejarse.

La noche anterior a la partida de Shevek, Bedap fue a comer con ellos en el refectorio del Instituto, y volvieron juntos a la habitación. Se sentaron a conversar en la noche calurosa, con la luz apagada y las ventanas abiertas. Bedap, que comía en un comedor pequeño, donde los arreglos especiales no eran una carga para los cocineros, había guardado durante una década su ración de bebidas especiales: una botella de un litro de zumo de frutas. La mostró con orgullo: una fiesta de despedida. Lo repartieron y lo saborearon lentamente, arqueando las lenguas.

—¿Te acuerdas —dijo Takver— de aquella comilona, la noche antes de que partieras de Poniente del Norte? Yo comí nueve de aquellos pastelillos fritos.

—Tenías el pelo cono entonces —dijo Shevek, sorprendido por aquella imagen, que nunca había comparado con la Takver actual—. Esa eras tú ¿no?

—¿Quién te imaginas que era?

—¡Diantre, que niña eras entonces!

—También tú eras un niño, ya han pasado diez años. Me había cortado el pelo para parecer distinta e interesante. ¡No me sirvió de mucho! —Takver se rió, con una risa fuerte, alegre, que sofocó en seguida para no despertar al bebé, dormido detrás del biombo. Nada, sin embargo, despertaba a la niña una vez que se dormía—. ¡Cuánto deseaba entonces ser diferente! Me pregunto por qué era así.

—Hay un momento, alrededor de los veinte —dijo Bedap— en que tienes que elegir si serás como todo el mundo por el resto de tus días, o aprovecharás tus propias peculiaridades.

—O por lo menos las aceptarás con resignación —dijo Shevek.

—Shev pasa por una crisis de resignación —explicó Takver—. Es la vejez que se acerca. Ha de ser terrible tener treinta años.

—No te preocupes, tú no te resignarás ni a los noventa —dijo Bedap, palmeándole la espalda—. ¿Acaso te has resignado al nombre de tu hija?

Los nombres de cinco y seis letras emitidas por la computadora del registro central, y que eran únicos para cada individuo viviente, remplazaban a los números que una sociedad que utilizaba computadoras tendría que haber asignado a sus miembros. Un anarresti no necesitaba otra identificación que la del nombre. El nombre, por lo tanto, era considerado parte importante del yo, aunque uno no pudiera elegirlo más que la nariz o la estatura. A Takver no le gustaba el nombre que le había tocado a la niña, Sadik.

—Todavía me suena a un buen bocado de pedregullo —dijo—. No le sienta.

—A mí me gusta —dijo Shevek—. Me suena a chica alta y espigada de largos cabellos negros.

—Pero es una niña bajita y gorda, de cabellos invisibles —observó Bedap.

—¡Dale tiempo, hermano! Escuchad. Pronunciaré un discurso.

—¡Que hable! ¡Que hable!

—Chist...

—Pero ¿por qué? A esa criatura no la despierta ni un cataclismo.

—Cállate. Me siento emocionado. —Shevek alzó la copa de zumo de fruta.— Quiero decir... Lo que quiero decir es esto. Me alegra que Sadik haya nacido ahora. Es un año difícil, en tiempos difíciles, y necesitamos de nuestra hermandad. Me alegra que haya nacido ahora y aquí. Me alegra que sea uno de los nuestros, un odoniano, nuestra hija y nuestra hermana. Me alegra que sea la hermana de Bedap. Que sea la hermana de Sabul, ¡y aun de Sabul! Brindo por esta esperanza: que mientras viva, Sadik ame a sus hermanas y hermanos tanto y con tanta alegría como yo los amo en esta noche. Y que llueva.

La CPD, el principal usuario de la radio, el teléfono y los servicios postales, coordinaba los medios de comunicación a larga distancia del mismo modo que coordinaba los medios de transporte y embarque a larga distancia. Como en Anarres no existía el «comercio», en el sentido de promoción, propaganda, inversiones, especulaciones, y otras cosas por el estilo, el correo se ocupaba fundamentalmente de la correspondencia entre los sindicatos industriales y profesionales, las directivas y los boletines informativos de éstos, además de los de la CPD, y un reducido volumen de cartas privadas. Por el hecho de vivir en una sociedad en la que cada miembro podía mudarse cuando y donde quisiera, el anarresti tendía a buscar amigos en el lugar donde residía, no en el que había residido. Los teléfonos se utilizaban muy rara vez dentro de una comunidad: no había distancias que lo justificaran. Hasta Abbenay respondía al trazado del estricto modelo regional, con sus «manzanas», los vecindarios semi-autónomos que, por sus dimensiones, permitían que cualquier vecino pudiera ir a pie a ver a cualquier otro, o en procura de cualquier cosa que pudiera necesitar. Por lo tanto las llamadas telefónicas eran principalmente de larga distancia, y estaban a cargo de la CPD. Las llamadas personales tenían que ser concertadas anticipadamente por correo, o no eran conversaciones sino simples mensajes que se dejaban en la central de la CPD. Las canas no iban cerradas, no por ley, naturalmente, sino por convención. La comunicación a larga distancia es costosa en materiales y mano de obra, y como la economía privada no estaba separada de la pública, había un sentimiento generalizado de rechazo a las cartas y llamadas superfluas. Era una frivolidad: olía a propietariado, a egoísmo. Quizá por eso las cartas iban abiertas: nadie tenía derecho a pedir que alguien llevara una carta que no se podía leer. Las cartas viajaban en un dirigible-correo de la CPD, si uno tenía suerte, y si no la tenía, en un tren de provisiones. Llegaban finalmente a la estafeta de la población de destino, y allí quedaban, pues no había carteros, hasta que alguien avisaba al destinatario y éste recogía la carta.

