Primera parte de "La española inglesa", de Las Novelas ejemplares.
Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres [a] una niña de edad de siete años, poco más o menos, y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Leste, que con gran diligencia hizo buscar [a] la niña para volvérsela a sus padres, que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que pues se contentaba con las haciendas, y dejaba libres [a] las personas, no fuesen ellos tan desdichados; que ya que quedaban pobres, [no] quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la más hermosa criatura que había en toda la ciudad.
Mandó el conde echar bando por toda su armada que so pena de la vida, [de]volviese la niña cualquiera que la tuviese, mas ningunas penas ni temores fueron bastantes a que Clotaldo le obedeciese, que la tenía escondida en su nave, aficionado, aunque christianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo, alegre sobre modo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran cathólicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina. Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres a amar y temer a Dios, y a estar muy entero en las verdades de la fe cathólica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble christiana, y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel, que como si fuera su hija la criaba, regalaba, e industriaba. Y la niña era de tan buen natural, que con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban.
Con el tiempo, y con los regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho; pero no tanto que dejase de acordarse y suspirar por ellos muchas veces; y aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa secretamente españoles que hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya, como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres. Después de haberle enseñado todas las cosas de labor, que puede y debe saber una doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir, más que medianamente. Pero en lo que tuvo extremo fue en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos; y esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo, tan extremada que encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía; al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos. Pero como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce años, aquella benevolencia primera, y aquella complacencia y agrado de mirarla, se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla; no porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo. Pues de la incomparable honestidad de Isabela, (que así la llamaban ellos) no se podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya y la estimación en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma. Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres, y otras tantas no aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta christiana como ellos; y estaba claro, según él decía, que no habían de querer dar a una esclava (si este nombre se podía dar a Isabela) lo que ya tenían concertado de dar a una señora; y así perplejo y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal que le puso a punto de perderla. Pero pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir, sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a declarar su intento a Isabela.
Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el extremo posible; así por no tener otro como porque lo merecía su mucha virtud, y su gran valor, y entendimiento. No le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba, ni quería, descubrírsela. En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada, le dijo:
–Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me ves, si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de recebirte por mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales temo que por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa. Si me das la palabra de ser mía, yo te la doy desde luego, como verdadero y cathólico christiano, de ser tuyo. Que, puesto que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía será bastante a darme salud, y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el felice punto que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela [con] los ojos bajos, mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba a su hermosura, y a su mucha discreción su recato. Y así, viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta, le respondió desta suerte:
–Después que quiso el rigor o la clemencia del cielo (que no sé a cuál destos extremos lo atribuya) quitarme a mis padres, señor Ricaredo, y darme a los vuestros, agradecida a las infinitas mercedes que me han hecho, determiné que jamás mi voluntad saliese de la suya; y así, sin ella, tendría no por buena, sino por mala, fortuna la inestimable merced que queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren, y en tanto que esto se dilatare, o no fuere, entretengan vuestros deseos [el] saber que los míos serán eternos y limpios, en desearos el bien que el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y discretas razones, y allí comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron a revivir las esperanzas de sus padres, que en su enfermedad muertas estaban. Despidiéronse los dos cortésmente; él con lágrimas en los ojos, ella con admiración en el alma de ver tan rendida a su amor la de Ricaredo. El cual, levantado del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso tenerles más tiempo ocultos sus pensamientos. Y así, un día se los manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fue larga, que si no le casaban con Isabela que el negársela y darle la muerte era todo una misma cosa.
Con tales razones, con tales encarecimientos subió al cielo las virtudes de Isabela, Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a su hijo de disponer a su padre a que con gusto viniese en lo que ya ella también venía. Y así fue, que diciendo a su marido las mismas razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad le movió a querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando excusas que impidiesen el casamiento que casi tenía concertado con la doncella de Escocia.
A esta razón tenía Isabela catorce y Ricaredo veinte años; y en esta tan verde y tan florida edad, su mucha discreción y conocida prudencia los hacía ancianos. Cuatro días faltaban, para llegarse aquel en el cual sus padres de Ricaredo querían que su hijo inclinase el cuello al yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber escogido a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de sus virtudes que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer a la reina sabidora de aquel concierto, porque sin su voluntad y consentimiento entre los de ilustre sangre no se efe[c]túa casamiento alguno, pero no dudaron de la licencia; y así, se detuvieron en pedirla. Digo pues, que estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro días hasta el de la boda, una tarde turbó su regocijo un ministro de la reina que dio un recaudo a Clotaldo que su majestad mandaba que otro día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera, la española de Cádiz. Respondióle Clotaldo, que de muy buena gana haría lo que su majestad le mandaba. Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de turbación, de sobresalto y miedo.
