8. Ofrenda a las tinieblas (1)
Piggy, con evidente malestar, apartó los ojos de la playa, que empezaba a reflejar la luz pálida del alba, y los alzó hacia la sombría montaña. – ¿Estás seguro? ¿De verdad estás seguro?
–No sé cuántas veces te lo tengo que repetir – dijo Ralph -. La vimos. – ¿Crees que estamos a salvo aquí abajo? – ¿Cómo demonios lo voy a saber yo?
Ralph se apartó bruscamente y avanzó unos pasos por la playa. Jack, arrodillado, se entretenía en dibujar con el dedo índice círculos en la arena. La voz de Piggy les llegó en un susurro: – ¿Estás seguro? ¿De verdad?
–Sube tú a verla – dijo Jack desdeñosamente -, y hasta nunca.
–Más quisieras.
–La fiera tiene dientes – dijo Ralph – y unos ojos negros muy grandes.
Tembló violentamente. Piggy se quitó las gafas y limpió su única lente. – ¿Qué vamos a hacer?
Ralph se volvió hacia la plataforma. La caracola brillaba entre los árboles como un borujo blanco, en el lugar mismo por donde aparecería el sol.
Se echó hacia atrás las greñas.
–No lo sé.
Recordó la huida aterrorizada, ladera abajo.
–No creo que nos atrevamos jamás contra una cosa de ese tamaño; en serio, no nos atreveríamos. Hablamos mucho, pero tampoco pelearíamos contra un tigre. Saldríamos corriendo a escondernos. Hasta Jack se escondería.
Jack seguía contemplando la arena. – ¿Y mis cazadores, qué?
Simón salió furtivamente de las sombras que envolvían los refugios. Ralph no prestó atención a la pregunta de Jack. Señaló hacia la pincelada amarilla sobre la línea del mar.
–Somos muy valientes mientras es de día. ¿Pero después? Y ahora aquello está allí, agachado junto a la hoguera, como si quisiera impedir que nos rescaten…
Se retorcía las manos al hablar, sin darse cuenta. Elevó la voz:
–Ya no habrá ninguna hoguera de señal…, estamos perdidos.
Un punto de oro apareció sobre el mar, y en un instante se iluminó todo el cielo. – ¿Y mis cazadores, qué?
–Son niños armados con palos. Jack se puso en pie. Su rostro se enrojeció mientras se alejaba. Piggy se puso las gafas y miró a Ralph.
–Ahora sí que la has hecho. Le has ofendido con lo de sus cazadores.
–Anda, cállate.
Les interrumpió el sonido de la caracola, que alguien tocaba sin habilidad. Jack, como si ofreciese una serenata al sol naciente, siguió haciendo sonar la caracola, mientras en los refugios empezaban a agitarse las primeras señales de vida, los cazadores se deslizaban hacia la plataforma y los pequeños empezaban a lloriquear, como ahora hacían con tanta frecuencia. Ralph se levantó dócilmente. Piggy Y él se dirigieron a la plataforma.
–Palabras – dijo Ralph amargamente -, palabras y más palabras.
Quitó la caracola a Jack.
–Esta reunión… Jack le interrumpió:
–La he convocado yo.
–Lo mismo iba a hacer yo. Lo único que has hecho es soplar la caracola.
–Bueno, ¿y no es eso? – ¡Tómala, anda! ¡Sigue…, habla! Ralph arrojó la caracola a los brazos de Jack y se sentó en el tronco de palmera.
–He convocado esta asamblea por muchas razones – dijo Jack -. En primer lugar… ya sabéis que hemos visto a la fiera. Nos acercamos a gatas; estuvimos a unos cuantos metros de la fiera. Levantó la cabeza y nos miró. No sé qué hace allí. Ni siquiera sabemos lo que es…
–Esa fiera sale del mar…
–De la oscuridad…
–De los árboles… – ¡Silencio! – gritó Jack -. A ver si escucháis. La fiera está allí sentada, sea lo que sea…
–A lo mejor está esperando…
–O cazando…
–Eso es, cazando.
–Cazando – dijo Jack. Recordó los temblores que se apoderaban de él en el bosque -.
Sí, esa fiera sale a cazar. ¡Pero callaos de una vez! Otra cosa: fue imposible matarla. Y además, os diré lo que acaba de decirme Ralph de mis cazadores: que no sirven para nada. – ¡No he dicho nada de eso!
