Señoritas y solteronas
¡Hola, chicos! ¿Qué tal?
Bienvenidos a un nuevo episodio de Español Con Juan, un podcast en español para aprender español.
El episodio de hoy es un poco más serio que los episodios anteriores. Ya sabéis que a mí me gusta variar. A veces me gusta contar historias alegres o divertida, a veces me gusta contar historias más serias, incluso dramáticas.
“En la variedad está el gusto”, suele decirse. En la variedad está el gusto. Es decir, hay que hacer cosas diferentes y variadas para mantener el interés y el gusto por algo, ¿no? Esto se puede aplicar a todos los ámbitos de la vida: la ropa que te pones, el trabajo que haces, lo que haces en el tiempo libre, la vida sexual y amorosa… ¡En la variedad está el gusto, chicos!
Bueno, antes de empezar con el episodio de hoy, muchas gracias a todos los que estáis dejando vuestra opinión y le estáis dando 5 estrellas a este podcast en Apple Podcast o en otras plataformas donde me escucháis. Muchas gracias a todos, de verdad, porque eso ayuda a que cada vez más gente conozca Español Con Juan y me anima a seguir adelante.
Bueno, basta de preámbulos. Vamos al grano.
Hoy os quería hablar de mis tías, especialmente de una de mis tías, la mayor, la más vieja.
La mayor de mis tías odiaba ser la mayor de sus dos hermanas.
Le horrorizaba envejecer.
Yo entonces, claro, no lo entendía bien. Yo era solo un niño y no me daba cuenta de esas cosas.
Ahora que yo también voy camino de hacerme viejo, entiendo mejor lo que le pasaba.
Mi tía había sido bastante guapa de joven. Era guapa, muy rubia y con los ojos azules y eso, en una España de hombres feos, bajos y morenos hizo que creciera rodeada de pretendientes que la piropeaban donde quiera que fuese.
“¡Rubia! ¿Dónde vas?”
“¡Guapa! ¡Qué piernas!”
Incluso en el hospital donde trabajaba como enfermera, mi tía estaba acostumbrada a que los médicos le dijesen siempre cosas bonitas.
Se sentía especialmente orgullosa de sus piernas y le encantaba ponerse faldas para lucirlas.
“Yo siempre he tenido unas piernas muy bonitas”, solía decirle a sus amigas. Y todas estaban de acuerdo. Ella era la más guapa y con las piernas más bonitas. Todas lo sabían.
Mi tía siempre fue muy coqueta y le gustaba llamar la atención de los hombres y provocar la envidia de otras mujeres.
Se compraba vestidos nuevos al principio de cada estación y llevaba zapatos de tacón, aunque le hicieran daño en los pies.
Antes de salir a la calle, incluso si era solo para ir a comprar el pan a la tienda de la esquina, se maquillaba, se ponía una falda bonita que le llegase por encima de la rodilla y se llenaba los brazos de pulseras, las manos de anillos y el cuello de collares.
“Hay que ponerse guapa para ir a todas partes y lucir lo que una tiene”, decía. “El amor puede llegar en cualquier lugar, cuando menos te lo esperas: en la cola de la carnicería, en la panadería o mientras compras peras y manzanas en la frutería”.
Aunque tenía un buen trabajo y era una mujer muy independiente, no había podido cumplir la mayor ilusión de su vida: encontrar marido, casarse.
Ella quería conocer a un hombre para casarse, sí, pero no a cualquier hombre. Tenía que ser un médico, un ingeniero, un farmacéutico, un abogado… no un pobretón.
Ella buscaba lo que se llamaba entonces “un buen partido”. Es decir, un hombre guapo, alto y con un buen trabajo.
Para ello, claro, tenía que ir a los lugares donde pudiera encontrar ese tipo de hombres.
Por eso prefería tomar una sola copa a la semana en el bar más caro de la ciudad, antes que irse de tapas con sus amigos en bares “de mala muerte”, como ella decía; y por eso prefería pasar una semana en Marbella, codeándose con gente “de postín”, antes que estar un mes entero en una playa más modesta, rodeada de gente corriente y moliente.
Trabajaba toda la semana, de lunes a viernes, pero los sábados no podía faltar una copa en el bar más caro de la ciudad y el verano tenía que ponerse morena en las playas de Marbella y Torremolinos, la playas más caras y más “chic” de la Costa del Sol.
Y no le importaba privarse de algunas cosas, si con ello lograba dar la apariencia de una cierta distinción y clase.
En realidad, no le gustaba pasarlo bien, lo que le gustaba era aparentar que se lo pasaba bien y fingir que tenía más dinero del que realmente tenía.
Sus dos hermanas menores no podían decirle nada. Al fin y al cabo era su dinero y tenia derecho a hacer lo que le diera la gana con él. Además, que, como hermana mayor que era, ella sabía mejor lo que convenía hacer, ¿no?
Mi tía la enfermera era la única de sus hermanas que trabajaba.
Las otras… no se acordaban porque eran muy pequeñas, pero ella, la mayor, contaba que su padre, cuando ella era aún una niña, tenía una fábrica de madera y, por lo que decía, había sido educada con un estilo de vida alto, sin privaciones, y con una mentalidad bastante burguesa y tradicional en la que “las señoritas” ni trabajaban ni estudiaban.
