Las cinco pepitas de naranja - 04
El joven sacó del bolsillo interior un sobre arrugado, y, volteándolo sobre la mesa, dejó caer en ella cinco pepitas de naranja secas.
—Este es el sobre—continuó;—el sello del correo es de Londres, distrito del Este. Adentro están las mismas palabras del último y fatal mensaje recibido por mi padre: «K. K. K.», y luego: «Ponga los papeles en el reloj de sol».
—¿Qué ha hecho usted?—preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—Para decir la verdad—el joven se ocultó la cabeza entre sus manos delgadas y blancas—me he sentido sin fuerzas, me he sentido como la pobre liebre cuando la serpiente se arrastra hacia ella. Me parece que estoy entre las garras de algún maligno ser inexorable contra el cual no hay previsiones ni precauciones eficaces.
—¡Chist chist!—exclamó Sherlock Holmes.—Tiene usted que ponerse en acción, hombre, ó está usted perdido. Sólo la energía puede salvarlo a usted. No es esta la hora de desesperar.
—He dado parte a la policía.
—¡Ah!
—Pero el inspector con quien hablé ha escuchado mi relato con una sonrisa. Estoy convencido de que se ha formado la opinión de que las cartas son todas obra de algún bromista, y que mi padre y mi tío han muerto en realidad por accidente, como los jurados han declarado, y que las amenazas de las cartas nada han tenido que ver con esas muertes.
Holmes blandió en alto sus apretados puños.
—Increíble imbecilidad!—exclamó.
—Sin embargo, me ha dado un vigilante para que esté conmigo en mi casa.
—¿Ha venido esta noche con usted?
—No; la orden que tiene es de permanecer en la casa.
—¿Por qué ha venido usted en busca mía—dijo Holmes,—ó más bien, ¿por qué no vino usted inmediatamente?
—No sabía nada de usted. Sólo hoy, que hablé de lo que me ocurre con el mayor Prendergast, me aconsejó que viniera a ver a usted.
—Hace dos días que tiene usted esa carta. Habríamos debido obrar antes. Supongo que no tiene usted otros datos que los que nos ha dado usted, ningún detalle sugerente que pueda ayudarnos.
—Hay una cosa—dijo Juan Openshaw.
Buscó en la faltriquera de su saco, sacó un pedazo de papel descolorido, de tinte azulado, y lo puso en la mesa.
—Tengo cierto recuerdo—añadió—de que el día que mi tío quemó los papeles, los bordes no quemados que quedaron entre las cenizas tenían este color particular. Encontré esta única hoja en el suelo del cuarto, y me inclino a creer que puede ser uno de esos papeles, el cual, tal vez, apretado entre los otros, se escapó de la destrucción. Pero aparte de la mención de las pepitas, no veo que pueda servirnos de mucho. Creo que es una página de un diario intimo. La letra es evidentemente de mi tío.
Holmes movió la lámpara, y ambos nos inclinamos sobre la hoja de papel, la cual, en la desgarradura de su borde, indicaba ciertamente que había sido arrancada de un libro. Arriba decía: «Marzo 1869;» y debajo se leían las siguientes enigmáticas líneas:
«4. Vino Hudson. El mismo plan antiguo.
«7. Cargar pepitas a Mc. Cauley, Paramore, a Juan Swain, de San Agustin.
«9. Mc. Cauley liquidado.
«10. Juan Swain liquidado.
«12. Visité Paramore. Todo bien.»
—Gracias!—dijo Holmes, doblando el papel y devolviéndolo a nuestro visitante.—Ahora, por ningún motivo debe usted perder un momento más. No tenemos tiempo que perder ni siquiera en discutir lo que me ha dicho usted. Debe usted volver a su casa inmediatamente, y ponerse en acción.
—¿Qué debo hacer?
Sólo hay una cosa que hacer y es necesario hacerla en seguida. Tiene usted que poner ese pedazo de papel que nos ha enseñado, en el cofre de bronce, y también una esquela en que escribirá usted que su tío quemó los otros papeles y que éste es el único que queda: debe usted afirmar eso en términos que lleven consigo la convicción. Una vez hecho eso, pondrá usted el cofre en el reloj de sol. ¿Entiende usted?
—Perfectamente.
—No piense usted, por ahora, en venganza ni en cosa que se le parezca. Yo creo que eso lo obtendremos por medio de la ley; pero todavía tenemos que tejer nuestra tela, mientras ellos tienen tejida la suya. Lo primero que nos debe preocupar, es evitar el peligro inminente que le amenaza a usted; lo segundo aclarar el misterio y castigar a los culpables.
—Doy a usted las gracias—dijo el joven, levantándose, y descolgando su sobretodo.—Me ha dado usted, con la esperanza, nueva vida. Haré lo que me aconseja usted.
—No pierda usted un instante. Y, antes que todo, cuide usted mucho de su persona, porque no me queda la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy real é inminente. ¿Cómo va usted a volver a su casa?
—Por tren, de la estación Waterloo.
—Todavía no son las nueve y habrá mucha gente en las calles, lo que me hace confiar en que estará usted garantido, pero así y todo, cuanta precaución adopte usted será buena.
—Estoy armado.
—Bien. Mañana empezaré a ocuparme del asunto.
—Entonces ¿irá usted a Horsham?
—No. El secreto que perseguimos está en Londres. Aquí lo buscaré.
—Bueno. Yo vendré dentro de uno o dos días, con noticias del cofre y de los papeles. Seguiré los consejos de usted punto por punto.
Nos dió la mano, y se marchó. Afuera, el viento rugía y la lluvia golpeaba y se aplastaba contra las ventanas. Esa historia extraña y pavorosa parecía habernos venido de entre los elementos enfurecidos, lanzada dentro de nuestra casa como una ola empujada por el temporal, y haberse retirado ya, reabsorbida por la tormenta misma.
Sherlock Holmes se quedó un momento sentado en silencio, con la cabeza inclinada hacia adelante y los ojos fijos en el rojo fulgor del fuego. Luego encendió su pipa, y reclinándose en su sillón, se puso a contemplar los azules círculos del humo, que se empujaban unos a otros hacia el techo.
—Creo, Watson—observó, por último—que de todos los asuntos que hemos tenido, ninguno ha sido tan fantástico como éste.
—Salvo, quizás, la Señal de Cuatro.
—Cierto, si; salvo quizás ese. Y no obstante, este Juan Openshaw me parece que anda entre peligros aún mayores que los que asediaban a los Sholtos.
—¿Pero se ha formado usted—le pregunté—una idea definida de lo que son esos peligros?
—No puede haber duda en cuanto a su naturaleza,—contestó.
—Entonces ¿cuáles son? ¿Quién es ese K. K. K., y por qué persigue a esta desdichada familia?