No obstante, era el individuo quien decidía lo que necesitaba y lo que no necesitaba. Shevek y Takver se escribían regularmente, alrededor de una vez por década. Shevek escribió:

El viaje no fue malo, tres días, un furgón-carril de pasajeros, directo. Esta es una leva grande; tres mil personas, dicen. Los efectos de la sequía son mucho peores aquí. No así la escasez. La ración en los comedores es la misma que en Abbenay, sólo que aquí te sirven hojas de gara cocidas, en las dos comidas diarias, pues han tenido un excedente. También nosotros empezamos a creer que hemos tenido un excedente. Pero aquí lo terrible es el clima. Esto es La Polvareda. El aire es seco y el viento sopla día y noche. Hay lluvias breves, pero una hora después de la lluvia, el suelo se disgrega y el polvo se levanta. En esta estación ha llovido menos de la mitad de la media anual. Todo el mundo en el Proyecto tiene los labios resquebrajados, los ojos irritados, hemorragias nasales y tos. Entre quienes viven en Saltos Colorados hay mucha tos del polvo.


Los desposeídos (39)

De modo que la posibilidad y aun la realidad de la separación servían a menudo para fortalecer la lealtad de los compañeros. Mantener una fidelidad genuina y espontánea en el seno de una sociedad que no imponía sanciones morales contra la infidelidad, y mantenerla durante separaciones voluntariamente aceptadas, que podían sobrevenir en cualquier momento y prolongarse durante años, era una suerte de desafío. Pero los seres humanos gustan del desafío, buscan la libertad en la adversidad.

En el año 164 muchas personas que nunca la habían buscado probaron esa clase de libertad, y les gustó, les gustó aquella impresión de que pasaban por una prueba peligrosa. La sequía que comenzara en el verano de 163 no disminuyó en el invierno. En el verano de 164 llegó la escasez, y la amenaza de un desastre si la sequía se prolongaba.

El racionamiento era estricto; las leyes de trabajo, una necesidad imperiosa. El trabajo de cultivar y distribuir alimentos en cantidad suficiente era ahora convulsivo, desesperado. Sin embargo, la gente no estaba desesperada. Odo había escrito: «Un niño libre de la culpa de la propiedad y el peso de la competencia económica crecerá con el deseo de hacer lo que necesita hacer, y con la capacidad de disfrutar lo que hace. Es el trabajo inútil lo que enturbia el corazón. El deleite de la madre que amamanta, del estudioso, del cazador afortunado, del buen cocinero, del artesano hábil, de cualquiera que hace un trabajo necesario y lo hace bien, esta alegría perdurable es tal vez la fuente más profunda de la afectividad humana y de la vida en sociedad». Hubo una corriente subterránea de alegría, en ese sentido, en aquel verano de Abbenay. Todos disfrutaban del trabajo por duro que fuese, predispuestos a dejar de lado cualquier preocupación tan pronto como hacían lo que podía hacerse. La vieja insignia de la «solidaridad» había revivido. Entusiasmaba descubrir que al fin y al cabo el vínculo era más fuerte que todo cuanto lo ponía a prueba.

A principios del verano unos carteles de la CPD aconsejaron reducir en una hora la jornada de trabajo, pues las proteínas proporcionadas por los comedores eran insuficientes para un consumo normal de energía. La actividad exuberante de las calles de la ciudad ya había declinado. La gente que salía temprano del trabajo vagabundeaba por las plazas, jugaba a los bolos en los parques secos, se sentaba en las puertas de los talleres y conversaba con los transeúntes. La población de la ciudad había menguado bastante, pues varios millares se habían marchado a trabajar a los campos como voluntarios, o enviados por la Divtrab. Pero la confianza mutua mitigaba la depresión o la angustia.