–Yo tengo la caracola. Ralph cree que sois unos cobardes, que el jabalí y la fiera los hacen salir corriendo. Y eso no es todo.
Se oyó en la plataforma algo como un suspiro, como si todos supiesen lo que iba a seguir. La voz de Jack continuó, trémula pero decidida, presionando contra el pasivo silencio.
–Es igual que Piggy; dice las mismas cosas que Piggy. No es un verdadero jefe. Jack apretó la caracola contra sí.
–Además, es un cobarde.
Hizo una breve pausa y después continuó:
–Allá en la cima, cuando Roger y yo seguimos adelante, él se quedó atrás. – ¡Yo también seguí!
–Pero después.
Los dos muchachos se miraron, a través de las pantallas de sus melenas, amenazantes.
–Yo también seguí – dijo Ralph -; eché a correr luego, pero tú hiciste lo mismo.
–Llámame cobarde si quieres. Jack se volvió a los cazadores:
–No sabe cazar. Nunca nos habría conseguido carne. No es ningún prefecto, y no sabemos nada de él. No hace más que dar órdenes y espera que se le obedezca porque sí. Venga a hablar… – ¡Venga a hablar! – gritó Ralph -. ¡Hablar y hablar! ¿Quién ha empezado? ¿Quién ha convocado esta reunión?
Jack se volvió con la cara enrojecida y la barbilla hundida en el pecho. Le atravesó con la mirada.
–Muy bien – dijo, y su tono indicaba una intención decidida, y una amenaza -, muy bien.
Con una mano apretó la caracola contra su pecho y con la otra cortó el aire. – ¿Quién cree que Ralph no debe ser el jefe?
Miró con esperanza a los muchachos agrupados en torno suyo, que habían quedado atónitos. Hubo un silencio absoluto bajo las palmeras.
–Que levanten las manos – dijo Jack con firmeza – los que no quieren que Ralph sea el jefe.
El silencio continuó, suspenso, grave y avergonzado.
El rostro de Jack fue perdiendo color poco a poco, para recobrarlo después en un brote doloroso. Se mordió los labios y volvió la cabeza a un lado, evitando a sus ojos el bochorno de unirse a la mirada de otro. – ¿Cuántos creen…?
Su voz cedió. Las manos que sostenían la caracola temblaron. Tosió y alzó la voz:
–Muy bien.
Con extremado cuidado dejó la caracola en la hierba, a sus pies. Lágrimas de humillación corrían de sus ojos.
–No voy a seguir más este juego. No con vosotros.
La mayoría de los muchachos habían bajado la vista, fijándola en la hierba o en sus pies. Jack volvió a toser.
–No voy a seguir en la pandilla de Ralph… Recorrió con la mirada los troncos a su derecha, contando los cazadores que una vez fueron coro.
–Me voy por mi cuenta. Que atrape él sus cerdos. Si alguien quiere cazar conmigo, puede venir también.
Con pasos torpes salió del triángulo, hacia el escalón que llevaba hasta la blanca arena. – ¡Jack!
Jack se volvió y miró a Ralph. Calló por un momento y luego lanzó un grito estridente y furioso: -… ¡No!
Saltó de la plataforma y corrió por la playa sin hacer caso de las copiosas lágrimas que iba derramando; Ralph le siguió con la mirada hasta que se adentró en el bosque.
Piggy estaba indignado.
–Yo venga a hablarte, Ralph, y tú ahí parado, como… Ralph miró a Piggy sin verle y se habló a sí mismo quedamente:
–Volverá. Cuando el sol se ponga, volverá. Vio la caracola en las manos de Piggy. – ¿Qué? – ¡Pues eso!
Piggy abandonó la intención de reprender a Ralph. Volvió a limpiar su lente hasta hacerla relucir y volvió a su tema.
–No necesitamos a Jack Merridew. No es el único en esta isla. Pero ahora que tenemos una fiera de verdad, aunque no puedo casi creerlo, vamos a tener que quedarnos cerca de la plataforma a todas horas; y ya no nos van a servir de mucho ni él ni su caza. Así que ahora podremos decidir de una vez lo que hay que hacer.
–Es inútil, Piggy. No podemos hacer nada.
Permanecieron sentados durante unos momentos en abatido silencio. Se levantó Simón de pronto y le quitó la caracola a Piggy, quien se vio tan sorprendido que no tuvo tiempo para reaccionar. Ralph alzó los ojos hacia Simón. – ¿Simón? ¿Qué quieres ahora? Un apagado rumor de risas recorrió el círculo entero y perturbó visiblemente a Simón.