–¡Ay –decía la señora Catalina–, si sabe la reina que yo he criado a esta niña a la cathólica, y de aquí viene a inferir que todos los desta casa somos christianos! pues si la reina le pregunta, qué es lo que ha aprendido en ocho años que ha[ce] que es prisionera, ¿qué ha de responder la cuitada que no nos condene, por más discreción que tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
–No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo que me ha de dar palabras en aquel instante, por su divina misericordia, que no sólo no os condenen, sino que redunden en provecho vuestro.
Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso. Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor y no los hallaba, sino en la mucha confianza que en Dios tenía, y en la prudencia de Isabela, a quien encomendó mucho, que por todas las vías que pudiese, excusase de condenallos por cathólicos, que puesto que estaban promptos con el espíritu a recebir martirio, toda vía la carne enferma rehusaba su amarga carrera. Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen seguros que por su causa no sucedería lo que temían y sospechaban porque, aunque ella entonces no sabía lo que había de responder a las preguntas que en tal caso le hiciesen, tenía tan viva y cierta esperanza que había de responder de modo que, como otra vez había dicho, sus respuestas les sirviesen de abono.
Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente en que si la reina supiera que eran cathólicos, no les enviara recaudo tan manso, por donde se podía inferir que sólo querría ver a Isabela, cuya sin igual hermosura y habilidades habría llegado a sus oídos, como a todos los de la ciudad. Pero ya en no habérsela presentado se hallaban culpados; de la cual culpa hallaron sería bien disculparse, con decir que desde el punto que entró en su poder, la escogieron y señalaron para esposa de su hijo Ricaredo. Pero también en esto se culpaban por haber hecho el casamiento sin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo. Con esto, se consolaron, y acordaron que Isabela no fuese vestida humildemente como prisionera, sino como esposa, pues ya lo era de tan principal esposo como su hijo.
Resueltos en esto, otro día vistieron a Isabela a la española, con una saya entera de raso verde acuchillada y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas eses de perlas, y toda ella bordada de riquísimas perlas; collar y cintura de diamantes, y con abanico, a modo de las señoras damas españolas. Sus mismos cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de diamantes y perlas, le servían de tocado. Con este adorno riquísimo, y con su gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer, y Ricaredo, en la carroza, y a caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a su prisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.
Llegados pues a palacio, y a una gran sala donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a dos pasos se quedó el acompañamiento y se adelantó Isabela; y como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella, o exalación, que por la región del fuego en serena y sosegada noche, suele moverse, o bien ansí como rayo del sol, que al salir del día, por entre dos montañas se descubre. Todo esto pareció, y aun cometa, que pronosticó el incendio de más de un alma de los que allí estaban, a quien amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela. La cual llena de humildad y cortesía, se fue a poner de hinojos ante la reina y, en lengua inglesa, le dijo:
–Dé, vuestra majestad, las manos a esta su sierva, que desde hoy más se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen espacio sin hablarle palabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traía; su bello rostro y sus ojos el sol y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina, quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela. Cuál acababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del cuerpo, y cuál la dulzura de la habla. Y tal hubo, que de pura envidia, dijo:
–Buena es la española, pero no me contenta el traje.
Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar a Isabela le dijo:
–Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien, y gustaré dello. –Y volviéndose a Clotaldo dijo–: Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha[ce] encubierto, mas él es tal que os haya movido a codicia. Obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío.
–Señora –respondió Clotaldo–, mucha verdad es lo que v. majestad dice; confieso mi culpa, si lo es haber guardado este tesoro a que estuviese en la perfección que convenía, para [a]parecer ante los ojos de V. M., y aora que lo está, pensaba traerle mejorado, pidiendo licencia a V. M. para que Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo, y daros, alta majestad, en los dos todo cuanto puedo daros.
–Hasta el nombre me contenta –respondió la reina–; no le faltaba más, sino llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfección que desear en ella. Pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida a vuestro hijo.