Lo único que tenían que hacer las mujeres era cuidarse para estar siempre guapas, aprender buenas maneras para comportarse en sociedad, tener un buen ajuar y esperar a que llegara el pretendiente adecuado con quien casarse. Eso era todo.
El problema es que parece que su padre tuvo problemas económicos, perdió la fábrica y con ella toda su fortuna. En consecuencia, todos los hijos tuvieron que ponerse a trabajar.
Los hombres de la familia, sus hermanos, encontraron pronto trabajo de mecánicos, electricistas y camareros, pero para las mujeres no era tan fácil encontrar un trabajo que fuese adecuado “para señoritas”, como secretaria, enfermera o maestra. Había que tener estudios y diplomas y ninguna de ellas había estudiado nada. Para estar guapas, casarse, cocinar y tener hijos no había que estudiar.
La única de las hermanas que tuvo un poco de suerte fue mi tía la mayor.
Al estallar la guerra civil, el hospital de Granada no daba a basto con tantos heridos y enfermos a los que atender y hacía falta un gran número de enfermeras y todo tipo de personal sanitario.
Gracias a esa gran demanda que se produjo durante la guerra civil en Granada, mi tía pudo entrar a trabajar en el hospital. Aunque no tenia una formación académica, aprendió el oficio de enfermera trabajando con los heridos que llegaban al hospital cada día.
Al acabar la guerra, en la posguerra, las condiciones de vida de la ciudad mejoraron un poco, pero no demasiado. No había alimentos y la gente pasaba hambre. Los niños estaban desnutridos, la gente moría de tifus, de tuberculosis, de viruela…
De hecho, el hermano mayor de mi tía, al que yo nunca conocí, murió de tuberculosis en los años cuarenta, poco después de terminar la guerra.
Tuvieron que ser unos años duros. Duros y tristes. Recuerdo algunas de las anécdotas y recuerdos que contaba mi tía de la posguerra: el hambre, el estraperlo, las enfermedades y la miseria que vivieron.
Yo aún era muy pequeño y no podía entender todo lo que decían, pero recuerdo que siempre que dejaba algo en el plato o cuando decía que no me gustaba alguna comida, me decían “¡A ti te haría falta vivir una guerra! Si hubieras pasado el hambre que pasé yo, no dejarías nada en el plato y te lo comerías todo!”
Luego me hablaban del pan negro que compraban de estraperlo, del café de cebada que bebían y me repetían una y otra vez que en la guerra pasaban tanta hambre que se comían hasta la piel de las patatas.
Si mis pobres tías vivieran todavía, seguramente se llevarían una sorpresa al ver que estos son productos muy apreciados hoy en día…
Bueno, el caso es que al acabar la guerra mi tía la mayor se quedó a trabajar como enfermera en el hospital de Granada.
Nunca se casó, pero no fue por falta de oportunidades. Como era tan guapa, tan rubia y tenía los ojos más azules del mundo, tuvo muchos novios a lo largo de su vida o, como se decía antes, “pretendientes”; pero ninguno de ellos le parecía nunca lo bastante bueno para ella y al final se quedó soltera.
A todos los hombres que conocía, siempre le buscaba una falta, un problema, y siempre acababa por dejarlos.
A algunos los dejaba porque eran demasiado bajos, a otros porque eran demasiado altos. A veces los dejaba porque eran demasiado serios o porque, quizás, eran muy poco serios. Otras veces el problema era que no tenían un buen trabajo, que no sabían vestirse, que eran feos o tal vez poco elegantes o sucios.
Una vez me dijo que, cuando ella era muy joven, estuvo a punto de casarse con un chico que le gustaba mucho, pero un día descubrió que el tío no se lavaba los dientes. Entonces lo dejó. Prefería quedarse soltera antes que casarse con un hombre con los dientes sucios.
En realidad nunca he sabido si esta historia era cierta o solo me la contó a mí para convencerme de que tenía que lavarme los dientes todos los días después de comer o nunca le gustaría a una mujer…
En cualquier caso, mi tía, cuando se quiso acordar ya era demasiado tarde y se había convertido en una solterona. “Se le pasó el arroz”, como suele decirse.
Pero, yo no quería hablar de los novios de mi tía…
Yo quería hablaros de otras cosas mucho mucho más interesantes, como cuando descubrí que mi tía era una espía rusa, una comunista infiltrada en el régimen de Franco…
Pero eso os lo contaré la próxima semana. Creo que hoy se ha hecho demasiado tarde y no quiero hacer estos episodios demasiado largos porque la gente se aburre y se queda dormida…
Lo dejamos aquí por hoy, chicos, pero prometo que continuaremos la próxima semana. La próxima semana os contaré cosas mucho más interesantes de mi tía, qué hizo para sobrevivir durante la posguerra, qué hizo a la muerte de Franco y os hablaré también de su colaboración con el Partido Comunista de España.
Va a ser un episodio interesante, os lo prometo.
Un abrazo a todos y nos vemos… ¡No, no nos vemos! ¡Nos escuchamos!Nos escuchamos la próxima semana, aquí, en Español Con Juan.
¡Hasta pronto!