9. Una muerte se anuncia (1)
Las nubes seguían acumulándose sobre la isla. Durante todo el día, una corriente de aire caliente se fue elevando de la montaña y subió a más de tres mil metros de altura; turbulentas masas de gases acumularon electricidad estática hasta que el aire pareció a punto de estallar. Al llegar la tarde, el sol se había ocultado y un resplandor broncíneo vino a reemplazar la clara luz del día. Incluso el aire que llegaba del mar era asfixiante, sin ofrecer alivio alguno. Los colores del agua se diluían, y los árboles y la rosada superficie de las rocas, al igual que las nubes blancas y oscuras, emanaban tristeza. Todo se paralizaba, salvo las moscas, que poco a poco ennegrecían a su Señor y daban a la masa de intestinos el aspecto de un montón de brillantes carbones. Ignoraron por completo a Simón, incluso al rompérsele una vena de la nariz y brotarle la sangre; preferían el fuerte sabor del cerdo.
Al fluir la sangre, el ataque de Simón se convirtió en cansancio y sueño. Quedó tumbado en la estera de lianas mientras la tarde avanzaba y el cañón seguía tronando.
Por fin despertó y vio, con ojos aún adormecidos, la oscura tierra junto a su mejilla. Pero tampoco entonces se movió; permaneció echado, con un lado del rostro pegado a la tierra, observando confusamente lo que tenía enfrente. Después se dio vuelta, dobló las piernas y se asió a las lianas para ponerse en pie. Al temblar estas, las moscas huyeron con un maligno zumbido, pero en seguida volvieron a aferrarse a la masa de intestinos.
Simón se levantó. La luz parecía llegar de otro mundo. El Señor de las Moscas pendía de su estaca como una pelota negra Simón habló en voz alta, dirigiéndose al espacio en claro. – ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Nadie le contestó. Se apartó del claro y se arrastró entre las lianas hasta llegar a la penumbra del bosque. Caminó penosamente entre los árboles, con el rostro vacío de expresión, seca ya la sangre alrededor de la boca y la barbilla. Pero a veces, cuando apartaba las lianas y elegía la orientación según la pendiente del terreno, pronunciaba palabras que nunca alcanzaban el aire.
A partir de un punto, los árboles estaban menos festoneados de lianas y entre ellos podía verse la difusa luz ambarina que derramaba el cielo. Aquélla era la espina dorsal de la isla, un terreno ligeramente más elevado, al pie de la montaña, donde el bosque no presentaba ya la espesura de la jungla. Allí, los vastos espacios abiertos se veían salpicados de sotos y enormes árboles; la pendiente del terreno lo llevó hacia arriba al dirigirse hacia los espacios libres. Siguió adelante, desfalleciendo a veces por el cansancio, pero sin llegar nunca a detenerse. El habitual brillo de sus ojos había desaparecido; caminaba con una especie de triste resolución, como si fuese un viejo.
Un golpe de viento le hizo tambalearse y vio que se hallaba fuera del bosque, sobre rocas, bajo un cielo plomizo. Notó que sus piernas flaqueaban y que el dolor de la lengua no cesaba. Cuando el viento alcanzó la cima de la montaña vio algo insólito: una cosa azul aleteaba ante la pantalla de nubes oscuras. Siguió esforzándose en avanzar y el viento sopló de nuevo, ahora con mayor violencia, abofeteando las copas del bosque, que rugían y se inclinaban para esquivar sus golpes. Simón vio que una cosa encorvada se incorporaba de repente en la cima y le miraba desde allí. Se tapó la cara y siguió a duras penas.
También las moscas habían encontrado aquella figura. Sus movimientos, que parecían tener vida, las asustaban por un momento y se apiñaban alrededor de la cabeza en una nube negra. Después, cuando la tela azul del paracaídas se desinflaba, la corpulenta figura se inclinaba hacia adelante, con un suspiro, y las moscas volvían una vez más a posarse.