–Así es verdad, señora –respondió Clotaldo–, pero fue en confianza, que los muchos y relevados servicios, que yo y mis pasados tenemos hechos a esta corona, alcanzarían de V. M. otras mercedes más dificultosas que las desta licencia, cuanto más, que aún no está desposado mi hijo.
–Ni lo estará –dijo la reina– con Isabela, hasta que por sí mismo lo merezca. Quiero decir, que no quiero que para esto le aprovechen vuestros servicios, ni [los] de sus pasados, él por sí mismo se ha de disponer a servirme y a merecer por sí esta prenda, que ya la estimo como si fuese mi hija.
Apenas oyó esta última palabra Isabela, cuando se volvió a hincar de rodillas ante la reina, diciéndole en lengua castellana:
–Las desgracias que tales descuentos traen, serenísima señora, antes se han de tener por dichas que por desventuras.Ya V. M. me ha dado nombre de hija; sobre tal prenda ¿qué males podré temer, o qué bienes no podré esperar?
Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía Isabela, que la reina se le aficionó en extremo, y mandó que se quedase en su servicio. Y se la entregó a una gran señora, su camarera mayor, para que la enseñase el modo de vivir suyo. Ricaredo, que se vio quitar la vida, en quitarle a Isabela, estuvo a pique de perder el juicio; y así, temblando y con sobresalto, se fue a poner de rodillas ante la reina, a quien dijo:
–Para servir yo a v. majestad no es menester incitarme con otros premios que con aquellos que mis padres y mis pasados han alcanzado por haber servido a sus reyes. Pero, pues v. majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querría saber en qué modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligación en que v. majestad me pone.
–Dos navíos –respondió la reina– están para partirse en corso, de los cuales he hecho general al barón de Lansac. Del uno dellos os hago a vos capitán, porque la sangre de do[nde] venís me asegura que ha de suplir la falta de vuestros años. Y advertid a la merced que os hago, pues os doy ocasión en ella a que correspondiendo a quien sois, sirviendo a vuestra reina, mostréis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcancéis el mejor premio que a mi parecer vos mismo podéis acertar a desearos. Yo misma os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que su honestidad será su más verdadera guarda. ¡Id con Dios! que, pues vais enamorado, como imagino, grandes cosas me prometo de vuestras hazañas. Felice fuera el rey batallador que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes que esperaran que el premio de sus vi[c]torias había de ser gozar de sus amadas. Levantaos, Ricaredo, y mirad si tenéis o queréis decir algo a Isabela, porque mañana ha de ser vuestra partida.
Besó las manos a la reina, estimando en mucho la merced que le hacía, y luego se fue a hincar de rodillas ante Isabela, y queriéndola hablar, no pudo porque se le puso un nudo en la garganta que le ató la lengua y las lágrimas acudieron a los ojos, y él acudió a disimularlas lo más que le fue posible; pero con todo esto, no se pudieron encubrir a los ojos de la reina, pues dijo:
–No os afrentéis, Ricaredo, de llorar, ni os tengáis en menos por haber dado en este trance tan tiernas muestras de vuestro corazón, que una cosa es pelear con los enemigos y otra despedirse de quien bien se quiere. Abrazad, Isabela, a Ricaredo y dadle vuestra bendición, que bien lo merece su sentimiento.
Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver la humildad y dolor de Ricaredo, que como a su esposo le amaba, no entendió lo que la reina le mandaba, antes comenzó a derramar lágrimas, tan sin pensar lo que hacía, y tan sesga y tan sin movimiento alguno que no parecía, sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de los circunstantes, y sin hablar más palabra Ricaredo, y sin le haber hablado alguna a Isabela, haciendo Clotaldo, y los que con él venían, reverencia a la reina, se salieron de la sala llenos de compasión, de despecho, y de lágrimas.
Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres y con temor que la nueva señora quisiese que mudase de costumbres en que la primera la había criado. En fin, se quedó, y de allí a dos días Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros muchos, de dos pensamientos que le tenían fuera de sí. Era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podía hacer ninguna si había de responder a su cathólico intento que le impedía no desenvainar la espada contra cathólicos; y si no la desembainaba había de ser notado de christiano, o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión. Pero, en fin determinó posponer al gusto de enamorado el que tenía de ser cathólico, y en su corazón pedía al cielo le deparase ocasiones donde, con ser valiente, cumpliese con ser christiano, dejando a su reina satisfecha, y a Isabela merecida.
