Capítulo 17 (2)
Las rifas no dieron nunca para más. Al principio, Aureliano Segundo ocupaba tres días de la semana encerrado en su antigua oficina de ganadero, dibujando billete por billete, pintando con un cierto primor una vaquita roja, un cochinito verde o un grupo de gallinitas azules, según fuera el animal rifado, y modelaba con una buena imitación de las letras de imprenta el nombre que le pareció bueno a Petra Cotes para bautizar el negocio: Rifas de la Divina Providencia. Pero con el tiempo se sintió tan cansado después de dibujar hasta dos mil billetes a la semana, que mandó a hacer los animales, el nombre y los números en sellos de caucho, y entonces el trabajo se redujo a humedecerlos en almohadillas de distintos colores. En sus últimos años se les ocurrió sustituir los números por adivinanzas, de modo que el premio se repartiera entre todos los que acertaran, pero el sistema resultó ser tan complicado y se prestaba a tantas suspicacias, que desistieron a la segunda tentativa.
Aureliano Segundo andaba tan ocupado tratando de consolidar el prestigio de sus rifas, que apenas le quedaba tiempo para ver a los niños. Fernanda puso a Amaranta Úrsula en una escuelita privada donde no se recibían más de seis alumnas, pero se negó a permitir que Aureliano asistiera a la escuela pública. Consideraba que ya había cedido demasiado al aceptar que abandonara el cuarto. Además, en las escuelas de esa época solo se recibían hijos legítimos de matrimonios católicos, y en el certificado de nacimiento que habían prendido con una nodriza en la batita de Aureliano cuando lo mandaron a la casa, estaba registrado como expósito. De modo que se quedó encerrado, a merced de la vigilancia caritativa de Santa Sofía de la Piedad y de las alternativas mentales de Úrsula, descubriendo el estrecho mundo de la casa según se lo explicaban las abuelas. Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de quicio a los adultos, pero al contrario de la mirada inquisitiva y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la suya era parpadeante y un poco distraída. Mientras Amaranta Úrsula estaba en el parvulario, él cazaba lombrices y torturaba insectos en el jardín. Pero una vez en que Fernanda lo sorprendió metiendo alacranes en una caja para ponerlos en la estera de Úrsula, lo recluyó en el antiguo dormitorio de Meme, donde se distrajo de sus horas solitarias repasando las láminas de la enciclopedia. Allí lo encontró Úrsula una tarde en que andaba asperjando la casa con agua serenada y un ramo de ortigas, y a pesar de que había estado con él muchas veces, le preguntó quién era.
—Soy Aureliano Buendía —dijo él.
—Es verdad —replicó ella—. Ya es hora de que empieces a aprender la platería.
Lo volvió a confundir con su hijo, porque el viento cálido que sucedió al diluvio e infundió en el cerebro de Úrsula ráfagas eventuales de lucidez, había acabado de pasar. No volvió a recobrar la razón. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio. Ella hilvanaba una cháchara colorida, comentando asuntos de lugares apartados y tiempos sin coincidencia, de modo que cuando Amaranta Úrsula regresaba de la escuela y Aureliano se cansaba de la enciclopedia, la encontraban sentada en la cama, hablando sola, y perdida en un laberinto de muertos. «¡Fuego!», gritó una vez aterrorizada, y por un instante sembró el pánico en la casa, pero lo que estaba anunciando era el incendio de una caballeriza que había presenciado a los cuatro años. Llegó a revolver de tal modo el pasado con la actualidad, que en las dos o tres ráfagas de lucidez que tuvo antes de morir, nadie supo a ciencia cierta si hablaba de lo que sentía o de lo que recordaba. Poco a poco se fue reduciendo, fetizándose, momificándose en vida, hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida dentro del camisón, y el brazo siempre alzado terminó por parecer la pata de una marimonda. Se quedaba inmóvil varios días, y Santa Sofía de la Piedad tenía que sacudirla para convencerse de que estaba viva, y se la sentaba en las piernas para alimentarla con cucharaditas de agua de azúcar. Parecía una anciana recién nacida. Amaranta Úrsula y Aureliano la llevaban y la traían por el dormitorio, la acostaban en el altar para ver que era apenas más grande que el Niño Dios, y una tarde la escondieron en un armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas. Un domingo de ramos entraron al dormitorio mientras Fernanda estaba en misa, y cargaron a Úrsula por la nuca y los tobillos.
—Pobre la tatarabuelita —dijo Amaranta Úrsula—, se nos murió de vieja.
Úrsula se sobresaltó.
—¡Estoy viva! —dijo.
—Ya ves —dijo Amaranta Úrsula, reprimiendo la risa—, ni siquiera respira.
—¡Estoy hablando! —gritó Úrsula.
—Ni siquiera habla —dijo Aureliano—. Se murió como un grillito.
Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. «Dios mío», exclamó en voz baja. «De modo que esto es la muerte». Inició una oración interminable, atropellada, profunda, que se prolongó por más de dos días, y que el martes había degenerado en un revoltijo de súplicas a Dios y de consejos prácticos para que las hormigas coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a casarse con alguien de su misma sangre, porque nacían los hijos con cola de puerco. Aureliano Segundo trató de aprovechar el delirio para que le confesara dónde estaba el oro enterrado, pero otra vez fueron inútiles las súplicas. «Cuando aparezca el dueño —dijo Úrsula— Dios ha de iluminarlo para que lo encuentre». Santa Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la encontraría muerta de un momento a otro, porque observaba por esos días un cierto aturdimiento de la naturaleza: que las rosas olían a quenopodio, que se le cayó una totuma de garbanzos y los granos quedaron en el suelo en un orden geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, y que una noche vio pasar por el cielo una fila de luminosos discos anaranjados.
Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios.
Al principio se creyó que era una peste. Las amas de casa se agotaban de tanto barrer pájaros muertos, sobre todo a la hora de la siesta, y los hombres los echaban al río por carretadas. El domingo de resurrección, el centenario padre Antonio Isabel afirmó en el púlpito que la muerte de los pájaros obedecía a la mala influencia del Judío Errante, que él mismo había visto la noche anterior. Lo describió como un híbrido de macho cabrío cruzado con hembra hereje, una bestia infernal cuyo aliento calcinaba el aire y cuya visita determinaría la concepción de engendros por las recién casadas. No fueron muchos quienes prestaron atención a su plática apocalíptica, porque el pueblo estaba convencido de que el párroco desvariaba a causa de la edad. Pero una mujer despertó a todos al amanecer del miércoles, porque encontró unas huellas de bípedo de pezuña hendida. Eran tan ciertas e inconfundibles, que quienes fueron a verlas no pusieron en duda la existencia de una criatura espantosa semejante a la descrita por el párroco, y se asociaron para montar trampas en sus patios. Fue así como lograron la captura. Dos semanas después de la muerte de Úrsula, Petra Cotes y Aureliano Segundo despertaron sobresaltados por un llanto de becerro descomunal que les llegaba del vecindario. Cuando se levantaron, ya un grupo de hombres estaba desensartando al monstruo de las afiladas varas que habían parado en el fondo de una fosa cubierta con hojas secas, y había dejado de berrear. Pesaba como un buey, a pesar de que su estatura no era mayor que la de un adolescente, y de sus heridas manaba una sangre verde y untuosa. Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera, plagada de garrapatas menudas, y el pellejo petrificado por una costra de rémora, pero al contrario de la descripción del párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudinario que de hombre, porque las manos eran tersas y hábiles, los ojos grandes y crepusculares, y tenía en los omoplatos los muñones cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que debieron ser desbastadas con hachas de labrador. Lo colgaron por los tobillos en un almendro de la plaza, para que nadie se quedara sin verlo, y cuando empezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera, porque no se pudo determinar si su naturaleza bastarda era de animal para echar en el río o de cristiano para sepultar. Nunca se estableció si en realidad fue por él que se murieron los pájaros, pero las recién casadas no concibieron los engendros anunciados, ni disminuyó la intensidad del calor.
Rebeca murió a fines de ese año. Argénida, su criada de toda la vida, pidió ayuda a las autoridades para derribar la puerta del dormitorio donde su patrona estaba encerrada desde hacía tres días, y la encontraron en la cama solitaria, enroscada como un camarón, con la cabeza pelada por la tiña y el pulgar metido en la boca. Aureliano Segundo se hizo cargo del entierro, y trató de restaurar la casa para venderla, pero la destrucción estaba tan encarnizada en ella que las paredes se desconchaban acabadas de pintar, y no hubo argamasa bastante gruesa para impedir que la cizaña triturara los pisos y la hiedra pudriera los horcones.
Todo andaba así desde el diluvio. La desidia de la gente contrastaba con la voracidad del olvido, que poco a poco iba carcomiendo sin piedad los recuerdos, hasta el extremo de que por esos tiempos, en un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia, llegaron a Macondo unos emisarios del presidente de la república para entregar por fin la condecoración varias veces rechazada por el coronel Aureliano Buendía, y perdieron toda una tarde buscando a alguien que les indicara dónde podían encontrar a alguno de sus descendientes. Aureliano Segundo estuvo tentado de recibirla, creyendo que era una medalla de oro macizo, pero Petra Cotes lo persuadió de la indignidad cuando ya los emisarios aprestaban bandos y discursos para la ceremonia. También por esa época volvieron los gitanos, los últimos herederos de la ciencia de Melquíades, y encontraron el pueblo tan acabado y a sus habitantes tan apartados del resto del mundo, que volvieron a meterse en las casas arrastrando fierros imantados como si de veras fueran el último descubrimiento de los sabios babilonios, y volvieron a concentrar los rayos solares con la lupa gigantesca, y no faltó quien se quedara con la boca abierta viendo caer peroles y rodar calderos, y quienes pagaran cincuenta centavos para asombrarse con una gitana que se quitaba y se ponía la dentadura postiza. Un desvencijado tren amarillo que no traía ni se llevaba a nadie, y que apenas se detenía en la estación desierta, era lo único que quedaba del tren multitudinario en el cual enganchaba el señor Brown su vagón con techo de vidrio y poltronas de obispo, y de los trenes fruteros de ciento veinte vagones que demoraban pasando toda una tarde. Los delegados curiales que habían ido a investigar el informe sobre la extraña mortandad de los pájaros y el sacrificio del Judío Errante, encontraron al padre Antonio Isabel jugando con los niños a la gallina ciega, y creyendo que su informe era producto de una alucinación senil, se lo llevaron a un asilo. Poco después mandaron al padre Augusto Ángel, un cruzado de las nuevas hornadas, intransigente, audaz, temerario, que tocaba personalmente las campanas varias veces al día para que no se aletargaran los espíritus, y que andaba de casa en casa despertando a los dormilones para que fueran a misa, pero antes de un año estaba también vencido por la negligencia que se respiraba en el aire, por el polvo ardiente que todo lo envejecía y atascaba, y por el sopor que le causaban las albóndigas del almuerzo en el calor insoportable de la siesta.