Simón sintió el golpe de la roca en sus rodillas Se arrastró hacia adelante y pronto comprendió. El enredo de cuerdas le mostró la mecánica de aquella parodia; examinó los blancos huesos nasales, los dientes, los colores de la descomposición. Vio cuan despiadadamente los tejidos de caucho y lona sostenían ceñido aquel pobre cuerpo que debería estar ya pudriéndose. De nuevo sopló el viento y la figura se alzó, se inclinó y le arrojó directamente a la cara su aliento pestilente. Simón, arrodillado, apoyó las manos en el suelo y vomitó hasta vaciar por completo su estómago. Después agarró los tirantes, los soltó de las rocas y libró a la figura de los ultrajes del viento. Por fin, apartó la vista para contemplar la playa bajo él. La hoguera de la plataforma parecía estar apagada, o al menos sin humo. En una zona más lejana de la playa, detrás del riachuelo y cerca de una gran losa de roca, podía verse un fino hilo de humo que trepaba hacia el cielo. Simón, sin acordarse ya de las moscas, colocó ambas manos a modo de visera y contempló el humo. Aun a aquella distancia pudo comprobar que la mayoría de los muchachos – quizá todos ellos – se encontraban allí reunidos. De modo que habían cambiado el lugar del campamento para alejarse de la fiera. Al pensar en ello, Simón volvió los ojos hacia aquella pobre cosa sentada junto a él, abatida y pestilente. El monstruo era inofensivo y horrible, y esa noticia tenía que llegar a los demás lo antes posible. Empezó el descenso, pero sus piernas no le respondían. Por mucho que se esforzaba sólo lograba tambalearse.
–A bañarnos – dijo Ralph -, es lo mejor que podemos hacer.
Piggy observaba a través de su lente el cielo amenazador.
–Esas nubes me dan mala espina. ¿Te acuerdas cómo llovía, justo después de aterrizar?
–Va a llover otra vez.
Ralph se lanzó a la poza. Una pareja de pequeños jugaba en la orilla, buscando alivio en un agua más caliente que la propia sangre. Piggy se quitó las gafas, se metió con gran precaución en el agua y se las volvió a poner. Ralph salió a la superficie y le sopló agua a la cara.
–Cuidado con mis gafas – dijo Piggy -. Si se me moja el cristal tendré que salirme para limpiarlas.
Ralph volvió a escupirle, pero falló. Se rió de Piggy, esperando verle retirarse en su dolido silencio, sumiso como siempre. Pero Piggy, por el contrario, golpeó el agua con las manos. – ¡Estáte quieto! – gritó -. ¿Me oyes? Con rabia, arrojó agua al rostro de Ralph.
–Bueno, bueno – dijo Ralph -; no pierdas los estribos.
Piggy se detuvo.
–Tengo un dolor aquí, en la cabeza… Ojalá viniera un poco de aire fresco.
–Si lloviese…
–Si pudiésemos irnos a casa…
Piggy se reclinó contra la pendiente del lado arenoso de la poza. Su estómago emergía del agua y se secó con el aire. Ralph lanzó un chorro de agua al cielo. El movimiento del sol se adivinaba por una mancha de luz que se distinguía entre las nubes. Se arrodilló en el agua y miró en torno suyo, – ¿Dónde están todos? Piggy se incorporó.
–A lo mejor están tumbados en el refugio. – ¿Dónde está Samyeric? – ¿Y Bill?
Piggy señaló a un lugar detrás de la plataforma.
–Se fueron por ahí. A la fiesta de Jack.
–Que se vayan – dijo Ralph inquieto -. Me trae sin cuidado.
–Y sólo por un poco de carne…
–Y por cazar – dijo Ralph juiciosamente -, y para jugar a que son una tribu y pintarse como los guerreros.
Piggy removió la arena bajo el agua y no miró a Ralph.
–A lo mejor debíamos ir también nosotros. Ralph le miró inmediatamente y Piggy se sonrojó.
–Quiero decir… para estar seguros que no pasa nada. Ralph volvió a lanzar agua con la boca.