—Ya saldremos del paso —decían, serenamente. Y torrentes de vitalidad corrían casi a flor de piel. Cuando fallaron los pozos de agua de los suburbios del norte, los voluntarios, especializados y no especializados, adultos y adolescentes, trabajando en los ratos libres, instalaron caños maestros traídos de, otros distritos, y la obra fue ejecutada en treinta horas.

A fines del verano Shevek fue enviado a una leva agrícola de emergencia en la comunidad de Saltos Colorados, en Levante del Sur. Con el aliciente de alguna lluvia caída en la estación tormentosa ecuatorial, estaban tratando de obtener una cosecha de granos de holum, plantarla y segarla antes de que volviera la sequía.

Shevek había estado esperando un destino de emergencia, pues los trabajos en la construcción habían concluido, y él se había anotado en el padrón de tareas generales. Durante todo el verano no había hecho otra cosa que dictar cursos, leer, acudir a cualquier llamada de voluntarios en la-manzana del domicilio o en la ciudad, y volver a casa a reunirse con Takver y la pequeña. Takver, después de cinco décadas, trabajaba nuevamente en el laboratorio, pero sólo por las mañanas. Como madre lactante tenía derecho a un suplemento de proteínas e hidratos de carbono, y aprovechaba ese derecho; sus amigos ya no podían compartir con ella las sobras de comida; no había sobras. Takver estaba delgada pero se sentía cada vez mejor, y la niña era pequeña pero robusta.

Shevek disfrutaba mucho con la niña. Como la tenía a su cargo por las mañanas (sólo la dejaban en la escuela de párvulos cuando él daba clase o trabajaba como voluntario) tenia la convicción de que la niña lo necesitaba: carga y recompensa de la paternidad. La niña, un bebé despierto y vivaz, era el público perfecto para las reprimidas fantasías verbales de Shevek, lo que Takver llamaba su vena loca. Sentaba a la pequeña sobre las rodillas y le recitaba descabelladas conferencias cosmológicas, explicándole por qué el tiempo era en realidad el espacio vuelto del revés, y el cronón la víscera dada vuelta del quantum, y la distancia una de las propiedades accidentales de la luz. Le ponía a la niña apodos extravagantes y siempre distintos, y le enumeraba mnemotécnicas absurdas: El tiempo es vesánico, el tiempo es tiránico, súper-mecánico, súper-orgánico —¡pop!— y allí la pequeña daba un saltito en el aire, chillando y agitando los puños gordezuelos. Los dos se sentían muy satisfechos con estos ejercicios. Cuando recibió el aviso de un nuevo destino, se sintió desgarrado. Pero junto con la triste necesidad de separarse de Takver y el bebé tenía la seguridad formal de que estaría de vuelta dentro de sesenta días. Mientras contara con eso no tenía por qué quejarse.

La noche anterior a la partida de Shevek, Bedap fue a comer con ellos en el refectorio del Instituto, y volvieron juntos a la habitación. Se sentaron a conversar en la noche calurosa, con la luz apagada y las ventanas abiertas. Bedap, que comía en un comedor pequeño, donde los arreglos especiales no eran una carga para los cocineros, había guardado durante una década su ración de bebidas especiales: una botella de un litro de zumo de frutas. La mostró con orgullo: una fiesta de despedida. Lo repartieron y lo saborearon lentamente, arqueando las lenguas.

—¿Te acuerdas —dijo Takver— de aquella comilona, la noche antes de que partieras de Poniente del Norte? Yo comí nueve de aquellos pastelillos fritos.

—Tenías el pelo cono entonces —dijo Shevek, sorprendido por aquella imagen, que nunca había comparado con la Takver actual—. Esa eras tú ¿no?

—¿Quién te imaginas que era?

—¡Diantre, que niña eras entonces!

—También tú eras un niño, ya han pasado diez años. Me había cortado el pelo para parecer distinta e interesante. ¡No me sirvió de mucho! —Takver se rió, con una risa fuerte, alegre, que sofocó en seguida para no despertar al bebé, dormido detrás del biombo. Nada, sin embargo, despertaba a la niña una vez que se dormía—. ¡Cuánto deseaba entonces ser diferente! Me pregunto por qué era así.

—Hay un momento, alrededor de los veinte —dijo Bedap— en que tienes que elegir si serás como todo el mundo por el resto de tus días, o aprovecharás tus propias peculiaridades.

—O por lo menos las aceptarás con resignación —dijo Shevek.

—Shev pasa por una crisis de resignación —explicó Takver—. Es la vejez que se acerca. Ha de ser terrible tener treinta años.

—No te preocupes, tú no te resignarás ni a los noventa —dijo Bedap, palmeándole la espalda—. ¿Acaso te has resignado al nombre de tu hija?