Seis días navegaron los dos navíos con próspero viento, siguiendo la derrota de las islas Terceras, paraje donde nunca faltan o naves portuguesas de las Indias Orientales o algunas derrotadas de las Occidentales. Y al cabo de los seis días, les dio de costado un recísimo viento, que en el mar Océano tiene otro nombre que en el Mediterráneo donde se llama "Mediodía". El cual viento fue tan durable y tan recio que, sin dejarles tomar las islas, les fue forzoso correr a España; y junto a su costa, a la boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos: uno poderoso y grande y los dos pequeños. Arribó la nave de Ricaredo a su capitán para saber de su general si quería embestir a los tres navíos que se descubrían. Y antes que a ella llegase, vio poner sobre la gavia mayor un estandarte negro. Y llegándose más cerca, oyó que tocaban en la nave clarines y trompetas roncas, señales claras o que el general era muerto o alguna otra principal persona de la nave.
Con este sobresalto llegaron a poderse hablar, que no lo habían hecho después que salieron del puerto. Dieron voces de la nave capitana, diciendo que el capitán Ricaredo pasase a ella porque el general la noche antes había muerto de una apoplejía. Todos se entristecieron sino fue Ricaredo, que le alegró; no por el daño de su general, sino por ver que quedaba él libre para mandar en los dos navíos, que así fue la orden de la reina, que faltando el general, lo fuese Ricaredo. El cual con presteza se pasó a la capitana, donde halló que unos lloraban por el general muerto y otros se alegraban con el vivo. Finalmente, los unos y los otros le dieron luego la obediencia, y le aclamaron por su general con breves ceremonias; no dando lugar a otra cosa dos de los tres navíos que habían descubierto. Los cuales, desviándose del grande, a las dos naves se venían.
Luego conocieron ser galeras, y turquescas, por las medias lunas que en las banderas traían, de que recibió gran gusto Ricaredo, pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, sería de consideración, sin haber ofendido a ningún cathólico. Las dos galeras turquescas llegaron a reconocer los navíos ingleses, los cuales no traían insignias de Inglaterra, sino de España, por desmentir a quien llegase a reconocellos, y no los tuviese por navíos de co[r]sarios. Creyeron los turcos ser naves derrotadas de las Indias, y que con facilidad las rendirían. Fuéronse entrando poco a poco, y de industria los dejó llegar Ricaredo, hasta tenerlos a gusto de su artillería, la cual mandó disparar a tan buen tiempo que con cinco balas dio en la mitad de una de las galeras con tanta furia que la abrió por medio toda. Dio luego a la banda y comenzó a irse a pique, sin poderse remediar. La otra galera, viendo tan mal suceso, con mucha priesa le dio cabo y le llevó a poner debajo del costado del gran navío. Pero Ricaredo, que tenía los suyos prestos y ligeros, y que salían y entraban como si tuvieran remos, mandando cargar de nuevo toda la artillería, los fue siguiendo hasta la nave, lloviendo sobre ellos infinidad de balas.
Los de la galera abierta, así como llegaron a la nave, la desampararon, y con priesa y celeridad procuraban acogerse a la nave. Lo cual visto por Ricaredo, y que la galera sana se ocupaba con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos, y sin dejarla rodear, ni valerse de los remos, la puso en estrecho; que los turcos se aprovecharon ansimismo del refugio de acogerse a la nave, no para defenderse en ella, sino para escapar las vidas por entonces.
Los christianos, de quien venían armadas las galeras, arrancando las branzas y rompiendo las cadenas, mezclados con los turcos, también se acogieron a la nave. Y como iban subiendo por su costado, con la arcabucería de los navíos, los iban tirando como a blanco; a los turcos no más, que a los christianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera casi todos los más turcos fueron muertos, y los que en la nave entraron por los christianos que con ellos se mezclaron, aprovechándose de sus mismas armas, fueron hechos pedazos; que la fuerza de los valientes, cuando caen, se pasa a la flaqueza de los que se levantan. Y así, con el calor que les daba a los christianos pensó que los navíos ingleses eran españoles, hicieron por su libertad maravillas.