Mucho antes de que Ralph y Piggy llegasen al encuentro con la pandilla de Jack, pudieron oír el alboroto de la fiesta. Las palmeras daban paso a una franja ancha de césped entre el bosque y la orilla. A sólo un paso de la hierba se hallaba la blanca arena llevada por el viento fuera del alcance de la marea: una arena cálida, seca y hollada. A continuación se veía una roca que se proyectaba hacia la laguna. Más allá, una pequeña extensión de arena, y luego, el borde del agua. Una hoguera ardía sobre la roca y la grasa del cerdo que estaban asando goteaba sobre las invisibles llamas. Todos los muchachos de la isla, salvo Piggy, Ralph y Simón y los dos que cuidaban del cerdo se habían agrupado en el césped. Reían y cantaban, tumbados en la hierba, en cuclillas o en pie, con comida en las manos. Pero a juzgar por las caras grasientas, el festín de carne había ya casi acabado; algunos bebían de unos cocos. Antes de comenzar el banquete habían arrastrado un tronco enorme hasta el centro del césped y Jack, pintado y enguirnaldado, se sentó en él como un ídolo. Había cerca de él montones de carne sobre hojas verdes, y también fruta y cocos llenos de agua.
Llegaron Piggy y Ralph al borde de la verde plataforma. Al verles, los muchachos fueron enmudeciendo uno a uno hasta sólo oírse la voz del que estaba junto a Jack.
Después, el silencio alcanzó incluso a aquel recinto y Jack se volvió sin levantarse. Les contempló durante algún tiempo. Los chasquidos del fuego eran el único ruido que se oía por encima del rumor del arrecife. Ralph volvió los ojos a otro lado, y Sam, creyendo que se había vuelto hacia él con intención de acusarle, soltó con una risita nerviosa el hueso que roía. Ralph dio un paso inseguro, señaló a una palmera y murmuró algo a Piggy que los demás no oyeron; después ambos rieron como lo había hecho Sam. Apartando la arena con los pies, Ralph empezó a caminar. Piggy intentaba silbar.
En aquel momento, los muchachos que atendían el asado se apresuraron a coger un gran trozo de carne y corrieron con él hacia la hierba. Chocaron con Piggy, quemándole sin querer, y éste empezó a chillar y dar saltos. Al instante, Ralph y el grupo entero de muchachos se unieron en un mismo sentimiento de alivio, que estalló en carcajadas.
Piggy volvió a ser el centro de una burla pública, logrando que todos se sintieran alegres como en oíros tiempos.
Jack se levantó y agitó su lanza.
–Dadles algo de carne.
Los muchachos que sostenían el asador dieron a Ralph y a Piggy suculentos trozos.
Aceptaron, con ansia, el regalo. Se pararon a comer bajo un cielo de plomo que tronaba y anunciaba la tormenta.
De nuevo agitó Jack su lanza. – ¿Habéis comido todos bastante?
Aún quedaba comida, dorándose en los asadores de madera, apilada en las verdes bandejas. Piggy, traicionado por su estómago, tiró un hueso roído a la playa y se agachó para servirse otro trozo.
Jack habló de nuevo con impaciencia: – ¿Habéis comido todos bastante?
Su voz indicaba una amenaza, nacida de su orgullo de propietario, y los muchachos se apresuraron a comer mientras les quedaba tiempo. Al comprobar que el festín tardaría en acabar, Jack se levantó de su trono de madera y caminó tranquilamente hasta el borde de la hierba. Escondido tras su pintura, miró a Ralph y a Piggy. Ambos se apartaron un poco, y Ralph observó la hoguera mientras comía. Advirtió, aunque sin comprenderlo, que las llamas se hacían ahora visibles contra la oscura luz. La tarde había llegado, no con tranquila belleza, sino con la amenaza de violencia. Habló Jack:
–Traedme agua.
Henry le llevó un casco de coco y Jack bebió observando a Piggy y a Ralph por encima del mellado borde. Su fuerza se concentraba en los bultos oscuros de sus antebrazos; la autoridad se posaba sobre sus hombros y le cuchicheaba como un mono al oído.
–Sentaos todos.
Los muchachos se colocaron en filas sobre la hierba frente a él, pero Ralph y Piggy permanecieron apartados, en pie, en la suave arena, en un plano algo más bajo. Jack les ignoró por el momento, volvió su careta hacia los muchachos sentados y les señaló con la lanza. – ¿Quién se va a unir a mi tribu? Ralph hizo un movimiento brusco que acabó en un tropezón. Algunos se volvieron a mirarle.