–Creo que hay algo que podríamos hacer. Algo que nosotros…
Su voz se vio de nuevo sofocada por la opresión de la asamblea. En busca de ayuda y comprensión, se dirigió a Piggy. Con la caracola apretada contra su bronceado pecho, se volvió a medias hacia él.
–Creo que deberíamos subir a la montaña.
El círculo entero se estremeció. Simón se interrumpió y buscó con la mirada a Piggy, que le observaba con cara de burlona incomprensión. – ¿Y qué vamos a hacer allí arriba, si Ralph y los otros no pudieron con la fiera? Simón susurró su respuesta: – ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Concluida su breve alocución, dejó que Piggy tomase de sus manos la caracola.
Después se retiró y fue a sentarse al lugar más apartado que encontró.
Piggy hablaba ahora con más aplomo y con algo en su voz que los demás, en circunstancias menos graves, habrían interpretado como placer.
–Ya os dije que cierta persona no nos hace ni pizca de falta. Y ahora os digo que tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Y me parece que sé lo que Ralph os va a decir en seguida. La cosa más importante en esta isla es el humo y no se puede tener humo sin fuego. Ralph se movió inquieto.
–No hay nada que hacer, Piggy. No tenemos ninguna hoguera. Y esa cosa está allá arriba sentada…; tendremos que quedarnos aquí.
Piggy, como para dar con ello realce a sus palabras, alzó la caracola.
–No tenemos una hoguera en la montaña, pero podemos tenerla aquí. Se puede hacer en esas rocas. O en la arena; da igual. Así también tendríamos humo, – ¡Eso! – ¡Humo! – ¡Junto a la poza!
Todos hablaban al mismo tiempo. Pero Piggy era el único con suficiente audacia intelectual para sugerir que se trasladase a otro lugar el fuego de la montaña.
–Bueno, haremos la hoguera aquí abajo – dijo Ralph mirando a su alrededor -. La podemos hacer aquí mismo, entre la poza y la plataforma. Claro que…
Se interrumpió y, con el ceño fruncido, meditó el asunto, mordiéndose sin darse cuenta una uña ya casi desgastada.
–Claro que el humo no se verá tan bien; no se verá desde tan lejos. Pero así no tendremos que acercarnos, acercarnos a…
Los otros, que le comprendían perfectamente, asintieron. No habría necesidad de acercarse.
–Podemos hacerla ya.
Las ideas más brillantes son siempre las más sencillas. Ahora que tenían algo que hacer, trabajaron con entusiasmo. Piggy se sentía tan lleno de alegría y tan plenamente libre con la marcha de Jack, tan lleno de orgullo por su contribución al bienestar común, que ayudó a acarrear la leña. La que aportó estaba bien a mano: uno de los troncos caídos en la plataforma, que nadie usaba durante las asambleas. Pero para los demás la condición sagrada de la plataforma se extendía a todo cuanto en ella se hallaba, protegiendo incluso lo más inútil. Los mellizos comentaron que sería un alivio tener una hoguera junto a ellos durante la noche, y aquel descubrimiento hizo a unos cuantos peques bailar y batir palmas de alegría.
Aquella leña no estaba tan seca como la de la montaña. Casi toda ella se encontraba podrida por la humedad y llena de insectos huidizos. Tenían que levantar los troncos con cuidado, porque si no se deshacían en un polvo húmedo. Además, los muchachos, con tal de no penetrar mucho en el bosque, se conformaban con el primer leño que encontraban, por muy cubierto que estuviese de retoños verdes. Las faldas del monte y el desgarrón del bosque les eran familiares; estaban cerca de la caracola y los refugios, que ofrecían un aspecto bastante acogedor a la luz del sol. Nadie se molestaba en pensar qué aspecto cobrarían en la oscuridad. Trabajaron, pues, con gran animación y alegría, aunque a medida que pasaba el tiempo podían advertirse indicios de pánico en aquella animación y de histeria en la alegría. Levantaron una pirámide de hojas y palos, de ramas y troncos, sobre la desnuda arena contigua a la plataforma. Por vez primera en la isla, Piggy se quitó sus gafas sin pedírselo nadie, se arrodilló y enfocó el sol sobre la leña. Pronto tuvieron un techo de humo y un abanico de llamas amarillas.