Finalmente, habiendo muerto casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron a borde del navío, y a grandes voces llamaron a los que pensaban ser españoles [que] entrasen a gozar el premio del vencimiento. Preguntóles Ricaredo en español que qué navío era aquél. Respondiéronle que era una nave que venía de la India de Portugal, cargada de especería, y con tantas perlas y diamantes que valía más de un millón de oro, y que con tormenta había arribado a aquella parte, toda destruida y sin artillería por haberla echado a la mar; la gente enferma y casi muerta de sed y de hambre; y que aquellas dos galeras, que eran del co[r]sario Arnautemamí, el día antes la habían rendido, sin haberse puesto en defensa. Y que, a lo que habían oído decir, por no poder pasar tanta riqueza a sus dos bajeles, le llevaban a jorro para meterla en el río de Larache, que estaba allí cerca. Ricaredo les respondió que si ellos pensaban que aquellos dos navíos eran españoles, se engañaban; que no eran sino de la señora reina de Inglaterra, cuya nueva dio que pensar y que temer a los que la oyeron, pensando, como era razón que pensasen, que de un lazo habían caído en otro. Pero Ricaredo les dijo que no temiesen algún daño, y que estuviesen ciertos de su libertad con tal que no se pusiesen en defensa.
–Ni es posible ponernos en ella –respondieron–, porque, como se ha dicho, este navío no tiene artillería, ni nosotros armas; así que, nos es forzoso acudir a la gentileza, y liberalidad de vuestro general. Pues será justo que quien nos ha librado del insufrible cautiverio de los turcos, lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues le podrá hacer famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la nueva desta memorable vi[c]toria y de su liberalidad, más de nosotros esperada que temida.
No le precieron mal a Ricaredo las razones del español. Y llamando a consejo [a] los de su navío, les preguntó cómo haría para enviar [a] todos los christianos a España sin ponerse a peligro de algún siniestro suceso, si el ser tantos les daba ánimo para levantarse. Pareceres hubo que los hiciese pasar uno a uno a su navío, y así como fuesen entrando, debajo de cubierta, matarle; y desta manera, matarlos a todos y llevar la gran nave a Londres sin temor ni cuidado alguno.
A eso respondió Ricaredo:
–Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced, en darnos tanta riqueza, no quiero corresponderle con ánimo cruel y desagradecido, ni es bien que lo que puedo remediar con la industria, lo remedie con la espada.Y así, soy de parecer que ningún christiano cathólico muera; no porque los quiero bien, sino porque me quiero a mí muy bien, y querría que esta hazaña de hoy, ni a mí, ni a vosotros, que en ella me habéis sido compañeros, nos diese mezclado con el nombre de valientes, el renombre de crueles; porque nunca dijo bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es que toda la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave portuguesa, sin dejar en el navío otras armas, ni otra cosa más del bastimento; y no [a]lejando la nave de nuestra gente la llevaremos a Inglaterra, y los españoles se irán a España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había propuesto; y algunos le tuvieron por valiente y magnánimo, y de buen entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones por más cathólico que debía.
Resuelto, pues, en esto, Ricaredo pasó con cincuenta arcabuceros a la nave portuguesa, todos [en] alerta, y con las cuerdas encendidas. Halló en la nave casi tre[s]cientas personas de las que habían escapado de las galeras. Pidió luego el registro de la nave, y respondióle aquel mismo que desde el borde le habló la vez primera que el registro le había tomado el co[r]sario de los bajeles, que con ellos se había ahogado.
Al instante, puso el torno en orden y, acostando su segundo bajel a la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de fortísimos cab[r]estrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel a la mayor nave. Luego, haciendo una breve plática a los christianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia, para más de un mes y para más gente. Y así, como se iban embarcando, dio a cada uno cuatro escudos de oro españoles que hizo traer de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen a tierra, que estaba tan cerca que las altas montañas de Abila y Calpe desde allí se parecían.
