Como Agua Para Chocolate Ep 11
Pero era inútil, algo extraño le pasaba. Trató de buscar apoyo en Tita pero ella estaba
ausente, su cuerpo estaba sobre la silla, sentado, y muy correctamente, por cierto, pero no
había ningún signo de vida en sus ojos. Tal parecía que en un extraño fenómeno de alquimia
su ser se había disuelto en la salsa de las rosas, en el cuerpo de las codornices, en el vino y
en cada uno de los olores de la comida. De esta manera penetraba en el cuerpo de Pedro,
voluptuosa, aromática, calurosa, completamente sensual.
Parecía que habían descubierto un código nuevo de comunicación en el que Tita era la
emisora, Pedro el receptor y Gertrudis la afortunada en quien se sintetizaba esta singular
relación sexual, a través de la comida.
Pedro no opuso resistencia, la dejó entrar hasta el último rincón de su ser sin poder
quitarse la vista el uno del otro. Le dijo:
-Nunca había probado algo tan exquisito, muchas gracias.
Es que verdaderamente este platillo es delicioso. Las rosas le proporcionan un sabor de lo
más refinado.
Ya que se tienen los pétalos deshojados, se muelen en el molcajete junto con el anís. Por
separado, las castañas se ponen a dorar en el comal, se descascaran y se cuecen en agua.
Después, se hacen puré. Los ajos se pican finamente y se doran en la mantequilla; cuando
están acitronados, se les agregan el puré de castañas, la miel, la pithaya molida, los pétalos
de rosa y sal al gusto. Para que espese un poco la salsa, se le pueden añadir dos
cucharaditas de fécula de maíz. Por último, se pasa por un tamiz y se le agregan sólo dos
gotas de esencia de rosas, no más, pues se corre el peligro de que quede muy olorosa y
pasada de sabor. En cuanto está sazonada se retira del fuego. Las codornices sólo se
sumergen durante diez minutos en esta salsa para que se impregnen de sabor y se sacan.
El aroma de la esencia de rosas es tan penetrante que el molcajete que se utilizaba para
moler los pétalos quedaba impregnado por varios días.
La encargada de lavarlo junto con los demás trastes que se utilizaban en la cocina era
Gertrudis. Esta labor la realizaba después de comer, en el patio, pues aprovechaba para
echar a los animales la comida que había quedado en las ollas. Además, como los trastes de
cocina eran tan grandes, los lavaba mejor en el fregadero. Pero el día de las codornices no lo
hizo, le pidió de favor a Tita que lo hiciera por ella. Gertrudis realmente se sentía
indispuesta, sudaba copiosamente por todo el cuerpo. Las gotas que le brotaban eran de
color rosado y tenían un agradable y penetrante olor a rosas. Sintió una imperiosa necesidad
de darse un baño y corrió a prepararlo.
En la parte trasera del patio, junto a los corrales y el granero, Mamá Elena había mandado
instalar una regadera rudimentaria. Se trataba de un pequeño cuarto construido con
tablones unidos, sólo que entre uno y otro quedaban hendiduras lo suficientemente grandes
como para ver, sin mayor problema, al que estuviera tomando el baño. De cualquier manera
fue la primera regadera de la que el pueblo tuvo noticia. La había inventado un primo de
Mamá Elena que vivía en San Antonio, Texas. Tenía una caja como a dos metros de altura
con capacidad para cuarenta litros, a la cual se le tenía que depositar el agua con
anterioridad, para que pudiera funcionar utilizando la fuerza de gravedad. Costaba trabajo
subir las cubetas llenas de agua por una escalera de madera, pero después era una delicia
sólo abrir una llave y sentir correr el agua por todo el cuerpo de un solo golpe y no en
abonos, como sucedía cuando uno se bañaba a jicarazos. Años después los gringos le
pagaron una bicoca al primo por su invento y lo perfeccionaron. Fabricaron miles de
regaderas sin necesidad del mentado depósito, pues utilizaron tuberías para que
funcionaran.
¡Si Gertrudis hubiera sabido! La pobre subió y bajó como diez veces cargando las cubetas.
Estuvo a punto de desfallecer pues este brutal ejercicio intensificaba el abrasador calor que
sentía.
Lo único que la animaba era la ilusión del refrescante baño que la esperaba, pero
desgraciadamente no lo pudo disfrutar pues las gotas que caían de la regadera no
alcanzaban a tocarle el cuerpo: se evaporaban antes de rozarla siquiera. El calor que
despedía su cuerpo era tan intenso que las maderas empezaron a tronar y a arder. Ante el
pánico de morir abrasada por las llamas salió corriendo del cuartucho, así como estaba,
completamente desnuda.
Para entonces el olor a rosas que su cuerpo despedía había llegado muy, muy lejos. Hasta
las afueras del pueblo, en donde revolucionarios y federales libraban una cruel batalla. Entre
ellos sobresalía por su valor el villista ese, el que había entrado una semana antes a Piedras
Negras y se había cruzado con ella en la plaza.
Una nube rosada llegó hasta él, lo envolvió y provocó que saliera a todo galope hacia el
rancho de Mamá Elena. Juan, que así se llamaba el sujeto, abandonó el campo de batalla
dejando atrás a un enemigo a medio morir, sin saber para qué. Una fuerza superior
controlaba sus actos. Lo movía una poderosa necesidad de llegar lo más pronto posible al
encuentro de algo desconocido en un lugar indefinido. No le fue difícil dar. Lo guiaba el olor
del cuerpo de Gertrudis. Llegó justo a tiempo para descubrirla corriendo en medio del campo.
Entonces supo para qué había llegado hasta allí. Esta mujer necesitaba imperiosamente que
un hombre le apagara el fuego abrasador que nacía en sus entrañas.
Un hombre igual de necesitado de amor que ella, un hombre como él.
Gertrudis dejó de correr en cuanto lo vio venir hacia ella. Desnuda como estaba, con el
pelo suelto cayéndole hasta la cintura e irradiando una luminosa energía, representaba lo
que sería una síntesis entre una mujer angelical y una infernal. La delicadeza de su rostro y
la perfección de su inmaculado y virginal cuerpo contrastaban con la pasión y la lujuria que
le salía atropelladamente por los ojos y los poros.