Los nombres de cinco y seis letras emitidas por la computadora del registro central, y que eran únicos para cada individuo viviente, remplazaban a los números que una sociedad que utilizaba computadoras tendría que haber asignado a sus miembros. Un anarresti no necesitaba otra identificación que la del nombre. El nombre, por lo tanto, era considerado parte importante del yo, aunque uno no pudiera elegirlo más que la nariz o la estatura. A Takver no le gustaba el nombre que le había tocado a la niña, Sadik.

—Todavía me suena a un buen bocado de pedregullo —dijo—. No le sienta.

—A mí me gusta —dijo Shevek—. Me suena a chica alta y espigada de largos cabellos negros.

—Pero es una niña bajita y gorda, de cabellos invisibles —observó Bedap.

—¡Dale tiempo, hermano! Escuchad. Pronunciaré un discurso.

—¡Que hable! ¡Que hable!

—Chist...

—Pero ¿por qué? A esa criatura no la despierta ni un cataclismo.

—Cállate. Me siento emocionado. —Shevek alzó la copa de zumo de fruta.— Quiero decir... Lo que quiero decir es esto. Me alegra que Sadik haya nacido ahora. Es un año difícil, en tiempos difíciles, y necesitamos de nuestra hermandad. Me alegra que haya nacido ahora y aquí. Me alegra que sea uno de los nuestros, un odoniano, nuestra hija y nuestra hermana. Me alegra que sea la hermana de Bedap. Que sea la hermana de Sabul, ¡y aun de Sabul! Brindo por esta esperanza: que mientras viva, Sadik ame a sus hermanas y hermanos tanto y con tanta alegría como yo los amo en esta noche. Y que llueva.

La CPD, el principal usuario de la radio, el teléfono y los servicios postales, coordinaba los medios de comunicación a larga distancia del mismo modo que coordinaba los medios de transporte y embarque a larga distancia. Como en Anarres no existía el «comercio», en el sentido de promoción, propaganda, inversiones, especulaciones, y otras cosas por el estilo, el correo se ocupaba fundamentalmente de la correspondencia entre los sindicatos industriales y profesionales, las directivas y los boletines informativos de éstos, además de los de la CPD, y un reducido volumen de cartas privadas. Por el hecho de vivir en una sociedad en la que cada miembro podía mudarse cuando y donde quisiera, el anarresti tendía a buscar amigos en el lugar donde residía, no en el que había residido. Los teléfonos se utilizaban muy rara vez dentro de una comunidad: no había distancias que lo justificaran. Hasta Abbenay respondía al trazado del estricto modelo regional, con sus «manzanas», los vecindarios semi-autónomos que, por sus dimensiones, permitían que cualquier vecino pudiera ir a pie a ver a cualquier otro, o en procura de cualquier cosa que pudiera necesitar. Por lo tanto las llamadas telefónicas eran principalmente de larga distancia, y estaban a cargo de la CPD. Las llamadas personales tenían que ser concertadas anticipadamente por correo, o no eran conversaciones sino simples mensajes que se dejaban en la central de la CPD. Las canas no iban cerradas, no por ley, naturalmente, sino por convención. La comunicación a larga distancia es costosa en materiales y mano de obra, y como la economía privada no estaba separada de la pública, había un sentimiento generalizado de rechazo a las cartas y llamadas superfluas. Era una frivolidad: olía a propietariado, a egoísmo. Quizá por eso las cartas iban abiertas: nadie tenía derecho a pedir que alguien llevara una carta que no se podía leer. Las cartas viajaban en un dirigible-correo de la CPD, si uno tenía suerte, y si no la tenía, en un tren de provisiones. Llegaban finalmente a la estafeta de la población de destino, y allí quedaban, pues no había carteros, hasta que alguien avisaba al destinatario y éste recogía la carta.

No obstante, era el individuo quien decidía lo que necesitaba y lo que no necesitaba. Shevek y Takver se escribían regularmente, alrededor de una vez por década. Shevek escribió:

El viaje no fue malo, tres días, un furgón-carril de pasajeros, directo. Esta es una leva grande; tres mil personas, dicen. Los efectos de la sequía son mucho peores aquí. No así la escasez. La ración en los comedores es la misma que en Abbenay, sólo que aquí te sirven hojas de gara cocidas, en las dos comidas diarias, pues han tenido un excedente. También nosotros empezamos a creer que hemos tenido un excedente. Pero aquí lo terrible es el clima. Esto es La Polvareda. El aire es seco y el viento sopla día y noche. Hay lluvias breves, pero una hora después de la lluvia, el suelo se disgrega y el polvo se levanta. En esta estación ha llovido menos de la mitad de la media anual. Todo el mundo en el Proyecto tiene los labios resquebrajados, los ojos irritados, hemorragias nasales y tos. Entre quienes viven en Saltos Colorados hay mucha tos del polvo.