Todos le dieron infinitas gracias, por la merced que les hacía. Y el último que se iba a embarcar, fue aquel que por los demás había hablado, el cual le dijo:
–Por más ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevaras contigo a Inglaterra, que no me enviaras a España; porque aunque es mi patria, y no habrá sino seis días que della partí, no he de hallar en ella otra cosa que no sea de ocasiones de tristezas y soledades mías. Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar a Inglaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos; que después que no la vieron nunca han visto cosa que de su gusto sea. El grave descontento en que me dejó su pérdida, y la de la hacienda, que también me faltó, me pusieron de manera que ni más quise, ni más pude, ejercitar la mercancía, cuyo trato me había puesto en opinión de ser el más rico mercader de toda la ciudad. Y así era la verdad, pues fuera del crédito que pasaba de muchos centenares de millares de escudos, valía mi hacienda, dentro de las puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados, todo lo perdí, y no hubiera perdido nada como no hubiera perdido a mi hija. Tras esta general desgracia, y tan particular mía, acudió la necesidad a fatigarme, hasta tanto que no pudiéndola resistir, mi mujer y yo, que es aquella triste que allí está sentada, determinamos irnos a las Indias, común refugio de los pobres generosos. Y habiéndonos embarcado en un navío de aviso seis días ha[ce], a la salida de Cádiz, dieron con el navío estos dos bajeles de co[r]sarios y nos cautivaron; donde se renovó nuestra desgracia y se confirmó nuestra desventura; y fuera mayor, si los co[r]sarios no hubieran tomado aquella nave portuguesa que los entretuvo, hasta haber sucedido lo que él había visto.
Preguntóle Ricaredo, cómo se llamaba su hija. Respondióle, que Isabel. Con esto, acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya había sospechado, que era que el que se lo contaba era el padre de su querida Isabela. Y sin darle algunas nuevas della, le dijo que de muy buena gana llevaría a él y a su mujer a Londres, donde podría ser [que] hallasen nuevas de la que deseaban.
Hízolos pasar luego a su capitana; poniendo marineros y guardas bastantes en la nao portuguesa. Aquella noche alzaron velas y se dieron priesa a apartarse de las costas de España porque el navío de los cautivos libres... entre los cuales también iban hasta veinte turcos, a quien también Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su buena condición y generoso ánimo se mostraba liberal que por forzarle amor que a los cathólicos tuviese. Rogó a los españoles que en la primera ocasión que se ofreciese diesen entera libertad a los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó a calmar un tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en los ingleses que culpaban a Ricaredo y a su liberalidad, diciéndole que los libres podían dar aviso en España de aquel suceso; y que si a caso había galeones de armada en el puerto, podían salir en su busca y ponerlos en aprieto, y en término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían razón; pero venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó. Pero más los quietó el viento, que volvió a refrescar de modo que, dándole todas las velas, sin tener necesidad de amainallas, ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallaron a la vista de Londres, y cuando en él, vi[c]toriosos volvieron, habría treinta [días] que dél faltaban.
No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su general; y así, mezcló las señales alegres con las triste; unas veces sonaban clarines regocijados, otras trompetas roncas; unas tocaban los atambores alegres y sobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamentables respondían los pífaros; de una gavia colgaba, puesta al revés, una bandera de medias lunas sembrada, en otra se veía un luengo estandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con estos tan contrarios extremos, entró en el río de Londres con su navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así, se quedó en la mar a lo largo.
Estas tan contrarias muestras y señales tenían suspenso el infinito pueblo que desde la ribera les miraba. Bien conocieron por algunas insignias que aquel navío menor era la capitana del barón de Lansac, mas no podían alcanzar, cómo el otro navío se hubiese cambiado con aquella poderosa nave que en la mar se quedaba. Pero sacólos desta duda [el] haber saltado en el esquife, armado de todas armas, ricas y resplandecientes, el valeroso Ricaredo, que, a pie, sin esperar otro acompañamiento que aquel de un innumerable vulgo que le seguía, se fue a palacio; donde ya la reina, puesta a unos corredores, estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos, estaba con la reina con las otras damas Isabela, vestida a la inglesa, y parecía también como a la castellana. Antes que Ricaredo llegase, llegó otro que dio las nuevas a la reina, de cómo Ricaredo venía. Alborozóse Isabela, oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.
Era Ricaredo alto de cuerpo, gentilhombre y bien proporcionado. Y, como venía armado de peto, espaldar, gola y brazaletes, y escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecía en extremo bien a cuantos le miraban. No le cubría la cabeza morrión alguno, sino un sombrero de gran falda de color leonado con mucha diversidad de plumas terciadas a la valona, la espada ancha, los tiros ricos, las calzas a la esguízara. Con este adorno, y con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon a Marte, dios de las batallas; y otros, llevados de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que para hacer alguna burla a Marte, de aquel modo se había disfrazado. En fin, él llegó ante la reina; puesto de rodillas, le dijo:
–Alta majestad, en fuerza de vuestra ventura, y en consecución de mi deseo, después de haber muerto de una apoplejía el general de Lansac, quedando yo en su lugar, merced a la liberalidad vuestra, me deparó la suerte dos galeras turquescas que llevaban remolcando aquella gran nave que allí se parece. Acometíla; pelearon vuestros soldados, como siempre; echáronse a fondo los bajeles de los co[r]sarios. En el uno de los nuestros, en vuestro real nombre di libertad a los christianos que del poder de los turcos escaparon. Sólo truje conmigo a un hombre y a una mujer españoles, que por su gusto quisieron venir a ver la grandeza vuestra. Aquella nave es de las que vienen de la India de Portugal. La cual por tormenta vino a dar en poder de los turcos, que con poco trabajo, o por mejor decir, sin ninguno la rindieron y, según dijeron algunos portugueses de los que en ella venían, pasa de un millón de oro el valor de la especería y otras mercancías de perlas y diamantes que en ella vienen. A ninguna cosa se ha tocado, ni los turcos habían llegado a ella, porque todo lo dedicó el cielo, y yo lo mandé guardar, para vuestra majestad, que con una joya sola que se me dé, quedaré en deuda de otras diez naves; la cual joya ya vuestra majestad me la tiene prometida, que es a mi buena Isabela. Con ella quedaré rico y premiado, no sólo deste servicio, cual él se sea, que a vuestra majestad he hecho, sino de otros muchos que pienso hacer por pagar alguna parte del todo, casi infinito, que en esta joya vuestra majestad me ofrece.
–Levantaos, Ricaredo –respondió la reina–, y creedme, que si por precio os hubiera de dar a Isabela, según yo la estimo, no la pudiérades pagar ni con lo que trae esa nave, ni con lo que quede en las Indias. Dóyosla, porque os la prometí, y porque ella es digna de vos, y vos lo sois della. Vuestro valor sólo la merece. Si vos habéis guardado las joyas de la nave para mí, yo os he guardado la joya vuestra para vos; y aunque os parezca que no hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os hago mucha merced en ello, que las prendas que se compran a deseos y tienen su estimación en el alma del comprador, aquello valen; que vale una alma, que no hay precio en la tierra con que aprecialla. Isabela es vuestra. Veisla allí. Cuando quisiéredes, podéis tomar su entera posesión, y creo será con su gusto, porque es discreta y sabrá ponderar la amistad que le hacéis, que no la quiero llamar meced, sino amistad, porque me quiero alzar con el nombre de que yo sola puedo hacerle mercedes. Idos a descansar y venidme a ver mañana, que quiero más particularmente oír vuestras hazañas. Y traedme esos dos que decís, que de su voluntad han querido venir a verme, que se lo quiero agradecer.
Besóle las manos Ricaredo por las muchas mercedes que le hacía. Entróse la reina en una sala, y las damas rodearon a Ricaredo; y una dellas, que había tomado grande amistad con Isabela, llamada la señora Tansi, tenida por la más discreta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo a Ricaredo:
–¡Qué es esto! señor Ricaredo ¿qué armas son éstas? ¿pensábades por ventura que veníades a pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora Isabela que, como española, está obligada a no teneros buena voluntad.
–Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme alguna, que como yo esté en su memoria –dijo Ricaredo–, yo sé que la voluntad será buena, pues no puede caber en su mucho valor y entendimiento, y rara hermosura, la fealdad de ser desagradecida.
A lo cual respondió Isabela:
–Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a vos está tomar de mí toda la satisfa[c]ción que quisiéredes para recompensaros de las alabanzas que me habéis dado y de las mercedes que pensáis hacerme.
Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas, entre las cuales había una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino mirar a Ricaredo mientras allí estuvo. Alzábale las escarcelas por ver qué traía debajo dellas; tentábale la espada; y con simplicidad de niña, quería que las armas le sirviesen de espejo, llegándose a mirar de muy cerca en ellas; y cuando se hubo ido, volviéndose a las damas, dijo:
–A[h]ora, señoras, yo imagino que debe de ser cosa hermosísima la guerra, pues aun entre mujeres parecen bien los hombres armados.
–Y ¡cómo si parece! –respondió la señora Tansi. Si no, mirad a Ricaredo, que no parece sino que el sol se ha bajado a la tierra. ¿Y en aquel hábito va caminando por la calle?
Rieron todas del dicho de la doncella y de la disparatada semejanza de Tansi. Y no faltaron murmuradores, que tuvieron por impertinencia el haber venido armado Ricaredo a palacio; puesto que halló disculpa en otros, que dijeron que, como soldado, lo pudo hacer, para mostrar su gallarda bizarría. Fue Ricaredo de sus padres, amigos, parientes y conocidas con muestras de entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron generales alegrías en Londres por su buen suceso.
Ya los padres de Isabela estaban en casa de Clotaldo, a quien Ricaredo había dicho quién eran; pero que no les diesen nueva ninguna de Isabela hasta que él mismo se la diese. Este aviso tuvo la señora Catalina, su madre, y todos los criados y criadas de su casa. Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y barcos, y con no menos ojos que lo miraban, se comenzó a descargar la gran nave; que en ocho días no acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías que en su vientre encerradas tenía.
El día que siguió a esta noche, fue Ricaredo a palacio, llevando consigo al padre y madre de Isabela, vestidos de nuevo a la inglesa, diciéndoles que la reina quería verlos. Llegaron todos donde la reina estaba en medio de sus damas, esperando a Ricaredo, a quien quiso lisonjear y favorecer, con tener junto a sí a Isabela, vestida con aquel mismo vestido que llevó la vez primera, mostrándose no menos hermosa a[h]ora que entonces. Los padres de Isabela quedaron admirados y suspensos, de ver tanta grandeza y bizarría junta. Pusieron los ojos en Isabela y no la conocieron, aunque el corazón, presagio del bien que tan cerca tenían, les comenzó a saltar en el pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un no sé qué de gusto, que ellos no acertaban a entendelle. No consintió la reina, que Ricaredo estuviese de rodillas ante ella; antes le hizo levantar y sentar en una silla rasa, que para sólo esto allí puesta tenían, inusitada merced para la altiva condición de la reina. Y alguno dijo a otro:
–Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la pimienta que él trujo.
Otro acudió, y dijo:
–A[h]ora se verifica lo que comúnmente se dice, que dádivas quebrantan peñas. Pues las que ha traído Ricaredo han ablandado el duro corazón de nuestra reina.
Otro acudió, y dijo:
–A[h]ora que está tan bien ensillado, más de dos se atreverán a correrle.
En efe[c]to, de aquella nueva honra que la reina hizo a Ricaredo, tomó ocasión la envidia para nacer en muchos pechos de aquellos que mirándole estaban. Porque no hay merced que el príncipe haga a su privado, que no sea una lanza que atraviesa el corazón del envidioso. Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente, cómo había pasado la batalla con los bajeles de los co[r]sarios; él la contó de nuevo, atribuyendo la vi[c]toria a Dios, y a los brazos valerosos de sus soldados, encareciéndolos a todos juntos y particularizando algunos hechos de algunos que más que los otros se habían señalado, con que obligó a la reina a hacer a todos merced, y en particular a los particulares; y cuando llegó a decir la libertad que en nombre de su majestad, había dado a los turcos y christianos, dijo:
–Aquella mujer y aquel hombre que allí están –señalando a los padres de Isabela– son los que dije ayer a V.M. ; que con deseo de ver vuestra grandeza, encarecidamente me pidieran los trujese conmigo; ellos son de Cádiz y, de lo que ellos me han contado, y de lo que en ellos he visto y notado, sé que son gente principal y de valor.
Mandóles la reina que se llegasen cerca. Alzó los ojos Isabela a mirar los que decían ser españoles, y más de Cádiz, con deseo de saber si por ventura conocían a sus padres. Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso en ella su madre, y detuvo el paso para mirarla más atentamente, y en la memoria de Isabela se comenzaron a despertar unas confusas noticias que le querían dar a entender que en otro tiempo ella había visto [a] aquella mujer que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba atentísimo a ver los afectos, y los movimientos que hacían las tres dudosas y perplejas almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la suspensión de entrambos, y aun el desasosiego de Isabela, porque la vio trasudar y levantar las manos muchas veces a componerse el cabello. En esto, deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre, quizá los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto. La reina dijo a Isabela que en lengua española dijese a aquella mujer y a aquel hombre [que] le dijesen qué causa les había movido a no querer gozar de la libertad que Ricaredo les había dado, siendo la libertad la cosa más amada, no sólo de la gente de razón, más aún de los animales que carecen della.